Cuentos de Canterbury (11 page)

Read Cuentos de Canterbury Online

Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
13.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ahora bien, señores, sucedió que un día, cuando su marido se hallaba en Oseney
[105]
, Nicolás, el
Espabilado
—estos estudiantes son unos tíos hábiles y astutos—, empezó a retozar y a hacer bromas con la joven. Con disimulo la palpó en sus partes y le dijo:

—Querida, si no dejas que me salga con la mía, moriré de amor.

Y prosiguió mientras la abrazaba por las caderas:

—Por el amor de Dios, querida, hagamos el amor ahora mismo, o me voy a morir.

Ella se retorcía como un potrillo que están herrando y apartó su cabeza diciendo:

—Vete, no te besaré. Vete, Nicolás, o gritaré pidiendo socorro. ¡Quítame las manos de encima! ¿Es éste modo de comportarse?

Pero Nicolás empezó a rogarle, y lo hizo con tal vehemencia, que, al fin, ella se rindió y juró por Santo Tomás de Canterbury que sería suya tan pronto como pudiera encontrar la ocasión.

—Mi esposo está tan roído por los celos que, si no esperas pacientemente y vas con mucho cuidado, estoy segura que me destruirás —dijo ella—. Por eso, debemos mantenerlo en secreto.

—No te preocupes por ello —dijo Nicolás—. Si un estudiante no se las sabe más que un carpintero, habrá estado perdiendo el tiempo.

Por ello, y como dije antes, estuvieron de acuerdo en aguardar la ocasión propicia.

Arreglado esto, Nicolás dio a los muslos de la muchacha un buen magreo; luego la besó dulcemente, tomó su salterio y pulsó enardecido una alegre tonadilla.

Pero ocurrió que, un buen día, esta buena mujer interrumpió sus faenas domésticas, se lavó la cara hasta que relució de limpia y se dirigió a la iglesia de su parroquia para practicar sus devociones. Ahora bien, en aquella iglesia había un sacristán llamado Absalón. Su rizado cabello brillaba como el oro y se extendía como un gran abanico a cada lado de la raya que le recorría el centro de la cabeza. Era un individuo enamoradizo en el sentido más amplio de la palabra. Tenía una tez rosada, ojos grises de ganso y vestía con gran estilo, calzando medias y zapatos escarlatas con dibujos tan fantásticos como el rosetón de la catedral de San Pablo. La chaqueta larga de color azul claro le sentaba muy bien: con encajes ribeteados, estaba cubierta por un vistoso sobrepelliz de color blanco que semejaba un conjunto de retoños en flor. A fe mía que era todo un buen mozo. Sabía hacer de barbero, sangrar y extender documentos legales; sabía bailar en veinte estilos diferentes (pero siguiendo la moda de aquellos días procedentes de Oxford, con las piernas que salían disparadas a uno y otro lado); cantaba con un agudo falsete acompañándose de un violín de dos cuerdas. También tocaba la guitarra. No había posada o taberna de la ciudad que no hubiera animado con su visita, especialmente las que había con vivarachas muchachas de mesón. Pero, para decir verdad, era un poco pesado: se tiraba ventosidades y tenía una conversación latosa.

En aquel día festivo estaba de excelente humor cuando, al tomar el incensario, se puso a escudriñar amorosamente a las mujeres de la parroquia mientras las incensaba; dedicaba especial atención cuando miraba a la mujer del carpintero; era tan bella, dulce y apetecible, que le parecía que podría pasarse toda la vida contemplándola. Si ella hubiera sido un ratón y Absalón un gato, juro que se le hubiera arrojado encima inmediatamente. Tan chalado estaba el zumbón sacristán, que no admitía donativos de las mujeres al hacer la colecta; su buena educación se lo impedía, según comentaba.

Aquella noche la Luna brillaba intensamente cuando Absalón cogió la guitarra para ir a cortejar. Lleno de ardor, salió de su casa con mucho ánimo, hasta que llegó a la casa del carpintero después del canto del gallo y se situó cerca de un ventanal que sobresalía de la pared. Entonces cantó con voz baja y suave, acompañándose con su guitarra:

Queridísima dama, escucha mi plegaria y apiádate de mí, por favor.

El carpintero se despertó y le oyó.

—Alison —dijo a su mujer—, ¿no oyes a Absalón cantando bajo el muro de nuestro dormitorio?

Ella replicó:

—Sí, Juan; claro que oigo cada nota.

Las cosas prosiguieron como podéis suponer. El alegre Absalón fue a cortejarla diariamente, hasta que se puso tan desconsolado, que no podía dormir ni de día ni de noche. Se peinó sus espesos rizos y se acicaló, cortejándola por intermediarios, y prometió que sería su esclavo, le hacía gorgoritos como un ruiseñor y le enviaba vino, aguamiel, cerveza especiada y pasteles recién salidos del homo; le ofreció dinero, pues ella vivía en una ciudad en la que había cosas que comprar. Algunas pueden ser conquistadas con riquezas; otras, a golpes, y otras, finalmente, con dulzura y habilidad.

En una ocasión, para que ella contemplara su talento y versatilidad, hizo el papel de Herodes en el escenario. Pero ¿de qué le sirvió todo eso? Tanto amaba ella a Nicolás, que Absalón hubiera podido arrojarse al río; sólo recibía burlas por sus desvelos. Por lo que ella convirtió a Absalón en un mono bufón y su devoción en chanza. He aquí un proverbio que dice gran verdad: «Si quieres avanzar, acércate y disimula. Un amante ausente no satisface su gula.»

Ya podía Absalón fanfarronear y desvariar, que Nicolás, sólo por estar presente, lo desbancaba sin esfuerzo.

¡Vamos, espabilado Nicolás, muestra tu valor y deja a Absalón con su gimoteo! Sucedió que un sábado el carpintero tuvo que ir a Oseney. Nicolás y Alison convinieron que idearían alguna estratagema para engañar al pobre esposo celoso, de modo que, si todo salía bien, ella pudiera dormir toda la noche en sus brazos, como ambos deseaban. Sin decir ni una palabra, Nicolás, que ya no podía esperar más, llevó silenciosamente a su aposento suficiente comida y bebida para un día o dos. Entonces, Nicolás dijo a Álison que cuando su esposo preguntara por él, ella le contestase que no le había visto en todo el día y que ignoraba dónde podía hallarse; aunque creía que debía de haber caído enfermo, puesto que cuando la criada fue a llamarle, él no había replicado, a pesar de las grandes voces que dio.

Así, Nicolás se quedó en su aposento, callado, durante todo el sábado, comiendo, durmiendo, o haciendo lo que le daba la gana hasta que anocheció. Era la noche del sábado al domingo. El pobre carpintero empezó a preguntarse qué diablos podría ocurrirle a Nicolás:

—¡Por Santo Tomás, empiezo a temer que Nicolás no está nada bien! Espero, Dios mío, que no haya fallecido repentinamente. Este es un mundo poco seguro, en verdad: hoy mismo he presenciado cómo llevaban a la iglesia el cadáver de un hombre al que había visto trabajando este lunes. Entonces dijo al muchacho que le servía.

—Sube corriendo y grita a su puerta o golpéala con una piedra. Ve qué pasa y ven enseguida a decirme qué es lo que hay.

El muchacho subió decidido las escaleras y voceó y aporreó la puerta del aposento.

—¡Eh! ¿Qué hacéis, maese Nicolás? ¿Cómo podéis estar durmiendo todo el día?

Pero no sirvió de nada. No hubo respuesta. Sin embargo, en uno de los paneles inferiores descubrió un agujero, que servía de gatera, y dio un vistazo al interior. Al final logró ver a Nicolás sentado muy tieso y con la boca abierta como si tuviera trastornado el juicio; por lo que bajó corriendo y explicó a su dueño inmediatamente el estado en que le había encontrado.

El carpintero empezó a persignarse diciendo: —¡Ayúdanos, Santa Frideswide!
[106]
. ¿Quién puede predecirnos lo que el destino nos depara? A este individuo le ha sobrevenido una especie de ataque con este astrobolio
[107]
suyo. ¡Y sabía yo que algo le ocurriría! La gente no debe meter sus narices en los secretos divinos. ¡Bendito sea el hombre que no sabe más que el Credo! Esto mismo es lo que le pasó a aquel otro estudiante del astrobolio que salió a andar por los campos contemplando las estrellas y tratando de adivinar el futuro. Cayó dentro de una almarga: algo que no previó. Sin embargo, ¡por Santo Tomás que lo siento por el pobre Nicolás! Por Jesucristo, que está en el cielo, que le voy a escarmentar de sus estudios, si es que yo valgo para algo. Dame una vara, Robin; apalancaré la puerta mientras tú la levantas. Esto pondrá fin a sus estudios, supongo.

Y se dirigió a la puerta del aposento. El criado era un muchacho muy fuerte, y la puso fuera de sus goznes en un momento. La puerta cayó al suelo. Allí se hallaba Nicolás sentado como si estuviera petrificado, con la boca abierta tragando aire. El carpintero supuso que estaba en trance de desesperación; le agarró fuertemente por los hombros y le sacudió con fuerza diciéndole:

—¡Eh, Nicolás! ¡Eh! ¡Baja la vista! ¡Despierta! ¡Acuérdate de la pasión de Jesucristo! ¡Que el signo de la cruz te proteja de duendes y espíritus!

Entonces empezó a murmurar un encantamiento en cada uno de los cuatro rincones de la casa y la parte exterior del umbral de la puerta:

Jesucristo, San Benito.

Los malos espíritus prohibid: espíritus nocturnos, huid del
Padrenuestro
[108]
.

Hermana de San Pedro, no abandones a este siervo vuestro.

Después de un rato, Nicolás
el Espabilado
suspiró profundamente y dijo:

—¡Ay! ¿Debe el mundo terminar tan pronto?

El carpintero contestó:

—¿De qué hablas? Conga en Dios, como el resto de los que ganan el pan con el sudor de su frente.

A lo que replicó Nicolás:

—Vete a buscarme una bebida y te diré —en la más estricta confianza, te advierto algo sobre un asunto que nos concierne a ambos. Te aseguro que no se lo diré a nadie más.

El carpintero bajó y regresó con casi un litro de buena cerveza. Cuando cada uno hubo bebido su parte, Nicolás cerró bien la puerta e hizo sentar al carpintero junto a él diciéndole:

—¡Querido Juan, querido anfitrión!, me debes jurar aquí mismo y por tu honor que nunca revelarás este secreto a nadie, pues te revelaré el secreto de Jesucristo, y estás perdido si lo cuentas a otra alma. Pues éste será el castigo: si me traicionas, te convertirás en un loco rematado.

—¡Que Jesucristo y su santa sangre me protejan! —repuso el ingenuo carpintero—. No soy ningún boquirroto y, aunque está mal que lo diga, no soy nada locuaz. Puedes hablar libremente: por Jesucristo que bajó a los infiernos: no lo repetiré a hombre, mujer o niño alguno.

—Pues bien, Juan —dijo Nicolas—. Te aseguro que no miento: por mis estudios de astrología y mis observaciones de la Luna cuando brilla en el cielo, he averiguado que durante la noche del próximo lunes, a eso de las nueve, lloverá de una forma tan torrencial y asombrosa, que el diluvio de Noé quedará minimizado
[109]
. El aguacero será tan tremendo —prosiguió—, que todo el mundo se ahogará en menos de una hora, y la Humanidad perecerá.

Al oír eso, el carpintero exclamó:

—¡Pobre esposa mía! ¿Se ahogará también? ¡Ay, pobre Alison!

Quedó tan impresionado, que casi se desmayó.

—¿No puede hacerse nada? —preguntó.

—Sí, ya lo creo que sí —dijo Nicolás—; pero solamente si te dejas guiar por un consejo experto, en vez de seguir ideas propias que te puedan parecer brillantes. Como muy bien dice Salomón: «No hagas nada sin consejo, y te alegrarás de ello.» Ahora bien, si actúas siguiendo mi buen consejo, te prometo que nos salvaremos los tres, incluso sin mástil ni vela. ¿No sabes cómo Noé fue salvado cuando el Señor le advirtió por anticipado que todo el mundo perecería bajo las aguas?

—Sí —dijo el carpintero—, hace mucho, muchísimo tiempo.

—¿No has oído también —prosiguió Nicolás— lo que le costó a Noé y a todos los demás conseguir que su esposa subiera a bordo del arca? Me atrevo a asegurar que, en aquellos momentos, hubiera dado lo que fuese para que ella tuviera una barca sólo para ella. ¿Sabes qué es lo mejor que podríamos hacer? Esto requiere actuar con rapidez, y en una emergencia no hay tiempo para parloteos ni retrasos. Corre y trae enseguida a casa una amasadera o una gran tina poco profunda para cada uno de nosotros tres y asegúrate que sean lo suficientemente grandes para poderlas utilizar como barcas. Pon alimentos en ellas para un día, no necesitamos más, pues las aguas retrocederán y desaparecerán a eso de las nueve de la mañana siguiente. Pero tu muchacho Robin no debe saber nada de esto. Tampoco puedo salvar a Gillian, la criada; no preguntes por qué, pues incluso si me lo preguntaras, no revelaría los secretos de Dios. A menos que estés loco, debería ser suficiente para ti el ser favorecido igual que el propio Noé. No te preocupes: salvaré a tu mujer. Ahora, vete y busca bien.

»Cuando tengas las tres amasaderas, una para ella, una para mí y otra para ti, las colgarás en lo alto del techo para que nadie se dé cuenta de tus preparativos. Cuando hayas hecho lo que te he dicho y hayas colocado los alimentos en cada una de ellas, no te olvides de coger un hacha para cortar la cuerda y poder huir cuando llegue el agua, ni tampoco de practicar una abertura en la parte alta del tejado por el lado que da al jardín, por donde se hallan los establos, para que podamos pasar por él. Cuando haya terminado el diluvio, te aseguro que vas a remar tan alegremente como un pato blanco detrás de su pareja. Cuando grite: "¡Eh, Alison! ¡Eh, Juan! Animaos, las aguas descienden", tú responderás: "Hola, maese Nicolás. Buenos días. Te veo muy bien, pues es de día." Y entonces seremos los reyes de la Creación para el resto de nuestras vidas, igual que Noé y su mujer.

»Pero te tengo que advertir una cosa: cuando embarquemos esa noche, procura que ninguno de nosotros diga una sola palabra, o llame o grite, pues debemos rezar para cumplir las órdenes divinas.

»Tú y tu mujer deberéis estar lo más alejados que podáis el uno del otro para que no exista pecado entre vosotros, ni una sola mirada, y mucho menos el acto sexual. Esas son tus instrucciones. Vete, y ¡buenas suerte! Mañana por la noche, cuanto todos duerman, nos meteremos en nuestras amasaderas y permaneceremos allí sentados confiando en que Dios nos libere. Ahora, vete. No tengo tiempo de seguir hablando de esto. La gente dice: "Envía a un sabio y ahorra tu aliento." Pero tú eres tan listo, que no necesitas que nadie te enseñe. Anda y salva nuestras vidas. Te lo ruego.

El ingenuo carpintero salió lamentándose y confió el secreto a su mujer, que ya sabía la finalidad de todo el plan mucho mejor que él. Sin embargo, simuló estar asustadísima.

—¡Ay! —exclamó—, apresúrate y ayúdanos a escapar, o pereceremos. Yo soy tu esposa verdadera y legítima; por eso, querido esposo, vete y ayuda a salvar nuestras vidas.

Other books

Sword of Jashan (Book 2) by Anne Marie Lutz
Seized by the Star Wolf by Jennie Primrose
Observe a su gato by Desmond Morris
Breakpoint by Richard A. Clarke
King of the Corner by Loren D. Estleman
Roselynde by Roberta Gellis
A Path Toward Love by Cara Lynn James