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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (74 page)

BOOK: Cruzada
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―¿Por qué habría de creerte?

Ahora estábamos lo bastante cerca para hablar en un tono de voz normal en medio del caos del patio, que se había convertido en un campo de batalla.

―¡Tú quieres matarlo! ¡Por favor!

Pero entonces se oyó otra voz, resonando en el patio.

―¡Novena, a mí! ¡Sacri, el templo está en peligro!

Sarhaddon fue el único que no pareció sorprendido, el único que no miró con horror y desconcierto al grupo de figuras con armadura que apareció en el arco del portal, sus siluetas recortadas contra las antorchas en la plaza. La novena legión vestida de color azul cobalto, rodeada de un hombre que, dado su cargo, debía haber llevado casco.

Alguien que tendría que haber muerto en el santuario de Mare Alastre. No me había equivocado.

―¡Arqueros, fuego contra los thetianos! ―ordenó Sagantha―. ¡Ahora!

Dos o tres arqueros habían caído por el fuego cruzado, pero entonces cambiaron de bando al ver a más legionarios de la novena avanzando desde la plaza, formando un escudo por encima y alrededor de su emperador. Su muy astuto emperador, a cuyos planes debía de haber respondido todo. Su plan y el de Sarhaddon. Midian nunca había sido lo bastante inteligente.

Ravenna pasó a mi lado y cogió de la ropa a Sarhaddon, a quien empujó contra su propio cuerpo al tiempo que lo amenazaba con un cuchillo que reconocí de Kavatang: el cuchillo de Sagantha, que aprovechando el descuido acababa de quitarle del cinturón.

―¡Mataremos al preceptor! ―dijo ella gritando.

―¡Estáis rodeados! ―señaló Midian desde el parapeto―. No podéis escapar. Su majestad, le suplico, matadlos hasta que no quede ninguno. Dómine Sarhaddon, ¿estás preparado para entregar tu vida en bien de la fe?

Sarhaddon era el único hombre en toda la ciudad que había dudado en matarnos. Entonces uno de los arqueros situados por encima de nosotros colocó una flecha en su arco, estiró la cuerda y gritó:

―¿Y tú, Midian?, ¿estás preparado?

Y un segundo antes de que el exarca pudiese reaccionar, la flecha ya había sido disparada. Un arquero thetiano, entrenado desde pequeño para la única forma de combate que practicaban ellos, un hombre que tanto había perdido a manos del exarca y del emperador.

Oí salir la flecha de Ithien antes de que atravesara el aire para clavarse en el pecho del exarca. Por un instante, Midian pareció ileso, pero luego se tambaleó.

―Eso es herejía... ―señaló y perdió el equilibrio.

Cayó hacia adelante, por encima del borde del parapeto, y aterrizó en los escombros de la columnata con un desagradable estruendo.

Una lluvia de flechas cayó encima del sitio donde estaba Ithien antes de que yo pudiese crear un campo para protegerlo, antes de que me fuese posible hacer nada para detenerlas. Ithien gritó y luego la sangre brotó de su garganta.

―¡Ithien! ―aullé, y sin pensarlo dos veces salí corriendo hacia él, olvidando el dolor de mis pies y manos. Escalé las rocas hasta llegar a su lado, en el momento en que la mujer que estaba más cerca de él lo apoyaba contra un muro.

Ithien me miró, luchando por hablar. Dos flechas le habían atravesado un pulmón, otra un muslo, y su sangre manchaba las piedras. Vi cómo sufría pero no había nada que yo pudiese hacer.

Palatina vino tras de mí y se arrodilló a mi lado ante el thetiano moribundo.

―Te he robado tu venganza ―dijo por fin Ithien con tremendo esfuerzo―. Despide a Ravenna de mi parte.

Palatina asintió y le cogió la mano. Sus dedos presionaron débilmente los de ella un instante, y el dolor de perderlo casi pareció abrumarla. Apretó con fuerza la mano de Ithien, pero él estaba demasiado abatido para sonreír.

―Has sido un buen amigo ―le dijo Palatina―. Y un auténtico republicano.

―Vosotros también ―consiguió responder―. Vivid por mí ―susurró―, vivid...

Entonces cerré los ojos para no verlo morir y sólo volví a abrirlos poco más tarde, consciente del inesperado silencio que se había producido a mi alrededor. No tendríamos que habernos tomado ese tiempo, pero tampoco parecía estar sucediendo nada.

Palatina alzó la mano de Ithien colocándosela sobre el pecho y le cerró los brillantes ojos. No tenía sangre en el rostro y a medida que sus músculos se relajaban casi parecía moverse.

―Adiós, Ithien ―susurré. En mi mente seguía siendo un hombre pulcramente vestido montado en un magnífico caballo, galopando hacia el portal del mar de Ilthys bajo el sol de la mañana, con la intención de salvar a un amigo de las garras del Dominio, la única persona a quien había conocido capaz de mirar a los ojos a un inquisidor.

―Ilthys le dará el entierro que merece, si es posible ―dijo la otra mujer que, según me di cuenta algo tarde, era Persea, mi amiga y amante de la Ciudadela, la última que seguía en pie de todos los arqueros de Sagantha.

Volví a incorporarme mientras Palatina seguía de rodillas ante el cuerpo de su más viejo amigo. Bajé entonces la mirada hacia el pilar donde esperaban el emperador y sus hombres, un escenario inmóvil, si no me falla la memoria.

El emperador era un soldado. Nos había atrapado y no le perjudicaba lo más mínimo permitirnos despedir a un amigo caído.

Sin embargo, no podríamos mantener la última promesa que le habíamos hecho a Ithien. Tanais y sus soldados bloqueaban ahora la calle contigua a la muralla y unos cuatro magos del Dominio se habían congregado allí listos para actuar. O sea que todo había terminado. A menos que... a menos que por una vez Sarhaddon me hubiese dicho la verdad.

Me volví hacia Reglath Eshar, Aetius VI, que se alzaba entre las tensas filas de la novena legión en el patio del templo.

―Nos has vencido ―dije sintiéndome extrañamente tranquilo ahora que todo estaba claro. Persea me miró un instante con esa sonrisa un poco torcida que le recordaba―. Ya no existe más herejía. Sólo la que albergan las mentes de los que tienes cautivos aquí. Y Sarhaddon nos ha demostrado, al menos a tres de nosotros, que todo lo que creíamos no era más que una fantasía.

―¿Una fantasía? ―preguntó el emperador con toda claridad. Podía oír ruidos de batalla provenientes de algún sector de los muelles, pero por lo demás todo estaba en calma absoluta, incluyendo a los herejes reunidos junto a nosotros sobre el montón de escombros.

Los magos del Dominio estaban alertas y alzaron las manos para actuar.

―Magos, dejad a ese hombre en paz ―dijo una voz ronca desde algún lugar por encima y detrás de nosotros―. Dejad que haga lo que tiene que hacer.

―¿Quién eres? ―protestó el emperador.

―Soy Amadeo, monaguillo de la orden venática. Dejad que ese hombre hable, pues Ranthas revela verdades a través de sus palabras.

Sarhaddon alzó la cabeza para ver a Amadeo, que estaba de pie junto a Oailos en la cima de los escombros.

―Es realmente un monaguillo de mi orden ―admitió Sarhaddon―, aunque pensé que había muerto.

―Estos antiguos herejes me rescataron de las torturas del Consejo ―explicó Amadeo―. Son agentes de Ranthas, y él ha decidido que uno de nosotros lo viese actuar a través de una de ellos.

―Prosigue ―concedió Eshar.

Desgarré un fragmento del dobladillo de mi estropeada túnica y lo extendí en la palma de mi mano, tal como lo había hecho Ravenna en Ilthys con un papel. A ella le quedaba aún una leve cicatriz, pero desaparecería con el tiempo. Me resultaba un gran esfuerzo mantener la mano quieta en esa posición. El dolor de la muñeca era insoportable, pero logré concentrarme, derramando cada vez más magia y calor en el retal.

La experiencia pareció eterna, lo bastante larga para que los presentes cambiasen de posición y se mirasen entre sí con incomodidad. Y por fin se encendió una llama. Mantuve la mano tan inmóvil como pude, sintiendo que el fuego quemaba la tela y me chamuscaba la mano. Entonces me sentí incapaz de mantenerla encendida, pues el dolor en la palma superó a todo lo demás. Grité dejando caer las cenizas y derramé un poco de agua del aire para aliviar la quemadura.

En Ilthys, Ravenna había empleado esa estrategia para desafiar e intentar destruir al Dominio. Yo no tuve esa suerte.

Noté que la expresión de los testigos iba de la preocupación a la incredulidad. Había allí dos o tres inquisidores y venáticos, y unos siete sacerdotes que se encargaban del cadáver de Midian, pero que no me quitaban los ojos de encima.

―No eres el primero en verlo ―dije alzando la voz para que se oyese en todo el silencioso templo―. Lo han visto miles de personas que difundirán la noticia a lo largo del Archipiélago. Dejarán en claro que cualquier mago, no sólo los magos del Fuego, puede utilizar el Elemento que consideráis sagrado, o al menos muchos de vosotros, los que no habéis dedicado vuestras vidas a destruir al Dominio. Después de lo que hemos hecho, es probable que todo esto no os importe. Pero os pido que recordéis que, por mucho que hayamos luchado en cuestiones políticas, en pos de tierras y ambiciones, también hemos luchado por las almas de Aquasilva, por el culto a los dioses en los que creyeron nuestros antepasados y sus antepasados. El Consejo olvidó que lo importante eran las almas. ¡Y el Dominio ha estado a punto de olvidarlo!

Me arriesgaba en aquel punto, pero todo el discurso era arriesgado. Por otra parte, tras lo sucedido en Ilthys, mis palabras no podrían ser ignoradas. Las llamas que había encendido Ravenna iluminaban las almas de todos los ciudadanos de Ilthys y de todos los que quisiesen escuchar su mensaje.

―Más allá de todos los intentos y argumentaciones ―proseguí―, este conflicto habrá concluido hoy. El Consejo ha sido destruido y con él todo su poder. Ya no existirán más ciudadelas, ni más entrenamientos ni enseñanzas como las que hemos recibido. Se acabaron los líderes y la organización. Sólo quedan individuos dispersos por el mundo, que menguarán con cada generación hasta que ya no quede nada. De modo que ha ganado el Fuego, pero en medio de la lucha hemos descubierto algo más, algo que puede tener múltiples significados. El fuego que acabo de crear, el fuego que Ravenna originó en Ilthys, parecían imposibles. El mundo sabe ahora que no lo son. Midian pretendía ocultarlo, pero si no hubiese muerto, habría visto frustradas sus intenciones. Fue Sarhaddon quien se dio cuenta de que este descubrimiento le proporcionaría al Dominio la oportunidad de redimir las almas que ha perdido.

Ya había ido tan lejos como me parecía posible, tanto como me atrevía, y ahora seria Sarhaddon quien decidiría sobre nuestro destino. No sólo sobre el de la escasa docena de personas prisioneras en el patio del templo, sino el de los pobladores de Ilthys y el de todos los que habrían divulgado ya la noticia en las más vastas regiones de Aquasilva. Si la negación de todos los Elementos pronunciada por Ravenna quedaba establecida como una nueva herejía, todo el círculo volvería a empezar, pero en esta ocasión existirían seguidores realmente en todo el mundo y las guerras serían guerras civiles. Teniendo en cuenta la masacre que seguiría en ese caso, la verdad era un módico precio a pagar.

Nada duraba para siempre.

Ravenna permitió con reticencia que Sarhaddon se incorporase y el venático cubierto de polvo hizo una reverencia al emperador antes de mirarme. Sus ojos parecieron perforar los míos. Por un segundo mantuvo silencio, meditabundo. Y luego empezó a hablar con su encantadora voz, mucho más convincente y poderosa que la mía, la del emperador o la del propio Drances:

―Todo auténtico fiel sabe que unas pocas veces a lo largo de la historia Ranthas nos habla a través de sus profetas, dirigiendo a sus agentes mortales en beneficio de su fe o revelando las verdades que cree necesario revelar. Sabemos también que su misión también puede ser desempeñada por medio de agentes del mal, empleando receptáculos corrompidos que nosotros despreciaríamos. Pero nunca antes ambas cosas han sido combinadas. Nunca una revelación ha llegado a nosotros por una vía tan extraña como ésta, a través del cuerpo de magos heréticos a quienes consideramos corruptos más allá de toda redención. Ellos nos han mostrado una gran verdad, que Ranthas ha decidido que somos lo bastante sabios para comprender. La verdad de que existe un único poder, un único Dios como siempre hemos sabido, pero que todos los Elementos forman parte de él, del ser que controla nuestros destinos. Un ser cuya apariencia primaria se presenta en las llamas de un fuego o de una estrella, el creador de la vida en el mundo, pero que a la vez es mucho más que eso.

»Podemos verlo en todas las cosas ―prosiguió―, pues todos los Elementos son creación suya. No podríamos vivir en un mundo hecho íntegramente de Fuego ni en uno formado sólo por Aire o Tierra. Todas son facetas de Dios, todas partes de un todo mucho más colosal que adoramos como Ranthas. Las llamas son su expresión más pura, pero no la única. Si nos aferramos a esta verdad, conseguiremos que muchos de los que habían perdido el camino encuentren la luz de su redención. ―La voz de Sarhaddon cambió sutilmente con la siguiente frase―: Si no lo hacemos así, si en lugar de aceptar ésta como su verdad le volvemos la espalda y perseguimos a quienes han tenido la visión suficiente para aceptarla, entonces sobrevendrá la guerra. No la mera limpieza de almas de una verdadera cruzada sino una guerra civil de la fe. Lucharemos contra nuestros propios padres y hermanos, contra la gente de nuestras ciudades y patrias que han vislumbrado lo que a nosotros nos ha sido imposible comprender. No existe la gloria en una guerra civil, no hay victoria ni honor. Sólo la muerte resulta vencedora.

Sus ojos se clavaron en la audiencia, luego en el emperador, una figura inmóvil entre sus legados. Un hombre esbelto, más alto que el resto de sus familiares pero no demasiado, cuya piel había oscurecido tras años de campañas. Eshar el Carnicero, guerrero de la fe, haletita por convicción, amigo de Midian y Lachazzar.

Habíamos dado lo mejor de nosotros. Ahora todo dependía de él, un hombre devoto llamado a sentenciar una cuestión que excedía sus intereses, pero que salvaría las vidas de miles de personas o hundiría a Aquasilva en una guerra civil. Ya no podía hacer nada más para guiar al último emperador Tar' Conantur hacia una elección que nos daría una luz de esperanza en las tinieblas que parecían avecinarse.

Por un momento Eshar no dijo nada. Esperó mientras el viento hacía flamear el estandarte de la novena legión y el ruido de un edificio derrumbándose llegaba desde la ciudad.

―No soy teólogo ―empezó el hombre, el enemigo del cual, al fin y al cabo, pendían nuestros destinos. Estaba negociando las vidas de Ravenna, Palatina, Persea y Sagantha, así como las de todos los demás. Y trataba con un sujeto que había asesinado a muchísimos más, alguien cuyas purgas habían privado a Thetia de sus más brillantes estrellas.

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