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Authors: Geoffrey Chaucer

Cuentos de Canterbury (5 page)

BOOK: Cuentos de Canterbury
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»Estamos peleando como aquellos dos perros que lucharon todo el día por un hueso y no lo consiguieron; mientras ellos reñían, llegó un gavilán y se lo llevó delante de sus propias narices. Por ello, hermano mío, como en la alta política, que cada uno luche por sí mismo. Esto es todo lo que se puede hacer. Ámala si quieres, pero yo la amo y siempre la amaré. Querido hermano, cada uno de nosotros debe soportar estas cadenas y aceptar su suerte. Eso es todo.

Si tuviera tiempo describiría con todo detalle su larga y enconada pelea, pero para abreviar os diré que, al final, un noble duque llamado Peroteo, que había sido amigo del duque Teseo desde que eran niños, llegó un día a Atenas. Solía hacer esto para tomarse unas vacaciones y visitar a su antiguo compañero de juegos. No había nadie a quien quisiera más en este mundo, y Teseo, en justa correspondencia, lo apreciaba con la misma intensidad y ternura. Tan grande era el aprecio mutuo que se tenían, que los ancianos escribas refieren que cuando uno de ellos murió, su amigo fue y le bajó a buscar a los infiernos. Pero ésa es otra historia.

El duque Peroteo sentía un gran aprecio por Arcite, pues durante muchos años le había tratado en Tebas. Después de mucho insistir, a instancias de Peroteo, el duque Teseo dejó salir a Arcite de la cárcel sin pagar rescate alguno y con libertad de ir a donde quisiera bajo la siguiente condición.

En términos sencillos, el convenio entre Teseo y Árcite fue éste: si Arcite era cogido vivo a cualquier hora del día o de la noche en los dominios de Teseo, sería decapitado; no tenía otra alternativa que despedirse y, sin dilación, volver a su patria. Era conveniente que no olvidase: el precio era su cabeza.

¡Qué angustia sufrió entonces Arcite! Sintió a la muerte penetrar en su corazón; lloró y se lamentó y lanzó quejidos lastimeros, esperando secretamente una oportunidad para suicidarse.

—¡Ay del día en que nací! —gritaba—, pues ahora mi cárcel es más dura que antes. Estoy eternamente condenado a vivir, y no en el purgatorio, sino en el infierno. ¡Ay de mí! ¿Por qué conocí a Peroteo? De lo contrario habría permanecido con Teseo, encadenado en su cárcel para siempre. Entonces hubiera vivido en la felicidad en vez de la desesperación. El simple hecho de ver a la mujer que adoro habría sido más que suficiente para mí, aunque nunca conquistase su cariño. Querido primo Palamón —prosiguió—, en este caso saliste ganando. ¡Con qué felicidad sigues en la cárcel! ¿Qué digo? ¿Cárcel? ¡Paraíso!

»La diosa Fortuna ha cargado los dados en tu favor: tú disfrutas de la presencia de Emilia, yo sufro su ausencia. Y es posible (pues tú estás cerca de ella y eres un caballero valiente lleno de recursos) que tú, por casualidad —pues la Fortuna es veleidosa—, más tarde o temprano alcances lo que deseas. En cuanto a mí, exiliado y desprovisto de toda esperanza, me hallo en tal estado de desesperación, que ni la tierra, ni el fuego, ni el agua, ni el aire, ni criatura alguna hecha de estos elementos puede proporcionarme consuelo o remedio. Bien puedo perecer de desesperación y tristeza. ¡Adiós vida, alegría y felicidad!

»¡Ay! ¿Por qué la gente, en general, se queja de lo que disponen Dios o la Fortuna, quienes con frecuencia y de tan diverso modo arreglan los acontecimientos mejor de lo que ellos mismos podrían imaginar? Uno tiene riquezas, que pueden causar su muerte o pérdida de la salud; otro es liberado de la cárcel, sólo para perecer bajo el cuchillo de sus criados al llegar a casa. Infinitas calamidades provienen de esta forma de proceder: no sabemos qué es lo que pedimos en oración a los dioses aquí abajo. Nos comportamos como un hombre borracho como una cuba: sabe perfectamente que tiene un hogar al que dirigirse, pero desconoce dónde se halla. Y el hombre bebido camina por senda resbaladiza. Así es como nosotros andamos por el mundo, en busca desesperada de la felicidad, pero, generalmente, donde no se encuentra. Esto es cierto para todos nosotros, pero muy particularmente para mí. Yo que tenía la idea de que si lograba escapar de la prisión mi felicidad y bienestar estarían asegurados, ahora me encuentro en el exilio y sin reposo para mi espíritu. Si no puedo verte, Emilia, no soy mejor que un cadáver viviente; no hay solución.

Cuando Palamón comprobó que Arcite se había marchado, dio tales gritos que la gran torre vibró con sus voces descompasadas. Los grilletes que cercaban sus hinchados tobillos quedaron humedecidos por sus saladas y amargas lágrimas.

—¡Oh primo Arcite! —exclamó—, Dios sabe que has salido el mejor librado en nuestra pelea. Ahora puedes andar a tus anchas por Tebas sin pensar en mi desgracia. Siendo un hombre astuto y decidido, tienes ocasión de reunir nuestras gentes y declarar contra Atenas una guerra tan feroz, que mediante un ataque osado o algún tratado consigas a Emilia por dama y esposa —por quien yo debo perecer aquí. Comparando nuestras posibilidades, tu situación es muy superior a la mía, pues aquí estoy muriendo enjaulado. Tú eres un príncipe que ya no está en prisión, sino en libertad. Pero yo tengo que llorar y lamentar toda mi vida la desgracia que acarrea el estar encarcelado, más las punzadas de dolor que provoca en mí el amor, lo que duplica mi tormento y mi pena.

Entonces se encendió en su pecho la llama de los celos y agarró su corazón con tal fuerza, que el color de su piel adoptó el del boj o el de las cenizas de un fuego apagado, y gritó:

—¡Oh, vosotros, dioses crueles que gobernáis el mundo, sometiéndolo con vuestras leyes implacables y escribiendo vuestras decisiones y decretos eternos en tablas diamantinas!, ¿cómo puede preocuparos más la humanidad que las ovejas de un redil? Pues el hombre muere igual que cualquier otro animal y, a menudo, sufre arrestos y cárcel o padece pestes y adversidades sin culpa alguna. ¿Qué designio figura en vuestra presciencia al atormentar al inocente y al que carece de toda culpa? Y lo que acrecienta toda esta penitencia es que el hombre se ve obligado a caminar según las leyes de Dios y debe reprimir sus deseos, mientras que una bestia es libre de hacer lo que le parece; una vez muerto, no se siente dolor; sin embargo, después de la muerte el hombre debe llorar y sufrir aunque haya padecido mucho en este mundo. No hay duda de que, como están las cosas, se debe dejar a los teólogos que proporcionen la respuesta; pero de una cosa estoy seguro: que aquí en la tierra hay muchos padecimientos. »¡Ay!, veo a una víbora, a un ladrón que ha hecho daño a muchos hombres buenos, quedar libre para ir a donde le plazca, mientras yo tengo que languidecer en prisión porque Saturno y Juno en su furor celoso han destruido por completo la mejor sangre de Tebas, cuyas espesas murallas yacen ahora derruidas, y por otro lado Venus me mata de celos y temor por causa de Arcite.

Ahora voy a dar descanso a Palamón y lo dejaré en prisión, mientras me extiendo en mi relato sobre Arcite.

Pasa el verano y sus largas noches doblan los violentos tormentos del amante Arcite y del prisionero Palamón. No sé cuál de los dos es el que debe soportar más dolor. Para abreviar, Palamón está condenado a prisión perpetua, cargado de cadenas y grilletes hasta que muera. Arcite, en cambio, exiliado bajo pena de muerte, no podrá ver jamás a su dama en los dominios de Teseo.

Ahora, vosotros que amáis, dejadme que os formule una pregunta: ¿quién sufre más por ello, Arcite o Palamón? ¿El que ve a su dama diariamente, pero está encerrado para siempre, o el que es libre de ir donde le plazca, pero no verá nunca más a su dama? Aquellos de vosotros que podáis, elegid entre las dos situaciones a voluntad; yo, por mi parte, continuaré como he empezado.

AQUÍ TERMINA LA PARTE PRIMERA Y COMIENZA LA SEGUNDA.

Cuando Arcite llegó a Tebas, repetidas veces caía desmayado o se ponía a gritar, pues nunca más podría ver a su dama. Su angustia era tan grande, que tal vez ninguna criatura viviente ha sufrido tanto o es probable que sufra mientras el mundo exista
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. Privado del sueño, alimento y bebida, Arcite se quedó delgado y seco como un palo; sus ojos se hundieron en sus cuencas y adquirieron un aspecto cadavérico; su cara y tez se iban volviendo cetrinas y lívidas. Andaba siempre solo, lamentando sus males durante toda la noche y rompiendo a llorar de modo incontenible en cuanto percibía el son de la música o de una canción. Su espíritu se debilitó de tal manera y él mismo sufrió un cambio tan grande, que nadie reconocía su voz o modo de hablar. En cuanto a su conducta, andaba por todas partes como si sufriera no una simple nostalgia de amor, sino una verdadera manía engendrada por algún humor melancólico dentro de su frente, donde la imaginación tiene su asiento
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. En pocas palabras, el comportamiento y carácter del príncipe Arcite, el angustiado amante, habían cambiado por completo.

Pero no es preciso que pase todo el día describiendo sus sufrimientos. Había ya padecido esta cruel angustia y tormento durante un año o dos en Tebas (su país natal, como dije). Una noche, mientras se acostaba para dormir, creyó ver ante él al alado dios Mercurio, que le hablaba para animarle. El dios tenía en su mano, en posición vertical, la vara con la que imparte sueño, y llevaba un casco encima de su lustroso cabello. Permitidme que haga observar aquí que el dios iba vestido como cuando adormeció a Argos
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.

—Debes ir a Atenas —dijo a Arcite—. Allí terminarán tus aflicciones.

Dichas estas palabras, Arcite despertó y se incorporó. —Iré a Atenas inmediatamente, por grande que sea el riesgo —dijo—. El temor a morir no me detendrá ni me privará de ver a mi dama a quien amo y sirvo. En su presencia no me importará morir.

En diciendo esto, se miró en un gran espejo y se dio cuenta de que su color había cambiado por entero y que su rostro estaba completamente alterado. Entonces le sobrevino una idea. Su rostro había quedado tan desfigurado por la enfermedad, que podría fácilmente vivir en Atenas sin ser reconocido y ver a su dama casi a diario, si su comportamiento no despertaba sospecha. Enseguida cambió de vestimentas, se disfrazó con ropas de humilde trabajador y emprendió el camino de Atenas por la vía más rápida, acompañado de un escudero a quien había relatado todas sus cuitas, vestido también con ropas tan miserables como las suyas.

Un día se acercó a palacio y ofreció sus servicios en la puerta para realizar cualquier tarea dura que pudiera precisarse. Y os diré que consiguió trabajo a las órdenes de un chambelán, que pertenecía al séquito de Emilia: un individuo astuto que no perdía de vista a ninguno de sus sirvientes, con el fin de que cumplieran con su deber. Como Arcite era joven, alto, bien formado y de excepcional fortaleza, destacó cortando leña con el hacha y sacando agua del pozo, pues sabía hacer cualquier cosa que le pidieran.

Bajo el supuesto nombre de Filostrato pasó un año o dos al servicio de la bella Emilia en calidad de paje de cámara, y nadie que ostentaba idéntico cargo en la corte era ni la mitad de apreciado que él. Su carácter era tan noble, que se hizo famoso en todo el palacio. Se reconocía como una acción meritoria el hecho de que Teseo le promoviese a una posición más digna en la que ejercer sus talentos. Y así, andando el tiempo, su reputación de cortés y servicial llegó a oídos de Teseo, quien le escogió para su servicio personal, nombrándole escudero de cámara y dándole dinero para que pudiera sostener su nueva posición. Aparte de eso, cada año se le enviaba, secretamente, dinero desde su propio país, que gastaba con tal prudencia y discreción, que nadie le preguntaba cómo lo conseguía. De esta forma vivió tres años, portándose tan bien en tiempos de paz y de guerra, que se ganó como nadie la estima de Teseo. Ahora voy a dejar a Arcite en esta feliz situación y hablaré de Palamón durante un rato.

Palamón, consumido por la angustia y la desesperación, había pasado estos siete años en la horrible oscuridad de su inexpugnable prisión. ¿Quién siente doblemente dolor y pena, si no es Palamón, a quien el amor aflige en tal grado que está a punto de perder el juicio de tanto infortunio? Para colmo, se halla en prisión, no por un año o más, sino para toda la vida. ¿Quién es capaz de describir en cristiano una idea justa de su martirio? Desde luego, yo no; y así pasaré esto por alto.

Según los antiguos escribas que explicaron esta historia con mucho más detalle, la tercera noche del mes de mayo
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del séptimo año de su encarcelamiento sucedió (sea por casualidad o fatalidad, pues una vez que algo está escrito, debe necesariamente suceder) que Palamón, auxiliado por un amigo, se escapó de la cárcel poco después de medianoche y huyó de Atenas tan deprisa como pudo. Para ello había dado a beber a su carcelero una taza de un licor sazonado con especias y miel, compuesto de un determinado vino, narcóticos y refinado opio tebano
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, con lo que el carcelero durmió el resto de aquella noche. Por mucho que le hubieran sacudido, nadie habría sido capaz de despertarle. Y así Palamón se escapó a toda velocidad.

Como la noche era corta y se acercaba ya la luz del día, Palamón tuvo que ocultarse, y para ello se dirigió sigilosamente a una arboleda cercana. En pocas palabras, tenía la intención de esconderse durante el día y luego caminar de noche hacia Tebas para, una vez allí, pedir a sus amigos ayuda para declarar la guerra a Teseo. Su intención era, o perecer, o conquistar a Emilia por esposa.

Ahora, volvamos nuevamente a Arcite, quien poco pensaba lo cerca que estaba de una calamidad. La diosa Fortuna estaba a punto de urdirle una trampa.

La bulliciosa alondra, mensajera de la luz del día, saludó con su alegre canto el amanecer, mientras el ardiente Febo se alzaba esplendoroso. Todo el Oriente se alegró con su embajador y sus rayos secaron las gotas de rocío que pendían de las hojas de los helechos. Arcite, escudero principal de la corte real de Teseo, se levantó y por la ventana contempló el risueño día. Para rendir homenaje al mes de mayo —mientras pensaba todo el tiempo en el objeto de su deseo— y para divertirse montó un brioso corcel y cabalgó por la campiña alejándose un par de millas de la corte. Dio la casualidad que dirigió su montura hacia la arboleda que acabamos de mencionar, para fabricarse una guirnalda con hojas de escajo o madreselva. Con fuerte voz cantó a la luz del sol:

Quiero darte, mes de mayo florido y hermoso,

mi bienvenida con tus flores y tus hojas,

que espero recoger para ti alegre y gozoso.

Saltó alegre del caballo y rápido se dirigió hacia el huerto. Penetró en él por un sendero que recorría el seto en el que Palamón, temiendo por su vida, se había escondido para que no le viesen. Palamón no tenía la menor idea de que se tratase de Arcite. El cielo sabe que dificilmente se le hubiera podido ocurrir semejante idea. Pero el antiguo proverbio reza acertadamente: «Los campos tienen ojos, pero los bosques, oídos.»

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