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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (78 page)

BOOK: Cruzada
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Las dos mujeres palidecieron y yo alargué una mano para apoyarme en la barandilla, pues el peso de lo que Tanais acababa de decir me había golpeado como una gran ola. Ya lo había deducido, es cierto, pero escucharlo era mucho peor.

―Arruinamos el clima y dimos inicio a las tormentas; los cuatro, pues nos dimos cuenta de que pasase lo que pasase Furia y Tuonetar serían derrotados. Y así fue: ahora Turia es un desierto helado y Tuonetar ha desaparecido... mientras que Thetia sigue aquí. Incluso sin que arrasásemos Aran Cthun, los habitantes de Tuonetar habrían sido destruidos, pero quizá nos habrían llevado con ellos, pues sabían lo que nos proponíamos. Ignoro qué sucederá si intentáis controlar las tormentas utilizando vuestra magia, pero sospecho que empeoraríais todo el sistema. Claro que si lo hacéis y culpáis al otro bando, igual que nosotros, Thetia volvería a sobrevivir. Y al fin y al cabo eso es lo que importa.

―¿Por qué nos has contado todo esto? ―conseguí preguntar.

―Porque me enteré de lo que pensabais hacer y supe que debía decíroslo antes de que lo descubrieseis por vuestra cuenta. Si hacéis magia a la atmósfera, seréis los primeros en intentarlo y no puedo predecir los resultados. Pero si nos salva, quizá valga la pena.

El almirante nos saludó con un mínimo gesto y se marchó, perdiéndose en las sombras de la noche. Dos hombres se unieron a él cuando reapareció a lo lejos, entrando en el edificio, sin duda guardias dispuestos para impedir que nadie espiase nuestra conversación. Ambos pertenecían a la novena legión; no eran sólo los oficiales los que lo veneraban.

De modo que Sarhaddon tenía la razón aquella tarde en Tandaris, que, de repente, me parecía tan lejana. Todo era una mentira, desde los Elementos hasta el paraíso del Archipiélago, incluyendo a los héroes del pasado. Mentiras todavía más retorcidas que las del Dominio, aunque éste nunca había revelado el mayor de todos los secretos.

Mis dos compañeras estaban blancas de espanto y supuse que yo tendría el mismo aspecto. Vespasia parecía tan consternada como Ravenna. La primera jamás había recibido entrenamiento herético pero había leído la
Historia
y, después de todos los años que habíamos pasado con ella, sabía mucho sobre el pasado del Archipiélago.

Todas aquellas muertes, todo el daño causado por las tormentas a lo largo de los años, la necesidad de protección que le había dado su poder al Dominio, ¡por los Cielos, la eliminación de toda una civilización antigua y la extinción casi total de otra!... Todo lo había provocado Thetia.

―No Thetia ―dije, sin percatarme de que hablaba en voz alta―. Mi familia. Los emperadores.

Volvió a invadirme el disgusto que sentía hacia mi familia, mi aborrecimiento hacia todo lo que había hecho. El primer discurso de Sarhaddon había cuestionado la
Historia,
describiendo a Aetius y a Carausius con matices marcadamente diferentes. Por supuesto que la
Historia
presentaba una visión parcial, ya que la había escrito el propio Carausius, pero ninguno de nosotros parecía haberse dado cuenta. Nos la habían enseñado como la verdad, parte de la religión, de modo que no teníamos ningún derecho a cuestionarla.

―¡Eso fue hace doscientos años! ―protestó Vespasia―. Es probable que estés más emparentado conmigo que con cualquiera de ellos.

―Desgraciadamente no ―repuse.

―No seas idiota ―insistió con energía―. No puedes culparte por lo que hizo tu tatara tatara tatara tatarabuelo más de lo que podamos hacerlo el resto de nosotros. Es absurdo. Sé que es horrendo, pero es parte del pasado.

―Está claro que no ―objeté―. ¿No lo ves? La mayoría de la gente no se preocupa por la historia tanto como por la seguridad de sus fortunas en el banco de Mons Ferranis. Quizá se interesen, pero no les afecta.

Los monsferratanos eran famosos por guardar sólo el dinero de los ricos: clanes poderosos, plutócratas y funcionarios de gobierno.

―Con las tormentas la cuestión es muy distinta ―proseguí―, porque nos condicionan en todo. El modo en que construimos nuestras casas, el sitio donde fundamos nuestras ciudades, el momento que escogemos para realizar un viaje y el hecho mismo de que consigamos sobrevivir a ese viaje. Todo eso es importante y todo depende de las tormentas, sobre todo en los continentes. Ése fue el motivo por el que el Dominio nunca pudo suavizar su versión sobre Tuonetar en ninguna de sus historias: la gente odiaba demasiado a ese pueblo por lo que había hecho, por lo que suponía que había hecho.

―Y si el mundo supiese alguna vez que los Tar' Conantur y los thetianos fueron artífices de las tormentas, Thetia no sobreviviría ni cinco minutos ―comentó Ravenna, inexpresiva―. El mundo está pagando todavía lo que le hicieron Tanais y Carausius, y nunca lo olvidará.

Incluso al contárnoslo a nosotros Tanais había corrido un enorme riesgo, pues nunca podía saber con certeza que no seríamos capturados y torturados por el Dominio si la guerra salía mal. No era cuestión de que nadie pudiese llegar a preguntarnos, pero siempre existía la posibilidad de que uno de nosotros se debilitase y confesase ante los interrogadores para acabar con el dolor.

No. Tanais pretendía que lo utilizásemos como arma, quería que actuásemos a la zaga de lo sucedido, antes de que hallásemos el
Aeón
y la evidencia que lo incriminaba. Cuando la guerra hubiese concluido ya no tendría importancia y...

Y nosotros, probablemente, moriríamos de forma trágica pero heroica en alguna escaramuza menor.

Mi mente me estaba llevando demasiado lejos y traté de alejar esas ideas, pero éstas no quisieron abandonarme. Tanais era ley en sí mismo leal a Thetia por encima de todas las cosas. Yo ya había sido testigo del modo en que lo trataban la marina y la legión, el fervor y la adoración que inspiraba entre tantos, para los que representaba la encarnación de Thetia y su historia. Tanais era una parte viviente de la historia, un nexo evidente y muy tangible del que la marina consideraba su glorioso pasado imperial.

Les conté a los demás la conclusión a la que había llegado y comprobé, perturbado, que Ravenna, con mucho la más aguda en materia política de todos nosotros, estaba de acuerdo conmigo.

También ella se preguntaba con temor qué otras cosas sabía Tanais pero guardaba en secreto salvo para sí mismo y los emperadores. Y quizá hubiese datos que les ocultase incluso a éstos; Tanais había despreciado a mi hermano y dudo que compartiese con él mucha información.

Y ahora nuestra reunión se había alejado por completo de su propósito original y los tres nos mirábamos, mudos por lo que había revelado el almirante, por ese conocimiento terrible que tanto nos pesaba. A la carga por saber que se avecinaba una guerra, él había añadido esta otra, dando por sentada nuestra lealtad, así como la de Palatina.

El legado de mi familia era mucho más trascendental de lo que cualquiera de nosotros hubiese podido imaginar.

―No soy uno de ellos ―afirmé con calma, recordando todas las veces que Ravenna me había amonestado por sugerirlo―. Aunque no sea más que por mi evidente debilidad.

―Aun así llevas su nombre ―repuso ella implacablemente―. Sigues siendo la única persona en Aquasilva con posibilidades de seguir el linaje. Palatina no se casará y espera que tú lo hagas. Ella es la emperatriz, y pensar en la sucesión es una de sus obligaciones.

―Pues si es su obligación, ¿por qué no se casa ella? ―me defendí.

―Dudo que lo haga. Por el momento, no tiene sentido plantearse la posibilidad de que Palatina se case, además quedan vivos otros dos miembros de la familia y el futuro es incierto. Claro que la estirpe imperial debe continuar. Tú sigues teniendo el nombre y eres soltero. Y cuanto más tiempo dejes pasar, mayor será la presión que caiga sobre ti, hasta que el peso te hunda, como te ocurre con todo lo demás.

―No en ese asunto ―protesté.

―¿De verdad? ¿Es un asunto distinto de los otros en los que te has acabado hundiendo?

Me sentí lleno de ira y Vespasia intentó mediar:

―Eres muy dura con él, Ravenna. ¿Tan bien lo conoces? El mismo Sarhaddon ha afirmado que no es débil.

―Cathan puede defenderse solo ―espetó Ravenna―. Y lo que dijo Sarhaddon fue que era un superviviente. No es lo mismo y, de hecho, es muy distinto. Sólo tienden a sobrevivir los veletas, moviéndose según sople el viento.

―Sabes que eso no es cierto ―sostuve, decidido a tomar el toro por los cuernos.

―Entonces demuéstralo ―exigió―. Reniega de tu familia.

―¿Y decirle a toda Thetia que no respaldo a la emperatriz? ¿Qué crees que le parecerá eso a Tanais?

―Tanais quiere que conozcas a una joven de Exilio y te cases con ella. Lo sabes muy bien.

―La ley me obliga ―respondí. Eso la sorprendió, pues ignoraba que fuese un requerimiento legal. Tampoco yo lo sabía hasta que lo había descubierto consultando los archivos imperiales. La tradición imponía ese matrimonio, una tradición que tenía sus raíces en el mismísimo Aetius el Fundador. Como parte de sus frustrados esfuerzos por suprimir la influencia de los exiliados, el Dominio había intentado que esa ley cayese en el olvido.

―¡Pues entonces márchate! ¿Qué esperas? ¡Vete a crear otra generación más de Tar' Conantur, otro par de gemelos imperiales que dividan el mundo entre ellos y ocasionen incluso más destrucción que la que habéis conseguido tú y tus antepasados! Quizá sean gemelas; hace mucho tiempo que no nace un par de niñas. Entonces nada las detendrá, pues la incompetencia no parece darse en las mujeres.

―¿Qué esperas que haga?, ¿que cambie mi nombre y me aleje de Palatina en el momento en que Thetia más necesita vernos juntos? Eso sería una completa estupidez.

―No te atrevas a decirme... ―empezó Ravenna y se interrumpió, avanzando hacia mí y señalándome con el dedo―. No te atrevas a decirme que no tienen elección. Cuanto más titubeas intentando excusarte a ti mismo de hacer algo, más dejas en claro que los demás tienen razón. Es posible que en Tandaris, por una vez, hayas actuado con decisión y eficacia, pero eso no significa que seas decidido y eficaz. Puedo encargarme sola de las tormentas. Salderis me dio los conocimientos que tan necesarios te parecían. Puedo marcharme y dejarte aquí, intentar resolver esto por mi cuenta sin tener que enfrentarme contigo y con tu flaqueza. O podemos irnos juntos como un equipo. Aunque por el momento no te juzgo digno de ser mi compañero.

―Los gestos solos no bastarán ―dije encarando su mirada―. No lograrás nada, y recuerda que intentamos actuar en secreto. La dirección que debemos tomar nos enfrentará finalmente tanto con el Dominio como con el imperio, pero no podemos quedar en evidencia tan pronto.

―Es decir que prefieres dejarlo todo como está y tratar de congraciarte con los dos bandos...

―Es decir que acabaremos con esto tan pronto como podamos, Ravenna. Antes de que acabe con todos nosotros, antes de que hunda también a Thetia en las tinieblas.

Quizá mis palabras sonasen grandilocuentes y vacías, pero me tenía sin cuidado. Lo único que pretendía era transmitir el mensaje.

―¿Acabar con qué? ―insistió ella―, ¿con la guerra?

―Con las tormentas. No debemos usarlas como arma, al menos no directamente. Regresemos al
Aeón
y pasemos a bordo tanto tiempo como podamos intentando descubrir qué sucedió en realidad. Y pongamos fin para siempre a las tormentas. Cuando lo hayamos logrado, nos aseguraremos de que nunca vuelva a suceder, poniendo fin también al imperio.

Un silencio siguió a mis palabras. Vespasia y Ravenna se miraron con incredulidad.

―Conseguir eso podría ocupar varias décadas ―señaló la primera―. ¿Y cómo podríamos estar seguros?

―Quizá, pero no lo sabemos. Dejaremos que el imperio se ocupe de sus propios problemas, que luche contra el Dominio lo mejor que pueda hasta que descubramos el secreto de las tormentas. Y cuando el tiempo se haya recompuesto, incluso si la gran alianza del Dominio siguiera en pie, todo cambiaría. Los demás poderes, empezando por Cambress, se percatarían de que el Dominio carece ya de poder sobre ellos. Mantendrían la fe, por cierto, pero sería apenas eso, fe.

―¿Y el imperio? ―preguntó Ravenna―. ¿Por qué tendríamos que acabar con el imperio?

No sabía si estaba esperando mi respuesta sólo para ironizar sobre ella, pero de todos modos le contesté.

―Para evitar que mi familia o cualquier otra vuelvan a hacer lo mismo. Las tormentas no determinaron su victoria en la guerra: vencieron gracias a la marcha sobre Aran Cthun. Las tormentas sólo aseguraron la desaparición de Tuonetar. Y una vez que ya no existan las tormentas ni los emperadores y el mundo esté en condiciones de perdonar, contaremos lo que nos dijo Tanais, para que existan millones de testigos que impidan que algo así se repita.

―¿Nunca piensas a pequeña escala, no es cierto? ―comentó Vespasia.

―No, pero al menos piensa ―añadió Ravenna con una vaga sombra de sonrisa―. Y puede defenderse solo.

Sentí una oleada de furia al darme cuenta de lo que Ravenna estaba haciendo.

―¿Estás poniéndome
a prueba?

―Por supuesto, Cathan. Tenía que estar segura. Comprobarlo con mis propios ojos siguiendo el método científico. Eso era todo lo que pretendía al referirme a tu familia. Sé que es una mala idea. Tienes que hacer lo necesario para asegurarte de que nadie te fuerce a casarte con alguien con quien puedas tener hijos. Pero eso no importa. Tu plan... es necesario mejorarlo, pero me gusta. Creo que el espíritu de Ithien está más vivo en ti que en Palatina.

Después de semejante comentario nadie dijo nada, pues la memoria de su muerte seguía muy fresca. Habíamos estado presentes en su funeral oficial, en Ilthys, aunque la sangre que había perdido me había dejado demasiado débil para permanecer de pie y me habían llevado en litera durante la ceremonia. Lo habíamos enterrado en el mar, siguiendo el antiguo rito thetiano, en el arrecife de coral fuera de la bahía donde él había abordado el barco pesquero hacía tan poco tiempo.

Cuando Ravenna volvió a hablarme, ya se me había pasado el enfado.

―Necesitaba hacerlo, Cathan ―insistió―. Para probar que volvíamos a ser iguales. Por un momento llegué a pensar que eras superior a mí. Luego durante varios años te consideré inferior, pero en la Ciudadela pensé que estábamos al mismo nivel. Has vuelto a convencerme.

―¿Y cuántos exámenes más deberé aprobar? ―pregunté con cierta amargura.

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