Cuento de muerte (42 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Cuento de muerte
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—Hola,
chef
. Soy Maria. ¿Podrías venir a verme al Instituí für Rechtsmedizin? La Wasserschutzpolizei acaba de sacar un cuerpo del Elba. Ah,
chef
, yo que tú cancelaría cualquier cita para almorzar.

Cualquiera que muera en Hamburgo sin cita previa va a parar al depósito de cadáveres del Institut für Rechtsmedizin. Todas las muertes repentinas sin certificado de defunción por parte de un médico se recogen en ese edificio. Un cuerpo al que se le ha agregado un peso y arrojado al Elba es un candidato principal para obtener alojamiento.

Tan pronto Fabel entró en el depósito, sintió la acostumbrada carga de repugnancia y temor. Aquel olor. No sólo el olor de la muerte, sino del desinfectante, del limpiador de suelos; un cóctel nauseabundo que nunca era abrumador pero que siempre estaba presente. Un asistente hizo pasar a Fabel y Maria y al Kommissar de la lancha patrulla de la Wasserschutzpolizei que había encontrado el cuerpo al frío depósito, revestido de gabinetes de acero. Fabel notó con inquietud que el policía portuario daba la decidida impresión de no querer avanzar cuando se acercaron al sitio en el que el asistente se detuvo y apoyó las manos sobre el tirador del gabinete correspondiente. Aquel policía, desde luego, ya había visto el cuerpo cuando lo sacaron del río y estaba claro que no le hacía ninguna gracia tener que volver a mirarlo de frente.

—Este huele bastante mal. —El asistente esperó un momento a que todos registraran la advertencia; luego hizo girar el pomo, abrió la puerta y deslizó hacia fuera la bandeja de metal que sostenía el cuerpo. Un fuerte hedor los inundó en una oleada nauseabunda.

—¡Mierda! —Maria dio un paso atrás y Fabel percibió que el Wasserschutz Polizeikommissar se tensaba a sus espaldas. Por su parte, él mismo debió esforzarse por controlar su repulsión, y su estómago, que se revolvió pesadamente ante la visión y el olor del cadáver que tenía delante.

Había un hombre desnudo sobre la bandeja. Tendría cerca de un metro setenta y cinco de estatura. Era difícil decir cuál había sido su complexión, incluso su etnia, porque el cuerpo se había distendido y había perdido su color en el agua. La mayor parte del hinchado torso estaba cubierto de complicados tatuajes que habían empalidecido ligeramente al estirarse a través de la piel hinchada y llena de manchas. Consistían, en su mayoría, en dibujos y diseños intrincados, en lugar de las habituales mujeres desnudas, corazones, calaveras, dagas y dragones. Una profunda hendidura le recorría todo el contorno del torso hinchado, corno una inmensa arruga, y la piel, demasiado tensa, se había roto. El muerto tenía el pelo largo, que estaba poniéndose gris, apartado de la frente y atado atrás en una coleta.

Le habían cortado la garganta. Fabel vio vestigios de un tajo recto en la parte lateral, aunque en el resto del corte la piel y la carne parecían desgarradas.

Pero el verdadero horror se encontraba en la devastación que había sufrido su rostro. La carne alrededor de las cuencas de los ojos y la boca estaba arrancada y rasgada. Podía verse el brillo de los huesos a través de las tiras de piel violeta y carne rosada. Los dientes de la víctima sonreían en una mueca sin labios.

—Dios mío… ¿Qué demonios le ha pasado a la cara? —preguntó Fabel.

—Anguilas —dijo el Wasserschutz Kommissar—. Siempre buscan las heridas en primer lugar. Por eso creo que le quitaron los ojos antes de arrojarlo al agua. Las anguilas se encargaron del resto. Sencillamente, encontraron la entrada más fácil a la cabeza y una importante fuente de proteínas. Lo mismo con la herida de la garganta.

Fabel recordó haber leído, en
El tambor de hojalata
de Günter Grass, la historia de un pescador que usaba la cabeza de un caballo muerto para pescar anguilas, y la sacaba del agua con las cuencas de los ojos rebosantes de esa clase de pez. De pronto imaginó el momento en que habrían izado al muerto, con las anguilas agarradas a su preciosa fuente de alimento, y sintió que su náusea se intensificaba. Cerró los ojos un momento y se concentró en mantener a raya la sensación de que algo le subía en el pecho antes de volver a hablar.

—La deformación alrededor del torso. ¿Tiene alguna idea de qué la causó?

—Sí —dijo el Kommissar portuario—. Tenía una cuerda atada muy fuerte en torno al cuerpo. Recuperamos una buena parte. Suponemos que le añadieron un peso antes de tirarlo al agua. Da la impresión de que la cuerda se rompió o el peso se separó de alguna manera. Eso es lo que lo trajo a la superficie.

—¿Y él estaba así? ¿Desnudo?

—Sí. Sin ropa, sin carné de identidad, nada.

Fabel hizo un gesto hacia el asistente, quien deslizó el cadáver de vuelta en el gabinete y cerró la puerta. Su espíritu seguía presente en el depósito bajo la forma del hedor de la putrefacción.

—Si no les molesta —les dijo a los otros dos agentes—, creo que deberíamos salir.

Fabel hizo pasar a Maria y al policía portuario hacia el aire libre del aparcamiento. Nadie dijo palabra hasta que llegaron a un espacio abierto y cada uno de ellos respiró profundamente, como para limpiarse.

—Por Dios, qué duro —dijo Fabel por fin. Abrió su teléfono móvil y llamó a Holger Brauner. Le explicó el hallazgo y le pidió que efectuara una verificación de ADN para ver si el otro par de ojos que habían encontrado en el Friedhof concordaba con el cuerpo del río. Después de colgar, le dio las gracias al policía portuario. Cuando estuvieron solos, se volvió hacia Maria.

—¿Sabes lo que significan la cuerda y el peso añadido?

—Sí —respondió ella—. Que no estaba previsto que encontrásemos a éste.

—Exacto. Supongamos por un momento que este cuerpo concuerda con el par de ojos. Eso convertiría a la víctima en nada más que un donante; lo mataron solamente por los ojos.

—Supongo que es posible.

—Tal vez. Pero ¿tener un segundo par de ojos para «posar sobre Gretel» mejora tanto el retablo? ¿Por qué no usó los ojos de Ungerer? O, si vas a poner más de un par de ojos, ¿por qué sólo uno más? ¿Por qué no media docena?

Maria frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Simplemente, esto. Estoy en el mismo lugar que cuando Olsen era nuestro principal sospechoso: podíamos achacarle un motivo para matar a Grünn y a Schiller, pero no conseguíamos relacionarlo con ninguno de los otros. —Señaló el Instituí für Rechtsmedizin con un movimiento de la cabeza—. Aquel hombre no murió sólo por los ojos. Fue asesinado por una razón. Es un desvío que nuestro hombre se vio obligado a tomar. Y por eso no quería, o no necesitaba, que encontráramos el cuerpo.

—¿Por qué? —El ceño de Maria siguió fruncido—. ¿Por qué tuvo que matar a este tipo?

—Tal vez porque la víctima sabía quién era el autor de los asesinatos. O tal vez sencillamente porque poseía una información que el asesino no quería que llegara hasta nosotros. —Fabel apoyó las manos sobre la cintura y levantó la cara hacia el cielo gris. Cerró los ojos y volvió a frotarse la frente—. Haz que los tipos del SpuSi traten de conseguir alguna huella digital decente y que tomen fotografías de los tatuajes. No me importa si tenemos que visitar a todos los tatuadores de Hamburgo… Hemos de averiguar su identidad.

Cuando regresaban al Präsidium, la tormenta, que había amenazado con descargarse todo el día en ese clima pesado, estalló.

55

Lunes, 26 de abril. 15:00 h

SANKT PAULI, HAMBURGO

Como Anna había previsto, Fendrich no había podido presentar ninguna clase de coartada sólida que explicara qué había hecho la noche del asesinato. Ni siquiera había podido decir que había estado mirando la televisión y dar una descripción detallada de los programas de aquella noche. En cambio, había pasado todo ese tiempo leyendo y preparando las clases para el día siguiente. Era evidente que Anna sentía pena por Fendrich. Al parecer había quedado totalmente consternado por la profanación de la tumba de su madre. Fabel creía que tal vez Anna había ido demasiado lejos cuando, para tranquilizar a Fendrich, le comentó la teoría de Fabel de que el verdadero asesino estaba usándolo para desviar a la policía.

Por lo menos habían averiguado a quién pertenecían los ojos. Los análisis de ADN habían confirmado que uno de los pares era de Bernd Ungerer, mientras que el segundo concordaba con el cuerpo sacado del Elba. Holger Brauner también había analizado el pelo del cuerpo del río. Esos análisis confirmaron que el muerto tatuado había consumido drogas, aunque no en grandes cantidades en los últimos tiempos. Möller, el patólogo, declaró que la causa de la muerte había sido el único corte ancho de la garganta y que no había entrado agua en los pulmones. La víctima estaba muerta antes de que la arrojaran al agua.

A esa altura ya habían conseguido dos
Durchsuchungsbes chluss
, órdenes de registro, para dos domicilios. La primera era para el apartamento de Lina Ritter, una prostituta conocida a quien su hermana había denunciado como desaparecida. Habían accedido al expediente de Ritter y habían averiguado que se trataba de la misma mujer que había sido hallada en pose y vestida con un traje tradicional, en el
Garten der Frauen
del cementerio de Ohlsdorf.

La segunda orden era para ese sitio, un estudio de tatuajes en una parte sórdida de Sankt Pauli. No habían tardado mucho en encontrarlo. Se había pedido a la SchuPo de cada una de las Stadtteile, los distritos en que se dividía la ciudad de Hamburgo, que comprobaran todos los salones de tatuaje de la zona, y que enseñaran imágenes de los tatuajes para ver si alguno los reconocía. Un joven y agudo Obermeister había decidido no restarle importancia al hecho de que ese estudio en particular siempre parecía estar cerrado y había hecho algunas averiguaciones en el barrio. Nadie sabía dónde estaba Max Bartmann, pero era raro que su salón no estuviera abierto. Siempre daba la impresión de que su negocio era su vida y, en cualquier caso, su casa estaba encima de la tienda.

El salón era minúsculo. Había un solo cuarto, con una ventana que habría dado directamente a la calle si no hubiera estado totalmente cubierta con fotografías e ilustraciones que exhibían a los viandantes el talento del tatuador. Casi no pasaba ninguna luz natural por el collage de muestra y Fabel tuvo que encender la desnuda bombilla del techo para ver con claridad. Dio las gracias al SchuPo y le pidió que aguardara fuera, dejando a Fabel y Werner en el atestado estudio. Había un par de sillones de cuero, viejos y destartalados, dispuestos a ambos lados de una pequeña mesa lateral con algunas revistas. Una mesa acolchada de fisioterapia estaba ubicada contra una pared y tenía una banqueta giratoria a un lado. Había una lámpara flexible fijada al borde de la mesa. De un enchufe de pared salía una maraña de cables que pasaban por una caja de metal con un interruptor y un cuadrante y luego terminaban en una máquina de tatuaje hecha de aluminio. Había tres máquinas más sobre la mesa. Una estantería montada en la pared albergaba hileras de tintas de tatuaje en una amplia gama de colores, plantillas, agujas, una caja de guantes quirúrgicos e hisopos estériles.

Antes de tocar nada, Fabel sacó un par de guantes forenses del bolsillo de la chaqueta y se los puso. Igual que la ventana, las paredes estaban revestidas de ejemplos de dibujos de tatuajes y fotografías de clientes satisfechos. Tardarían siglos en revisar todas esas imágenes para ver si alguna de ellas coincidía con los tatuajes del muerto. Un gran poster con un panorama de montañas y mar y con un pie de foto que decía, en grandes mayúsculas, NUEVA ZELANDA, era uno de los dos únicos adornos de pared que no estaban relacionados con los tatuajes. El otro era una nota, escrita con marcador, que establecía las reglas del estudio: no fumar, no traer niños, nada de alcohol ni drogas, no faltar al respeto.

Fabel examinó las fotografías más detalladamente. Si bien muchas eran primeros planos con flash de nítidos tatuajes recién hechos, también había otras con dos o más personas sonriendo a la cámara, girando un hombro o una cadera hacia la lente para enseñar las obras de arte que llevaban en el cuerpo. Había una persona en todas esas imágenes: un hombre delgado de pelo oscuro casi gris y atado hacia atrás en una coleta. Tenía mala cara, las mejillas hundidas y, en general, el aspecto de un bebedor. Fabel se concentró en una fotografía en particular. Era verano y el hombre de la coleta tenía un chaleco negro y aparecía junto a una mujer gorda que evidentemente acababa de hacerse tatuar un motivo floral en el carnoso pecho que exhibía en la foto. Fabel vio que el hombre de la foto también estaba cubierto de tatuajes. Pero no eran tan coloridos como los de sus clientes. Y consistían en diseños y dibujos.

—Werner… —llamó Fabel, sin apartar los ojos de la imagen—. Creo que hemos encontrado a nuestro hombre. No es un cliente; es el propio tatuador.

Había una entrada en el estudio, sin puerta, al parecer para aprovechar al máximo el limitado espacio, y con una cortina de cintas de plástico multicolores. Werner continuó examinando el estudio mientras Fabel exploraba el resto del local. Apartó las cintas de plástico y pasó a un diminuto vestíbulo cuadrado. A la derecha había un cuarto del tamaño de un armario que contenía un inodoro y un lavabo. Delante de Fabel una escalera empinada giraba abruptamente a la derecha, luego otra vez a la derecha, y terminaba en la planta superior. Había tres cuartos minúsculos. En uno estaba la cocina y la sala y estaba amueblado con un sofá y un sillón de cuero. El sillón era como los del estudio, pero estaba en condiciones mucho mejores. También había un televisor que parecía antiquísimo y una cadena de música. La segunda habitación era el dormitorio. Además era tan pequeño que los únicos muebles eran la cama, una estantería a lo largo de una pared y una lámpara en el suelo.

Fabel se sintió deprimido al ver un apartamento tan diminuto. Era sombrío pero limpio, y era obvio que Bartmann lo mantenía ordenado. Pero era la clase de espacio funcional y sin alma de los hombres que viven solos. Fabel pensó en su propio apartamento, con sus elegantes muebles, el suelo de madera de haya y la impresionante vista sobre el Alster. Estaba en un nivel diferente. Pero había algo en ese espacio que había encapsulado la vida de Bartmann que era deprimentemente similar al suyo. Allí, de pie en el apartamento de un muerto, Jan Fabel tomó una decisión sobre su propia vida.

Miró debajo de la cama y encontró un gran portafolios plano. Lo sacó y lo puso sobre la cama antes de abrirlo. Contenía dibujos a pluma, bocetos hechos con carbonilla y un par de pinturas. Los temas eran poco inspirados —árboles, edificios, naturalezas muertas— y eran claramente estudios para evaluar y mejorar la habilidad técnica, no la imaginación del artista. Fabel reconoció que tenía una destreza excelente. Cada estudio estaba firmado con las iniciales «M. B.».

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