Read Cronicas del castillo de Brass Online

Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Cronicas del castillo de Brass (34 page)

BOOK: Cronicas del castillo de Brass
10.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Creo recordar algo por el estilo. Fuisteis Ilian de Garathorm un tiempo, y luego Hawkmoon de nuevo. ¡Con qué rapidez cambian los nombres últimamente! ¡Me vais a confundir, duque Dorian!

—Decís que mis nombres cambian. ¿Me habéis conocido en diferentes personalidades?

—Desde luego. Esta conversación empieza a sonarme —sonrió Jhary.

—Decidme algunos de esos nombres.

Jhary frunció el ceño.

—Mi memoria es flaca para tales asuntos. En ocasiones, tengo la impresión de que puedo recordar gran cantidad de reencarnaciones pasadas (y futuras). Otras veces, como ésta, mi mente se niega a considerar lo que no sean problemas inmediatos.

—Me parece una característica muy poco conveniente —replicó Hawkmoon.

Levantó la vista, como si quisiera buscar el puente, pero sólo vio niebla. Rezó para que Yisselda estuviera a salvo, para que aún continuara su viaje a Londra.

—Y yo también, duque Dorian. Me pregunto si mi presencia aquí tiene algún sentido.

Jhary-a-Conel movió con vigor los remos.

—¿Qué me decís de la "Conjunción del Millón de Esferas"? ¿Vuestra débil memoria os proporciona alguna información sobre esa frase?

Jhary-a-Conel frunció el ceño.

—Despierta leves ecos. Un acontecimiento de cierta importancia, diría yo. Contadme más.

—No puedo deciros nada más. Confiaba…

—Si recuerdo algo, os lo diré.

El gato maulló y Jhary rascó su cabeza.

—¡Ajá! Tierra a la vista. Esperemos que sea amistosa.

—¿No tenéis ni idea de en dónde estamos?

—En absoluto, duque Dorian. —El fondo de la barca rozó guijarros—. En uno de los Quince Planos, supongo.

4. El consejo de los sabios

Cabalgaron durante unos ocho kilómetros a través de colinas cretosas sin ver la menor señal de que el país estuviera habitado. Hawkmoon contó a Jhary-a-Conel todo lo ocurrido, todo lo que le desconcertaba. Recordaba poco de la aventura en Garathorm, pero Jhary recordaba más, y habló de los Señores del Caos, del Limbo y de la perpetua lucha entre los dioses; y la conversación, como sucede a menudo, provocó aún más confusión y ambos acordaron poner fin a sus respectivas especulaciones.

—Solo sé una cosa, y la sé a ciencia cierta —dijo Jhary-a-Conel—. No debéis temer por Yisselda. Debo admitir que soy optimista por naturaleza, muchas veces a pesar de las pruebas en contra, y sé que en esta nueva empresa podemos ganar mucho o perderlo todo. Ese ser que os encontrasteis en el puente ha de poseer un enorme poder si pudo arrebataros de vuestro mundo, y no cabe duda de que abriga malas intenciones hacia vos, pero no tengo la menor pista de su identidad o de cuando nos volveremos a topar con él. Creo que vuestra ambición de encontrar Tanelorn es muy pertinente.

—Sí.

Hawkmoon paseó la vista a su alrededor. Estaban sobre la cima de una de las numerosas lomas. El cielo se estaba despejando y la niebla se había disipado por completo. Un silencio ominoso reinaba en aquella tierra, cuya única vida parecía reducirse a la hierba. No se veían aves ni animales salvajes, pese a la ausencia de seres humanos.

—Nuestras posibilidades de encontrar Tanelorn se me antojan singularmente reducidas en este momento, Jhary-a-Conel.

Jhary acarició el lomo del gato blanco y negro, que se había acomodado sobre su hombro desde que iniciaran el viaje.

—Me inclino a daros la razón, pero pienso que nuestra llegada a esta silenciosa tierra no ha sido fortuita. Tendremos amigos, tantos como enemigos.

—A veces dudo que exista diferencia entre ellos —dijo Hawkmoon con amargura, recordando a Orland Fank y al Bastón Rúnico—. Amigos o enemigos, seguimos siendo sus peones.

—Bueno —sonrió Jhary-a-Conel—, tanto como peones… No debéis menospreciaros así. Al menos, yo suelo ir a caballo.

—De entrada, ya me opongo a que me coloquen en el tablero —replicó Hawkmoon.

—En ese caso, lo que debéis hacer es salir de él —fue la misteriosa observación de Jhary—, aunque ello suponga la destrucción del tablero.

Se negó a clarificar su comentario, arguyendo que era producto de la intuición, no de la lógica. Sin embargo, la frase impresionó a Hawkmoon y, por extraño que fuera, mejoró su estado de ánimo. Reemprendió la marcha con considerable energía, caminando a grandes zancadas hasta que Jhary se quejó y Hawkmoon aminoró algo el paso.

—Al fin y al cabo, no sabemos muy bien adonde vamos —observó Jhary.

Hawkmoon lanzó una risotada.

—Muy cierto, pero en este momento, Jhary-a-Conel, me daría igual que camináramos hacia el infierno.

Las colinas se alzaban en todas direcciones. Al anochecer, tenían las piernas doloridas y el estómago notablemente vacío. Seguían sin advertir señales de que este mundo estuviera poblado.

—Deberíamos alegrarnos de que el tiempo sea clemente-dijo Hawkmoon.

—Aunque aburrido —añadió Jhary—. Ni frío ni calor. Me pregunto si será algún rincón agradable del limbo.

Hawkmoon ya no prestaba atención a su amigo. Escudriñaba las tinieblas.

—Mirad allí, Jhary. ¿Veis algo?

Jhary siguió el dedo extendido de Hawkmoon. Forzó la vista.

—¿En la cumbre de la colina?

—Sí. ¿Es un hombre?

—Creo que sí. —Jhary, sin pensarlo dos veces, hizo bocina con las manos y gritó—. ¡Hola! ¿Nos veis? ¿Sois nativo de este lugar, señor?

De repente, la figura se encontró mucho más cerca. Un aura de fuego negro temblaba alrededor de su cuerpo. Iba cubierta con un material negro y brillante que no era metal. Un cuello alto ocultaba su rostro oscuro, pero Hawkmoon pudo reconocerlo.

—Espada… —dijo la figura—. Yo. Elric.

—¿Quién sois?

Fue Jhary quien habló. Hawkmoon no podía hablar, tenía un nudo en la garganta y los labios resecos.

—¿Es éste vuestro mundo?

Odio y dolor se reflejaban en los ojos de la figura. Avanzó hacia Jhary con aire beligerante, como si se propusiera partir en dos al hombrecillo, pero algo la detuvo. Retrocedió. Miró de nuevo a Hawkmoon. Gruñó.

—Amor —dijo—. Amor.

Pronunció la palabra como si lo hiciera por primera vez, como si intentara aprenderla. La llama negra que rodeaba su cuerpo fulguró, tembló y se apagó, como una vela agitada por la brisa. Jadeó. Señaló a Hawkmoon. Levantó la otra mano, como para impedir el paso a Hawkmoon.

—No sigáis. Hemos pasado demasiado tiempo juntos. No podemos separarnos. Una vez exigí, pero ahora suplico. ¿Qué he hecho por vos, sino ayudaros en todas vuestras diferentes manifestaciones? Ahora, me han robado la forma. Debéis encontrarla, Elric. Por eso vivís de nuevo.

—No soy Elric. Soy Hawkmoon.

—Ah, sí, ahora me acuerdo. La joya. La joya lo conseguirá. Pero la espada es mejor.

Las hermosas facciones se desfiguraron de dolor. Los terribles ojos centellearon, tan llenos de angustia que no podían ver a Hawkmoon. Los dedos se engarfiaron como garras de halcón. El cuerpo se estremeció. La llama perdió fuerza.

—¿Quién eres? —preguntó Hawkmoon.

—No tengo nombre, a menos que me deis uno. No tengo forma, a menos que la encontréis. Sólo tengo poder, y dolor, ¡ay! —Las facciones de la figura se retorcieron de nuevo.— Necesito… Necesito…

Jhary movió la mano con impaciencia hacia su espada, pero Hawkmoon le detuvo.

—No. No la desenvainéis.

—La espada —dijo con ansiedad la figura.

—No —indicó Hawkmoon en voz baja, sin saber qué estaba negando al ser. Había oscurecido, pero el aura de la figura se destacaba en la negrura de la noche.

—¡Una espada! —Era una exigencia. Un grito—. ¡Una espada!

Por primera vez, Hawkmoon comprendió que el ser no iba armado.

—Búscate armas, si quieres. No te daremos las nuestras.

Surgieron rayos de la tierra que rodeaba los pies del ser. Jadeó. Siseó. Chilló.

—¡Vendréis a mí! ¡Me necesitaréis! ¡Desdichado Elric! ¡Estúpido Hawkmoon! ¡Desgraciado Erekose! ¡Patético Corum! ¡Me necesitaréis!

A pesar de que la figura había desaparecido, el grito pareció perdurar unos segundos en el aire.

—Conoce todos vuestros nombres —dijo Jhary-a-Conel—. ¿Sabéis cómo se llama?

Hawkmoon meneó la cabeza.

—Ni siquiera en mis sueños.

—Es nuevo para mí. Creo que no me había encontrado con eso en ninguna de mis numerosas vidas. Mi memoria es mala, en el mejor de los casos, pero me acordaría si le hubiera visto antes. Esta aventura es muy extraña, una aventura de significado inusual.

Hawkmoon interrumpió el monólogo de su amigo. Señaló el fondo del valle.

—¿Os parece aquello un fuego, Jhary? Un fuego de campamento. Tal vez vayamos a conocer por fin a los habitantes de este mundo.

Sin pararse a discutir sobre la conveniencia de dirigirse hacia el fuego directamente, bajaron la colina y llegaron al fondo del valle. El fuego se encontraba a poca distancia.

Cuando se aproximaron, Hawkmoon vio que un grupo de hombres estaba reunido alrededor del fuego, pero lo más peculiar de la escena era que cada hombre estaba montado a caballo y cada caballo miraba hacia el centro, de manera que el grupo componía un silencioso círculo perfecto. Tan inmóviles estaban los caballos y los jinetes sobre sus sillas, que de no ser por el aliento que escapaba de sus labios Hawkmoon habría jurado que eran estatuas.

—Buenas noches —dijo con osadía, pero nadie contestó—. Somos viajeros extraviados y os agradeceríamos que nos ayudarais a orientarnos.

El jinete más cercano a Hawkmoon volvió su larga cabeza.

—Para eso estamos aquí, señor Campeón. Para eso nos hemos reunido. Bienvenido. Os estábamos esperando.

Ahora que Hawkmoon podía verlo más de cerca, comprobó que el fuego no era un fuego normal, sino una radiación, que emanaba de una esfera del tamaño de su puño. La esfera flotaba a unos treinta centímetros del suelo. Hawkmoon creyó distinguir en su interior otras esferas que giraban. Devolvió su atención a los hombres montados. No reconoció al que había hablado, un negro alto, que iba medio desnudo y se cubría los hombros con una capa de piel de zorro blanco. Ejecutó una elegante reverencia.

—Me lleváis ventaja —dijo.

—Me conocéis —respondió el negro—, al menos en una de vuestras existencias paralelas. Soy Sepiriz, el Ultimo de los Diez.

—¿Y éste es vuestro mundo?

Sepiriz negó con la cabeza.

—Este mundo no es de nadie. Este mundo todavía aguarda a ser poblado. —Miró a Jhary-a-Conel—. Yo os saludo, maese Moonglum.

—Ahora me llaman Jhary-a-Conel.

—Sí. Vuestro rostro es diferente. Y también vuestro cuerpo, pensándolo bien. En cualquier caso, habéis hecho bien trayéndonos al Campeón.

Hawkmoon lanzó una mirada a Jhary.

—¿Sabíais adónde íbamos?

Jhary extendió las manos.

—Sólo en el fondo de mi mente. Aunque lo hubierais preguntado, nos os lo habría podido decir. —Contempló el círculo de jinetes—. Habéis acudido todos.

—¿Les conocéis a todos? —preguntó Hawkmoon.

—Creo que sí. Mi señor Sepiriz… de la Sima de Nihrain, ¿no es cierto? Y Abaris, el Mago. —Era un anciano ataviado con una espléndido traje, bordado con curiosos símbolos. Dibujó una sonrisa plácida cuando escuchó su nombre—. Y vos sois Lamsar el Ermitaño dijo Jhary-a-Conel al siguiente hombre, más viejo aún que Abaris, vestido de cuero engrasado al que habían adherido parches de arena; también su barba tenía arena.

—Yo os saludo —murmuró.

Hawkmoon, estupefacto, reconoció a otro de los jinetes.

—Vos estáis muerto —afirmó—. Moristeis en Dnark, defendiendo el Bastón Rúnico.

Surgieron carcajadas del misterioso yelmo cuando el Caballero Negro y Amarillo, hermano de Orland Fank, echó hacia atrás la cabeza.

—Algunas muertes son más permanentes que otras, duque de Colonia.

—Y vos sois Aleryon del Templo de la Ley dijo Jhary a otro anciano, un hombre pálido sin barba—. El servidor de lord Arkyn. Y vos sois Amergin el Archidruida. También os conozco.

Amergin, apuesto, el cabello dorado, de blancas prendas que caían sueltas sobre su esbelto cuerpo, inclinó la cabeza con gravedad.

El último jinete era una mujer, cuyo rostro cubría por completo un velo dorado y que vestía ropas diáfanas de color plata.

—Vuestro nombre se me escapa, señora —dijo Jhary—, aunque me parece reconoceros de otro mundo.

—Fuisteis asesinada en el Hielo Austral —se oyó decir Hawkmoon—. La Señora del Cáliz. La Reina de Plata. Asesinada por…

—¿La Espada Negra? Conde Urlik, no os he reconocido.

Su voz era triste y dulce, y Hawkmoon se vio de repente en una llanura de hielo, cubierto de pieles, con una gigantesca y horrible espada en la mano. Cerró los ojos y gimió.

—No…

—Todo terminó —dijo ella—. Todo terminó. Os presté un flaco servicio, señor Campeón. Ahora, procuraré ayudaros más.

Los siete jinetes desmontaron al unísono y se aproximaron a la esfera.

—¿Qué es este globo? —preguntó Jhary-a-Conel, nervioso—. Es mágico, ¿verdad?

—Es lo que nos permite a los siete permanecer en este plano —explicó Sepiriz—. Como sabéis, se nos considera sabios en nuestros mundos respectivos. Convocamos esta reunión para debatir ciertos acontecimientos, porque todos habíamos pasado por la misma experiencia. Nuestra sabiduría procedía de seres más grandes que nosotros. Nos concedían sus conocimientos cuando se los solicitábamos, pero últimamente ha sido imposible. Están enfrascados en asuntos de tal importancia que no les queda tiempo para nosotros. Algunos de nosotros conocemos a esos seres como los Señores de la Ley y les servimos de mensajeros; a cambio, iluminan nuestras mentes, pero hace tiempo que no recibimos noticias de ellos y tememos que hayan sido atacados por una fuerza más poderosa que las otras a que se enfrentaron.

—¿Del Caos? —preguntó Jhary.

—Es posible, pero nos hemos enterado de que el Caos también está siendo atacado, y no por la Ley. Por lo visto, incluso la mismísima Balanza Cósmica está amenazada.

—Y por eso el Bastón Rúnico ha sido llamado desde mi mundo —dijo Hawkmoon.

—Exacto —corroboró el Caballero Negro y Amarillo.

—¿Poseéis alguna pista sobre la naturaleza de esa amenaza? —preguntó Jhary.

—Ninguna, salvo que, según parece, tiene relación con la Conjunción del Millón de Esferas, pero ya sabéis eso, señor Campeón.

Sepiriz se disponía a continuar, pero Jhary alzó una mano para detenerle.

BOOK: Cronicas del castillo de Brass
10.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Bound by Night by Ashley, Amanda
Emma hearts LA by Keris Stainton
Invisibility Cloak by Jill Elaine Prim
Here Comes the Night by Joel Selvin
The Labyrinth of Osiris by Paul Sussman
Guns of the Dawn by Adrian Tchaikovsky
Life Light by R.J. Ross
All the Shah’s Men by Stephen Kinzer