Cuando comer es un infierno (5 page)

BOOK: Cuando comer es un infierno
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Se acabaron mis interminables baños de espuma los viernes por la tarde: no soportaba la visión de mi cuerpo desnudo bajo el agua, el roce de los muslos, el frío al abandonar la bañera. Dejé de ir de compras, y evité los escaparates, las ventanas, las bandejas, cualquier superficie que pudiera reflejar mi rostro o mi cuerpo. Odiaba cambiarme de ropa al salir de casa o al llegar a ella, e incluso vestirme el pijama me suponía un esfuerzo. Descuidé mis ejercicios, pero el traumatólogo dio mi espalda por recuperada, de modo que lo tomé como una excusa para evitar moverme.

Mi objetivo sentimental era entonces uno de los chicos más populares del instituto, al que nunca llegué a conocer. Él había elegido, como cabía esperar, una novia esbelta y muy guapa, y no mostró nunca el menor interés por mí. El capricho por un muchacho del que no sabía nada salvo que su apariencia física era la correcta se convirtió en obsesión y borró el resto de mis preocupaciones. Ya no dedicaba ni un pensamiento a mis antiguas amigas del colegio, que continuaban fieles a sus principios de seriedad y estudios y cada vez encajaban menos en el panorama al que yo me aproximaba. Ellas se enfrentaban a sus sentimientos de rechazo estudiando cada vez más y trabando alianzas profundas en el interior del grupo: yo deseaba ampliarlo, que entraran aires y tendencias nuevas, y de vez en cuando manteníamos discusiones.

Ante la perspectiva de quedarme aislada o de discutir con mi grupo cada sábado, las salidas perdieron su atractivo. Mi única satisfacción era ver al chico deseado, y sentarme en el parque con mis amigas mientras comía chucherías. Nunca hablábamos de nada importante. Intentábamos tomar resoluciones para la semana, y sobre todo, nos quejábamos de los profesores y las asignaturas. Yo miraba a mi alrededor y veía que en el parque únicamente las niñas de once y doce años seguían un comportamiento similar, y me sentía humillada y cada vez más limitada. Nunca mantuvimos ninguna conversación típica de adolescentes, nunca frivolizamos. Sólo con una de ellas yo me sentía cercana a lo que creía que era la normalidad.

Sin duda mis problemas se hubieran resuelto si hubiera sido capaz de identificarme con las teorías de mis padres sobre lo que realmente era importante y lo que no, y con el comportamiento de mis antiguas amigas: como ellas, hubiera rechazado los valores de la superficialidad y la apariencia, y no hubiera centrado mi preocupación en el adelgazamiento. Pero no pude: yo escuchaba los comentarios del resto del Instituto sobre ellas, y enrojecía sólo de pensar que pudieran considerarme rancia y sosa, inflexible y fea. Mis padres intentaban potenciar la seguridad en mí misma, pero no existían bases para ella, y lo único que lograba comprender era que me equivocaba, me equivocaba de todas las maneras y era rechazada más o menos evidentemente por todos los grupos.

Nada podía consolarme, y todo parecía fuera de control. Mi ropa, antes siempre tan cuidada, se arrugaba durante días sobre la silla. No me preocupaba por mantener el orden en mi cuarto, o en mis cajones. Ducharme o lavarme la cabeza requerían un notable esfuerzo, y habían perdido toda su carga placentera. Durante esa temporada se me secaron las lágrimas. A cambio, un constante dolor en el pecho punzaba de vez en cuando y me dejaba sin respiración. Corría de un lado a otro, con la vitalidad que siempre me había caracterizado, e intentaba cumplir con mis obligaciones, pero al regresar a casa me encontraba agotada y débil, como si hubiera debido enfrentarme en una lucha con ese día y me hubiera derrotado.

Mi diario no cambió demasiado. No expresaba ninguno de mis sentimientos, la derrota, la tristeza, el abandono, nada salvo un profundo desprecio hacia mi descontrol con la comida y continuos propósitos de enmienda. Observaba mi aumento de peso como si le ocurriera a otro, y me dirigía insultos que jamás me hubiera atrevido a expresar en alto. Me imponía dietas y propósitos absurdos, ayunos que rompía al primer día o que no llegaban a la hora del descanso. Parecía que cualquier cosa que iniciara estuviera encaminada al fracaso.

Mientras estaba a dieta había comprado un par de revistas de salud y belleza que incluían una lista de calorías y que orientaban sobre cómo crear una ingesta equilibrada. Dediqué mis esfuerzos a componer dietas hipocalóricas, basadas en verduras y carne a la plancha, sin tener en cuenta mis necesidades vitamínicas o minerales, sino únicamente mi peso y mi estatura. Memoricé listas interminables de alimentos con sus respectivas calorías, y cómo variaban éstas si las frutas estaban verdes o maduras, si la carne se había preparado a la plancha o frita. No hubo un solo libro sobre el tema en la biblioteca o en librerías que yo no leyera y memorizara: los resumía y guardaba los esquemas, y me juraba regir mi vida según sus leyes.

Sobre la mesa no apreciaba la comida, su preparación o contenido, si me haría bien o no. Lo único que veía eran cantidades. Quise iniciar otra dieta, y mi madre, que había presenciado todo el proceso sin decir nada, y veía lo disgustada que yo estaba con mi nuevo aspecto, me animó y quiso ayudarme. Le pedí que comprara productos desnatados y
light,
y, con la excusa de que a todos nos vendría bien mantener el peso, ella accedió sin el menor reparo. ¿Por qué debía sospechar nada? Al fin y al cabo, yo siempre había mostrado sensatez y madurez con mis propósitos, y voluntad para llevarlos a cabo.

Aquel fue el primero de mis innumerables fracasos. Con ninguna de las dietas, dietas creadas por mí, dietas copiadas, extraídas de revistas, con fiadas por las amigas, recuperadas de la memoria, con ninguna logré bajar de peso, y con la mayor parte de ellas engordé. Como es fácil imaginar, no seguía realmente las instrucciones. Era capaz de comer una ensalada con zanahorias y tomate a las dos, para luego, a las cuatro y media, devorar medio paquete de galletas de desayuno, y a las seis, dos tabletas de chocolate, y a la hora de cenar, atiborrada, la pechuga a la plancha que mi madre había preparado con todo cuidado de no excederse con el aceite, y, como si nada hubiera pasado, fingir hambre y apetito.

Necesitaba comer, sentir las texturas en la boca, notar cómo se deslizaban por la garganta, como mi estómago se aplacaba poco a poco. Por entonces yo no era aún capaz de reconocer la angustia, y la confundía con hambre. Hambre, hambre, hambre, hambre canina, hambre todopoderosa y urgente.

Cuando aún no había comenzado con los atracones pero ya había convertido vomitar en un hábito intenté un sistema distinto: me encerré en el cuarto de baño con unas rebanadas de pan con mantequilla y chocolate y las mastiqué hasta convertirlas en papilla. Antes de tragar esa pasta la escupía al inodoro. Me pareció un sistema fantástico, que me permitía disfrutar del sabor de los dulces sin sufrir sus inconvenientes, pero sólo lo practiqué en aquella ocasión. Masticar no me producía satisfacción, únicamente me ayudaba a liberar cierta tensión, como cuando comía pipas y otros alimentos crujientes que me dejaban la mandíbula dolorida y la lengua hinchada. Necesitaba tragar, apropiarme de la comida y convertirla en mía. La odiaba. Como a mí misma.

Intenté urdir alguna estrategia más para evitar el vómito, pero ninguna de ellas funcionó. Vomitar me resultaba vergonzoso, pero no me parecía malo en sí; estaba acostumbrada a escuchar las historias de mi rechazo a comer de bebé, y hasta hacía muy poco tiempo me mareaba y devolvía cada vez que me subía en un coche. No se me ocurrió que podía causarme ningún tipo de daño físico, tan acostumbrada estaba a que formara parte de mi niñez. Sabía que existían ácidos en el estómago, y si me demoraba demasiado en vomitar sentía el sabor amargo en la boca, pero no se me ocurrió pensar en sus cualidades corrosivas.

Además, no necesitaba hacer ningún esfuerzo para vomitar, sino que me bastaba una contracción brusca de los músculos que rodeaban el estómago, de modo que no sentía dolor ni tensión. El esófago se convirtió en un camino de ida y vuelta. Mi rostro no se congestionaba, ni se alteraba el tono de mi voz. Vomitaba con la misma facilidad y desesperación con la que engullía.

Si la comida había sido demasiado seca, bebía un vaso de agua para facilitar el proceso. Vomitaba en silencio, sin permitirme arcadas, porque a veces temía que me oyeran mis padres, y otras me encontraba en un baño público, sin techos y con un considerable hueco bajo la puerta, por lo que me era necesario conducirme con más cuidado. Aprovechaba el ruido de la cisterna, o de los grifos, y me aseguraba de estar sola en el momento de vomitar. Aprendí a fingir que nada pasaba, colocando los pies de modo que nadie pudiera ver que se dirigían hacia el inodoro y no hacia la puerta, me hice experta en arreglarme las ropas, y alguna vez dejaba algún botón del pantalón desabrochado, hasta que alguien me lo hacía notar.

Era capaz de mantener una conversación con alguien que me esperara fuera mientras vomitaba al mismo tiempo. Cuando no comía, necesitaba constantemente algo en la boca: al principio era un chicle, luego aprendí a regurgitar la comida. Durante horas, enviaba de nuevo la comida a la boca y la rumiaba, hasta convertirla en una papilla insípida que tragaba por fin. Aprendí a hacerlo mientras caminaba, mientras estudiaba en clase, incluso mientras charlaba con mis amigas. Nunca me sorprendieron, ni se extrañaron de lo mucho que me mordía la lengua o el paladar. Cuando años después se lo pregunté, ninguna de ellas había notado nada. Únicamente que yo parecía comer cuanto deseaba, más que nadie que hubieran visto, y que no engordaba. Me confesaron que en aquellos años me envidiaban.

Ninguna de estas técnicas me producían el menor orgullo, pero no veía cómo evitarlas mientras no lograra mi objetivo: adelgazar. Como no era capaz de controlarme y comía demasiado, esa comida tendría que salir por donde había entrado. Mis ideas, según me introducía más y más en la enfermedad, no daban para más. Mi lógica, hasta entonces tan aguda, parecía embotada.

No guardo un solo recuerdo del primer verano de mi enfermedad. Si me esfuerzo, si hago coincidir los años con las experiencias, puedo evocar algunos sábados con mis amigas, una noche en la que mis padres me sorprendieron con los labios pintados, y la reprimenda que me cayó por ello, y algunos movimientos del chico que me gustaba, que desapareció por las vacaciones, pero nada de esto se ve acompañado por imágenes. Son recuerdos rescatados de mi diario, de las conversaciones posteriores con mi familia y mis amigos. La parte final de esa primavera, y los meses que transcurrieron hasta la siguiente, han desaparecido. Puedo evocar a mis compañeros de clase, las asignaturas que cursé, y algunas conversaciones aisladas, pero el resto no es sino una sensación de opresión, de dolor y de frío.

Si ahondo más soy capaz de describir la ropa que llevé durante aquel año: no resulta difícil, un jersey rosa y otro azul, un vaquero y una chaqueta. Si hacía demasiado frío, una gabardina. Nada más de lo que llenaba mi armario me servía, ni las preciosas minifaldas de un año antes, ni los pantalones ajustados, ni siquiera los jerseys, que se abombaban y me ponían nerviosa porque hacían surgir barrigas y jorobas donde no las había. En casa sólo me veían con el chándal o el pijama. Llegué a odiar aquel chándal. Miraba a las chicas delgadas que me rodeaban y me invadía una rabia sorda, que golpeaba al mismo ritmo que mi corazón. Me ensañaba mentalmente con las que habían logrado perder un peso notable, que, como siempre, eran objeto de admiración y envidia.

Mi gusto por la ropa se deslizó rápidamente a los cuerpos: antes, a veces, dibujaba algún modelo que me había gustado, pensando en las fiestas a las que acudiría cuando fuera mayor. Yo haría mi entrada triunfal e impresionaría a todo el mundo.

Ahora recortaba a las chicas de las revistas, los cuerpos que se consideraban perfectos: Claudia Schiffer, Linda Evangelista, Naomi Campbell, Christy Türlington. Ni siquiera los conservaba enteros: seleccionaba las piernas de una, los pechos de otra, la cintura de la más delgada. Componía con ellas el ideal de un cuerpo fantasma, un Frankenstein modélico, y aún creía que me sería posible acercarme a él. Les cortaba las cabezas, y me imaginaba en su lugar. No sentía especial admiración por ninguna de ellas: mi único ídolo era yo, ese yo en el que me convertiría cuando adelgazara de nuevo. Parecía haber olvidado que ni siquiera con cuarenta y ocho kilos me había sentido satisfecha, que nunca me habían agradado mis muslos ni me había considerado guapa. Por aquel entonces volvía los ojos a la época de delgadez y me parecía perfecta.

Si escarbo con mayor ahínco encuentro muchas horas de soledad: sábados interminables pensando en cómo sería la vida ahí fuera. Ya no deseaba salir, porque no tenía ropa, y prefería morir antes que dejarme ver mal arreglada un sábado. No sabía cómo pedir a mis padres prendas más atrevidas para entrar en las discotecas, y tampoco me permitía comprarlas hasta que no adelgazara. Quería olvidarme de todo lo que me recordara a la infancia, quería convertirme en una mujer sofisticada y admirada, pero sólo encontraba fuerzas para ello en mi mente y mis dibujos. Inventaba excusas para evitar a mis amigas, y ellas, cada vez más conscientes de nuestras diferencias, olvidaron pronto llamarme. Incluso aunque hubiera querido divertirme, no hubiera tenido con quien.

Dedicaba esas horas a soñar despierta, a ver la televisión, a hojear revistas y a dibujar. El teatro, que me dejaba demasiado expuesta, demasiado desnuda, pasó a ser temido primero y luego sencillamente evitado. No me atrevía a hablar claramente con mis padres, y sólo exponía débiles críticas; no quería contarles que desde que había engordado las ya tibias relaciones con mis compañeros resultaban inexistentes. Me miraban con algo que yo creía que era pena, y que posiblemente fuera indiferencia. Iba y venía sola, y por lo general me gastaba el dinero del autobús en bollos y chocolate. De manera cada vez más regular comencé a saltarme las clases.

Para gran satisfacción de mis padres, comencé a dar lecciones de apoyo a alumnos menores que yo. Mis notas continuaban siendo muy buenas, aunque flojeaba en las asignaturas que menos me atraían, pero nada hacía sospechar un problema. Mis padres, que me veían encerrada durante largas horas, no podían sospechar que ni siquiera tocaba un libro, aunque no eran tan ingenuos como para pensar que dedicaba todas mis horas a estudiar. Pero creían que yo deseaba estar sola,
y
respetaban esa actitud. Yo confiaba en mi buena memoria, y, de vez en cuando, repasaba los apuntes. Eso me bastaba.

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