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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Credo (25 page)

BOOK: Credo
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Pero una cosa está clara hoy: cuando se reflexiona sobre la
communio sanctorum
, lo que actualmente está en el centro del interés teológico y eclesiástico no es rezar o imitar a los santos canonizados sino la ya mencionada «comunión de los santos» —entendida en el sentido del Nuevo Testamento—, en la que el creyente participa por el bautismo. Pero no es posible discutir el tema «comunión de los santos», «santidad» de la Iglesia sin preguntar antes por la relación, en cada individuo, entre «santidad» y «
pecado
».

Sin embargo, cuando se toca el tema de la culpa y el pecado, muchos suelen reaccionar de manera completamente alérgica: «¿No ha causado la Iglesia ya un daño inmenso con su obsesión por el pecado, sobre todo en el terreno sexual, ensombreciendo así enormemente la “buena nueva”?». Sin embargo, por lo menos el credo no pretende crear ni cimentar sentimientos y complejos de culpabilidad, sino, todo lo contrario, perdonar culpas.

10. ¿Qué quiere decir «perdón de los pecados»?

No cabe duda de que en nuestra sociedad actual existe la tendencia a negar, a reprimir, a marginar la culpa, a reducirla a lo que está jurídicamente demostrado. Y, sin embargo, no sólo los escándalos políticos y económicos —que, en tales dimensiones, eran desconocidos antes— sino sobre todo las tragedias de nuestro siglo nos han hecho ver con absoluta claridad (Urs Baumann y Karl-Josef Kuschel han reflexionado sobre ello en el terreno literario y teológico
[50]
la
pluridimensionalidad de la culpa
: no sólo se trata de la dimensión individual y psicológica, sino también de la dimensión social, histórica, estructural y ecológica). Precisamente la literatura moderna (desde Kafka y Camus hasta Max Frisch) lo ha puesto de relieve: ninguna persona (crea o no crea en Dios) deja de pasar por la experiencia de la impotencia, del fallo personal, de la culpa. Cada individuo —religioso o no— está implicado en múltiples culpas, que él, sin embargo, tiende a reprimir, a negar. Por otra parte, durante siglos, los representantes de las Iglesias han hecho surgir en los hombres sentimientos de culpabilidad limitados a un campo muy exiguo, el de la sexualidad, mientras que en otros campos se era enormemente permisivo (aceptación de la guerra, sancionamiento del colonialismo y de la explotación económica). Una teología cristiana que practique la autocrítica deberá hoy, por tanto, luchar de una parte contra el silenciamiento de la culpa en la sociedad y de otra contra la tendencia de la Iglesia a provocar sentimientos de culpa en un terreno equivocado o fijado unilateralmente. La meta no es eternizar esa culpa sino liberar al hombre de ella: «La meta de la superación cristiana de la culpa no es la condenación, sino la absolución del pecador, la “terapia” de la culpa»
[51]
.

La profesión de fe no se detiene a elaborar una teoría general del mal, cuyo origen nadie ha podido explicar hasta hoy de manera satisfactoria, ni tampoco una antropología o sociología del pecado, que para la fe, como es evidente, no debe estar en el centro. La profesión de fe pone inmediatamente un acento positivo: partiendo de la condición pecadora del hombre, habla en seguida del
carácter remisible de los pecados
. ¿Mas cómo hemos de entender esto a la luz del Nuevo Testamento y con los ojos puestos en la problemática actual?

Este acento teológico remite a la predicación y a la actuación del propio Jesús. Pues es algo que llama la atención ya en Jesús: si su predicación del reino de Dios exige una decidida
metanoia
,
un cambio de camino
, de un camino falso y pecaminoso, ello jamás significa, sin embargo, que Jesús haga nacer sentimientos de culpa con los que el hombre tenga que debatirse solo, ni tampoco que agobie a los hombres obligándoles a hacer penitencia cubiertos de ceniza. Lo que Jesús quiere con ello es, por el contrario, llamar al hombre entero a realizar un cambio interior, radical y total, a volver a Dios y a una vida en pro de los demás. Y esa llamada va dirigida también a los piadosos, a los justos que creen no tener necesidad de penitencia, y va dirigida muy especialmente a aquellos que son criticados, rechazados y condenados por los justos: los hijos e hijas pródigos. Para Jesús no se trata del Dios pretendidamente ofendido ni de su ley, sino del hombre que ha contraído culpa y es desgraciado, del hombre que él no quiere condenar ni castigar, sino liberar y reintegrar a la comunidad.

Es más, en Jesús llama también la atención lo siguiente: a todos los «pecadores» les ofrece, para escándalo de los justos, su compañía y se sienta a la mesa con ellos. Y, según el testimonio de los evangelios —si bien esto no se puede comprobar históricamente—, llega incluso a impartir expresamente a los hombres el
perdón
de los pecados. Al hacerlo se puso, evidentemente, en contra de la ley vigente, que exigía el castigo del pecador. Más aún, al hacerlo reclama para sí lo que según la fe judía sólo le corresponde a Dios: «¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios?» (Mc 2,7). El pueblo, sin embargo, dice también el evangelio, «alababa a Dios, que había dado tal poder a los hombres» (Mt 9,8).

Llegados a este punto se ve claramente que, desde la perspectiva de Jesús, el perdón de los pecados es una concretización de su
mensaje alegre y liberador
. Jesús no era un sombrío y adusto predicador a quien le hubiese gustado presentar a los hombres una lista de todos sus pecados. La
metanoia
, el cambio de camino, la «penitencia», es ofrecida al hombre como una nueva y positiva posibilidad, y no tiene en sí —a lo largo de todo el Nuevo Testamento— nada de sombrío ni de negativo, como lo tuvo después muchas veces en las prácticas penitenciales de la Iglesia, cuando se pensaba que había que ganarse la gracia de Dios a fuerza de actos propios de penitencia. No, lo decisivo en el Nuevo Testamento es lo siguiente: el cambio interior, ya en sí, proviene de la
gracia de Dios
y presupone el perdón de Dios. No es
consecuencia de una ley opresiva
que sólo exige y no satisface: «¡Tienes que hacerlo!». Es consecuencia del evangelio, de la buena y alegre nueva de la gracia de Dios que se ofrece ella misma y que, sin condiciones previas, ofrece el perdón a los hombres, haciendo posible el cambio interior: «¡Puedes hacerlo!». Y quién no sabe de la experiencia liberadora y feliz que puede ser el que, después de un acto claramente equivocado, quizá maligno (después de una mentira, del incumplimiento de una promesa, de un acto de infidelidad), la persona afectada nos haga saber, con una frase o un gesto: «Pese a todo lo sucedido, y aunque no pueda deshacerse lo hecho, pasemos a otra cosa, te perdono, todo vuelve a ser como antes».

Desde la perspectiva neotestamentaria, la penitencia no debe limitarse al cumplimiento de ciertos actos de penitencia. Lo fundamental es el
bautismo
, que en su origen era un bautismo de adultos «para el perdón de los pecados» y que permitía recomenzar de nuevo. Pero también es algo claro que el acto del bautismo no suprime mágicamente la posibilidad de pecar. La tentación, la tribulación del hombre continúan. Siempre hay que pedir que se nos libere del mal, que nos sean perdonados los pecados.

Ese perdón puede realizarse de muchas maneras. Desde la perspectiva del evangelio, las
diversas formas de perdonar los pecados
que han surgido en el decurso de la historia deben ser relativizadas, y el credo no canoniza definitivamente ninguna de las modalidades que se han ido formando históricamente. El perdón de los pecados es posible:

  • por el bautismo, como ya hemos visto, que tiene lugar «para el perdón de los pecados»;
  • pero también mediante la
    predicación
    del propio evangelio; - y, también, por la absolución general en un acto litúrgico, pero igualmente por la posible absolución individual de cada fiel;
  • finalmente, por la
    absolución especial realizada por quien ejerce el ministerio
    , que es la forma normal sobre todo en la Iglesia católica.

Con el paso del tiempo, el perdón de los pecados pasó a ser privilegio de los obispos. Cuando se cometían pecados que excluían de la Iglesia (apostasía, asesinato, adulterio público…), se hacía necesaria una «segunda penitencia» pública, posterior al bautismo, hasta que, pasado el período de penitencia, el obispo permitía de nuevo la entrada. Fue sólo en los siglos VI y VII cuando, procedente de Irlanda y Escocia, se introdujo la posibilidad de repetir la penitencia, incluso para pecados menores, naciendo así la penitencia particular, con absolución impartida por el sacerdote, o sea, la llamada confesión auricular, que —obligatoria en la alta Edad Media para los pecados «graves» - ha disminuido drásticamente, por muchos motivos, en los últimos tiempos.

Más importante que las formas de la penitencia «sacramental» que se fueron desarrollando con el tiempo es, desde la perspectiva de Jesús, otra cosa:
el perdón
que se ha recibido de Dios debe
ser transmitido a los hombres
, y, por mi parte, confieso que ha sido en el curso del diálogo cristiano-judío cuando he llegado a comprender el sentido de la parábola de Jesús sobre el rey magnánimo que perdona a su ministro una deuda elevadísima, sin que ese ministro viese en ello un motivo para perdonar él a su vez las deudas a sus deudores. En esa parábola Jesús condena con inusitada severidad la actuación del ministro, porque éste ha metido en la cárcel al propio deudor…

No nos llamemos a engaño: entre los hombres, perdonar las culpas no es algo «natural», no es en absoluto algo evidente. Cómo va a ser evidente, si se piensa por ejemplo en una calumnia pública, en un perjuicio inmenso, en el asesinato de una persona o incluso en el monstruoso genocidio que fue el Holocausto. Y una cosa está clara: los cristianos debemos hacer todo lo posible para que tal monstruosidad no caiga nunca en el olvido. Y hay que tener cuidado de que, al hablar de perdón, no se contribuya a que se olvide (o a que quede reprimido en el subconsciente). ¿Pero es que entonces nunca se va a perdonar el Holocausto? Al hablar con judíos, se oye no pocas veces: perdonar no compete al hombre, sino sólo a Dios. Sólo Dios puede perdonar esa culpa, concretamente esa culpa.

¿Pero qué significaría tal cosa? Hago esta pregunta llevado de mi preocupación por el entendimiento judeo-cristiano, por la relación entre alemanes y judíos, judíos y palestinos. Ello no significaría otra cosa sino que no es posible la reconciliación entre hombre y hombre, entre pueblo y pueblo, que no queda más remedio que cargar con una culpa hasta el final de los tiempos. De esa manera, la culpa que Alemania contrajo con los judíos no acabaría jamás; ni en esta generación ni en la siguiente. Eso no puede ser la solución. Y, desde la perspectiva del mensaje del «perdón de los pecados», no puede ser ésa la solución.

Ahora bien, en la Biblia hebrea el que un hombre perdone a otro hombre apenas se plantea como exigencia, pero sí algunas veces en el Talmud. Y ya en el libro de Jesús Ben Sira del siglo II a.C. (que sólo existe en traducción griega y no está por eso incluido en el canon) leemos: «Piensa en el final, deja la enemistad… piensa en la alianza del Altísimo y perdona la culpa» (Sir 28,6 s.).

¿Mas cuántas veces no se han perdonado los cristianos mutuamente las culpas ni tampoco las han perdonado a los demás? Y ¿cuántas veces, entre las «naciones cristianas», no se han hecho llamamientos en el transcurso de los siglos no al perdón sino a la venganza, lo que forzosamente endurecía el corazón de los pueblos, fomentaba el odio y, finalmente, llevaba a más guerras y más derramamiento de sangre? Muestra de ello es esa irreconciliable «enemistad hereditaria» de Alemania y Francia a través de los siglos, una enemistad imbuida del espíritu de la revancha mutua, con el resultado de tres grandes guerras y un número de víctimas muy superior al de las víctimas del Holocausto.

Yo me pregunto si el mensaje de Jesús sobre el perdón de los pecados no podría ser en esta situación un
reto a los judíos y, sobre todo, a los cristianos
, el reto de la renovación espiritual y del cambio interior, que, además, tendría muy importantes consecuencias políticas. Pues no es secundario, accesorio, sino absolutamente central el lugar que ocupa la siguiente exigencia de Jesús: no hay reconciliación con Dios sin reconciliación en el terreno interpersonal. El perdón de Dios está vinculado al perdón recíproco de los hombres. Por eso, en el Padrenuestro, después de pedir que venga el reino de Dios y que se haga su voluntad, se pide también: «Perdónanos nuestras deudas como también perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12). Y a continuación viene esta advertencia: «Pues si perdonáis a los hombres, también os perdonará vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, vuestro Padre tampoco os perdonará» (Mt 6,14 s.). El hombre no puede recibir el gran perdón de Dios y negar a su vez el pequeño perdón a su prójimo; es su deber transmitir a los demás el perdón recibido. Éste es, pues, el sentido de la parábola del rey magnánimo y el sentido de aquella frase provocadora de que el hombre no ha de perdonar siete veces, o sea, con cierta frecuencia, sino setenta y siete veces, es decir, indefinidamente.

Tal exigencia de perdón no admite, por supuesto, interpretaciones de orden jurídico. Con ella no se promulga
una nueva ley
acorde con el principio: hay que perdonar 77 veces, pero no 78. Así, pues, la exigencia de Jesús no puede convertirse en ley estatal; los tribunales de los hombres no quedan anulados por ella.
Pero
la exigencia de Jesús es un
llamamiento moral
a la magnanimidad y a la generosidad del hombre, al individuo humano —también, en determinadas circunstancias, a los representantes de los Estados— para que en una situación precisa hagan caso omiso de la ley: para que perdonen siempre, cada vez.

Esto podría tener la mayor relevancia no sólo para los miembros de una familia, para marido y mujer, para las relaciones entre amigos, sino también para el diálogo de las religiones. Cuántas cosas cambiarían si cristianos y judíos, cristianos y musulmanes, y, de extraodinaria importancia en la explosiva situación actual, si judíos y musulmanes se acercaran unos a otros dispuestos a perdonarse los pecados —el odio, la hostilidad, los actos de terrorismo, las guerras—, conscientes de que el Dios de Abrahán, en el que creen en común judíos, cristianos y musulmanes, tiene misericordia de todos, y que esa misericordia debe ser transmitida a los demás. El mundo presentaría un aspecto diferente si cristianos, judíos y musulmanes aprendiesen a tratarse unos a otros con el espíritu del «perdón de los pecados».

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