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Authors: Geoffrey Chaucer

Cuentos de Canterbury (42 page)

BOOK: Cuentos de Canterbury
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¡Dios Todopoderoso, cuyo elogio cantan las bocas de los inocentes, contempla aquí tu poder magnífico! Con el cuello cortado, esta gema y esmeralda de castidad, este brillante rubí de entre los mártires, empezó a cantar Alma
Redemptoris
con voz tan fuerte, que todo el lugar resonó.

Los cristianos que pasaban por la calle se agolparon a mirar maravillados. A toda prisa mandaron a buscar al preboste. Éste vino de inmediato, y después de haber alabado a Jesucristo, rey de los cielos, y a su Madre, gloria de la especie humana, ordenó que se atase a los judíos. Con lamentaciones que acongojaban, subieron al niño, que seguía cantando su canción, y le llevaron en solemne procesión a una abadía cercana. Su madre se hallaba caída junto al féretro, sin fuerzas, como una segunda Raquel
[315]
, y la gente trataba en vano de apartarla de él.

Después, el preboste dispuso que cada uno de los judíos que habían intervenido en el crimen fuese torturado y ejecutado de forma vergonzosa, pues no quería tolerar una semejante maldad de índole tan abominable en su jurisdicción. «El mal debe recibir su pago debido.» Por eso los hizo descuartizar con caballos salvajes y luego ser colgados de acuerdo con la ley.

Durante todo este tiempo el niño inocente yacía en su féretro ante el altar mayor mientras se cantaba la misa. Luego, el abad y sus monjes se apresuraron a darle sepultura, pero cuando le rociaron con agua bendita y ésta cayó sobre el niño, éste cantó nuevamente Alma
Redemptons
Mater. Ahora bien, el abad, que era un santo varón, como lo son o deberían serlo siempre los monjes, empezó a preguntar al niño y le dijo:

—Querido niño, te conjuro por la Santísima Trinidad que me digas: ¿cómo puedes cantar, cuando todos podemos ver que tienes el cuello completamente cercenado?

—Mi cuello está cortado hasta el hueso del pescuezo —respondió el niño—, y, según todas las leyes de la Naturaleza, debería haber muerto hace mucho tiempo, si no fuera porque Jesucristo ha querido, como podéis leer en las Sagradas Escrituras, que su gloria sea recordada y perdure. Por ello, en honor de su Santa Madre, puedo todavía cantar Alma con voz clara y fuerte. En lo que a mí concierne, siempre he amado este manantial de gracia, la dulce Madre de Jesucristo, por lo que cuando tuve que entregar mi vida, ella vino y me pidió que cantase este himno, incluso en mi muerte, como acabáis de oír. Y mientras yo cantaba, me pareció que Ella colocaba una perla sobre mi lengua. Por consiguiente, canto, como siempre debo cantar, en honor de esta bendita Virgen, hasta que me quiten la perla, pues ella me dijo: «Mi niño, vendré a buscarte cuando te quiten la perla de la lengua. No temas, que no te abandonaré.»

Entonces, aquel santo varón —el abad—, cuando el niño suavemente entregó su espíritu, le extrajo con cuidado la lengua y tomó la perla. Al ver este milagro, el abad derramó abundantes lágrimas y se echó de bruces a tierra, permaneciendo inmóvil y como encadenado al suelo, mientras los demás monjes se postraban también sobre el pavimento, llorando y proclamando las alabanzas de la Madre de Jesucristo. Entonces se levantaron y sacaron al mártir del féretro y encerraron su tierno cuerpecito en una tumba de mármol claro. ¡Que Dios nos conceda el privilegio de reunimos con él!

¡Oh, joven Hugo de Lincoln
[316]
, muerto por los viles judíos, como es muy bien sabido (pues hace poco tiempo que ocurrió el suceso), ruega por nosotros, gente débil y pecadora! ¡Que Dios en su misericordia multiplique sus bendiciones sobre nosotros, por causa de su Santa Madre María! Así sea.

Las alegres palabras entre el hospedero y Chaucer

Todos se emocionaron ante el relato milagroso. Daba gusto verlo. Finalmente, el anfitrión comenzó a chancearse y se dirigió a mí y me dijo:

—¿Qué clase de hombre eres? Parece como si intentases cazar una liebre. Siempre llevas la mirada clavada en tierra. Acércate y levanta los ojos con alegría. Hagan sitio, señores; déjenle que ocupe su lugar. Tiene una cintura tan esbelta como la mía. Sería como un muñeco en brazos de una hermosa y pequeña mujer. Hay algo de enigmático en su aspecto: nunca habla jocosamente. Di algo ahora. Otros ya han hablado. Cuéntanos ahora mismo un cuento alegre.

—Anfitrión —dije—, espero que no te molestes. Sólo conozco un cuento muy antiguo, con rima y todo. De los otros no sé ninguno.

—Está bien —dijo—. Por tu cara adivino que vamos a escuchar algo delicado.

El cuento de Sir Topacio

EL PRIMER ENVITE.

Escuchad, señores, con la mejor voluntad,

y creedme si os cuento

las alegres aventuras

de aquel caballero de tanto arrojo

en tomeos y en batallas

que se llamó sir Topacio.

Nació en un país lejano:

en Flandes, más allá del mar.

Popering fue el lugar.

Su padre era de alto rango,

pues era señor de aquel país;

gracias al Cielo hay que dar.

Sir Topacio creció hecho un apuesto doncel;

su rostro era blanco como la más blanca harina;

sus labios, rojos como una rosa,

y su color parecía teñido de escarlata.

Es la pura verdad si digo que

tenía una hermosa nariz.

Color de azafrán tenían su barba y su pelo,

y hacían juego con su cinto preciso;

sus botas eran de cuero español;

sus calzas pardas procedían de la feria de Brujas;

su ropaje de seda era incomparable,

y le había costado muchos sueldos.

Era cazador de silvestres venados,

y solía cabalgar y practicar la cetrería junto al río

con un halcón posado en el puño.

Además, era muy buen arquero,

y luchando con el cuerpo no tenía rival,

pues siempre ganaba sus apuestas.

Muchas doncellas en su cámara

habían suspirado por él con loco deseo

(mejor habría sido que hubieran dormido).

Pero él era casto, y nada libertino,

y más dulce que la flor del zarzal,

que aporta un fruto escarlata.

En verdad voy a cantar

lo que sucedió aquel día.

Sir Topacio salió a cabalgar;

montó en su corcel gris,

y, empuñando una lanza, marchó a galope,

con una larga espada al cinto.

Atravesó galopando un hermoso bosque

lleno de fieras salvajes,

sí, y de gamos y liebres.

Galopó hacia Oriente y Occidente,

y explicaré ahora cómo casi

cayó en una falaz añagaza.

Allí florecían hierbas de toda clase,

como el regaliz, y la raíz del ajenjo,

y clavos, y muchas más.

Y las nueces que ponéis en la cerveza,

sea negra o clara,

o guardáis para mejor ocasión.

Y los pájaros cantaban, ¡no lo puedo callar!

El gavilán y la cotorra,

daba gusto escucharles.

El zorzal macho tocó su flauta,

y la paloma torcaz lo hizo en la cascada.

Su canto era fuerte y claro.

Y cuando él oyó cantar al zorzal,

el caballero quedó lleno de ansias amatorias,

y, clavando las espuelas al caballo, huyó de allí como un loco;

su buen corcel siguió galopando,

empapado hasta los huesos de tanto que sudaba,

con ambos costados bañados de sangre.

Luego, sir Topacio se sintió tan fatigado

de galopar, pisando la tierna hierba.

Tan ardiente era su coraje,

que allí mismo desmontó

para dar un respiro al caballo,

al que dio también forraje.

«Oh, Santa María, ¡haz que el Cielo me bendiga!

¿Por qué este amor me causa tanto desasosiego

y me ata con su soga?

Toda la noche pasada soñé, ¡ay de mí!,

que la reina de los Elfos sería mi enamorada

y dormiría bajo mi manto.

Yo solamente amaré a la reina de las Hadas.

Ninguna mujer he visto jamás

que fuese adecuada para ser mi pareja en la ciudad.

Todas las demás mujeres no me importan:

yo seguiré la pista a la reina de los Elfos

por valles y praderas.»

Entonces subió a su montura,

galopó saltando cercas y charcos,

para encontrar a la reina de las Hadas.

Cabalgó mucho tiempo al trote y al galope,

hasta que al fin encontró, en un lugar secreto

el país de las Hadas.

Tan silvestre;

pues en aquel país no había nadie

que se atreviese a enfrentársele:

ni mujer ni infante.

Hasta que vino un forzudo gigante,

que se llamaba sir Elefante:

un hombre peligroso, por cierto.

Él dijo: «Señor caballero: por Misa, Mesa y Masa,

yo vivo por aquí; galopad, pues, a vuestra casa,

o mataré a vuestro corcel,

con la maza.

Pues aquella reina de las Hadas

con arpa, y flauta y tamboril,

hizo de este lugar, su casa y plaza.»

El caballero dijo: «Señor, creedme:

mañana me enfrentaré a vos,

cuando lleve la armadura.

Y a fe mía, si tengo ocasión,

pagaréis con esta gruesa lanza

y cantaréis otra canción.

Vuestro rostro

será traspasado desde la mejilla al espinazo

antes de que sean más de las nueve y media,

y aquí haré el trabajo.»

Sir Topacio tuvo que retirarse precipitadamente;

este gigante hizo caer sobre él

una lluvia de pedruscos que lanzaba con su terrible honda.

Pero escapó, ¡vaya si escapó sir Topacio!

Y fue todo gracias al Cielo, a la Providencia

y a su propio noble comportamiento.

Sin embargo, escuchad, maestros, mi cuento

más contentos que un ruiseñor,

y os haré saber cómo sir Topacio,

el de las esbeltas pantorrillas,

galopando a través de puentes y orillas,

volvió de nuevo a la ciudad.

A sus alegres hombres les mandó

que hiciesen jarana y jolgorio,

pues tenía que salir a luchar y a vencer

a un monstruo gigante, que tenía tres cabezas.

Todo ello por amor y liviandad

de una que brillaba con tanto esplendor.

«Llamad para que vengan, llamad a todos mis juglares

—dijo él—, y pedidles que cuenten algún cuento,

mientras me coloco la armadura encima.

Algún romance que sea verdaderamente propio de un rey,

de obispo, papa o cardenal,

y también de un enamorado triste.»

Primero le trajeron vino exquisito,

aguamiel en cazos de arce y pino,

toda clase de especias reales,

y galletica de jengibre de la buena, buena,

y regaliz y dulces cominos,

y azúcar, que va tan bien.

Luego se colocó su piel de marfil,

calzones del más puro lino.

También se puso una camisa,

y encima de la camisa no dejó de

ponerse guata y una cota de malla

para proteger su corazón.

Y encima una magnífica cota de malla,

trabajo de artesanía costosísimo

hecho del acero más fuerte.

Y sobre todo ello, su armadura y coraza,

más blanca que la flor del lirio,

en la que iba a tomar el campo.

Su escudo era de oro rojísimo,

adomado con una gran cabeza de verraco

y un carbunclo al lado.

Y luego juró por la cerveza y el pan

que el gigante pronto estaría muerto,

¡pasara lo que pasara!

Sus grebas eran de resistente cuero.

Envainó su espada en marfil

y llevó un yelmo de metal.

Sobre una montura de ballenas se sentaba,

y como el sol su brida brillaba

o como la luna y las estrellas.

Su lanza estaba hecha del mejor ciprés,

lo que quiere decir que era de guerra,

no de paz: tan afiladamente había sido pulida la punta.

Su corcel era gris moteado,

y fue a paso lento todo el rato,

y suavemente caminó por ahí,

en el país.

Bien, caballeros: éste es el primer envite.

Si queréis saber más de él,

ya veré qué puedo hacer.

Ahora, cerrad la boca, por caridad,

todo cortés caballero y hermosa dama,

y escuchad mi cuento

de batalla y de caballería,

de cortejo y de cortesía,

que estoy a punto de contar.

Se habla de todas estas magníficas historias antiguas

de Hom y de sir Ypotis,

de Bevis y de sir Guy;

de Libelao
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y de sir Pleyndamour
[318]
.

Pero sir Topacio se lleva la palma

de la caballería real.

Montó en su noble caballo gris

y avanzó rápidamente,

como chispa de una llama.

Sobre su penacho había una torre

en donde estaba plantada una flor de lirio.

¡Que Dios lo proteja de toda deshonra!

Este caballero era tan aventurero,

que nunca pemoctaba en casa alguna,

sino que se envolvía en su capa.

Su almohada era su reluciente yelmo,

mientras su caballo pacía junto a él

comiendo pasto verde y bueno.

Y él bebía agua del pozo,

como lo hacía el caballero sir Percival,

cuya armadura era tan bonita.

Hasta que un día…

Interrupción

Hasta, por caridad cristiana —exclamó nuestro anfitrión—. Me estás cansando con este parloteo. Tomo a Dios por testigo para asegurar que me duelen los oídos de escuchar las sandeces que pronuncias. ¡Que el diablo se lleve estos cuentos! A esto es lo que yo llamo aleluyas o canciones de ciego.

—¿Por qué? —dije yo—. ¿Por qué interrumpes mi cuento y no lo has hecho con el de otro, cuando es la mejor balada que conozco?

—¡Dios todopoderoso! —replicó—. En pocas palabras, si es que lo quieres saber, te diré que este rimado de mierda no vale nada. No haces nada más que perder el tiempo. En una palabra, señor, no más rimas. Veamos si sabes relatar uno de aquellos romances antiguos o, por lo menos, algo en prosa que sea edificante o divertido.

—Con mucho gusto —le respondí—. Por Dios que os contaré un relato corto en prosa que probablemente os complacerá, creo; en caso contrario, es que sois muy dificil de contentar. Es un cuento muy edificante, con moraleja —aunque debo aclarar que distintas personas lo explican de maneras diferentes—. Por ejemplo, ya sabéis que cuando los evangelistas describen la Pasión de Jesucristo, no expresan cada uno de ellos de igual forma cómo ocurrieron las cosas; sin embargo, cada uno de ellos dice la verdad, y todos concuerdan en el significado general, aunque en la manera de decirlo pueda haber diferencias. Algunos de ellos explican más cosas; otros, menos. Pero cuando ellos —es decir, Mateo, Marcos, Lucas y Juan— escriben su conmovedora Pasión, no hay duda de que ellos querían darle idéntico significado. Por consiguiente, caballeros, os ruego que no me culpéis si he introducido cambios en el cuento, si —es un decir— utilizo más proverbios de lo corriente en este pequeño relato para reforzar el efecto, o si no me sirvo de las mismas palabras que hubieseis podido escuchar anteriormente, pues no hallaréis diferencia entre la idea general y el pequeño tratado del que he sacado este magnifico cuento. Por lo tanto, escuchad lo que voy a decir, y, esta vez, dejadme terminar.

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