Cuando falla la gravedad (36 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cuando falla la gravedad
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Yasmin estaba sentada entre dos marineros, que se reían y se hacían señas por encima de su cabeza; debían creer que habían encontrado lo que buscaban. Yasmin bebía su cóctel de champán y tenía siete vasos vacíos delante. Desde luego, ella sí había encontrado lo que buscaba. Frenchy cobraba ocho kiam por cóctel, que compartía con la chica que los pedía. Yasmin ya había limpiado treinta y dos kiam a esos alegres vagabundos del mar y, por el aspecto que tenía, aún iba a arrancarles más, la noche era joven todavía. Y eso sin incluir las propinas. Era una joya digna de ser contemplada, podía separar a un tipo de su dinero más rápido que nadie, excepto quizá Chiriga.

Había varios asientos libres en la barra, uno cerca de la puerta y otros al fondo. No me gusta sentarme cerca de la puerta, pareces una especie de turista o algo así. Me dirigí al oscuro interior del club. Antes de que llegase al taburete, Indihar se me acercó.

—Estará más cómodo en un sillón, señor —dijo ella.

Sonreí. No me reconoció con mis ropas y sin mi barba. Sugirió el sillón porque si me sentaba en el taburete, no podría sentarse cerca de mí y trabajarme la cartera. Indihar era una persona bastante agradable, nunca había tenido ningún incidente con ella.

—Me sentaré en la barra — dije—. Quiero hablar con Frenchy.

Me hizo un gesto indiferente, se dio media vuelta y sorteó a la gente. Como un halcón de caza, había avistado tres mercaderes de rica apariencia sentados con una chica y un transexual. Siempre había espacio para una más. Indihar hincó sus garras.

Dalia, la chica de la barra de Frenchy, se acercó a mí, pasando la bayeta por el mostrador. Dio un par de pasadas a la mancha que había ante mí y dejó caer un posavasos de corcho.

—¿Cerveza? —preguntó.

—Ginebra y bingara con un chorrito de lima —pedí. Me miró parpadeando.

—¿Marîd?

—Mi nuevo aspecto —dije.

Soltó la bayeta en la barra y me miró. No dijo ni una palabra hasta que recuperó el aliento.

—¿Dalia? —dije.

Abrió la boca, la cerró y la volvió a abrir.

—Frenchy —gritó—, ¡está aquí!

Yo no sabía lo que significaba aquello. La gente de mi alrededor se volvió para mirarme. Frenchy se levantó de su asiento cerca de la caja registradora y avanzó con estruendo hacia mí.

—Marîd — dijo—, he oído que has agarrado a ese tipo que se cargó a las «hermanas».

Me daba la impresión de que ahora era alguien importante.

—Oh, en realidad, él me agarró a mí. Lo estaba haciendo muy bien, hasta que decidí ponerme serio.

Frenchy sonrió.

—Eres el único que ha tenido huevos de ir tras él. Los mejores de la ciudad iban diez pasos por detrás de ti. Has salvado un montón de vidas, Marîd. A partir de ahora, beberás gratis aquí y en cualquier lugar de la «Calle». Sin propinas, tampoco, daré la orden a las chicas.

Era el único gesto significativo que Frenchy podía hacer, y yo lo aprecié.

—Gracias, Frenchy —dije.

Aprendí muy rápido lo embarazoso que puede resultar ser un gran tipo.

Hablamos un rato. Intenté convencerle de que aún quedaba un segundo asesino en la ciudad, pero no quiso creerlo. Prefirió pensar que el peligro había pasado. Después de todo, yo no tenía pruebas de que el asesino continuara en la ciudad. Desde la muerte de Nikki no había empleado un cigarrillo para quemar a nadie.

—¿Qué estás buscando? —me preguntó Frenchy.

Miré el escenario donde Blanca bailaba. Ella era quien había descubierto el cadáver de Nikki en el callejón.

—Tengo una pista y una idea de lo que le gusta hacer a sus víctimas.

Le hablé a Frenchy del moddy que Nikki llevaba en el bolso, y de los morados y las quemaduras de cigarrillo en los cuerpos.

Frenchy parecía pensativo.

—Sabes —dijo —. Recuerdo que alguna chica me habló de un tipo que se había ligado.

—¿Qué te contó? ¿Intentó quemarla o algo así? Frenchy sacudió la cabeza.

—No, eso no. Por lo que me dijo, cuando le quitó las ropas al tipo, estaba lleno de quemaduras y señales.

—¿Quién era, Frenchy? Necesito hablar con ella.

Retrocedió a mediados de la semana anterior, tratando de recordar.

—Ah — dijo al fin —, fue Maribel.

—¿Maribel? —pregunté con incredulidad.

Maribel era la vieja que ocupaba un taburete en el ángulo de la barra. Andaba entre los sesenta y los ochenta, había sido una bailarina medio siglo antes, cuando aún tenía un rostro y un cuerpo. Luego dejó de bailar y se concentró en los aspectos de la industria que proporcionaba beneficios líquidos más inmediatos. A medida que se hacía mayor, tuvo que bajar su margen de ganancias para poder competir con los nuevos modelos. Ahora llevaba una peluca de nylon rojo que tenía todo el aspecto y la prestancia del césped del distrito europeo. Nunca había tenido dinero para hacerse modificaciones físicas o mentales. Rodeada de los cuerpos más hermosos que se puedan comprar con dinero, su rostro la hacía parecer más vieja de lo que era. Maribel se encontraba en clara desventaja. Sin embargo, la superó por medio de astutas técnicas de marketing que hacían hincapié en la atención personalizada y en la satisfacción del cliente: por el precio de un cóctel de champán, proporcionaría al hombre que estuviera a su lado el beneficio de su destreza manual y sus años de experiencia. En la misma barra, sentados y charlando como si estuvieran solos en la habitación de cualquier motel. Maribel suscribía el clásico proverbio árabe: «Las mejores atenciones se hacen de prisa». Claro que ella realizaba la mayor parte del trato, pero si no te fijabas de cerca —o el tipo no podía disimular la expresión de su rostro— no te enterabas de que semejante encuentro íntimo estaba teniendo lugar.

La mayoría de las chicas se hacían invitar a siete u ocho cócteles antes de empezar a negociar. El reloj de Maribel estaba estropeado, no tenía tiempo para eso. Si Yasmin parecía un Neiman-Marcus, y lo era, en mi opinión, Maribel era las rebajas del centro comercial del loco Abdul de las busconas.

Por eso me costaba creer la historia de Frenchy. Maribel no tenía la oportunidad de ver las cicatrices de su pavo. No, si estaba sentada en la esquina de la barra.

—Se llevó a ese tipo a su casa —dijo Frenchy, sonriente.

—¿Quién se iría a casa con Maribel? Era difícil de creer.

—Alguien que necesitara dinero.

—Hija de puta. ¿Paga a los hombres por joder con ella?

—El dinero circula como nada en este mundo.

Le di las gracias a Frenchy por la información y le dije que necesitaba hablar con Maribel. Se rió y volvió a su silla. Me trasladé al taburete que había junto a ella.

—Hola, Maribel —saludé.

Tuvo que mirarme un rato antes de reconocerme.

—Marîd —dijo feliz.

Entre la primera sílaba y la segunda, su mano se posó en mi regazo.

—¿Me invitas a un cóctel?

—De acuerdo.

Indiqué a Dalia que le sirviera un cóctel de champán a la vieja. Dalia me dirigió una turbia sonrisa y yo me limité a encogerme de hombros, indefenso. Las chicas y las transexuales del club de Frenchy siempre tienen una copa alta de acero para el agua con hielo junto a sus bebidas. Dicen que es porque no les gusta el sabor del licor y que para bajar todo ese alcohol necesitaba beber agua helada con él. Beben un poco de champán o de un licor fuerte y luego pasan al agua con hielo. Los pavos piensan en lo duro que debe resultar para esas pobres chicas tener que tragar cada noche veinte o treinta copas si no les gusta el alcohol. La verdad es que nunca se tragan la bebida, la escupen en la copa de metal. A cada rato, Dalia retira la copa y la vacía con el pretexto de refrescar e) agua helada. Maribel no necesitaba la copa para escupir. Le gustaba la bebida.

Debía admitirlo, la mano de Maribel era tan diestra como una silversmith. Creo que la práctica la había hecho perfecta. Estaba a punto de decirle que se detuviera, cuando me dije a mí mismo, ¡qué demonios! Era una instructiva experiencia.

—Maribel, Frenchy me ha contado que viste a alguien con marcas de quemaduras y morados por todo el cuerpo. ¿Recuerdas a quién?

—¿Le vi?

Alguien que fue a casa contigo.

¿Cuándo?

—No lo sé. Si pudiera encontrar a esa persona, me diría algo que salvaría algunas vidas.

—¿De verdad? ¿Obtendría yo algún tipo de recompensa?—Cien kiam, si lo recuerdas.

Eso la detuvo. No había visto cien kiam juntos desde sus días de gloria y eso pertenecía a otro siglo. Se sumió en sus desordenados recuerdos, e intentó dibujar un desesperado cuadro mental.

—Te lo diré, vi a alguien así, me acuerdo muy bien, pero por mi vida, no puedo recordar a quién. Aunque lo conseguiré. Lo de la recompensa...

—Sigue en pie. Cuando lo recuerdes, llámame o díselo a Frenchy.

—No tendré que repartir el dinero con él, ¿verdad?

—No —la tranquilicé.

Yasmin estaba en el escenario. Me vio sentado con Maribel, y el brazo de ésta moviéndose arriba y abajo. Yasmin me lanzó una mirada de enfado y dio media vuelta. Me reí.

—Gracias, pero ya está bien, Maribel.

— ¿Te vas, Marîd? —preguntó Dalia—. No ha tardado mucho.

—A dar una vuelta, Dalia —dije.

Salí del club de Frenchy preocupado porque mis amigos, Okking, Hassan y Friedlander Bey, se creían a salvo. Casi deseaba que hubiera ocurrido algo terrible, sólo para que se convencieran de que yo tenía razón, pero no quería sentirme culpable por ello.

En medio de su alivio y celebración, estaba más solo que antes.

19

— Eso no es lo que tú deseas.

Audran le miró. Wolfe estaba sentado como una estatua satisfecha de sí misma, con los ojos medio cerrados, los labios un poco hacia afuera, metiéndolos y sacándolos. Movió la cabeza una fracción de milímetro y me miró.

—Eso no es lo que tú deseas —repitió.

—Sí, lo deseo —gritó Audran—. Quiero que todo esto acabe.

—Sin embargo... —levantó un dedo y lo movió—, tienes la esperanza de que exista una solución fácil, alguna que no amenace peligro o, lo que es aún peor, tu modo de pensar, horrible. Si Nikki ha sido asesinada limpia y llanamente, debías haber capturado sin piedad a sus asesinos. De esa manera, la situación se ha hecho más repulsiva todavía y sólo deseas esconderte de ella. Mira dónde estás, acurrucado en la despensa de un pobre y humilde fellah.

Le miró con desaprobación.

Audran sintió su censura.

—¿Quieres decir que no lo he hecho bien? Tú eres el detective, no yo. Sólo soy Audran, el negro que se sienta en el bordillo con las tazas de plástico y el resto de la basura. Tú siempre dices que ningún radio conducirá a la hormiga al centro de la circunferencia.

Sus hombros se levantaron medio centímetro, y luego se dejaron caer. Estaba siendo compasivo.

—Sí, lo digo. Pero si la hormiga recorre los tres cuartos de la circunferencia antes de elegir un radio, puede perder algo más que tiempo.

Audran separó sus manos, indefenso.

—Me encuentro cerca del centro a mi torpe modo. Así que, ¿por qué no empleas tu excéntrico genio y me dices dónde puedo encontrar a ese otro asesino?

Wolfe apoyó las manos en los brazos de su sillón y se levantó. Tenía una expresión severa y apenas se percataba de mi presencia mientras caminaba. Era el momento de dedicarse a sus orquídeas, que, junto con la comida, eran lo más importante del mundo para él.

Cuando me quité el moddy y volví a ponerme los daddies especiales, me hallaba sentado en el suelo de la despensa de Jarir, con la cabeza entre las rodillas. De nuevo con los daddies, me sentía invencible, sin hambre, cansancio, sed, miedo ni furia. Apreté la mandíbula y me pasé la mano por el desgreñado cabello; había hecho cosas magníficas. Échate a un lado, amigo, esto es un trabajo para...

Para mí, creo.

Miré el reloj y vi que la noche empezaba. Muy bien; todos los pequeños degolladores y sus víctimas habrían salido ya.

Deseaba demostrarle a ese gordo de Nero Wolfe que la gente real tiene también astucia. Quería vivir el resto de mis días sin sentirme siempre como si me hubiera rendido en los últimos segundos. Eso significaba atrapar al asesino de Nikki. Saqué el sobre del dinero y conté los billetes. Había más de cincuenta y siete mil kiam. Esperaba que fueran poco menos que cinco. Contemplé el dinero durante largo rato. Luego, lo dejé a un lado, saqué mi caja de píldoras y me tragué doce paxium sin agua. Salí de la pequeña habitación y de casa de Jarir sin decirle una palabra.

Las calles de esa zona de la ciudad estaban ya desiertas, aunque cuanto más me aproximaba al Budayén, más gente veía. Atravesé la puerta Este y fui «Calle» arriba. Tenía la boca seca a pesar de que se suponía que los daddies bloqueaban la conexión con mis glándulas endocrinas. Era bueno no estar asustado, porque me sentía muerto de miedo. Me crucé con «Medio Hajj», que me dijo unas palabras; me limité a asentir y me largué, como si se tratara de un perfecto extraño. Debía haber una convención o una excursión por la ciudad porque recuerdo pequeños grupos de extranjeros pasear por la «Calle», mirando los clubs y los cafés. No me importaba andar entre ellos. Me abrí paso a empujones.

Cuando llegué a la tienda de Hassan, encontré cerrada la puerta principal. Me detuve y la contemplé como un estúpido. No recordaba haberla visto así jamás. De haberme encontrado solo, hubiera informado a Okking; pero no estaba solo. Tenía a mis daddies, así que di una patada a la cerradura de la puerta, una, dos, tres y, por fin, se abrió.

Por supuesto, Abdul-Hassan, el chico americano de la «Calle», no se hallaba en su taburete, en la habitación vacía. Atravesé la tienda en dos o tres zancadas y descorrí la cortina. Tampoco encontré a nadie en la trastienda del almacén. Me interné en una zona oscura, entre los embalajes de madera apilados y salí por la puerta de hierro hasta el callejón. Había otra puerta de hierro en el edificio de enfrente; detrás de ella estaba la habitación en la que yo había pactado la corta libertad de Nikki. Me dirigí hacia allí y llamé con fuertes golpes. No obtuve respuesta. Volví a llamar. Por fin, una voz me dijo algo en inglés.

—Hassan —grité.

La débil voz repuso algo, se extinguió unos segundos y después gritó otra cosa. Me prometí a mí mismo que si salía de ésa le compraría un daddy de árabe a ese chico. Saqué el sobre del dinero y lo agité, mientras chillaba:

—¡Hassan! ¡ Hassan!

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