Cuando cae la noche (24 page)

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Authors: Michael Cunningham

BOOK: Cuando cae la noche
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Procura parecer interesado. Esfuérzate en fingir que te importa.

¿Qué hace uno cuando deja de ser el protagonista de su propia historia?

Cierra al llegar la noche y vuelve a casa con su mujer, ¿no?

Se toma un martini, encarga la cena. Lee o ve la televisión.

Eres el diminuto Ícaro de Bruegel ahogándose, sin que nadie se dé cuenta, en un rincón de una enorme tela en la que los hombres labran los campos y apacientan las ovejas.

—¿Por qué no cenamos en algún sitio? —propone Uta.

¡Uf! Imposible. Hoy no. No puedes sentarte en un restaurante y seguir la conversación, ni siquiera con la dulce y discreta Victoria Hwang.

—¿Por qué no vais vosotras? —después añade, dirigiéndose a Victoria—: últimamente no me he encontrado muy bien, y mañana tengo que estar muy brillante entre tus apasionados seguidores.

Es imposible que no se sienta halagada.

Uta le mira con aire de profesora. ¿Le dejará salir de clase?

—Podemos tomar algo rápido —dice.

—Yo sí que tengo que irme rápido —bromea Peter. Ja, ja ja—. No, de verdad, ya saldremos a cenar y a emborracharnos el día de la inauguración. Ahora necesito ir a casa y acostarme.

—Si tú lo dices —responde Uta.

—Marchaos si queréis —dice Peter—. Yo me quedaré unos minutos más. Quiero estar un rato a solas con la exposición.

Cualquiera se sentiría halagado.

Uta y Victoria se ponen los abrigos y se despiden de Peter en la puerta.

—Gracias por todo, Peter. Eres genial —dice Victoria.

Gracias a ti, Victoria, por ser una persona amable y honrada. Es curioso cuánto importan las pequeñas virtudes.

—Llámame si me necesitas, ¿de acuerdo? —dice Uta.

—Pues claro.

Le estrecha la mano. Igual que hizo él con Bette cuando estaban delante del tiburón.

Gracias, Uta. Y buenas noches.

Helo ahí, a solas con cinco ciudadanos normales que pasan breves interludios de su vida normal mientras la Orquesta Sinfónica de Londres interpreta, una, otra y otra vez, los primeros compases de la novena sinfonía. Beethoven suena sin tregua.

¿Cómo se habrán salvado y frustrado esas personas? ¿Qué les ocurrirá, qué les estará pasando ahora? Probablemente nada importante. Recados, unas horas de trabajo pesadas, al colegio a por el niño, la televisión por la noche. O algo parecido. ¿Quién sabe? Por supuesto, cada uno de ellos lleva una joya en su interior, no solo las heridas y las esperanzas, sino una interioridad, lo que Beethoven habría llamado el alma, ese rescoldo de nuestro ser, el simple hecho de estar vivos, enmarañados de sueños y recuerdos que no son solo sueños y recuerdos, ni momentos anecdóticos (cruzar una calle o salir de una panadería); es esa infinitud menor, el universo privado en el que siempre has estado y siempre estarás mientras te deslizas en un monopatín o buscas monedas en el fondo del bolso o vuelves a casa con los niños refunfuñones. ¿Qué fue lo que dijo Shakespeare? Que nuestras vidas están envueltas en sueños.

Peter querría echarse a dormir. Dormir, dormir y dormir.

O llorar. Llorar le haría bien, podría hacerle bien, le limpiaría, pero está seco por dentro, lo que siente se parece más a una indigestión que a la desesperanza.

Es un pobre hombrecillo ridículo.

Se queda un rato viendo la exposición, que se venderá bien o no. Que habrá que desmontar y reemplazar por otra… De Groff, si tiene suerte, de Lahkti si no tiene tanta. No es que Lahkti sea un premio de consolación, a Peter le encantan (o al menos le gustan) esas pinturas tan intrincadas y diminutas de Calcuta y la verdad es que, aunque Lahkti no cause sensación (los cuadros pequeños sencillamente no se venden tan bien como los grandes), sería un alivio no tener que desplazarlo para colar a Groff. Así podría seguir sintiéndose una persona decente y vivir como un galerista de segunda fila, respetado, pero no temido. Si consigue a Groff pasará (tal vez) a la primera división, si no lo consigue (y, la verdad, ¿cómo culparlo de querer ir a una galería mayor?) se instalará, muy probablemente para siempre (lleva sin altibajos casi un decenio) en una carrera de decidida semiderrota, convertido en un campeón de los infravalorados y los quiero y no puedo.

Los cinco ciudadanos normales de Victoria pasan ante sus ojos una, otra y otra vez. Beethoven campea triunfal. Lo más probable es que ahora mismo Dizzy esté volando a través del continente, sobre las avenidas iluminadas de la Norteamérica nocturna.

Le gustaría echarse a dormir allí mismo, sobre el suelo de la galería, mientras cinco desconocidos escogidos al azar viven una, otra y otra vez esos breves interludios de lo que es ahora su pasado olvidado.

Hora de desenchufarlos, apagar las luces y la música y volver a casa.

Sin embargo, se queda. Puede que no sea arte con mayúsculas, pero es bueno y eso le consuela, le acompaña, y nunca se sentirá tan inmaculado como esta noche, antes de que empiecen a llegar los compradores.

Coge una de las figuritas articuladas, el negro del maletín rozado. La figura es de mala calidad a propósito: tiene los ojos ligeramente mal pintados, la piel de un mortecino color chocolate y el traje gris brillante y metálico está hecho de un material sintético. La idolatría tiende a implicar la degradación. Incluso en el caso de esas vírgenes policromadas de ojos vidriosos o esos budas dorados. La carne viva y auténtica desafía cualquier esfuerzo de reproducción.

¿Qué artista tendría una mínima posibilidad de reproducir ahora a Peter? Tendría que ser Francis Bacon, ¿no? Uno de esos desnudos masculinos de mediana edad, carnales y sonrosados en un torturado reposo. Y él que se había imaginado vaciado en bronce. Así de vanidoso había sido.

Aporreando un barreño para hacer bailar a los osos cuando quisiéramos conmover a las estrellas.

No obstante, ya es algo —siempre es más que nada— tener un barreño para bailar a su son. A menos que seas un oso.

Cuando llega a casa, encuentra a Rebecca en la cama. Son poco más de las nueve y media.

Está acurrucada, mirando a la pared, envuelta en una colcha. Peter piensa por un instante en una mujer india, arrebujada ante el fuego.

Lo sabe. Dizzy se lo ha contado todo. Peter pierde el equilibrio un momento, como si el suelo se hubiese inclinado a sus pies. ¿Lo negará? Sería lo más fácil. Dizzy es un inveterado mentiroso. Podría proclamar su inocencia de manera creíble. Pero si miente, habrá mentido; Dizzy, a pesar de todas sus transgresiones, habrá sido acusado falsamente. Peter combate el impulso de darse la vuelta y marcharse, de salir del apartamento y huir… ¿adónde exactamente? ¿Qué salida le queda?

Entra en la habitación. Ahí están las lámparas que compraron en el mercadillo de París hace años. Ahí, encima de la cama, están los tres dibujos de Terry Winters.

—Hola —se las arregla para decir—. ¿Te encuentras mal?

—Solo estoy cansada. Dizzy se ha ido.

—Sí.

¿Es demasiado transparente fingir así? ¿No olerá Rebecca el engaño que emana de él?

Sigue dándole la espalda.

—Se ha ido a San Francisco —dice—. Por lo visto alguien le ha ofrecido un trabajo.

Peter hace un esfuerzo por sonar y actuar como siempre, aunque le cuesta recordar cómo suena y cómo es habitualmente.

—¿Qué clase de trabajo?

—Gráficos de ordenador. No me preguntes qué es exactamente. Ni si es un verdadero trabajo.

—¿Por qué crees que le ha dado por hacer eso de repente? —pregunta Peter, y nota cómo un escalofrío le sube por la espina dorsal. Mátame, Rebecca. Échame la bronca. Los dos sabemos por qué se ha ido de pronto a San Francisco. Aquí me tienes, un auténtico mierda. Chíllame. Échame de casa. Puede que sea un alivio para ambos.

—Creía que esta vez cambiaría —dice Rebecca—. Te juro que lo creí.

—Tal vez sea hora de aceptar la posibilidad de que nunca lo haga —responde él tímidamente.

—Tal vez.

Hay tal pesar en su voz que Peter se sienta al borde del colchón. Con extrema delicadeza le pone la mano en el hombro.

¿Sería más viril confesarlo? Pues claro. Al menos podría conservar esa dignidad.

—Dizzy provoca a la gente y la gente responde.

Una introducción muy tibia. Pero algo es algo. Continúa.

—Más de lo que le conviene —dice ella.

¿Preparado? Ya.

—¿Qué te ha contado esta tarde?

No sabe si le mentirá o no. No ve tan lejos en su propio futuro. Solo puede esperar, impotente, a ver qué es lo que hará.

—Me ha dicho una cosa —responde.

¡Oh! Ya está. Adiós a mi vida. Adiós a las lámparas y los dibujos.

—Creo que sé de qué se trata. ¿No?

Así que la verdad. Va a decir la verdad. Al menos le quedará ese consuelo.

—Me ha dicho que me quiere —continúa ella—, pero necesita apartarse de mí por un tiempo. Por lo visto al mimarlo tanto no le dejo madurar.

¿De verdad? Un momento. ¿En serio? ¿Eso es todo?

—Bueno, puede que tenga razón —responde Peter. ¿Será posible que no haya notado el temblor en su voz?

—El caso es que… —Peter duda. Siente más que oye un suave susurro en la ventana, un levísimo golpeteo. Nieve. Un tenue velo arrastrado por el viento, justo como predijo el hombre del tiempo—. Me adora y bla, bla, bla —suelta Rebecca—, pero necesita estar solo.

¡Oh!

O sea, que tal vez Dizzy no haya tenido que chantajear a Peter. Es posible que sepa que no le creerían. O quizá —aún peor— disfrute humillando a todo el mundo y siguiendo después su camino. Puede que haya estado jugando con ambos para ver qué podía sacarles.

Rebecca se vuelve para mirar a Peter. Su tez está pálida y cubierta de un brillo opaco y sudoroso.

—Me he dado cuenta de una cosa.

—¿Sí?

—He estado viviendo una especie de fantasía de mierda.

O sea que lo sabe. Ha estado viviendo con la ilusión de tener un marido honrado, un hombre con sus defectos pero que bajo ningún concepto haría lo que ha hecho Peter.

—¿Ah, sí?

—Creía que si conseguía hacer feliz a Dizzy ocurriría algo mágico.

—¿Algo mágico?

—Que yo también sería feliz.

Se le hace un nudo en el estómago.

Pensaba que lo era.

—Ahora estás disgustada —le dice.

Ella toma aliento. No llora.

—Sí —dice—. Lo estoy. ¿Y sabes qué? —Peter sigue en silencio—. Cuando Dizzy me dijo que se iba a San Francisco por un trabajo inexistente y me pidió un billete de avión, no me enfadé. Bueno, sí me enfadé, pero también sentí algo más.

—¿Qué? —Peter nunca se ha sentido tan estúpido.

—Sentí envidia. No quise ser yo. No quise ser una persona madura y equilibrada que podía extenderle un cheque. Quise ser joven y estar jodida y no sé…, ser libre.

No, Rebecca, eso no es lo que quieres. Quieres continuidad. Soy yo quien quiere ser libre y estaría dispuesto a hacer cosas indescriptibles.

—Libre —repite. Su voz suena hueca y extraña.

Rebecca, no puedes tener esa fantasía. Esa fantasía es mía.

Se hace un silencio. Oye la nieve golpeando contra la ventana. Peter siente que va a desmayarse y perder el conocimiento.

Se oye decir:

—¿Quieres sentirte libre de mí?

—Sí —responde—. Creo que sí.

¿Qué? ¿
Qué
? No. Tú eres quien es feliz, quien está satisfecha con nuestra agitada (aunque un poco estéril) vida, a quien yo iba a abandonar y a quien no quería hacer daño.

—Cariño… —dice él. Solo eso.

—Tú tampoco eres feliz, ¿no?

No responde. No, no, claro que no es feliz, pero la infelicidad es su reino; ella es firme y fuerte, a ella se la puede herir, pero no es desgraciada por derecho propio. Ella es quien le retiene, aunque sea con la mejor de las intenciones.

—¿Me estás diciendo que quieres separarte? —pregunta.

—Lo siento. Hace mucho tiempo que lo pienso.

¿Cuánto? ¿Cuánto tiempo llevas fingiendo estar satisfecha?

—No sé qué decir.

Ella se vuelve y le mira fijamente. Sus ojos parecen opacos.

—Es como si hubiese hecho un trato conmigo misma por el que si lograba hacer feliz a Dizzy yo también lo sería.

—¿No te parece un poco…?

Ella suelta una risa hueca.

—¿Absurdo? Sí.

—¿Y de verdad me dejarías porque Dizzy se ha ido a San Francisco?

—No te dejaría —dice ella—. Lo dejaríamos. Nos diríamos adiós.

¿Será posible que ese monolito que Peter consideraba su matrimonio sea, haya sido siempre, tan frágil? ¿Será posible que todos sus secretos, sus indirectas, sus camelos y coqueteos hayan sido innecesarios? ¿Era suficiente con que uno de ellos dijera basta y… ya está?

Tiene la cara pegajosa. Se esfuerza por respirar.

—Rebecca —dice—. Explícamelo. Me estás diciendo que has decidido que nos separemos porque el irresponsable de tu hermano se ha ido a San Francisco a trabajar en gráficos de ordenador.

—No va a a trabajar en gráficos de ordenador —responde ella—. Simplemente va a seguir con las drogas en otro sitio.

—Como quieras.

Ella se mira las yemas de los dedos. Y luego, de pronto, se mete con violencia el índice en la boca y lo muerde.

—Soy una completa estúpida —dice.

—Para. No digas eso.

El rostro de Rebecca ha adquirido un aspecto feral y asustado.

—Siempre creí estar construyendo un lugar donde Dizzy podría refugiarse. Desde que era un crío supe que nuestra familia no podría con él, me refiero a que desde fuera parecen muy novelescos pero son incapaces de hacer nada. Y ahora parece que no era eso lo que quería. Quería ser Dizzy. Quería ser yo la problemática. Que me cuidaran.

Peter siente deseos de abofetearla.

—¿Acaso yo no lo hago?

—No quería ser cruel. Lo siento.

Peter solo acierta a decir:

—No, continúa.

—Aquí me siento como una extraña. A veces llego a casa y pienso ¿quién vive aquí? Te quiero. Te quería.

—Me querías…

¿Y qué hay de nuestras cenas, qué hay de nuestros domingos?

—No, todavía te quiero, pero estoy… muy confusa. Es como si estuviese apartándome de todo.

Vuelve a morderse el dedo.

—No hagas eso —dice Peter.

—Soy una mierda de madre. Para todos. No pude ayudar a Bea y no he podido ayudar a Dizzy. No soy más que una niña que ha aprendido a fingir que es adulta.

Peter se esfuerza en no perder los estribos. ¿Qué podría decirle? ¿Qué querría decirle? Que todos sus esfuerzos por crear un santuario para su hermanito descarriado los ha echado a perder el estúpido de su marido, que espantó a Dizzy no con su amor, sino con su secreto? ¿Debería decirle que lo más probable es que todos esos años haya estado equivocada, que por muy triste que resulte el príncipe de la casa es solo un chapero barato a quien no le importó mancillar con sus manejos el templo que ella le había construido?

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