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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (82 page)

BOOK: Creación
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Veinte millas al este de Champa, me separé de mi escolta militar, que continuó su marcha a Rajagriha mientras yo me unía a un segundo destacamento de tropas de Magadha. Este último estaba apostado en la frontera de la república, y su comandante se sentía más que ansioso de acompañar al yerno del rey. En verdad, mi presencia le aterrorizaba. Pronto comprendí por qué.

Aunque ya en Catay había oído historias sobre la crueldad de Ajatashatru, tendí a desestimarlas. Sabía, por supuesto, que era despiadado. Como los cangrejos, había devorado a su propio padre. Sin embargo, ésa era antes la regla que la excepción en la llanura del Ganges. Y yo no creía, por cierto, que su crueldad fuera viciosa y desenfrenada. Pero me equivocaba.

Para comenzar, me asombró la medida de la devastación que pude observar en lo que había sido la próspera y orgullosa federación de repúblicas. En aquellos países conquistados que atravesábamos al marchar hacia el norte, la tierra misma daba la impresión de haber sido condenada a muerte. Nada crecía donde en otro tiempo había habido campos de mijo, huertos, tierra de pasto.

Cuando llegamos a un terreno cubierto de ladrillos ennegrecidos por el fuego, diseminados, el comandante dijo:

—Esta era la ciudad de Vaishali.

La destrucción había sido total. Perros, gatos y animales de presa; serpientes, lagartos y escorpiones, ocupaban las ruinas de la que había sido, apenas diez años antes, la próspera ciudad en que me habían mostrado el recinto del congreso y el altar de Mahavira.

—Naturalmente, el rey proyecta reconstruir la ciudad —dijo el comandante, pateando una pila de huesos.

—Cuando lo haga, sin duda rivalizará con Rajagriha —respondí. Aunque en todo momento tuve cuidado de mostrarme como el leal yerno de un rey al que los indios consideraban el más grande que nunca había existido, de tanto en tanto la curiosidad se apoderaba de mí—. ¿Hubo aquí gran resistencia? ¿Fue realmente necesario arrasar la ciudad entera?

—¡Oh, sí, señor príncipe! Yo estuve aquí. Tomé parte en la batalla, que duró ocho días. El mayor combate fue allí. —Señaló, hacia el oeste, las palmeras alineadas junto al río seco—. Los obligamos a retroceder desde la orilla. Cuando intentaron refugiarse en la ciudad, los detuvimos ante la muralla. El rey en persona encabezó la carga en la puerta principal. El rey en persona incendió el primer edificio. El rey en persona degolló al general republicano. El rey en persona volvió rojas las aguas del Ganges. —El capitán daba la impresión de estar cantando, antes que hablando. Las victorias de Ajatashatru se convertían ya en poemas para que las futuras generaciones pudieran cantar su gloria y su carácter sanguinario.

Doce mil soldados republicanos habían sido empalados a los lados del camino, desde Vaishali hasta Shravasti. Como la batalla final se había dado en la estación seca, los cuerpos se habían momificado bajo el sol. Como consecuencia de ello, los soldados muertos parecían todavía vivos; tenían las bocas abiertas, como si gritaran o intentaran aspirar el aire. La muerte debía de haber llegado lentamente en lo alto de las estacas de madera. Me sorprendió un poco descubrir que todos los hombres habían sido cuidadosamente castrados. Los indios abominan de esta práctica. Posteriormente, vi vender en Shravasti numerosos escrotos exquisitamente curtidos. Durante esa estación, al menos, estuvieron de moda como bolsas para el dinero. Las mujeres los llevaban atados a sus cinturones, en señal de patriotismo.

Bordeamos la frontera de lo que había sido la república de Licchavi. Aunque la capital había sido destruida, la república seguía combatiendo.

—Es un pueblo perverso —dijo el comandante—. El rey está muy furioso porque no se han rendido.

—No se le puede reprochar. Roguemos porque los castigue, y muy pronto.

—Oh, sí, señor príncipe. ¡Los odiamos, los odiamos! —Pero no había odio en la voz del joven comandante. Era una víctima de la ferocidad de Ajatashatru, tanto como las infinitas hileras de cadáveres oscuros y retorcidos de la izquierda y de la derecha.

Mientras avanzábamos por la carretera, hacia el norte, un buitre se posó en el hombro de un soldado momificado. Con curiosidad casi humana, hasta con delicadeza, el buitre miró la cuenca en que había habido un ojo y dio un picotazo experimental. No encontró nada y remontó el vuelo. Había llegado tarde al banquete.

Un día de otoño, fresco, hermoso y sin nubes, entré en Shravasti. Afortunadamente, Ajatashatru había perdonado la capital de Koshala. Había salido de Shravasti cuando tenía veintisiete o veintiocho años de edad. Al retornar, tenía cuarenta años; mi cara estaba tan quemada por el viento y el sol que parecía una máscara de madera. El pelo que rodeaba la máscara estaba totalmente blanco, Y lo peor: el dueño de la máscara ya no era joven.

La casa del príncipe Jeta, junto al río, parecía no haber cambiado. Llamé a la puerta principal. Un criado me miró con suspicacia por una ventanilla. Le dije quién era, y echó a reír. Lo amenacé en nombre de Ajatashatru y desapareció. Un momento más tarde se abrió la puerta, y un respetuoso mayordomo me recibió. No me reconocía, pero, según me dijo, conocía la historia del hombre de occidente que había engendrado los dos hijos de Ambalika. Supe así que mi mujer y mis hijos vivían. En cuanto al príncipe Jeta…

Mi viejo amigo estaba sentado en el jardín interior. Y era verdaderamente viejo. No hubiera reconocido en esa demacrada criatura al hombre vigoroso que había conocido y admirado.

—Acércate —dijo. Como no se puso de pie para saludarme, me acerqué a su diván. Sólo cuando lo abracé descubrí que estaba totalmente paralizado del cuello para abajo.

—Fue el año pasado —dijo, como excusándose—. Hubiera preferido partir deprisa, pero se ha dispuesto que muera en lentas etapas. Es evidente que mi última encarnación no ha sido feliz. Y no debo quejarme. Al menos, he vivido lo suficiente para volver a verte.

Antes de que pudiera responder, se acercaron una mujer gruesa, de edad mediana, y dos jóvenes solemnes, de ojos azules. No reconocí a Ambalika hasta que habló.

—¡Cómo te has puesto! —atacó sin vacilar—. ¡Eres viejo, oh mi pobre marido… y señor! —Nos abrazamos. No diría que nuestro encuentro fue muy parecido al de Ulises y Penélope. Aunque tampoco tenía que matar a ningún pretendiente, por lo que sabía hasta aquel momento.

Mi hijo mayor era ya un hombre; el menor estaba al borde de la adultez. El cálido sol de la llanura del Ganges madura rápidamente todas las cosas, como si temiera que falte tiempo para la reproducción.

Los jóvenes me miraron con asombro. Devolví su mirada. La combinación de los ojos azules del norte con la piel oscura del sur era sorprendente. Ambos eran hermosos.

—También yo los encuentro encantadores —dijo Ambalika después de pedirles que se marcharan—. Pero aquí, por supuesto, los miran como a demonios, por esos ojos azules. Tienen infinitos problemas. Una vez que hayan crecido…

Ambalika se interrumpió. Nos miramos por encima del frágil cuerpo del príncipe Jeta. Como siempre, me hechizó el encanto de Ambalika. No he conocido una mujer con quien fuera tan delicioso estar. Se podía hablar con ella como con un hombre, aunque no un hombre de estado, como la reina Atosa. En cuanto a su apariencia… pues bien, el sol de la India había hecho su tarea. Estaba rechoncha. El cuerpo no tenía formas, y tenía algo más que un doble mentón. Pero los ojos eran los mismos: brillaban exactamente como aquella noche en que habíamos mirado juntos la estrella del norte.

—Comienza —dijo el príncipe Jeta— por el principio.

Lo hice. Conté todo lo que, a mi parecer, podía interesarles. Me sorprendió que no quisieran hablar de Persia. Cuando me case, Ambalika no hablaba de otra cosa. Quería acompañarme a Susa. Pero ahora había perdido todo su interés por el occidente. Y por mí.

Catay, en cambio, les fascinaba. Como supe luego, el príncipe Jeta formaba parte de un consorcio interesado en la reapertura de la ruta de la seda.

—Ahora —pedí, con la garganta seca de tanto hablar—, contadme qué ha ocurrido aquí.

Ambalika hizo un delicado gesto de advertencia: nos espiaban. Luego, en voz extática, dijo:

—Mi padre es ahora el monarca universal. Estamos jubilosos por sus victorias, su bondad y su sabiduría. —Y agregó bastante más en ese mismo estilo, tan poco informativo.

Cuando le pregunté por el Buda, el príncipe Jeta dijo:

—Llegó al nirvana hace cuatro años.

—Después de una cena muy pesada, con cerdo y guisantes. —Ambalika hacía gala de su habitual imprudencia.

—Eso es sólo lo que se dice. —Al príncipe Jeta no le agradaba su ligereza—. Lo único que sabemos con seguridad es que nos abandonó en paz. Sus últimas palabras fueron: «Todas las cosas son transitorias. Buscad con diligencia vuestra salvación».

—¿Sariputra es aún la cabeza de la orden?

El príncipe Jeta movió la cabeza.

—Murió antes que el Buda. El jefe actual es Ananda. A propósito, todos residen aquí.

—Y discuten sin cesar lo que ha dicho o no ha dicho el Buda. —Ambalika era tan intolerante como siempre con el otro mundo y sus partidarios.

—Ananda es un fiel custodio —agregó el príncipe Jeta, sin gran convicción—. Se ocupa de que los monjes memoricen todo lo que ha dicho el Buda, como hacían durante su vida.

—Sólo que ahora —yo hablaba de mi triste experiencia personal con los sacerdotes— no está el Buda para corregirlos.

—Es verdad. Y no necesito decir que ya hay graves disidencias acerca de lo que dijo.

—Y habrá más.

A lo largo de los años me han asombrado e indignado sin cesar las nuevas doctrinas que los zoroastrianos atribuían a mi abuelo. Justamente antes de salir de Susa por última vez, visité al jefe de la orden. Cuando atribuyó a mi abuelo unos disparatados versos le dije, vivamente, que Zoroastro jamás había dicho nada semejante. El charlatán, inmutable, respondió: «Tienes razón. El profeta no dijo eso en vida. Me recitó esos versos durante un sueño, y me ordenó que los anotara al despertar».

Así la Mentira derrota a la Verdad, al menos en el tiempo del largo dominio. Pero esos falsos sacerdotes sentirán el metal ardiente. Eso es indudable.

Las semanas siguientes fueron muy agradables. Aunque la robusta Ambalika ya no me atraía sexualmente, la encontré amistosa e inteligente. La primera noche que pasamos juntos, me llevó al terrado que dominaba el río. Recuerdo que la luna estaba en cuarto menguante, que el humo de las fogatas del muelle era tan acre como siempre, que nada cambia nunca en la India.

—Ahora nadie nos puede oír. —Estábamos sentados, juntos, en un diván, con la luz de la luna en los ojos. Hacia el este la cordillera del Himalaya se distinguía apenas como una masa oscura contra el cielo.

—¿Dónde está tu padre? —No tenía la intención de encontrar a esa voluble figura si podía evitarlo.

—En la estación seca se encuentra siempre con el ejército. Debe estar, sin duda, en algún punto de la frontera de Licchavi. Son muy obstinados. No comprendo por qué. Si se hubieran rendido, algunos se habrían salvado. Ahora los matará a todos.

—Es realmente el monarca universal, ¿no es verdad? —Como no sabía en qué medida mi esposa era partidaria de su padre, me mantuve a la defensiva.

—No ha habido sacrificio del caballo, pero… Sí, es el primero de todos los reyes de nuestra historia.

Contemplamos las estrellas fugaces, escuchamos una cítara desafinada que alguien tocaba más abajo.

—Supongo que te habrás vuelto a casar. —Ambalika formuló la pregunta sin particular énfasis.

—Sí. Estoy… Estuve casado con la hermana del Gran Rey. Pero ha muerto.

—¿Has tenido hijos?

—No. Mis únicos hijos son los tuyos.

—Es un honor. —El tono de Ambalika era grave, pero evidentemente se burlaba de mí.

Ignoré la burla.

—Por lo que sé, no hay precedentes de una persona como yo, que tenga hijos con la hija del rey de una tierra lejana.

—Persia es la tierra lejana —dijo vivamente Ambalika—. Nosotros estamos en nuestro hogar.

—Pensé que querías venir conmigo a Persia.

Ambalika rió.

—Tanto como a ti te agradaría que yo fuese contigo.

—Yo querría…

—¡No seas tonto! —De pronto se parecía mucho a la jovencita con quien me había casado—. No sabrías qué hacer conmigo, ni sabría yo qué hacer en un país lleno de hielo, nieve y gente de ojos azules. —Se estremeció ante esa idea.

—Pero nuestros hijos…

—Deben quedarse aquí.

—¿Deben? —Eso me enfureció bruscamente. Después de todo, eran mis hijos. Yo tenía gran deseo de llevármelos a Susa, con o sin su madre.

—Sí, deben. Y no tienes opción en este asunto. Ni la tengo yo —agregó—. Es la voluntad de mi padre. Le gusta tener dos nietos persas. Cree que un día le serán útiles.

—¿Para enviarlos en alguna embajada? Pero si no han visitado su país natal, ¿de qué le servirán?

—Ya verá cómo. No te preocupes. Ha mandado llamar al viejo Caraka. Para que les enseñe el persa.

—Me alegró que Caraka viviera. Según Ambalika, era el supervisor de las herrerías de Magadha.

—¿Y en Catay? —preguntó, cubriéndose mejor del cálido viento de la noche con su chal bordado de hilo de oro—. ¿No te has casado allí?

—Tuve dos encantadoras concubinas. Pero no una esposa.

—¿Y ningún hijo?

—Ninguno. Las mujeres de Catay dominan el arte de no tener hijos.

Ambalika asintió.

—He oído decir eso mismo. Por supuesto, aquí conocemos algunos conjuros de resultado infalible; salvo cuando fallan.

—Las mujeres de Catay beben cierta poción. Pero si les preguntan qué es, simplemente ríen. Son gente muy reservada. Mis dos muchachas eran, de todos modos, deliciosas. Te habrían gustado.

—Casi cualquier compañía me gustaría aquí. Como única esposa de un marido invisible, en la casa de un abuelo que no tiene concubinas menores de sesenta años, estoy muy sola. ¿Qué hiciste de esas muchachas cuando te marchaste de Catay?

—Envié a una a su pueblo, con el dinero necesario para conseguir marido. La otra fue admitida en casa de un amigo.

Fan Ch'ih estaba enamorado de mi segunda concubina, y me alegró sobremanera poder hacerle un presente que le agradaba de verdad.

—No podré gozar de su compañía —respondió Ambalika, con cierta tristeza—. Y muy pronto, tampoco de la tuya, ¿verdad?

—Debo presentar mis informes al Gran Rey —respondí.

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