Cuando falla la gravedad (33 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cuando falla la gravedad
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En cuanto a Okking, debajo de esa doble línea no había nada. Nada en absoluto. Al—Sifr, cero.

Al principio, pensé que se trataba de algún problema del ordenador. Empecé de nuevo, regresé al menú principal, elegí el tipo de información que deseaba, tecleé el nombre de Okking y esperé.

Máshi. Nada.

Estaba seguro de que era obra de Okking. Había borrado sus huellas como Khan, su muchacho, hacía ahora. Si quería viajar a Europa, al país natal de Okking, me enteraría de algo más sobre él, pero sólo hasta el momento en que salió de allí para venir a la ciudad. A partir de entonces, no existía, oficialmente hablando.

Tecleé Universal Export, el nombre clave del grupo de espionaje de James Bond. Lo había visto en un sobre encima del escritorio de Okking. No había entradas.

Lo intenté con James Bond sin esperanza y no conseguí nada, igual que con Xarghis Khan. El verdadero Khan y el «verdadero» Bond nunca habían visitado la ciudad, así que ninguno de los dos tenían su archivo.

Pensé en otras personas a las que pudiera espiar —Yasmin, Friedlander Bey o incluso yo mismo—; pero decidí no satisfacer mi curiosidad hasta una ocasión menos urgente. Entré el nombre de Hajjar y me quedé atónito con lo que leí. Era dos años más joven que yo, jordano, con un arresto moderadamente largo antes de llegar a la ciudad. El perfil psicológico coincidía punto por punto con mi estimación de él. «No te atreviste a confiar en él porque podría correr con un camello a la espalda. » Era sospechoso de pasar drogas y dinero a los prisioneros. En cierta ocasión, fue investigado por la desaparición de una gran cantidad de propiedades confiscadas, pero no se sacó nada en claro. El archivo policial señalaba la posibilidad de que Hajjar se estuviera aprovechando de su posición en la policía y vendiera su influencia a ciudadanos particulares u organizaciones criminales. El informe sugería que no estaba libre de abusos de autoridad como extorsión, fraude organizado y conspiración entre otras transgresiones de la ley.

¿Hajjar? Vamos, ¿a quién se le habría ocurrido semejante idea? Que Alá nos guarde.

Sacudí la cabeza con tristeza. Cualquier Departamento de Policía del mundo es idéntico a otro en dos aspectos: tendencia a abrirte la cabeza a la menor provocación e incapacidad para ver la simple verdad aunque esté ante ellos tendida con las piernas abiertas. La policía no refuerza las leyes, y no pone manos a la obra hasta que se transgreden. Resuelven crímenes con un penoso porcentaje de éxito. En el caso de ser honestos, los policías son una especie de equipo de secretarias que registran los nombres de las víctimas y las declaraciones de los testigos. Al cabo de bastante tiempo, pueden borrar impunemente su información de la copia del sistema de archivos para dejar sitio a otros.

Ah. sí, la policía ayuda a las viejas damas a cruzar la calle. Eso me han dicho.

Uno a uno, entré los nombres de todos los que estaban relacionados con Nikki, empezando por su tío, Bogatyrev. Las entradas del viejo ruso y de Nikki decían exactamente lo que Okking me había contado de ellos. Pensé que si Okking podía haberse autoeliminado del sistema, también podía alterar sus registros. No encontraría nada útil si no era de modo accidental o bajo la supervisión de Okking. Proseguí con escasas esperanzas de éxito.

No tenía ninguna. Por último cambié de opinión y leí las entradas de Yasmin, «Papa», Chiri, las «Viudas Negras», Seipolt y Abdulay. Los archivos me dijeron que Hassan era probablemente un hipócrita, porque no empleaba injertos cerebrales para su negocio por motivos religiosos pero era un conocido pederasta. Eso no me sonaba a nuevo. Lo único que debí sugerirle a Hassan algún día es que el muchacho americano, que ya tenía el cráneo preparado, sería más útil como herramienta de contabilidad que sentado en un taburete en la tienda vacía de Hassan.

La única persona en la que no hurgué fue en mí. No deseaba saber lo que pensaban de mí.

Después de investigar los archivos del historial de mis amigos, miré los registros de la compañía telefónica de las llamadas de la comisaría de policía. Tampoco allí encontré nada revelador. Okking no debió usar el teléfono de su oficina para llamar a Bond. Era como si me encontrase en el centro de un montón de carreteras radiales, todas ellas sin indicadores.

Salí de allí con material para pensar, pero sin nuevas pistas. Me gustó saber lo que decían los archivos de Hajjar y los otros, y la reticencia que mostraba hacia Okking —y, misteriosamente, no hacia Friedlander Bey— pues, aunque no fuera informativa, resultaba provocadora. Pensé en todo ello mientras deambulaba por el Budayén. En unos minutos me encontraba otra vez en mi apartamento.

¿Para qué había ido allí? Bien, no quería pasar otra noche en la habitación del hotel. Como mínimo, un asesino sabía que estaba allí. Necesitaba otro centro de operaciones en el que pudiera sentirme a salvo, un día o dos al menos. Mientras me acostumbraba cada vez más a dejar que los daddies me ayudaran en mis planes, mis decisiones eran más rápidas y estaban menos influidas por las emociones. Ahora tenía los sentimientos bajo control, fríos y seguros. Quería enviarle un mensaje a «Papa» y después encontrar otro lugar para dormir de manera temporal.

Mi apartamento estaba tal y como yo lo había dejado. Desde luego, no había estado mucho tiempo fuera, aunque parecía que hiciera semanas; tenía el sentido del tiempo distorsionado. Arrojé la bolsa encima de la cama, me senté y murmuré el código de Hassan al teléfono. Sonó tres veces antes de que respondiera.

—Marhaba —dijo. Parecía cansado.

—Hola, Hassan, soy Audran. Necesito ver a Friedlander Bey, esperaba que me concertases una entrevista.

—Se alegrará de que demuestres interés por hacer las cosas de la manera adecuada, hijo mío. De hecho, querrá verte y enterarse de tus progresos. ¿Quieres una cita para esta tarde?

—Lo más pronto que puedas, Hassan.

—Me encargaré de ello, oh, inteligentísimo, y te llamaré después para explicarte cómo hemos quedado.

—Gracias. Antes de que cuelgues, quiero hacerte una pregunta. ¿Sabes si existe alguna relación entre «Papa» y Lutz Seipolt?

Hubo un largo silencio mientras Hassan configuraba su respuesta.

—No por mucho tiempo, hijo mío. Seipolt ha muerto, ¿no?

—Lo sé —dije con impaciencia.

—Seipolt estaba metido en el comercio de importación-exportación. Vendía baratijas, nada que pudiera interesar a «Papa».

—Entonces, por lo que tú sabes, ¿«Papa» jamás intentó sacar tajada del negocio de Seipolt?

—Hijo mío, los negocios de Seipolt apenas merecían ser mencionados. Era sólo un pequeño comerciante, como yo.

—Pero, al contrario que tú. creyó que necesitaba ingresos secundarios para vivir. Tú trabajas para Friedlander Bey y Seipolt para los alemanes.

—¡Por la vida de mis ojos! ¿Es eso cierto? ¿Seipolt un espía?—Habría apostado que ya lo sabías. No importa. ¿Alguna vez has tenido tratos con él?

—¿A qué te refieres?

La voz de Hassan se hizo más áspera.

—Negocios. Importación-exportación. Tenéis eso en común.

—Oh, bueno, le compraba artículos de vez en cuando, si me ofrecía productos europeos particularmente interesantes, pero no creo que él me haya comprado nada.

Eso no me llevaba a ninguna parte. A petición de Hassan, le di un rápido repaso a los acontecimientos desde mi descubrimiento del cuerpo de Seipolt. Cuando terminé, él volvía a estar muy preocupado. Le hablé sobre Okking y los registros de la policía, falsificados.

—Por eso deseo ver a Friedlander Bey.

—¿Tienes alguna sospecha? —me preguntó Hassan.

—No, se trata de la información que ha desaparecido de los archivos, y del hecho de que Okking sea un agente extranjero. No puedo creer que tenga todos los recursos del departamento trabajando en estos asesinatos y todavía no me haya proporcionado ni una sola partícula de información que me resulte útil. Estoy seguro de que sabe mucho más de lo que me cuenta. «Papa» me prometió que presionaría a Okking para averiguar lo que sabe. Necesito oírlo todo.

—Por supuesto, hijo mío, no te preocupes por eso. Está hecho. Inshallah. Entonces, ¿no tienes idea de cuánto sabe «n realidad el teniente?

—Ése es el estilo del/7/c. O esconde algo o sabe menos que yo. Es un maestro dando rodeos.

—A Friedlander Bey no le puede ir con rodeos.

—Lo intentará.

—No le saldrá bien. ¿Necesitas más dinero, oh, inteligentísimo?

Mierda, todavía podía gastar más dinero.

—No, Hassan, tengo bastante por ahora. «Papa» se ha mostrado más que generoso.

—Si necesitas más dinero en efectivo para proseguir tu investigación, sólo tienes que ponerte en contacto conmigo. Estás haciendo un trabajo excelente, hijo mío.

—Al menos, no estoy muerto todavía.

—Tienes el ingenio de un poeta, querido. Ahora debo irme. Los negocios son los negocios, ya sabes.

—De acuerdo, Hassan. Vuelve a llamarme cuando hayas hablado con «Papa».

—Alabado sea Alá por tu bienestar.

—Allahyisallimak —dije.

Me levanté y colgué el auricular. Luego, busqué el otro objeto que había hallado en el bolso de Nikki: el escarabajo cogido de la colección de Seipolt. La reproducción de bronce relacionaba directamente a Nikki con Seipolt, como el anillo que había visto en la casa del alemán. Claro que ahora, con Seipolt entre los seres queridos que nos habían abandonado, esos objetos tenían dudoso valor. El doctor Yeniknani todavía tenía el moddy casero, eso podía ser una prueba importante. Pensé que había llegado el momento de preparar un informe de todo lo que sabía, para, en caso de necesitarlo, acudir con él a las autoridades. No a Okking, por supuesto, ni a Hajjar. No estaba seguro de a qué autoridades, pero sabía que debía haber algunas en alguna parte. Los tres objetos no bastaban para convencer a nadie en un tribunal de justicia europeo, pero eran suficientes para la justicia islámica.

Encontré el escarabajo bajo el borde de mi colchón. Abrí la cremallera de mi bolsa y metí el recuerdo de turista de Seipolt bajo mis ropas. Lo empaqueté con cuidado, asegurándome de que todo lo que poseo se hallaba fuera del apartamento. Luego apilé un montón de desperdicios y basura, por aquí y por allí. No estaba como para perder el tiempo limpiando. Cuando terminé, no quedó nada en la habitación que indicase que yo había pasado por allí alguna vez. Sentí una aguda tristeza, había vivido en mi apartamento más que en ningún otro lugar en mi vida. Si algo podía ser llamado mi hogar, con razón, era ese pequeño apartamento. Ahora se trataba de una gran habitación vacía, con ventanas sucias y un colchón roto sobre el suelo. Salí, cerrando la puerta tras de mí.

Devolví las llaves a Qasim, el casero. Le sorprendió y le preocupó el que me fuera.

—Me ha gustado vivir en tu edificio — dije —, pero a Alá le place que me mude.

Me abrazó y pidió a Alá que nos guiase en la rectitud hasta el paraíso.

Fui al banco y empleé la tarjeta para retirar todo el dinero de mi cuenta y la cancelé. Metí los billetes en el sobre que Friedlander Bey me había mandado. Cuando encontrase un lugar, lo sacaría y lo contaría. Me sentía un poco molesto por no saberlo ahora.

Mi tercera parada fue el hotel Palazzo di Marco Aurelio. Estaba vestido con galabiyya y keffiya, pero con el cabello corto y sin barba. No creo que el recepcionista me reconociera.

—Pagué una semana por adelantado — dije—, pero asuntos de negocios me obligan a irme antes de lo planeado.

—Nos apena oír esto, señor —murmuró el tipo de la oficina—. Ha sido un placer tenerle con nosotros.

Asentí y dejé la tarjeta de mi habitación sobre el mostrador.

—Déjeme ver...

Introdujo el número de habitación en su terminal, comprobó que el hotel me debía un dinero e imprimió el comprobante.

—Han sido muy amables —dije.

Sonrió.

—El placer es nuestro —respondió.

Me entregó el comprobante y me señaló al cajero. Le di las gracias de nuevo. Minutos después, metí el dinero que me habían devuelto en la bolsa con el resto.

Con mi dinero, mis moddies y daddies, y mi ropa dentro de la bolsa, caminé hacia el suroeste, más allá del Budayén y más allá del distrito de las tiendas lujosas, junto al Boulevard el-Jameel. Fui a un barrio de fellahin, de calles y callejones tortuosos, de casas pequeñas de techo plano, necesitadas de un buen encalado, con ventanas cubiertas por persianas o finas celosías de madera. Algunas estaban en mejor estado, con tentativas de jardín en la tierra yerma, a los pies de las paredes. Otras parecían abandonadas, con dentados postigos colgando al sol, como lenguas de perros. Me dirigí a una que parecía bien conservada y llamé a la puerta. Esperé unos minutos hasta que se abrió. Un hombre alto y corpulento, con una poblada barba negra, me miró. Sus ojos se achicaron, con sospecha, mientras en la comisura de su boca mascaba una astilla de madera. Esperó a que fuese yo quien hablara.

Sin ninguna confianza, empecé mi historia.

—Mis amigos me han abandonado en esta ciudad. Me han robado toda la mercancía y mi dinero. En el nombre de Alá y del apóstol de Dios, que las bendiciones y la paz sean con él, suplico vuestra hospitalidad por hoy y esta noche.

—Ya veo —dijo el hombre con voz hosca—. La casa está cerrada.

—No le daré motivo de ofensa. Podré...

—¿Por qué no trata de pedirlo donde la hospitalidad es más generosa? La gente me ha dicho que hay familias por los alrededores que tienen bastante para comer ellos y también para los perros y los extranjeros. Yo tengo suerte de poder ganar un poco de dinero para judías y pan para mi esposa y mis hijos.

Lo comprendí.

—Sé que no está usted para problemas. Cuando me robaron, mis compañeros no sabían que siempre guardo un poco de dinero extra en mi bolsa. Me arrebataron con avaricia todo lo que había a la vista, y me dejaron con bastante para vivir uno o dos días, hasta que pueda regresar y pedirles cuentas legalmente.

El hombre me contemplaba sólo en espera de que apareciera algo mágico.

Me descolgué la bolsa y la abrí. Permití que me viera hurgar bajo la ropa —mis camisas, mis pantalones, calcetines— hasta que di con los billetes y los saqué.

—Veinte kiam —dije con tristeza—, es todo lo que me han dejado.

La expresión de mi nuevo amigo sufrió una rápida selección de emociones. En ese vecindario, los billetes de veinte kiam hacen notar su presencia con ruido y estrépito. Quizá no estaba muy seguro de mí, pero yo sabía lo que pensaba.

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