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Authors: Isaac Asimov

Cuentos paralelos (13 page)

BOOK: Cuentos paralelos
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Su brazo ya había interrumpido el rayo fotoeléctrico que abría la puerta principal cuando Arvardan oyó rápidos y repentinos pasos detrás de él y un "¡Chist!" de aviso. Le metieron en la mano un trozo de papel y cuando se volvió vio desaparecer el centelleo rojo de una silueta.

Se encontraba ya en el vehículo alquilado cuando desenvolvió el papel de su mano. Había palabras garabateadas:

«Pregunte dónde está el Gran Teatro y preséntese a las ocho de la noche. Asegúrese de que no le siguen.»

Miró ceñudamente el mensaje y lo releyó más de cinco veces. Después lo examinó de arriba abajo, como si esperara la repentina aparición de otro mensaje escrito en tinta invisible. En un gesto involuntario, miró detrás de él. La calle estaba desierta. Empezó a levantar la mano para echar los estúpidos garabatos por la ventanilla, vaciló y metió el papel en el bolsillo de su chaleco.

Indudablemente, si el arqueólogo hubiera tenido una sola cosa que hacer esa noche, aparte de lo que los garabatos sugerían, ese habría sido el final de todo..., y quizá de varios billones de personas. Pero en realidad Arvardan no tenía nada que hacer. . .

A las ocho en punto se hallaba avanzando lentamente formando parte de una larga cola de vehículos de superficie a lo largo de la ruta que al parecer conducía al Gran Teatro. Sólo había preguntado una vez y el transeúnte le había mirado con recelo (tal parecía que ningún extranjero quedaba libre de aquella sospecha tan arraigada) antes de responderle «Limítese a seguir a los demás vehículos».

Al parecer, todos los vehículos iban al teatro, ya que al llegar al lugar vio que las enormes fauces del aparcamiento subterráneo los iban devorando uno tras otro. Se salió de la hilera y llegó lentamente al otro lado del teatro, a fin de esperar no sabía qué.

Una silueta delgada salió corriendo de la rampa para peatones y se pegó a la ventanilla. Arvardan miró fijamente al recién llegado, sorprendido, pero el otro ya había abierto la puerta y se había introducido rápidamente en el vehículo.

—Le agradecería una explicación —dijo el arqueólogo.

—Oh, silencio. —El otro se acurrucó en el asiento—. ¿Le han seguido?

—¿Tenían que seguirme?

—No se haga el gracioso. Avance en línea recta. Gire cuando se lo diga... ¡Dios mío!, ¿a qué espera?

El tono era de soprano. La capucha bajada hasta los hombros dejó ver un cabello castaño claro. Unos ojos azules se alzaron hacia el científico.

—Adelante —ordenó categóricamente la mujer.

Arvardan obedeció y durante un cuarto de hora, aparte de alguna orden en apagada pero brusca voz, la desconocida no dijo nada. El arqueólogo le lanzó furtivas miradas y pensó con repentino deleite que era guapa..., pero ella no tenía ojos para otra cosa que no fuera la carretera.

Y no dejaba de mirar hacia atrás.

Detuvieron el coche, o lo hizo Arvardan, siguiendo las instrucciones de la mujer: en una esquina de un barrio residencial despoblado. Después de una pausa precautoria, la mujer le indicó que siguiera adelante y se adentraron despacio en un camino de acceso que acababa en la suave rampa de un garaje particular.

La puerta se cerró en cuanto entraron y la luz del vehículo fue la única fuente de iluminación.

—Ahora escúcheme bien —dijo ella con voz grave—. No creo que alguien nos haya seguido, pero si oye algún ruido, abráceme muy fuerte y… y… ya sabe.

Arvardan asintió seriamente.

—Creo que podré improvisar sin problemas. ¿Es necesario aguardar algún ruido?

La mujer se ruborizó.

—No bromee. Es un truco para evitar sospechas sobre nuestras intenciones reales. Usted debería entenderlo.

Arvardan, desesperado, dejó caer las manos en su regazo y arrugó una comisura de su labio.

—Mi querida señorita, le juro que no entiendo nada. No estoy familiarizado con las costumbres de la Tierra y si aquí se considera normal que una joven sea tan agresiva en sus atenciones amorosas, suponiendo que se trate de eso, espero que perdone mi ignorancia y me explique exactamente qué desea.

La mujer suspiró bruscamente y sus ojos se oscurecieron de orgullo.

—Está comportándose de una forma muy odiosa, y en cuanto hayamos terminado aquí pienso despedazarlo. . . Mientras tanto, deje de disimular. Sé que usted es agente imperial.

—¿Yo? —repuso Arvardan con súbito vigor.

—Naturalmente. Por eso le he traído aquí. Ellos no conocen este lugar y desconocen mi existencia.

—¿Quiénes son "ellos"?

—Los Antiguos, por supuesto. No le culpo por no confiar en mí, pero piénselo bien. Tiene que confiar en alguien, y yo soy la persona idónea, ¿no? Estoy jugándome la vida para sostener esta conversación con usted.

Arvardan la miró con curiosidad. De pronto le parecía muy joven, tal vez aún no había cumplido los veintiuno, pero era más que guapa. Notó que estaba derivando hacia asuntos secundarios y volvió al tema central.

—¿Puedo pensarlo? —dijo en voz suave—. Se trata de una decisión terriblemente importante, este asunto de confiar en la gente, ¿no le parece?

La joven asintió.

—Bien, le doy quince minutos, aunque el tiempo es muy importante. Al cabo de ese tiempo deberá haber tomado la decisión de confiar en mí... No diré una sola palabra.

Cruzó las manos en su regazo y fijó la mirada al frente, más allá del parabrisas que sólo dejaba ver la pared lisa del garaje.

El arqueólogo la contempló a su antojo. La suave línea de la barbilla contradecía el esfuerzo de firmeza a que ella la forzaba, y su nariz era recta y fina. Su tez poseía el rico viso tan característico en la Tierra. . . y, no obstante, sus facciones carecían de los rasgos grotescos tan famosos en la caricaturas de terrestres hechas en Sirio.

Arvardan notó que ella estaba mirándole por el rabillo del ojo. La joven se apresuró a corregir su gesto y miró de nuevo al frente... antes de volver los ojos con tímida curiosidad.

—¿Qué ocurre? —dijo el científico.

Ella se volvió hacia Arvardan y se mordió el labio inferior.

—Estaba mirándole.

—Sí, ya lo he notado. ¿Tengo una mancha en la nariz?

—Ah-ah. —Su cabello parecía flotar y revolotear suavemente en cuanto movía la cabeza—. Aparte del procurador, usted es el primer hombre de la galaxia que conozco..., y él siempre va envuelto en tanta ropa de plomo que parece un saco de patatas.

—¿Soy distinto?

—Oh, sí... ¿No teme la radiactividad del ambiente? Viste ropa ordinaria.

—Bien, igual que usted..., con la excepción de que su ropa tiene un aspecto magnífico cuando usted la viste.

Aparecieron hoyuelos en las mejillas de la joven.

—No aquí. Pero creía que los galácticos eran distintos.

—Pues bien, no son tan distintos como supone. No creo que la radiactividad sea tan peligrosa: todavía no me siento enfermo. No se me está cayendo el pelo. —Le dio un tirón—. No tengo el estómago encogido y seguramente tendré hijos algún día, si lo intento en la forma correcta.

Pronunció gravemente la última frase y los ojos de la joven se entrecerraron para mirarle. Después ella se echó a reír.

—Está loco.

—Hum. Le sorprendería saber cuántos arqueólogos inteligentes y famosos han dicho lo mismo… y además en largos discursos.

—Bien, está loco. No se parece a los terrestres.

—Ustedes siempre dicen eso. ¿Por qué soy distinto?

—Es cordial. Los terrestres siempre recelan.

—Eh, alto, eso es adulación simplona. No puede engañar a un viejo zorro como yo. Aún no he dicho que confíe en usted.

—Ah, lo hará —y la mujer asintió confiadamente—, porque si no pensara hacerlo no seguiría sentado aquí.

—¿Opina que tengo que hacer grandes esfuerzos para seguir sentado a su lado? Si es así, se equivoca, ¿sabe? Además, yo podría tener el muy astuto plan de sonsacarle todos sus secretos sin delatarme.

—¿Por qué? No soy enemiga de usted, ni del Imperio.

—¿Pero cómo puedo saber eso? Tal vez sea agente enemiga, preparando todo para atraparme con su maléfico encanto. ¿Qué me dice de eso?

La joven recobró su aire altanero.

—No soy ese tipo de mujer.

—Su aspecto indica lo contrario. Aunque las agentes enemigas seductoras siempre se fingen inocentes. Esos son sus maliciosos métodos.

La altanería desapareció y la joven dejó escapar una risita.

—Usted está loco en todos los sentidos. —Y acto seguido fue toda actividad—. En fin, los quince minutos han pasado. ¿Está dispuesto a confiar en mí?

—Bien… —Arvardan enarcó las cejas, apoyó uno de sus morenos brazos en el mecanismo de conducción y observó pensativamente a la mujer—. No comprendo cómo puedo responder si ni siquiera sé quién es usted. ¿Cómo se Dama?

La joven quedó boquiabierta.

—¡Oh, no, no se lo he dicho!

—No, es cierto. Y naturalmente eso me hace pensar que no confía en mí. La confianza ha de ser mutua.

—Pero usted me vio en casa del doctor Shekt.

— Vi un destello de ropas rojas, creo, pero nada más. ¿Era usted?

Ella asintió.

—Ajá. Soy hija del doctor Shekt. Me llamo Pola Shekt.

—Bien. Yo soy Bel Arvardan. ¿Qué tal, Pola? —Tendió una mano en la que desapareció momentáneamente la de la mujer y hubo un serio apretón de manos—. No tendré que llamarla señorita Shekt, ¿eh? —Pola arrugó la frente—. ¿Lo preferiría? —Arvardan hizo una mueca—. Creo que eso sería espantoso, ¿usted no?

—Pues llámeme Pola. ¿Debo llamarlo Bel?

—No respondo a otro nombre, ¿sabe?

—¿Estamos Listos para entrar en materia?

—En cualquier clase de materia —dijo él con fervor.

Ella le sonrió, y con el brillo de la sonrisa, Arvardan experimentó de pronto un extraño tipo de shock eléctrico que afectaba órganos internos de existencia desconocida para él.

—Ahora explíquemelo todo —dijo.

—Bien, desconozco cuánto sabe usted siendo agente imperial, pero de todas formas puedo explicarle una cosa. El destino de la galaxia entera está en juego. Estoy convencida.

El primer impulso de Arvardan fue echarse a reír. Ella hablaba muy en serio, y el melodrama brotaba con suma dulzura de sus labios. Y entre el impulso y el acto, el arqueólogo recordó algunos detalles. Las insinuaciones vagas y amenazadoras de Ennius, el odio y la mortífera animosidad de los viajeros del avión cuando conocieron su origen galáctico, el primer ministro y sus recelos, el doctor Shekt y su rareza... Arvardan resolvió no reír, al menos durante un rato.

—Adelante —dijo con aire solemne—. ExpLíqueme los detalles.

—La Tierra va a sublevarse.

La voz de Pola se redujo a un apagado susurro.

Arvardan no pudo resistirse a un instante de diversión.

—¡No! —exclamó, con los ojos muy abiertos—. ¿La Tierra entera?

Pero Pola mostró en su mirada una furia instantánea.

—Mire, no sea tan chistoso. Esto es muy serio, porque podría destruir todo el Imperio.

—¿La Tierra hará todo eso? —Arvardan contuvo un estallido de risa y añadió suavemente—: Pola, ¿qué tal va su galactografía?

—Tan bien como la de cualquiera, maestro, y de todas formas, ¿qué tiene que ver eso?

—Tiene mucho que ver. La galaxia tiene un volumen de varios millones de años-luz cúbicos. Contiene dos millones de planetas habitados y una población aproximada de quinientos mil billones de personas. ¿De acuerdo?

—Supongo que sí.

—Bien, la Tierra es un solo planeta, con una población de veinte millones y además sin recursos. En otras palabras, hay veinticinco mil millones de ciudadanos galácticos por terrestre... ¿Qué daño puede causar la Tierra?

—¿Está seguro? —Durante un momento la joven pareció sumida en dudas, pero se recuperó—. Pues es la verdad. Mi padre está convencido, y él está bien informado.

—La Tierra se ha sublevado otras veces —le recordó Arvardan—. Tres veces... y no causó en especial ningún daño.

—Esta vez es distinto.

—Querida mía —dijo Arvardan. Casi por sí sola, su mano se había extendido para tocar la mejilla de la joven de un modo no demasiado fraternal, pero el arqueólogo desvió el curso y se tiró de la oreja—. Querida mía, admito que la entrevista es fascinante. Posee elementos de misterio, intriga y, sobre todo, una conversadora preciosa. Pero no comprendo qué trata de decirme.

—¡Oh! —exclamó ella—. Creo que no está saliendo tal como lo planeé. Pensaba que si usted era agente imperial estaría al corriente de casi todo y podríamos trabajar juntos..., con mi padre.

—¿Su padre? —inquirió secamente Arvardan—. ¿Se refiere al doctor Shekt, tan ansioso de verme que no me dejó pasar de la puerta de su casa?

—No podía —dijo seriamente Pola—. ¿No lo comprende? El primer ministro lo ha estado vigilando y siguiéndolo desde hace meses y mi padre no se atrevió a hablar con usted. ¿Por qué supone que le he hecho venir aquí? Me lo dijo mi padre, él preparó todo.

—Ah... Bien, ¿dónde está él, pues? ¿Aquí?

—¿Han dado las diez?

—Sí.

—Entonces debe de estar arriba..., si no lo han atrapado. —Miró alrededor estremeciéndose involuntariamente—. Podemos entrar en la casa por el mismo garaje y usted vendrá conmigo. . .

Tenía ya la mano en el botón que controlaba la puerta del coche cuando se quedó inmóvil. Su voz fue un susurro ronco.

—Viene alguien... Oh, deprisa...

Las demás palabras quedaron apagadas. Arvardan no tuvo problema alguno para recordar la orden inicial de la joven. Sus brazos la rodearon con naturalidad y de inmediato Pola estuvo cordial y blanda contra su cuerpo. Los labios de ella temblaron sobre los del arqueólogo. Durante cerca de diez segundos Arvardan forzó los ojos al máximo para ver el primer rayo de luz o escuchar el primer paso, pero después se sintió anegado y barrido por la dulzura de la situación. Pasó bastante rato antes de que ella se separara y ambos descansaron un instante mientras mantenían unidas sus mejillas.

—Debe de haber sido un ruido del tráfico —dijo Arvardan con ensoñador deleite.

—Lo supongo —murmuró ella, y de pronto se apartó, se arregló el pelo v retocó el cuello de su vestido con gestos formales y precisos—. Creo que será mejor entrar ahora en la casa. Apague las luces del coche. Tengo una pequeña linterna.

Arvardan bajó del vehículo después que Pola y en la oscuridad ella le pareció una sombra sutilísima con la pequeña mancha de luz que brotaba de la linterna.

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