Cuando comer es un infierno (3 page)

BOOK: Cuando comer es un infierno
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No pensaba demasiado en la comida, ni en cómo conseguirla ni en cómo prepararla. A veces ayudaba en la cocina, adornaba pasteles y pasaba las croquetas por pan rallado; descubrí un par de recetas que probamos en casa, las migas a la zaragozana y las bolitas de patata, pero mi madre se encargaba de todo el proceso, desde la compra a la limpieza y utilización de sobras. No era amiga de chucherías, y me enorgullecía de mi templanza: mis primos comían pasteles sin medida, mientras yo saboreaba el mío. Devoraban los paquetes de patatas fritas, mientras que yo administraba las mías sin esfuerzo. Una vez me encapriché de un alimento, un bote de leche de almendras que mostraban en una farmacia, y mi madre accedió sin problemas, y lo consumimos sin ansias.

Jamás padecí un empacho ni un corte de digestión, ni una alergia alimenticia. Jamás se me premió o castigó mediante la comida, no se me envió a la cama sin cenar, ni me obligaron a cenar las sobras que había dejado a mediodía. Era una niña de constitución normal y cara redonda, que no estaba flaca pero a la que de ninguna manera se podía llamar gorda. A mi alrededor no había razones para engordar: ningún familiar obeso, ninguna posibilidad de comer sola o de malas maneras, una dieta equilibrada, sabrosa y sana, y unos padres comedidos.

Sin embargo, en otros aspectos podían adivinarse rasgos de carácter propios de las pacientes bulímicas: extravertida, sociable y charlatana, ocultaba una melancolía profunda y una hipersensibilidad que en muchas ocasiones me hacía llorar a escondidas. Me identificaba con los personajes peor parados de las películas, y las víctimas de los libros. Durante años me negué a leer «El patito feo», porque las burlas que recibía me hacían llorar. Me recordaban demasiado a las que yo recibía.

Pero lo cierto es que no era rechazada o ridiculizada en el colegio, y si me sentía amenazada respondía inmediatamente, a menudo de manera exagerada. Era rápida para abofetear si me insultaban, y más rápida aún para arrepentirme de ello y pedir perdón. Pero las críticas, por insignificantes que fueran, me resultaban insoportables. Se adherían a mí y continuaban presentes durante meses. Un comentario sobre una goma del pelo me hacía cambiar inmediatamente de peinado, un sarcasmo de un profesor hacía que me ardieran las mejillas cada vez que volvía a mi mente. Comprendía al patito feo y lo odiaba, lo compadecía, y deseaba olvidarme de él. Al final llegaba la promesa de la belleza y el reconocimiento, pero yo no creía que eso calmara el dolor inmediato de las burlas.

Fueron quizás los cambios de residencia que sufrí en los primeros años de vida los que me dejaron el regusto amargo de no formar jamás parte de ningún grupo, de darme cuenta de lo que había perdido cuando ya no era posible recuperarlo, de temor a encariñarme con la gente pensando que esta vez sería la definitiva y sufrir luego la separación. Las mudanzas me conducían a barrios cada vez más exclusivos, con casas más amplias y parques cercanos, pero me introducían también en universos cada vez más distantes, a tratos personales fríos y a amigos temporales.

Sentía accesos místicos, leía vidas de mártires y sentía que no me hubiera importado inmolarme por una religión. Imaginaba qué se sentiría siendo sorda, o paralítica, o, sobre todo, ciega. Soñaba con amores imposibles, y con el sufrimiento de amar y no ser correspondida. Me fijaba en los héroes de las películas que morían, y cuando jugaba a ser Dalila, o Cleopatra, o Julieta, tenía muy presente que yo misma moría al final de la historia.

Mi madre había recuperado cierta calma al dedicarme menos tiempo, pero seguía sin encontrar un momento libre, y mi padre se ausentaba de casa largas temporadas, debido a su trabajo. Me sentía sola, pero nunca se me hubiera ocurrido jugar con los mayores: de ellos aprendía, o con ellos conversaba, pero no les buscaba como compañeros. Nunca me quejé de mi soledad, porque sabía cómo encontrar amigos si me lo proponía, pero prefería jugar por mí misma. Los niños de mi edad no jugaban como yo deseaba, o no eran capaces de seguir una trama mental, no se metían en un personaje, no habían aprendido a fingir o no conocían la película de la que les hablaba.

Sabía que no tenía auténticos compañeros, añoraba una amiga del alma, pero no quería mostrarme ansiosa: prefería disfrazarme en casa y jugar a ser Julieta, y saber que me atravesaría con una espada cuando perdiera a mi amado.

La muerte me ofrecía una fascinación continua: no había muerto nadie a mi alrededor, y yo creía que debía de ser algo glorioso, y que mi muerte sería recordada para siempre por todos. No la asociaba al dolor, ni a la pérdida, ni a la nada. Tampoco a la resurrección. Sabía que algún día me tocaría a mí morir, y esperaba que fuera de una manera digna, y por una razón inteligible: no entendía las muertes en un accidente de tráfico, a menos que se huyera de un enemigo, o tras una enfermedad, a no ser que sirviera para arrepentirse de los hechos pasados. No me asustaba la muerte en sí, sino una muerte absurda.

Me encontraba entre las mejores alumnas de la clase sin dedicarle demasiada atención ni esfuerzo.

Poseía buena memoria y excelente capacidad para relacionar, y pronto me acostumbré a brillar sin haber estudiado. Nunca me fue necesario, y la idea de suspender me resultaba ajena y muy poco probable. Suspendían las personas tontas, o lentas, y yo no era ninguna de esas dos cosas. Que el resultado final fuera fruto de un esfuerzo ni siquiera pasaba por mi mente.

Aunque yo pensaba lo contrario, no poseía fuerza de voluntad, ni espíritu de sacrificio: pero en mi entorno pasaba por constante, porque era tozuda, por obediente, porque deseaba complacer, y por sufrida, porque no era mezquina con los demás, ni me escuchaban quejarme durante las enfermedades. Alababan mi ansia perfeccionista, y mi responsabilidad, sin saber que no tenían raíces profundas, sino que nacían de una desesperada necesidad de aprobación.

Vivía una vida fácil, sólo enturbiada por mi obsesión por las críticas y por no encontrar amigas con las que me llevara bien. La rutina se sucedía, me gustaba el colegio, y me preparaba en secreto para lo que yo creía que sería la vida real, la que esperaba en el instituto, una vida con faldas cortas y novios, y citas, y maquillaje y atenciones.

Cuando planeaba mi futuro a veces me olvidaba de los finales trágicos. Otras veces creía que lo mejor que podía hacer para terminar con mis lágrimas porque perdían los indios, porque no me compraban la Barbie, porque el amigo del héroe moría en el primer asalto, porque mi vecina se enfadaba conmigo, porque los leones mataban a las madres de las cebras chiquitinas, porque mi monitor de baloncesto me gritaba y no comprendía que era zurda, porque los cerdos se burlaban del patito feo, era acabar de una vez, cortarme las venas en agua caliente, como los romanos, y dormir durante mucho tiempo en paz.

No recuerdo haber pensado que estaba gorda, que necesitaba adelgazar, hasta bien entrados los catorce años. Había llegado al instituto, y la vida que soñaba distaba mucho de convertirse en realidad. Los chicos eran zafios y poco atractivos, y los que más me atraían rondaban a chicas con ropa bonita y un estudiado desprecio por los estudios. Aún no comprendía que los chicos prefieran a otras niñas por tener un cuerpo más esbelto, y pensaba que cambiarían de idea, que se fijarían en mí: que era cuestión de llamar su atención. O que el príncipe azul estaba por aparecer. Al fin y al cabo, había mucho tiempo por delante.

Aquella primavera hubieron de ensancharme un pantalón porque había engordado durante el invierno. Mi madre me miró, contrariada, y le echamos la culpa al arroz con leche, postre constante en los pasados meses. Ella, acostumbrada a que yo dejara la ropa atrás, tallas mayores, zapatos mayores, creía que aún podría crecer, y no comentó nada más. Yo tenía el convencimiento de que no crecería más, como así fue: tampoco mi cuerpo varió esencialmente. A los catorce años adquirió las formas y las medidas que fueron definitivas cuando al fin logré estabilizarme.

Por lo tanto, mientras mi madre creía que mi cuerpo tenía aún derecho a modificarse por sí mismo, que mi niñez aún continuaba, yo di por sentado que no variaría más sin ayudas exteriores. Que si deseaba algún cambio, era yo quien tendría que introducirlo. Pero aún no me preocupaba mi peso, cincuenta y cuatro kilos para un metro sesenta y cuatro, sino mi pecho, que yo consideraba demasiado abundante, y que llamaba la atención más de lo que a mí me hubiese gustado.

No podía entender a las chicas que lo deseaban. El pecho abultaba las blusas y los jerseys, rozaba contra las telas, impedía correr y saltar, y las otras medían con los ojos su avance. Los chicos no parecían prestarle la menor atención. En realidad, no parecían interesados en otras cosas que no fueran jugar al fútbol y despreciar a las mujeres. Mis esfuerzos por ocultar el pecho me produjeron escoliosis, complicada con una lordosis, y logré escabullirme del corsé corrector sólo a fuerza de una hora de ejercicio diario durante un año.

Terminé el curso como había comenzado, con expectativas sin cumplir, y en el bando de las perdedoras, las que no habían logrado novio, ni eran consideradas populares, las que no habían recibido más que indiferencia por parte de los chicos, las que debían aguardar un poco más, dormidas en la crisálida, peinándose y cultivando artimañas.

Y finalicé agosto con dos kilos de más. Los gané porque ya no estaba bien visto correr ni moverse demasiado, ni siquiera nadar. Las quinceañeras adquiríamos nuestros privilegios de jóvenes señoritas mediante la inactividad. Sólo las niñas jugaban: nosotras nos alineábamos en el borde de la piscina, en la pared de la discoteca, sin apenas cambiar el gesto, sin mostrar interés por nada de lo que nos rodeaba. Y engordé también porque me atraqué durante quince días de unas pastas de almendra, novedad en la pastelería. Todo el mundo las compraba, y no creí cometer ningún exceso.

Aquellos cincuenta y seis kilos me torturaban. Pensé que si no los perdía sería el hazmerreír de la clase en octubre. O, aún peor, que nadie me prestaría atención, como a otras chicas que sin estar gordas no tenían cintura, o no habían perdido la grasa infantil.

De modo que durante treinta días me alimenté sólo de lechuga, tomate, huevos cocidos y alguna loncha de jamón york. No recuerdo claramente aquel mes: únicamente que no encontré dificultades en casa, que me sentía débil y mareada, que estuve a punto de desmayarme en el pasillo en una ocasión, y que después del sacrificio obtuve la satisfacción de haber perdido seis kilos.

Jamás me había sentido tan eufórica, tan ligera, y tan deseable. Flotaba dentro de mis ropas, y pronto hubo que estrechar pantalones y faldas, e incluso alguna camisa. Me sentía bonita, ansiosa de cambios, y me corté el pelo, me compré ropa nueva, y me dispuse a disfrutar de mi éxito. Ya nadie se reiría del patito feo. Llegaba la era del cisne.

Nada cambió. Las chicas repararon en mi nuevo cuerpo, y sentí su aprobación, y en algunos casos, su envidia. No me agradó. Nunca había buscado despertar animosidad y recelo en mis amigas, porque sabía lo vulnerables que eran aquellas relaciones. Ocultaba mi orgullo por mi aspecto, y creo que olvidé pronto que se había conseguido mediante el hambre y el sacrificio. No recuerdo haber mencionado en ningún momento una dieta. Me gustaba creer que se había debido al estadio final del crecimiento, un proceso natural, algo que se encontraba en mis genes y a lo que yo me sabía abocada desde que había nacido.

Las chicas consideradas guapas, las que mantenían figuras esbeltas y vestían a la moda, me aceptaron como a una igual, aunque nunca formé parte de su grupo. No me interesaban sus conversaciones ni sus aficiones, pero poseían el secreto que en aquel momento me obsesionaba: qué las convertía en deseables, en elegibles. Por qué atraían la atención de los chicos, por qué obtenían novios que despreciaban tan alegremente. Comentaban sus defectos en el grupo, y les ridiculizaban sin ensañarse, del mismo modo que hacían sus madres con los maridos: con la confianza que da poseer a una persona.

Me sentía avergonzada ante ellas, sin saber muy bien por qué. Sentía que eran superiores a mí en el modo de tratar a las personas, de agradarlas y manejarlas, pero al mismo tiempo sus métodos me repugnaban: no deseaba exhibir mi cuerpo, ni tampoco disimular mi inteligencia, mi decisión o mis conocimientos.

Entonces supe que las técnicas que aparentemente conseguían el entusiasmo entre la gente de mi edad suponían el rechazo de los mayores. Si deseaba que me consideraran linda y exitosa, había de renunciar a todo lo que mis padres me habían enseñado: la independencia, los estudios y una voz propia. Necesitaba fingir que era una criatura mimosa y dulce, sin voluntad, y al mismo tiempo manipular al hombre para lograr que mis deseos se cumplieran a través de él. Así me adoctrinaron las chicas de mi entorno, y yo lo di por cierto. Al fin y al cabo, lo importante ya no era ser guapa, sino ser la elegida: y ellas lo habían sido.

Durante los primeros meses del curso trabé amistad con una compañera de clase que había experimentado un cambio espectacular: en muy pocos meses había perdido veintiocho kilos. Se paseaba con su minifalda de ante verde y el nuevo novio de la mano, y no parecía dar importancia a su popularidad recién adquirida. De alguna manera, poseía la conciencia de habérselo merecido.

Hablábamos de dietas y de nuestros cuerpos en algunas ocasiones, durante las clases más aburridas, y ella insistía en que las dos estábamos igualmente delgadas. Con nuestros pesos y estaturas, la proporción debía de ser más o menos la misma, pero a mí no me lo parecía, porque el estar delgada incluía otro puñado de cosas: lograr más amigas, salir con un chico y ganar seguridad.
Yo
no había conseguido ninguna de ellas.

Además, admiraba su constancia. Imaginaba el trabajo y el sacrificio de despojarse de casi treinta kilos. Ella afirmaba que no había seguido ningún régimen: su metabolismo se había ajustado súbitamente, y aun comiendo lo mismo, había adelgazado.

Comía su bocadillo en el descanso, como las demás, y yo la envidié, pensando que la naturaleza era, una vez más, caprichosa en sus dones y en sus castigos.

Desde que había adelgazado yo mantenía una semidieta: cenaba un yogur, o un poco de sopa, y fruta. Mi familia parecía satisfecha, y yo no insistía demasiado en la comida, aunque la alegría de pesar cincuenta kilos se había ido disipando: no me gustaban mis piernas, un poco regordetas, ni mi espalda, que aún se resentía de la escoliosis. Pero pensé que si era capaz de librarme de otros dos kilos, los problemas desaparecerían: mis muslos perderían volumen, y ya no escondería instintivamente el pecho hundiendo la espalda.

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