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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (75 page)

BOOK: Cruzada
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―Soy un soldado, un emperador y un devoto de Ranthas ―continuó Eshar―. Y lo último, por encima de todo lo demás. Me he pasado la vida luchando por mis dos patrias y por mi fe. Ahora debo gobernar un imperio, un imperio que ha de ser poderoso en la guerra. Ése es el modo de lograr que sobreviva, no que viva. Creo que Ranthas protege mi imperio, pese a que durante siglos ha venerado a una diosa que me resulta abominable. Y puedo creer que durante todos estos siglos él ha estado realmente protegiendo Thetia, incluso si mi pueblo sólo pudo verlo a través de su propia confusión. Mi antepasado Valdur dio un paso adelante en pos de la verdad y ahora yo daré otro. Preceptor Sarhaddon, creo que dices la verdad y que esos magos transmiten realmente las voces de Ranthas.

Lo que escuchaba me parecía difícil de digerir y respiré profundamente. Ravenna miraba al emperador.

―Ven aquí ―ordenó el emperador señalándome, luego elevó la voz para que lo oyesen del otro lado de la montaña de escombros―. ¡Almirante!

Bajé, tembloroso, abriéndome paso entre las piedras mientras el emperador les ordenaba a los magos del Fuego que iluminasen el lugar. Se encendieron cuatro faroles, dibujando un cuadrado en el centro del patio. Al parecer, esos magos eran empleados más para usos ceremoniales que para otra cosa.

―Vosotros también ―dijo Eshar señalando a los demás―. Arrojad las armas. Os doy mi palabra de que no se os hará daño.

Con lentitud, una a una, las armas fueron siendo depuestas sobre las rocas en señal de obediencia. Me pregunté si los otros creerían o comprenderían lo que estaba sucediendo.

Estuve a punto de caer, pero al fin llegué al nivel del patio, me aferré a un brazo que alguien me tendió y al mirar hacia arriba comprobé que era el de Sarhaddon.

Apoyado en el hombro del venático, avancé cojeando hasta llegar frente al emperador. Al mismo tiempo, el mariscal, una figura titánica con su antigua armadura de la legión, se colocó a un lado de Eshar. No podía sorprenderme que Tanais apoyase a un emperador soldado. Consciente de lo precaria que era todavía mi situación y de que podía empeorar, me arrodillé frente a Eshar, un honor que él podría estar deseando. A mis rodillas desnudas, las piedras del suelo les parecieron más tibias de lo que era de esperar.

―Eres mi sobrino ―afirmó entonces Eshar con un tono totalmente diferente―. Me dijeron que eras débil. Lo que he presenciado aquí esta noche no concuerda con eso.

A tan corta distancia, pude sentir en él algo de aquel magnetismo que también poseía Palatina, pero más controlado y mucho menos evidente a primera vista.

―Midian y yo estábamos equivocados ―sostuvo Sarhaddon―. El no. Es un superviviente.

Supe que Sarhaddon jugaba allí su propio juego, pero era ahora lo bastante cercano a mis propios intereses que, por el momento, colaborábamos.

―¿Servirás a tu Dios y a tu emperador de todo corazón? ―me preguntó inesperadamente Eshar.

―Lo haré ―afirmé sin la mínima vacilación.

―¿Y volverás a la auténtica fe haciendo pública remisión de tus pecados para ser aceptado otra vez por el santo Dominio universal?

Teniendo en cuenta los siete años que llevaba luchando contra el Dominio y sus seguidores, me sorprendió verme asentir. Cómo pude hacerlo, lo ignoro, pero sacrificar cualquier cosa por una fe en la que ya no creía me parecía una estupidez.

Eshar se inclinó y me saludó al estilo militar, puño con puño. Luego me indicó que me incorporase y permanecí a su lado mientras les hacía a los demás las mismas preguntas.

―Los absolveré ―dijo Sarhaddon cuando todos hubieron accedido.

―Deberán renunciar todos públicamente a sus pecados ―apuntó Eshar―, pero ya han manifestado estar de acuerdo con eso.

Según tenía entendido, aquella ceremonia se aplicaba en general a gente que había cometido crímenes terrible pero seguía firme en su fe. Era un ritual de sumisión y absolución, en nada parecido a la humillación pública reservada a los herejes condenados.

―Por mi voluntad declaro a los aquí presentes perdonados y absueltos de todos los crímenes que puedan haber cometido bajo las leyes del imperio y del Archipiélago. Como condición previa de la absolución, todos servirán al imperio o al Dominio durante cinco años en cualquier tarea que Sarhaddon o yo mismo consideremos apropiada. Declaro a todos los que nos rodean testigos de lo que acabo de decir.

Comprendí entonces por qué había convocado al almirante.

―Y así será. Yo, Tanais Lethien, almirante del imperio, soy testigo.

El siguiente en testificar fue Alexios, pero era una mera formalidad. Había allí demasiada gente importante para que el emperador se echase atrás en su promesa.

Se hizo un breve silencio, tras el cual Eshar se volvió hacia Tanais.

―Ve a dirigir la batalla y finalízala sin perder tiempo.

―Debemos dar la oportunidad de redimirse a tantos herejes como sea posible ―exigió Sarhaddon―. Cuantos más sean los que hablen por nosotros, más se nos creerá.

―Eso tiene sentido.

―Su majestad ―intervino Sagantha, y el emperador escrutó con detalle a la figura oscurecida por el humo―. ¿Puedo sugerir que Tanais lleve consigo a uno de los supervivientes? Quizá ayude a acabar más de prisa con la batalla el que las tropas restantes del Consejo vean que pueden evitar ser aniquiladas.

―Tanais, encárgate de que eso suceda. Pero no tengas piedad con los fanáticos.

―Como ordene ―asintió Tanais, haciendo una pequeña reverencia, y se volvió para hablar con Sagantha.

El emperador me miró un instante, luego sonrió, lo que me cogió por sorpresa:

―¿Te llamas Cathan, no es cierto?

―Sí, su majestad.

―Estamos charlando informalmente ―señaló Eshar y me llevó con él un poco más allá de su círculo de guardias, hacia la parte del patio donde yacía el cuerpo de Midian―. Sé que estás siendo precavido, pero no me gusta la adulación.

Asentí, preguntándome en qué acabaría todo eso. Media hora antes estaba convencido de que ese hombre estaba muerto y un mes atrás lo consideraba mi peor enemigo. Pero en realidad nunca se había logrado nada llevando al límite las disputas familiares. Los Tar' Conantur tenían el hábito de hacerlo y no les había aportado beneficio alguno.

―¿Quién era el hombre que murió?

―Ithien Eirillia ―dije.

―Ya veo. ¿Amigo tuyo?

―Sí.

―Hubiese permitido que cualquiera matase a Midian sin tener que pagar por ello. Pero ahora tu amigo ya ha muerto y su acto más terrible contra nosotros ha acabado beneficiándonos, pues los más perjudicados son esos tehamanos traicioneros. Le perdonaré sus crímenes y permitiré que lo entierres como quieras. Pero deberás acabar con la revuelta en Ilthys y traer aquí a todos los líderes restantes del Anillo para que se rediman contigo. Si la revuelta concluye sin que necesite desplegar tropas, me conformaré con el trato que hemos alcanzado esta noche. ¿Está claro?

Asentí, percatándome distraídamente de que, aunque Eshar utilizaba el plural de la realeza en sus escritos, no se molestaba en usarlo al hablar.

―Zarparás tan pronto como Tandaris haya vuelto a la calma... ―empezó, pero fue interrumpido por una figura con uniforme blanco y negro que apareció entre los pilares de la columnata caída. Ninurtas se le sumó un momento después, con aspecto receloso.

―Su majestad, ¡no debería hacer esto! ―instó Amonis con los ojos llenos de odio―. ¡Es un hereje corrompido y siempre lo será! ¡Posee poderes maléficos, no es un agente de Ranthas sino del mal, igual que su cómplice Sarhaddon! La fe que él predica es una monstruosidad, una perversión de la verdad.

―Habéis oído mis palabras ―dijo Eshar con frialdad.

Amonis permaneció allí, con las manos escondidas en los pliegues de la túnica. Sentí escalofríos, pues era bien entrada la noche y había bajado la temperatura. Amonis representaba un claro recordatorio de lo enormemente cercano que era el pasado.

―¡Su majestad, os ha envenenado a todos la mente!

―¡Ya basta! ―espetó Eshar―. ¡Guardias, sacadlos de aquí!

Ignoraba por qué nadie más se había dado cuenta, pero nada más que los guardias dieron un paso adelante noté el destello entre los pliegues de la túnica de Amonis y vi cómo volvía a levantar la mano. La muerte acompañaba a ese hombre, una muerte que yo había logrado evitar pocos minutos antes...

―¡Tiene un cuchillo, su majestad! ―grité poniéndome entre el emperador y el inquisidor.

―¡Eres un enemigo de la fe! ―aulló Amonis.

Durante unos segundos todo sucedió a cámara lenta. Sentí que alguien se abalanzaba contra mí, Ninurtas, con todo su peso. Mis tobillos estaban débiles por la tortura inquisitorial y me derrumbé debajo de él, lastimándome todo un costado al caer sobre las piedras. También Ninurtas tenía un cuchillo y luchaba por sacarlo. Yo me sentía demasiado aturdido por el dolor para responder.

Sobre nosotros, el brazo del emperador intentaba contener los avances de Amonis, pero el inquisidor fue más rápido y hundió el cuchillo en el pecho de Eshar.

Oí su grito de dolor y un alarido de «¡Traición!» proferido por alguien en la distancia. Ninurtas había liberado su mano y por un instante el cuchillo brilló a la luz de las antorchas mientras el venático retrocedía, apuntando el filo directamente a mi estómago.

Inmovilizado por su peso, no conseguí moverme e intenté en cambio cogerle la mano, pero sentí que mi muñeca cedía. Por un segundo vi mi propia muerte en el extremo de aquella hoja, pero entonces, de algún modo, conseguí desviar el arma.

De inmediato se apoderó de mi hombro un dolor terrible y grité de la impresión. Ninurtas tenía la mano cubierta de sangre cuando retiró la daga y a mí me abrasaban terribles oleadas de dolor cada vez que volvía a sacudirla. Por encima de nosotros, el emperador se tambaleaba tras una nueva cuchillada de Amonis.

Supliqué que sus heridas no fuesen fatales. ¡Por el amor de Thetis, no podía morirse ahora! ¡Era nuestra última oportunidad para detener a los fundamentalistas, la última esperanza para conseguir la paz en el Archipiélago!

Oí un grito lejano pero Amonis no pareció enterarse y seguía cuchillo en mano hundiendo la hoja por tercera vez en el cuerpo de Eshar. Ninurtas volvió a alzar la daga pero en seguida se sacudió en convulsiones con un espantoso rictus de dolor en la cara, y vi la espada clavada en su espalda.

El arma cayó, primero en punta, se deslizó por mi túnica y se clavó entre dos de mis costillas, pero ya carecía de fuerza para penetrar, por más que Ninurtas, en sus estertores, se desplomase sobre mí golpeándolo un momento más tarde. Hice un esfuerzo por alejarme del horrendo espectáculo de la muerte del venático.

Amonis casi había completado la tercera puñalada cuando la espada de Tanais lo partió virtualmente por la mitad.

Había sangre por todas partes, un terrible hedor a vísceras y muerte, seguidos de dolor y más dolor cuando alguien me quitó con violencia de encima el cuerpo de Ninurtas, raspándome las piernas contra las piedras del suelo. No me importó, sentía alivio por librarme de ese horror.

Pero sólo de aquel pequeño horror, pues comprobé que el emperador yacía en brazos de uno de sus guardias mientras otro hundía su espada contra el ya muerto Amonis. Incapaz de soportarlo, avancé a gatas, tratando de eludir la carnicería que me rodeaba, pero por el modo en que colgaba la cabeza de Eshar, deduje que el emperador había fallecido.

Era la segunda ocasión en que presenciaba el asesinato de un emperador a manos del Dominio y el segundo miembro de mi familia que moría en menos de una hora.

Pero ninguno de ellos, ni siquiera Orosius, había importado tanto como este hombre, por mucho que hubiese sido mi enemigo.

―¡Ha muerto! ―anunció Tanais llevando en la mano su espada ensangrentada―. ¡El Dominio ha asesinado a nuestro emperador!

―¡Venganza! ―gritó alguien. Y con esa sola palabra se completaba la tragedia de Tandaris.

Bajé la mirada hacia el cadáver del emperador. Un legionario anónimo acunaba su cabeza, llorando abiertamente entre los restos del templo. Luego observé el entorno que me rodeaba.

―¡Son infieles! ―afirmó Tanais.

―¡Son asesinos! ―repuso Palatina, quien durante todo ese tiempo había permanecido de rodillas ante el cuerpo de Ithien pero ahora se había puesto de pie y blandía una espada―. ¿Cómo podemos confiar en ellos? Mataron a Orosius y ahora a Eshar, que confiaba en ellos. ¿Habéis oído al inquisidor? Llamó hereje al emperador porque aceptó una nueva visión que ellos eran incapaces de comprender. Nos destruirían si se lo permitiésemos.

―Pero no lo haremos ―sostuvo Tanais―. Legión, matad a todos los sacerdotes que haya en la ciudad. Dejad con vida al preceptor Sarhaddon. Terminad la batalla con el Consejo, pero aseguraos de que ni un solo inquisidor o sacrus siga con vida dentro de las murallas de Tandaris.

Fue Tanais quien dio la orden fatal, pero de no haber hablado, Alexios, Charidemus o cualquiera de los oficiales de la novena legión habría hecho lo mismo. Aquella noche, Tanais había sido el segundo del emperador y ahora tenía la autoridad. Pero las tropas habrían obedecido esas órdenes aunque no hubiesen venido del general más veterano, sino del lugarteniente más novato.

No vi cómo Tanais mataba a los restantes sacerdotes, pues ya no era capaz de tolerar más matanzas. Los thetianos estaban furiosos y ni toda la contención del mundo los hubiese detenido esa noche. Desde la muerte de Eshar, el futuro había quedado establecido, como si estuviese grabado en piedra.

Charidemus había marchado con sus hombres e incluso el guardia que hasta hacía poco sostenía la cabeza de Eshar la había apoyado con cuidado sobre la piedra para correr espada en mano junto a sus camaradas. Sólo quedaban allí Tanais, unos pocos soldados al mando de Alexios y un oficial de la legión. Todos entraron al templo en busca de más sacerdotes. Me quedé solo junto a los cadáveres.

Fueron Hamílcar y Xasan los que se acercaron a mí, me ayudaron a levantarme y, entre ambos, me condujeron al centro del patio, más allá del pálido rostro de los pharasanos. Xasan se quilo la capa y los dos me envolvieron en ella. Yo estaba casi inconsciente por el dolor en el hombro.

―Antes nos acompañaba una doctora ―dijo Sagantha―. La dejamos en un edificio seguro. Iré a buscarla.

Algunos heréticos me rodearon, pero los demás, situados entre Xasan y yo, les pidieron que me dejasen un poco de espacio libre.

BOOK: Cruzada
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