Cuando cae la noche (3 page)

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Authors: Michael Cunningham

BOOK: Cuando cae la noche
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Tienen dos gatos, se llaman Lucy y Berlin.

¿Qué?

Estaba soñando. ¿Qué sitio es este? El dormitorio. Su propio dormitorio. Rebecca está a su lado, respirando con regularidad.

Son las tres y diez. Peter sabe lo que eso significa.

Se levanta con cuidado de no despertarla. Es la hora fatídica. Estará despierto al menos hasta las cinco.

Cierra con cuidado la puerta de la habitación, se sirve un vodka en la cocina (no, no aprecia la diferencia entre el que guarda en el congelador y el que Elena ha pasado de contrabando a un precio altísimo, procedente de algún claro de un bosque de los Urales). Es un hombre desnudo que vive allí y bebe vodka de un vaso de zumo. Entra en el baño a por una de las píldoras azules, luego deambula por el salón, la parte del
loft
que ellos llaman el salón, aunque en realidad el piso sea solo una gran sala, con dos dormitorios y un baño separados de él.

Es un gran espacio, como dice la gente. Tienen suerte de haberse mudado a él antes de que el mercado enloqueciera. Como dice la gente.

Tiene una erección nocturna y no se le pasa. Dígame, señor Harris, ¿cuánto tiempo hace que sus propiedades inmobiliarias le afectan de este modo?

La cama Chris Lehrecke, la mesita Eames, la sobria y perfecta mecedora del siglo
XIX
, el candelabro de los cincuenta inspirado en el Sputnik que hace (o eso esperan ellos) que lo demás no parezca demasiado solemne o pomposo. Los libros, los candelabros y la alfombra. El arte.

Ahora mismo, dos cuadros y una fotografía. Un precioso Bock Vincent (la exposición solo se vendió a medias, ¿qué le pasa a la gente?) envuelto en papel y atado con un cordel. Un Lahkti, una escena exquisitamente pintada de la miseria de Calcuta (esos sí se vendieron, ¿quién lo habría dicho?). Una pintura de humo de Glen Howard para la galería de atrás el próximo otoño, siempre ayuda tener algo que cueste un poco menos, sobre todo estos días.
El dinero ha volado, Dios, ¿dónde habrá ido a parar
? ¿Qué canción de los Beatles era esa?

Va hacia la ventana y sube la persiana. No hay nadie en Mercer Street a las tres y pico de la mañana, solo esa pálida luz anaranjada y callejera sobre los adoquines, parece que haya llovido un poco. Esa ventana, como tantas otras ventanas neoyorquinas, no tiene muy buena vista: una parte de una manzana de Mercer Street entre Spring y Broome, la taciturna fachada de ladrillo marrón del edificio de enfrente (algunas noches hay una luz encendida en el cuarto piso, imagina que en él vive otro insomne y le preocupa que se acerque a la ventana y pueda verle); una pila de bolsas de basura negras tiradas en la acera, y dos vestidos relucientes, uno verde y otro color sangre de toro, en el escaparate de una tienda cuyos precios están por las nubes y que probablemente no tarde mucho en cerrar; Mercer sigue estando un poco apartada para esa clase de tiendas. Como casi todas las ventanas de Nueva York, la de Peter es un retrato viviente. De día, se ve a los peatones recorrer unos diez metros de su día de trabajo. De noche, la calle podría ser una foto de alta definición. Si uno la observa el tiempo suficiente, empieza a parecer un Nauman, como
Mapping the Studio
, la extraña fascinación que surge de manera gradual al observar a un gato, una polilla o un ratón que atraviesan a toda prisa esas habitaciones supuestamente vacías de noche, la creciente sensación de que en realidad nunca lo están, y no solo por esa furtiva vida animal, sino por sus propios seres inanimados, sus pilas de papel y sus tazas de café medio vacías, que seguirían allí, no conscientes, pero tampoco exactamente inconscientes —hechizadas, podría decirse— si las personas desapareciesen de pronto y dichas habitaciones siguieran igual que estaban en el momento en que todo el mundo se levantó para marcharse. Si el propio Peter muriese, o si se vistiera y se marchase para no volver jamás, aquella habitación retendría algo suyo, una mezcla de retrato y esencia.

¿O no? ¿Ni siquiera por un tiempo?

No es de extrañar que los victorianos hicieran guirnaldas con el cabello de sus amantes muertos.

¿Qué diría un desconocido al entrar en esta habitación después de que se hubiese ido Peter? Un marchante pensaría que había hecho algunas buenas inversiones. Un artista, la mayoría de los artistas, pensarían que había comprado obras equivocadas. La mayoría de la gente pensaría: ¿Qué es esto, un cuadro envuelto y atado? ¿Por qué no lo destapa?

Los insomnes saben mejor que nadie lo que significa encantar una casa.

Ayúdame, oscuridad. ¿Qué es eso? La letra de una canción de rock, o un sentimiento. Lo malo es…

No hay nada malo. ¿Cómo iba a haberlo, cómo iba cualquier miembro del 0,00001 por ciento de la población próspera a atreverse a decir que hay algo malo? ¿Quién le dijo a Joseph McCarthy: «¿Es que no tiene usted vergüenza, señor?». No hay que ser un fanático de derechas para que te planteen esa pregunta.

Y no obstante…

Es tu vida, probablemente la única. Y pese a todo estás tomándote un vodka a las tres de la madrugada, esperando que la píldora haga efecto, con el tictac del tiempo en torno a ti y a tu propio fantasma que deambula por tus habitaciones.

Lo malo es…

Nota algo que se agita en los confines del mundo. Una atención asustadiza, un nimbo de color dorado oscuro, tachonado de luces vivas, como los peces en el negro océano; un híbrido entre una galaxia, el tesoro del sultán y una deidad caótica e inescrutable. Aunque no es religioso, adora esos iconos del pre-Renacimiento, esos santos dorados y esos relicarios enjoyados, por no hablar de las lechosas
madonnas
de Bellini y de los atractivos ángeles de Miguel Ángel. En otra época podría haber sido un acólito del arte, un monje cuya obra de toda una vida hubiera consistido en producir una sola página de un manuscrito miniado,
La huida a Egipto
, pongamos por caso, en la que dos figuras diminutas y un niño quedaran congeladas en un eterno paso en falso bajo una bóveda azul ultramar tachonada de brillantes estrellas doradas. A veces, por ejemplo esta noche, siente ese mundo medieval de pecadores con algún santo ocasional que los guía bajo una infinitud celestial pintada. Es historiador del arte, tal vez debería haber sido, ¿qué?, digamos conservador de museo, uno de esos tipos que viven en los sótanos de dichas instituciones y se pasan la vida quitando el barniz y la pintura y recordándose a sí mismos (y de paso al mundo) que el pasado era chillón y colorido, que el Partenón era dorado y que Seurat empleaba colores muy vivos, pero las pinturas baratas se han apagado hasta adquirir ese clásico tono crepuscular.

No obstante, Peter no quiso vivir en un sótano. Quiso ser marchante, un traficante (como lo llamarían algunos), un habitante del presente, aunque sea incapaz de vivir del todo en el presente y no pueda dejar de lamentarse por un mundo perdido, que no sabría describir con exactitud, aunque sepa con seguridad que no es este, que no tiene bolsas de basura negras apiladas en la acera, ni llamativas tiendecitas de ropa que aparecen y desaparecen. Es sensiblero y sentimental, no habla con nadie de eso, pero en ocasiones —por ejemplo, ahora— le parece su aspecto más esencial: su convicción, pese a que todas las pruebas indiquen lo contrario, de que una belleza terrible y cegadora está a punto de descender y, como la ira de Dios, absorberlo todo, dejarnos huérfanos, transportarnos y dejarnos preguntándonos cómo vamos a empezar de nuevo.

La edad del bronce

E
l dormitorio está inundado de esa media luz grisácea tan peculiar de Nueva York, una efusión que no parece surgir de ninguna parte, una iluminación sin sombras que tanto podría emanar de las calles como caer del cielo. Peter y Rebecca están en la cama con un café y el
Times
.

No yacen uno junto al otro. Rebecca está absorbida por las reseñas literarias. Ahí está, ha pasado de ser una chica lista y dura a convertirse en una mujer inteligente y más bien fría, cansada de apoyar a Peter en, bueno, en casi todo; convertida en una crítica severa y afectuosa. Hete ahí que su sensata juventud se ha transformado en una capacidad femenina de emitir juicios fríos y calmosos.

La BlackBerry de Peter emite su tono suave y aflautado. Él y Rebecca intercambian una mirada: ¿quién puede llamar un domingo por la mañana?

—Hola.

—¿Peter? Soy Bette. Espero que no sea muy temprano.

—No, estamos levantados. —Mira a Rebecca y articula la palabra «Bette»—. ¿Estás bien? —pregunta.

—Sí. ¿Por una remota casualidad no estarás libre para comer hoy?

Una segunda mirada a Rebecca. Se supone que el domingo es el día que tienen para estar juntos.

—¡Sí! —dice—. Creo que sí.

—Puedo acercarme al centro.

—Muy bien. Sí. ¿Qué tal a eso de la una?

—A eso de la una me va bien.

—¿Dónde te apetece ir?

—Nunca se me ocurre ningún sitio.

—A mí tampoco.

—¿No te pasa que siempre tienes la sensación de que hay un restaurante perfecto y no caes en él? —pregunta.

—Además, en domingo habrá muchos en los que no encontraremos sitio. Como Prune. O el Little Owl. Aunque, si quieres, podemos intentarlo.

—Es culpa mía. ¿A quién se le ocurre llamar en el último minuto para quedar a comer un domingo?

—¿Quieres decirme lo que te pasa?

—Prefiero decírtelo en persona.

—¿Y si voy yo a tu barrio?

—No me atrevería a pedírtelo.

—Llevo tiempo queriendo ver la exposición de Hirst en el Met.

—Yo también. Pero ¿cómo voy a perdonarme si encima de que te llamo en tu día libre te hago venir aquí?

—He hecho más por gente a quien aprecio menos que a ti.

—Payard’s estará lleno. Es probable que pueda conseguir una mesa en JoJo. Ya sabes que aquí la gente no es tan aficionada al
brunch
.

—Muy bien.

—¿Te da igual ir a JoJo? La comida es buena, y no hay ningún restaurante que esté cerca del Met…

—JoJo está bien.

—Peter, eres un hombre como los de antes.

—Ya puedes decirlo.

—Ahora llamo. Si no tienen mesa para la una, te vuelvo a telefonear.

—Muy bien. De acuerdo. —Cuelga, limpia una mancha de la pantalla de la BlackBerry con el borde de la sábana—. Era Bette —explica.

¿Es una traición quedar a comer un domingo? Le ayudaría conocer la gravedad de la situación de Bette…

—¿Ha dicho lo que quería? —pregunta Rebecca.

—Quiere quedar a comer.

—Pero no te ha dicho nada.

—No.

Ambos dudan. Está claro que no puede ser nada bueno. Bette es una sesentona. Su madre murió de cáncer de pecho, hará ahora unos diez años.

—¿Sabes?, por mucho que digamos «espero que no sea un cáncer», eso no va a cambiar las cosas.

—Tienes razón.

En ese momento la adora. La ambivalencia grisácea desaparece. Mírala: los rasgos marcados, sensatos y levemente arcaicos de su rostro (tiene un perfil que podría aparecer en una moneda, ¿cuántas generaciones de pálidas bellezas irlandesas casadas con hombres impasibles habrá detrás?), la masa de cabello oscuro y entrecano…

—Quisiera saber por qué me ha llamado a mí.

—Eres su amigo.

—Pero no somos tan amigos.

—Puede que quiera practicar. Tratar de decírselo a alguien que no sea tan próximo.

—No sabemos si es eso. Quizá quiera confesarme su amor.

—¿Crees que llamaría a casa para eso?

—Me parece que los teléfonos móviles han convertido esa pregunta en irrelevante.

—¿Eso crees?

—Pues claro que no.

—Elena sí está enamorada de ti.

—Pues a ver si compra algo de una puta vez.

—¿Has quedado con Bette en su barrio?

—Sí. En JoJo.

—¡Ah!

—Luego tal vez vayamos al Met a ver la exposición de Hirst. No dejo de preguntarme qué aspecto tendrá allí.

—¿Qué edad tiene Bette, sesenta y cinco?

—Por ahí. ¿Cuándo te hiciste la última revisión?

—No tengo cáncer de mama.

—No digas eso.

—Da exactamente igual decirlo o no.

—Lo sé. Pero no obstante…

—Si muero, tienes mi permiso para volver a casarte. Después de un apropiado período de duelo.

—Ídem.

—¿
Ídem
?

Los dos se echan a reír.

—Matthew dejó unas instrucciones tan precisas… La música, las flores. Incluso el traje que teníamos que ponerle.

—No se fió de tus padres y su hermano de diecinueve años. ¿Le culpas?

—Ni siquiera se fió de Dan.

—¡Oh!, apuesto lo que quieras a que sí se fiaba de Dan. Tan solo quiso tomar él la decisión. ¿Es que no te parece bien?

Peter asiente. Dan Weissman. Un chico de veintiún años de Yonkers, que trabajaba de camarero y estaba ahorrando para ir a Europa unos meses, convencido de que cuando regresara acabaría en la Universidad de Nueva York. Creyó, debió creer, al menos por un tiempo, que el mundo estaba siendo generoso con él. Estaba ganando bastante dinero en el nuevo café del momento. Él y Matthew Harris, su improbable y fabuloso nuevo novio, se pasearían juntos por Berlín y Amsterdam. Madonna le había dejado cincuenta y siete dólares de propina en una cuenta de cuarenta y tres.

—Creo que quiero a Schubert —dice Rebecca.

—¿Cómo?

—En el funeral. La cremación. Schubert. Y por favor, que todos se emborrachen después. Un poco de Schubert, un leve pesar, y luego tomaos unas copas y contad cosas divertidas de mí.

—¿Qué pieza de Schubert?

—No lo sé.

—Creo que yo prefiero a Coltrane. ¿Crees que parecerá pretencioso?

—No más que Schubert. ¿Te parece que Schubert lo es?

—Es un funeral. Todo está permitido.

—Puede que Bette esté bien —dice.

—Quizá. ¿Quién sabe?

—¿No deberías darte una ducha?

¿Está deseando que se marche?

—¿Seguro que no te importa?

—No, no pasa nada. Bette no llamaría en el último minuto si no fuese algo importante.

De acuerdo. Claro. Aunque el domingo es el día que tienen para estar juntos, su único día, ¿no debería afectarle más que se fuese, por muy nobles que sean sus motivos?

Mira el reloj de la mesilla y sus preciosos números azul verdosos.

—Me ducharé dentro de veinte minutos.

Eso es. Veinte minutos en la cama con tu mujer leyendo el periódico dominical: esa tacita de tiempo. Los agujeros negros se están expandiendo; una sección del Ártico mayor que Connecticut acaba de fundirse; a alguien de Darfur que quiere vivir a toda costa y que se había engañado pensando que sería uno de los supervivientes, acaban de abrirle en canal con un machete y, por un instante, ve sus propias vísceras, de un color rojo más oscuro de lo que había imaginado. Puede que en mitad de todo eso pueda disfrutar de veinte minutos de comodidad doméstica.

No obstante, Bette Rice ha derramado algo en la habitación. Llamémoslo apremio mortal.

¿Quién habría esperado tanto heroísmo del pequeño Dan Weissman, con su belleza de antílope de ojos ávidos y rostro estrecho? Nada de pasiones extravagantes, Dan, que estaba claramente destinado a ser uno de los chicos con los que
solía
salir Matthew… ¿Quién habría imaginado que acabaría sabiendo más que algunos médicos, que se enfrentaría a las enfermeras más terroríficas, que se quedaría con Matthew cuando estaba en casa y seguiría con él aquel protocolo que llamaban cerrado, y que estaría en el hospital esos últimos días y…? Sí, la lista sigue…, y no, Dan no dijo nada de sus propios síntomas hasta que murió Matthew. ¿Quién iba a decir que Matthew y aquel chico más o menos desconocido se convertirían en Tristán y la puta Isolda?

Da pánico pensarlo: tu propio hermano muerto a los veintidós años (ahora tendría cuarenta y siete), junto con su primer novio duradero y todos sus amigos; matanzas en otros países que nada tenían que envidiar a las de Atila el rey de los hunos; chicos matando a sus profesores con armas que sus padres habían dejado olvidadas por ahí; y, a propósito, ¿crees que volverán a escoger un edificio, o será el metro o un puente?

—¿Tienes el Metro? —pregunta a Rebecca.

Ella le alcanza el suplemento y vuelve a las reseñas de libros.

—La exposición de Martin Puryear cierra dentro de tres semanas —dice—. Por favor, recuérdamelo si se me olvida.

—¡Ajá!

Dispone de veinte minutos. Ahora diecinueve. Es muy afortunado. Tanto que casi da miedo. ¿Crees que tienes problemas, desgraciado? Tómatelos como un aperitivo que no ha salido bueno. Deberías cantar y alegrarte, deberías hacer ofrendas al primer dios que se te ocurra, porque nadie te ha echado encima un neumático y le ha pegado fuego, al menos hoy.

—¿No deberíamos llamar a Bea antes de que te vayas?

¿Qué clase de padre no querría llamar a su hija?

Nadie te ha acuchillado con un machete. Pero…

—Ya la llamaremos cuando vuelva —responde.

—Muy bien.

Es difícil negarlo: Rebecca se alegra de estar unas horas sin él. Es lo que tienen los matrimonios largos, ¿eh? A veces a uno le apetece estar solo.

Hace una cálida tarde de abril bañada en un luminoso resplandor grisáceo. Peter recorre las pocas manzanas que lo separan de la parada del metro de Spring Street. Lleva unas botas de ante gastadas, unos vaqueros azul oscuro, una camisa azul claro sin planchar y una chaqueta de cuero de color peltre. Tratas de que no parezca demasiado calculado, pero de hecho vas a encontrarte con alguien en un restaurante de moda del norte de la ciudad y no quieres —pobre desgraciado— que se te note demasiado que vives en el centro (patético, en un hombre de tu edad) ni que parezca que te has arreglado para las señoronas. Con los años Peter ha mejorado su forma de vestir como quien trata de imitar a quien es en realidad. No obstante, hay días en que no puede sino pensar que se ha equivocado por completo. Y, por supuesto, es grotesco preocuparse tanto por la propia apariencia, aunque sea casi imposible no hacerlo.

Sin embargo, el mundo conspira para recordártelo: a nadie le importan tus botas, muchacho. Ahí está Spring Street un día de primavera (aunque lo mismo es una falsa primavera: Nueva York tiene la costumbre de exprimir una última nevada incluso después de que broten las flores de azafrán), el cielo está tan despejado que uno imagina a Dios amasándolo con las manos como bolas de nieve y lanzándolas diciendo: «Tiempo, Luz, Materia». Ahí tienes Nueva York, una de las más condenadas perturbaciones que jamás alterarán la cambiante superficie de la tierra. En realidad, es medieval, con todas sus murallas, zigurats, agujas y campanarios, es perfectamente posible ver a un jorobado vestido con una bolsa de basura cojeando junto a una mujer que lleva un monedero valorado en veinte mil dólares. Y, al mismo tiempo, superpuesta, hay una enorme ciudad del siglo
XIX
en plena expansión, llena de vida, ansiosa por el futuro pero sin nada recauchutado, ni amortiguado, ni suavizado; los trenes hacen retumbar la acera, mujeres y hombres tallados en arenisca —no dioses— se asoman imponentes a las cornisas desde un cielo de trabajo y prosperidad ganada con esfuerzo, las bocinas de los coches le pitan a un ciudadano vestido con Dockers que pasa diciéndole a su teléfono móvil que «así es como debe ser».

Peter baja las escaleras hacia el rugido del tren que se acerca.

Bette está ya sentada cuando llega él. Peter sigue a la camarera a través del falso rojo oscuro de los adornos victorianos de JoJo. Cuando Bette lo ve llegar le saluda con la cabeza y esboza una sonrisa irónica (Bette es una persona seria y solo movería los brazos si se estuviese ahogando). Peter sospecha que la sonrisa es irónica porque, bueno, ahí están, a petición de ella, y, sí, la comida es buena, pero también están los flecos y las mesas de patas combadas. Es un escenario, es
kitsch
, por el amor de Dios; pero Bette y su marido, Jack, han tenido desde siempre su piso en el cruce de York Avenue con la calle Ochenta y cinco, él tiene su salario de profesor y ella gana algo como marchante de arte de mediana categoría y que le den morcilla a quien los desprecie por no vivir en el centro en un
loft
de Mercer Street en un barrio donde los restaurantes son más elegantes.

Cuando Peter llega a la mesa, ella le dice:

—Aún no puedo creer que te haya arrastrado hasta aquí.

Sí, está irritada con él, por… ¿haber aceptado?, ¿porque le van bien las cosas (en comparación)?

—No tiene importancia —responde Peter, a quien no se le ocurre nada más inteligente que decir.

—Eres muy amable, no agradable; la gente tiende a confundir ambas cosas.

Se sienta enfrente de ella. Bette Rice: una fuerza de la naturaleza. Cabello plateado muy corto, sobrias gafas de montura negra, perfil a lo Nefertiti. Lo lleva en la sangre. Hija judía de izquierdistas de Brooklyn, es posible o no que saliera con Brian Eno, tiene una buena anécdota sobre cómo Rauschenberg la invitó a su primera Cola Diet. Cuando está con Bette, Peter siempre se siente como el deportista no muy listo del instituto que trata de ligar con una chica lista y dura. ¿Qué culpa tiene él de haber nacido en Milwaukee?

Bette taladra a una camarera con la mirada y dice: «Café», le trae sin cuidado que su voz sea más alta de lo necesario y que una rubia impecable de unos sesenta años la mire desde la mesa de al lado.

—Espero que me hayas llamado para hablar de las gafas de Elena Petrova —dice Peter.

Ella levanta una mano muy fina. Uno de los tres anillos de plata que lleva tiene forma de garra, como un oscuro instrumento de tortura.

—Cariño, te lo agradezco mucho, pero te ahorraré toda la cháchara preliminar. Tengo cáncer de mama.

¿Acaso pensaba que anticipándolo la había protegido?

—Bette…

—No, no, lo han cogido a tiempo.

—Gracias a Dios.

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