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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Credo (21 page)

BOOK: Credo
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¿Pueden por eso los cristianos entender la resurrección de Jesús de modo triunfalista, como
victoria sobre el judaísmo
? Desgraciadamente, eso es lo que ha sucedido con harta frecuencia. La fe en la resurrección ha servido de base a los cristianos para explicar todo tipo de cosas: la «superación» del judaísmo, y también la triunfante actitud de la Iglesia frente al pueblo judío. Así se le ha abierto el camino al antijudaísmo: invocando la resurrección, precisamente, del crucificado judío de Nazaret.

A esto hay que decir lo siguiente: la resurrección de Jesús pertenece, indudablemente, a la sustancia básica, irrenunciable, de la fe cristiana. Pero no debe ser interpretada equivocadamente, en un sentido fundamentalista-antijudío. El propio Pablo recuerda a todos los triunfalistas cristianos de Corinto que el Resucitado es y seguirá siendo el Crucificado, y que por tanto nadie tiene motivos para celebrar triunfos ni para vanagloriarse. Si la resurrección se entiende con arreglo a la Escritura, no podrá entenderse
jamás como un mensaje contra los judíos
. No se trata de una verdad no-judía, que quiere anonadar, sino de una verdad procedente del judaísmo, que quiere dar esperanza a todos. No es superación, sino conservación, de una verdad judía. El Señor resucitado invita a una gran decisión contra la muerte y por la vida, y esa decisión cada individuo debe tomarla a su manera.

- V -

Espíritu Santo:

Iglesia,

Comunión de los Santos y

perdón de los pecados

No ha sido fácil hablar de Dios a los hombres de hoy, y más difícil aún hablarles del Hijo de Dios. ¿Mas cómo habrá que hablarles del Espíritu Santo de Dios, que no es posible captar, ni representar, ni, por supuesto, pintar?

1. Pintura desmaterializada

Pues bien, en la historia del arte occidental hay un pintor a quien se atribuye, en mayor medida que a otros, una fuerte tendencia a la desmaterialización. Muchos de sus cuadros están penetrados de una extática agitación. Con frecuencia, el espacio pintado por él es más insinuación simbólica que realidad; predomina la línea vertical, el movimiento ascendente. Las figuras aparecen estiradas artificialmente, alargadas de forma antinatural; el juego de luces y sombras está cargado de dramatismo; los contornos flamean. Y si hay belleza, ésta ha perdido en gran parte la materialidad, si se exceptúan los expresivos ojos de muchas de sus figuras.

Ese pintor se formó en el arte greco-bizantino, pero después, en Venecia y Roma, asimiló, a través de los grandes maestros Tiziano, Basano y Tintoretto, los logros artísticos del Renacimiento y del manierismo. Y todo eso lo unió a la religiosidad místico-popular de España, él, que sin ser español fue más español que los españoles: el cretense Doménico Teotocópulos, llamado
El Greco
(1541 - 1614), no sólo pintor, sino también escultor, arquitecto y teórico del arte.

En su última época, casi a la edad de setenta años y ayudado en la realización práctica cada vez más por su hijo, este artista, persona de gran cultura, acometió una empresa que, en comparación con temas como la Navidad, el Viernes Santo o la Pascua, se da infinitamente menos en la pintura occidental: realizar un cuadro sobre Pentecostés, la fiesta de la venida del Espíritu Santo. En ese cuadro —expuesto en el Museo del Prado de Madrid—, orientado verticalmente hacia las alturas, se ve, en una escena desmaterializada sobre un fondo grisverde, a un grupo de personas sobre las que ha descendido el Espíritu, un grupo formado por dos mujeres y una docena de hombres. Una apasionada agitación, que se lee en los rostros y en los movimientos, se ha apoderado de ellos: unos tienden las manos hacia lo alto, otros estiran el cuello hacia arriba, y otros alzan la mirada, en místico arrebato. Arriba hay diez figuras, casi como en un cuadro greco-bizantino, todas a la misma altura, y debajo otras, colocadas oblicuamente, que se inclinan sorprendidas hacia atrás. Sus vestiduras, en colores muy rebajados —verde, azul, amarillo, rojo y pardo— reciben la luz de lo alto. Sobre cada una de las figuras vibra en el aire una pequeña y deslumbrante lengua de fuego, que es sobre todo la que convierte a las figuras allí representadas en seres marcados, enajenados, extáticos. Un cuadro extraordinariamente dramático, de una audacia casi expresionista, y, sin embargo, concentrado, desmaterializado, todo espíritu.

¿Y el Espíritu como tal, el Espíritu Santo? En el punto más alto, con celestial resplandor que ilumina la oscuridad de la escena, aparece representado con el símbolo que tiene su origen en el bautismo de Jesús y que se utilizó ya muy pronto en las representaciones de Pentecostés: la paloma. Este símbolo fue el que predominó hasta los comienzos de la Edad Media, para reaparecer más tarde, en los siglos XVI-XVII, o sea, en la época de El Greco.

«¿Pero no se habla repetidamente en la teología —partiendo de ciertas afirmaciones del evangelio de Juan— del Espíritu Santo como de una persona (el “Consolador”)? ¿Y no aparece por eso muchas veces, al menos en el arte medieval, con figura humana?».

En efecto: el arte medieval ha representado en muchas ocasiones al Espíritu —junto con Dios y con su Hijo— como una de tres figuras humanas, iguales entre sí: tres ángeles o tres dioses, por así decir. O al revés: desde el siglo XIII hasta ya iniciado el Renacimiento italiano, la Trinidad de Padre, Hijo y Espíritu fue representada muchas veces hasta como una sola figura de tres cabezas o tres rostros (
tri-cefalos
): es decir, como una divinidad bajo tres modalidades. ¿Pero no son ambas cosas —triteísmo o modalismo— igual de inaceptables para el hombre de hoy?

Sin embargo, he aquí lo asombroso: ambas representaciones fueron prohibidas por los papas: ya Urbano VIII prohibió en 1628 esas imágenes de la Trinidad excesivamente humanas, y desde el papa ilustrado Benedicto XIV (1745) el Espíritu Santo sólo puede ser representado en forma de paloma, una decisión que todavía en nuestro siglo, en 1928, fue reiterada encarecidamente por el Santo Oficio, la oficina de la Inquisición romana, llamada ahora Congregación de la Fe. Esto nos apremia a plantear la siguiente pregunta:

2. ¿Qué quiere decir en realidad Espíritu Santo?

¿Cómo se imaginaban los hombres de los antiguos tiempos bíblicos el «Espíritu» y la acción invisible de Dios? Accesible y, sin embargo, inaccesible; invisible y, sin embargo, poderoso, importante para la vida, como el aire que se respira, cargado de energía como el viento, como la tormenta: eso es el Espíritu. Todas las lenguas saben de una palabra para ello, y los diferentes géneros gramaticales muestran que el Espíritu no es tan fácilmente determinable:
Spiritus
es masculino en latín (como también
Geist
en alemán),
Ruaj
es femenino en hebreo, y el griego conoce el neutro
Pneuma
.

Espíritu es por tanto algo muy diferente de una persona humana. En el inicio del relato de la Creación, «la
Ruaj
» es el soplo impetuoso, la «tormenta» de Dios que se mueve sobre las aguas. Y, en el Nuevo Testamento, «el Pneuma» está contrapuesto a la «carne», a la realidad creada y pasajera, y es
la fuerza y el poder vivos que provienen de Dios
. El Espíritu es, pues, esa fuerza, ese poder invisible de Dios que actúa creando o también destruyendo, para dar vida o para llamar a juicio, que actúa tanto en la creación como en la historia, lo mismo en Israel que en las ulteriores comunidades cristianas. Esa fuerza puede acometer a los hombres —según la Escritura— violenta o silenciosamente, puede hacer caer en éxtasis a individuos o a grupos enteros, como en el cuadro del Greco. Ese Espíritu actúa sobre los grandes hombres y mujeres, sobre Moisés y los «jueces» de Israel, sobre guerreros, cantantes y reyes, sobre profetas y profetisas, y —como en nuestro cuadro— sobre apóstoles y discípulas. María, la madre de Jesús, que, vestida de rojo, se inclina sobre la joven María Magdalena, marca claramente el centro del cuadro.

Pero, ¿en qué sentido es ese espíritu el Espíritu
Santo
? El Espíritu es «santo» en cuanto que se distingue del espíritu no-santo del hombre y en cuanto que ha de ser considerado como Espíritu del único santo, de Dios. El Espíritu Santo es
Espíritu de Dios
. Tampoco en el Nuevo Testamento es el Espíritu Santo —como tantas veces en la historia de las religiones— un fluido mágico, una especie de sustancia misteriosa y supranatural, de naturaleza dinámica (un «algo» espiritual), ni tampoco un ser fantástico de tipo animista (espíritu o fantasma). En el Nuevo Testamento, el Espíritu Santo no es sino Dios mismo. Dios mismo, en tanto en cuanto se halla cerca de los hombres y del mundo, más aún, dentro de ellos, como la fuerza que aprehende pero no es aprehensible, como el poder que da vida, pero que también condena, como la gracia que se da ella misma pero de la que no se puede disponer.

«Pero permítame una pregunta: ese símbolo de la
paloma
(originariamente el ave mensajera de las diosas orientales del amor) que ha terminado por eliminar las representaciones humanas del Espíritu Santo, ¿no hace surgir asociaciones antropomórficas?». Respuesta: Ese símbolo —que posiblemente pasó a la historia del bautismo de Jesús a través de la primitiva tradición sapiencial judía (Filón)— de la maternidad y la femineidad, de lo que da vida, del amor y de la paz, ese símbolo subraya, con todo, la dimensión femenina de Dios
[45]
, tan importante como la masculina, ya que en Dios, insistamos de nuevo en ello, está incluida y al mismo tiempo superada la diferencia de sexos. Pero hay que admitir que la mayoría de los malentendidos sobre el Espíritu Santo provienen del hecho de que éste, semejante a una figura mitológica, ha sido separado e independizado de Dios. Y sin embargo, el concilio de Constantinopla del año 381, al que debemos la inclusión del Espíritu Santo en el credo —originariamente cristológico— del concilio de Nicea (325), insiste expresamente en que «el Espíritu es de la misma esencia que el Padre y el Hijo».

Por tanto, el Espíritu Santo no puede ser considerado en modo alguno como un tercero, como algo intermedio entre Dios y los hombres. No:
espíritu
quiere decir
proximidad personal de Dios mismo a los hombres
, tan inseparable de Dios como los rayos de sol del propio sol. Si se pregunta entonces cómo ese Dios invisible e inconcebible está presente en los creyentes, en la comunidad de los creyentes, la respuesta del Nuevo Testamento es siempre la misma: Dios está cerca de nosotros, los hombres, en el Espíritu: presente en el Espíritu, por el Espíritu, más aún, como Espíritu. Y si se pregunta cómo Jesucristo, acogido y exaltado por Dios, está presente en los creyentes y en la comunidad de los creyentes, la respuesta, según Pablo, reza así: Jesús se ha hecho un «espíritu dador de vida» (1 Cor 15,45). Sí: el Señor (el
Kyrios
, es decir, Jesús glorificado) es el Espíritu (2 Cor 3,17). Es decir, el Espíritu de Dios es ahora, al mismo tiempo, el Espíritu de quien ha sido elevado hasta Dios, de manera que el Señor elevado a Dios está ahora en el modo de existir y de obrar del Espíritu. Por eso puede estar presente por el Espíritu, en el Espíritu, como Espíritu. El encuentro de Dios,
Kyrios
y Espíritu con los creyentes, es, realmente, un solo y único encuentro. Pero, mucho cuidado: Dios y su Cristo están presentes no sólo a través del recuerdo subjetivo del hombre o a través de la fe. Sino que están presentes a través de la realidad espiritual que acoge al hombre, a través de la misma presencia, de la actuación de Dios y de Jesucristo.

«Pero volvamos del cielo a la tierra, y luego otra vez a Pentecostés: ¿es Pentecostés un suceso histórico?». Esta escéptica pregunta del hombre contemporáneo tiene su justificación. ¿No se refleja ya, quizás, en el propio rostro del Greco, quien —por así decir, como un décimotercer apóstol— se pintó a sí mismo en su propio cuadro de Pentecostés, pero no mirando extasiado a las alturas, sino fría y serenamente al rostro del espectador? ¿Qué estará pensando?

3. Pentecostés: ¿un suceso histórico?

Jesús anunció el reino de Dios: y vino la Iglesia. Esta ingeniosa frase, tantas veces citada, parece atrevida, pero apunta a algo cierto: Jesús no fundó en vida lo que hoy llamamos «Iglesia»: una gran organización religiosa. Habla a favor de la autenticidad de la tradición —que la Iglesia primitiva no quiso, evidentemente, falsear— el hecho de que los Evangelios no contengan palabras públicas de Jesús que exhorten programáticamente a fundar una comunidad y que anuncien la organización de una comunidad de elegidos. Las parábolas de la red echada al mar por los pescadores y de la levadura, las parábolas de la simiente y del crecimiento, tampoco apuntan a la fundación de una Iglesia, sino que describen el crecimiento del futuro reino de Dios. Y ese reino de Dios tampoco es idéntico a la Iglesia, una vez fundada ésta. Ni los partidarios de Jesús ni los discípulos llamados a seguirle, ni los doce, fueron separados de Israel por Jesús, «como nuevo pueblo de Dios» o «Iglesia», ni contrapuestos a Israel, el pueblo de Dios. Esta visión de las cosas es básica para el diálogo judeo-cristiano actual: Jesús se dirigió a todo el pueblo de Israel y no quiso sustituir el pueblo antiguo de Dios por otro nuevo. ¿A qué hay que atenerse entonces? Una Iglesia que invoca el nombre de Jesús ¿tiene legitimación teológica?

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