Read Cuentos de la Taberna del Ciervo Blaco Online

Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Cuentos de la Taberna del Ciervo Blaco (14 page)

BOOK: Cuentos de la Taberna del Ciervo Blaco
13.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

No vio casi nada del lugar hasta el día siguiente, porque cayó rendido en la cama. Le parecía que acababa de acostarse cuando le despertó un sonido parecido a una fábrica de calderas en funcionamiento. Se duchó y vistió lentamente, y cuando salió de su habitación se hallaba ya casi recuperado del todo. No parecía haber nadie en la casa, por lo que decidió salir a explorar.

Para entonces ya había aprendido a no sorprenderse por nada, así que apenas alzó las cejas al encontrar a su anfitrión atareado en el muelle, enderezando el timón de un submarino minúsculo, evidentemente de construcción casera. La pequeña embarcación tenía unos veinte pies de largo y una torreta con grandes ventanas de observación; llevaba el nombre de
Pompano
[4]
pintado en la proa.

Harry reflexionó un rato, y decidió que no había nada realmente extraño en todo aquello. Todos los años vienen a Florida alrededor de cinco millones de visitantes con la intención de deslizarse o sumergirse en el mar. Su anfitrión era uno de esos afortunados que pueden dedicarse a su pasatiempo favorito a lo grande.

Harry observó el
Pompano
durante algún tiempo y, de pronto, se le ocurrió una idea inquietante:

—George —dijo— ¿no esperarás que me meta en esa cosa, verdad?

—Pues claro —contestó George, dando un golpe final al timón—. ¿Por qué estás preocupado? He ido mar adentro con él miles de veces; es tan seguro como una casa. Y, además, no navegaremos a más de veinte pies de profundidad.

—En algunas circunstancias, incluso seis pies de agua son más que suficientes —replicó Harry—. Además, ¿nunca te he hablado de mi claustrofobia? Me afecta con especial intensidad en esta época del año.

—Tonterías —dijo George—. Te olvidarás de todo eso en cuanto estemos en los arrecifes —se levantó y observó su obra; después dijo con un suspiro de satisfacción—. Parece que está bien. Vamos a desayunar.

Durante los treinta minutos siguientes, Harry se enteró de muchas cosas acerca del
Pompano
. George lo había diseñado y construido él sólo, y el potente motorcito podía alcanzar cinco nudos cuando el submarino estaba totalmente sumergido. Tanto la tripulación como la maquinaría obtenían el aire necesario a través de un tubo de respiración, por lo que no había que preocuparse de motores eléctricos ni de un suministro de aire independiente. La longitud del tubo de respiración limitaba la inmersión a veinticinco pies, pero en aquellas aguas tan poco profundas no suponía un problema importante.

—He utilizado muchas ideas nuevas —dijo George con entusiasmo—. Esas ventanas, por ejemplo; fíjate en el tamaño. Te permiten una visión perfecta, y sin embargo, son seguras. He utilizado el sistema de aire comprimido para igualar la presión en el interior del
Pompano
y la del agua en el exterior, y así no puede producirse ningún daño en el casco o las escotillas.

—¿Qué sucedería si quedáramos atascados en el fondo? —preguntó Harry.

—Abriríamos la puerta y saldríamos, por supuesto. Llevo un par de equipos de buzo de repuesto, una balsa salvavidas y una radio impermeable, de modo que podríamos pedir socorro si nos encontráramos en apuros. No te preocupes, he pensado en todo.

—Eso es lo que siempre se dice —murmuró Harry. Pero pensó que después de la carrera desde Boston, su vida debía estar protegida por algún misterioso sortilegio; probablemente, el mar sería un lugar más seguro que la carretera nacional número 1 con George al volante.

Se familiarizó a fondo con los dispositivos de escape antes de salir, y se alegró mucho al ver lo bien diseñado y construido que parecía aquel aparatito. El hecho de que el autor de semejante pieza de ingeniería naval fuera un abogado no le extrañó en absoluto. Harry había descubierto hacía mucho tiempo que gran número de americanos ponían tanto interés en sus pasatiempos como en sus profesiones.

Salieron lentamente del pequeño puerto, manteniéndose en los límites señalados hasta alejarse de la costa. El mar estaba en calma, y a medida que iban dejando atrás la playa, el agua se hacía más transparente. Desaparecieron de su vista las brumas de coral pulverizado que nublaban las aguas costeras, donde las olas rompían incesantemente contra la arena. Al cabo de treinta minutos llegaron a los arrecifes, que formaban una especie de centón sobre el que los peces de colores pirueteaban de un lado a otro. George cerró las escotillas, abrió la válvula de flotación y exclamó alegremente: —¡Allá vamos!

Se desprendió el sedoso y arrugado velo, agitándose junto a la ventana, distorsionando la visión por un momento… y luego, allí estaban, inmersos en el mundo marino, no como extraños que lo contemplan desde fuera, sino como habitantes de él. Flotaban sobre un valle cubierto de arena, rodeado por colinas de coral. El valle era estéril, pero las colinas a su alrededor parecían vivas, con criaturas que se deslizaban y nadaban entre el coral. Peces deslumbrantes como anuncios de neón vagaban perezosamente entre animales que semejaban arbustos. Aquel mundo quitaba la respiración y daba una impresión de paz total. No había prisas, ni signo alguno de lucha por la existencia. Harry sabía que era una ilusión, pero durante el tiempo que permanecieron sumergidos no vio que un solo pez atacara a otro. Se lo dijo a George, que comentó: —Sí, eso siempre me ha llamado la atención en los peces. Parecen tener horas fijas para comer. Se pueden ver barracudas nadando tranquilamente, y si el gong de la comida no ha sonado todavía, los otros peces no les prestarán ninguna atención.

Una raya, fantástica mariposa negra, aleteaba entre la arena, manteniendo el equilibrio con su larga cola, parecida a un látigo. Las sensitivas antenas de una langosta asomaban cautelosamente por una abertura del coral; aquellos movimientos exploratorios recordaron a Harry a un soldado que comprueba la presencia de francotiradores con el sombrero en un palo. Había tanta vida, y de tantas clases, apretada en aquel lugar, que llevaría muchos años de estudio clasificarlas todas.

El
Pompano
cruzaba el valle muy lentamente, y George comentaba constantemente lo que iban viendo.

—Antes hacía esto con el equipo de buzo —dijo— pero un día pensé que sería muy agradable sentarme cómodamente y tener un motor que me empujara. De ese modo podría estar fuera todo el día, comer durante el camino, usar las cámaras y no preocuparme si un tiburón me rondaba. Mira esas algas, ¿habías visto un azul tan brillante en tu vida? Además, podría traer a mis amigos y hablar con ellos. Los equipos de buzo tienen un gran inconveniente: tienes que permanecer sordo y mudo y hablar por señas. ¡Mira esos ángeles de mar! Un día voy a tender una red para pescar algunos. ¡Fíjate, es cómo si desapareciesen cuando se ponen de perfil! Otra de las razones por las que construí el
Pompano
es porque quiero buscar barcos hundidos. Hay cientos en esta zona; es un auténtico cementerio. El
Santa Margarita
está sólo a unas cincuenta millas de aquí, en la bahía de Biscayne. Se hundió en 1595 con siete millones de dólares de plata a bordo.

Y a la altura de Cayo Largo, hay nada menos que sesenta y cinco millones, en el lugar donde naufragaron catorce galeones en 1715. El problema es que la mayoría de esos barcos están destrozados y cubiertos de coral, por lo que no serviría de mucho localizarlos. Pero sería divertido intentarlo.

Para entonces Harry había empezado a entender la psicología de su amigo. No se le podía haber ocurrido una manera mejor de evadirse de su profesión de abogado en Nueva Inglaterra. George era un romántico reprimido, aunque no tan reprimido, pensándolo bien.

Navegaron felizmente durante un par de horas, sin exceder nunca de una profundidad de cuarenta pies. Una vez se pararon sobre una deslumbrante extensión de coral roto y se tomaron un descanso para comer bocadillos de embutido y beber unos vasos de cerveza.

—Un día bebí cerveza de jengibre aquí abajo —dijo George—. Cuando subí a la superficie, el gas que había acumulado se dilató y sentí algo muy extraño. Voy a probar con champán alguna vez.

Harry se estaba preguntando qué podía hacer con las botellas vacías cuando el
Pompano
pareció sumirse en una especie de eclipse, a medida que una sombra pasaba por encima. Miró hacia arriba a través de la ventana de observación y descubrió un barco que se deslizaba lentamente a veinte pies sobre sus cabezas.

No existía peligro de que chocaran, porque habían bajado el tubo de respiración y de momento tenían suficiente aire. Harry nunca había visto un barco desde abajo, por lo que aquello suponía otra nueva experiencia para añadir a las muchas que había adquirido aquel día.

Se sintió orgulloso porque, a pesar de su ignorancia en cuestiones náuticas, reconoció tan rápidamente como George lo que había de extraño en aquel barco que navegaba sobre ellos. En lugar de una hélice normal, tenía un largo túnel que ocupaba toda la quilla. Al pasar por encima de ellos, el
Pompano
se bamboleó debido a la súbita corriente de agua.

—¡Cielo santo! —exclamó George mientras sujetaba los controles—. Parece una especie de sistema de propulsión a chorro. Ya era hora de que alguien lo intentara. Vamos a echar un vistazo.

Levantó el periscopio, y vieron que el barco llevaba el nombre de Valency
[5]

—Qué nombre tan curioso —dijo—. ¿Qué significa?

—Yo diría que significa que el propietario es un químico —contestó Harry—, excepto por el pequeño detalle de que ningún químico sería capaz de ganar tanto dinero como para comprarse un barco así.

—Voy a seguirlo —decidió George—. Sólo lleva una velocidad de cinco nudos, y me gustaría saber cómo funciona ese chisme.

Elevó el tubo de respiración, puso el motor en funcionamiento, e inició la persecución. Al cabo de poco tiempo, el
Pompano
se acercó a una distancia de cincuenta pies del Valency, y Harry se sintió como el comandante de un submarino a punto de lanzar un torpedo. No podían fallar desde esa distancia.

En realidad, casi hicieron un disparo directo. Porque el Valency redujo lentamente su velocidad hasta pararse, y antes de que George pudiera darse cuenta de lo que había ocurrido, estaban pegados contra uno de sus flancos.

—¡Ni una señal! —se quejó sin mucha lógica. Unos minutos después estuvo claro que la maniobra no se debía a ningún accidente. Un cable descendió limpiamente sobre el tubo de respiración del
Pompano
, que quedó enganchado. No les quedaba más remedio que emerger tímidamente.

Por fortuna, sus captores eran hombres razonables, y creyeron lo que les contaron. Quince minutos después de subir a bordo del Valency, George y Harry estaban sentados en el puente de mando, y un camarero uniformado les servía un aperitivo mientras escuchaban atentamente las teorías del doctor Gilbert Romano.

Aún se sentían un poco intimidados ante la presencia del doctor Romano; era como encontrarse con un Rockefeller o un Du Pont. El doctor era un fenómeno prácticamente desconocido en Europa y poco común incluso en los Estados Unidos: el gran científico que había llegado a ser incluso más importante como hombre de negocios. Tenía casi ochenta años y acababa de abandonar —tras una lucha considerable— la presidencia de la enorme compañía de ingeniería química que él había fundado.

Es divertido, nos dijo Harry, observar las sutiles distinciones sociales que producen las diferencias de riqueza, incluso en el país más democrático. Según el criterio de Harry, George era muy rico; tenía unos ingresos de alrededor de cien mil dólares anuales. Pero el doctor Romano se encontraba en otra escala de riqueza totalmente distinta, y había que tratarle de acuerdo con ella, con una especie de respeto amistoso que nada tenía que ver con el servilismo. Por su parte, el doctor era poco ceremonioso; nada en su persona daba la impresión de riqueza, si dejaban a un lado trivialidades tales como el tener un yate de ciento cincuenta pies.

El hecho de que George tuviera trato familiar con la mayoría de los compañeros de negocio del doctor, ayudó a romper el hielo y a establecer la inocencia de sus intenciones. Harry pasó media hora muy aburrida escuchando discusiones de negocios cuyo ámbito abarcaba casi la mitad de los Estados Unidos, y que se referían a lo que Fulano había hecho en Pittsburg, a quién se encontró Mengano en el Club de Banqueros de Houston, y a que Perengano había coincidido con Eisenhower jugando al golf en Augusta.

Se asomaba a un mundo misterioso en el cual unos cuantos hombres, que, al parecer, habían ido a la misma universidad o al menos pertenecían al mismo club, detentaban enorme poder. Harry no tardó en comprender que George no se mostraba amable con el doctor Romano sólo por buena educación. George era un abogado demasiado listo como para perder la oportunidad de un buen testamento, y parecía haber olvidado por completo la intención original de su expedición.

Harry tuvo que esperar a que se produjera una pausa adecuada en la conversación para mencionar el tema que realmente le interesaba. Cuando el doctor Romano cayó en la cuenta de que estaba en presencia de otro científico, abandonó en seguida las finanzas y fue George quien quedó al margen de la conversación.

Lo que extrañaba a Harry era que un químico tan famoso estuviera interesado en la propulsión marina. Como era una persona que iba derecha al grano, interrogó al doctor sobre ello. Por un momento, el científico pareció un poco avergonzado, y Harry estuvo a punto de pedir disculpas por su curiosidad —lo que habría supuesto una hazaña por su parte—. Pero antes de que pudiera hacerlo, el doctor Romano se excusó y desapareció en el puente.

Volvió cinco minutos después con una expresión satisfecha, y continuó como si nada hubiera ocurrido.

—Una pregunta muy normal, señor Purvis —dijo ahogando una risita—. Yo lo hubiera preguntado en su lugar. Pero, ¿espera realmente que le conteste?

—Bueno, sólo tenía una vaga esperanza —confesó Harry.

—Pues voy a sorprenderle…, por partida doble. Le voy a contestar y a demostrarle que no estoy apasionadamente interesado en la propulsión marina. Esas protuberancias en el fondo del barco que usted ha inspeccionado con tanto interés, contienen la hélice, pero también contienen algo más.

—Permítame darle —continuó el doctor Romano, que para entonces empezaba a animarse con el tema— unos cuantos datos elementales sobre el océano. Podemos ver una gran parte desde aquí, varias millas cuadradas. ¿Sabe usted que cada milla cúbica de agua marina contiene ciento cincuenta millones de toneladas de minerales?

BOOK: Cuentos de la Taberna del Ciervo Blaco
13.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Shattering Halos by Dee, Sunniva
Out at Night by Susan Arnout Smith
A Fashionable Murder by Valerie Wolzien
The Whole Lie by Steve Ulfelder
The Quiet Game by Greg Iles
Sins of the Fathers by Ruth Rendell
Anonymous Rex by Eric Garcia
A Girl's Best Friend by Jordan, Crystal