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Authors: Isaac Asimov

Cuentos paralelos (20 page)

BOOK: Cuentos paralelos
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—¿Qué edificio? —preguntó en tono de hastío el coronel.

—¿Puede ponerme en contacto con el procurador, por favor? —espetó Arvardan.

Hubo una pausa de estancamiento. Finalmente, el coronel intervino con voz grave.

—¿Se da usted cuenta de que al secuestrar a un terrestre se ha hecho merecedor de juicio y condena por parte de las autoridades de la Tierra? Normalmente, por principios, el Imperio protege a sus ciudadanos e insiste en la celebración de un juicio galáctico. Pero la situación en la Tierra es delicada..., y a menos que usted responda satisfactoriamente a mis preguntas, me veré forzado a entregarles, a usted y a sus compañeros, a las autoridades locales.

—¡Pero eso sería una sentencia de muerte! ¡También para usted! Coronel, soy ciudadano del Imperio y exijo que me reciba el pro...

Un zumbador del escritorio del coronel le interrumpió. El militar se volvió hacia el aparato y apretó un botón.

—¿Sí?

—¡Señor! —La voz se oía con claridad—. Un grupo de nativos ha rodeado el fuerte. Se cree que van armados.

—¿Ha habido actos violentos?

—No, señor.

No había muestras de emoción en el semblante del coronel.

—Estado de alerta para la artillería y la aviación. Todos los hombres en posición de combate. Que no dispare nadie si no es por motivos defensivos. ¿Entendido?

—Sí, señor. Un terrestre con bandera de paz pide audiencia.

—Mándemelo. . . Y que venga otra vez el secretario del primer ministro.

El coronel miró fríamente al arqueólogo.

—Confío en que comprenda la increíble naturaleza de sus actos.

—¡Exijo estar presente en la entrevista! —exclamó Arvardan, al borde de la incoherencia dada su furia—. ¡Y exijo también saber el motivo de que haya tenido que pudrirme durante seis horas bajo vigilancia mientras usted conversaba a puerta cerrada con un traidor nativo!

—¿Está formulando acusaciones, caballero? —inquirió el coronel, y también su tono iba en aumento.

—No, señor... Pero voy a recordarle que será responsable de sus actos a partir de ahora y que podría ser famoso en el futuro como el hombre que aniquiló a su pueblo.

—¡Silencio! En cualquier caso no soy responsable ante usted... A partir de ahora las cosas se harán como yo decida. ¿Ha entendido?

El secretario entró por la puerta que mantenía abierta un soldado. En sus labios enrojecidos e hinchados asomaba una fría sonrisa. Inclinó la cabeza ante el coronel y, aparentemente, no dio muestra alguna de conocer la presencia de Arvardan.

—Caballero —dijo el coronel al terrestre—, he comunicado al primer ministro los detalles de su presencia aquí y cómo se produjeron los hechos. Su detención es, por supuesto, totalmente..., eh... anormal y tengo la intención de dejarle en libertad en cuanto pueda. Sin embargo, hay aquí un caballero que, como ya debe saber usted, ha formulado una acusación muy grave contra usted, una acusación que, dadas las circunstancias, debemos investigar...

—Comprendo, coronel —dijo tranquilamente el secretario—. Pero como ya le he explicado, este hombre sólo leva en la Tierra, creo, tres o cuatro días y sus conocimientos sobre nuestra política interna son nulos. Se trata de una base francamente frágil para hacer cualquier clase de acusación.

—No soy el único que formula esa acusación —replicó con enojo Arvardan.

El secretario no miró al arqueólogo, ni en ese momento ni después. Estaba hablando exclusivamente con el coronel.

—Un científico local está involucrado en esto, un científico que por estar acercándose a los sesenta años normales de vida padece delirios de persecución... Y el otro es un individuo de antecedentes desconocidos y un historial de imbecilidad.

Arvardan se puso en pie de un brinco.

—Exijo ser escuchado....

—Siéntese —dijo el coronel con frialdad y hostilidad—. Se ha negado a discutir el asunto conmigo. La negativa sigue siendo válida... Que traigan al hombre que lleva bandera de paz.

Se trataba de otro miembro de la Sociedad de Antiguos. Tan sólo el aleteo de uno de sus párpados reveló emoción por su parte al ver al secretario. El coronel se levantó.

—¿Es portavoz de los hombres que están ahí afuera? —preguntó.

—Sí, señor.

—Supongo entonces que esta reunión tumultuosa e ilegal se basa en la exigencia de recobrar a su compatriota.

—Sí, señor. Debe quedar en libertad inmediatamente.

—¡Por supuesto! No obstante, en interés de la ley y el orden y por el debido respeto a los representantes de Su Majestad Imperial en este planeta, el asunto no puede discutirse mientras haya hombres armados congregados y sublevados contra nosotros. Debe ordenar a los suyos que se dispersen.

El secretario intervino afablemente.

—El coronel tiene toda la razón, hermano Cori. Por favor, calma la situación. Aquí estoy perfectamente seguro y no hay riesgos... para nadie. ¿Comprendes?... Para nadie. Doy mi palabra de Antiguo.

—Muy bien, hermano. Me alegra que estés a salvo.

Lo condujeron afuera.

—Nos ocuparemos de que salga de aquí sin problemas en cuanto la situación de la ciudad recobre la normalidad —dijo brevemente el coronel.

Arvardan estaba en pie otra vez.

—Lo prohíbo. Va a dejar suelto al futuro asesino de la raza humana. Exijo una entrevista con el procurador de acuerdo con mis derechos constitucionales como ciudadano galáctico. —Y en el paroxismo de la frustración añadió—: ¿Va a mostrar más consideración a un perro terrestre que a mí?

La voz del secretario se alzó por encima de esa última frase casi incoherente de ira.

—Coronel, con gusto me quedaré aquí hasta que mi caso sea atendido por el procurador, si eso es lo que desea este hombre. Una acusación de alta traición es grave y las sospechas, por muy exageradas que sean, podrían bastar para que yo dejara de ser útil a mi pueblo. Agradecería enormemente la oportunidad de probar ante el procurador que nadie como yo es tan leal al Imperio.

—Admiro sus sentimientos, caballero —dijo muy erguido el coronel—. Y no tengo inconveniente en admitir que mi actitud, de estar yo en su lugar, sería muy distinta... Trataré de comunicar con el procurador.

Arvardan no dijo nada hasta que volvieron a llevarlo a la celda.

Evitó las miradas de los otros. Durante largo tiempo permaneció sentado e inmóvil, con un nudillo atrapado entre sus inquietos dientes.

Finalmente intervino Shekt.

—¿Y bien?

Arvardan sacudió la cabeza.

—Casi lo he echado todo a perder.

—¿Qué ha hecho?

—Perder la paciencia, ofender al coronel, no conseguir nada... No soy diplomático, Shekt.

El físico estaba de pie, con sus arrugadas manos cruzadas a la espalda.

—¿Y Ennius? ¿Va a venir?

—Supongo que sí... Pero a solicitud del secretario, cosa que no puedo comprender.

—A solicitud del secretario... En ese caso mucho me temo que Schwartz está en lo cierto.

—¿Cómo? ¿Qué ha dicho Schwartz?

El rollizo terrestre se hallaba sentado en su catre. Se alzó de hombros en el momento que todas las miradas se dirigían hacia él y extendió las manos en un gesto de impotencia.

—Capté el contacto mental del secretario cuando pasaba junto a nuestra puerta, hace un momento... Ya había sostenido una larga conversación con ese oficial que ha hablado con usted.

—Lo sé. ¿Qué tiene eso de especial?

—No hay preocupación o temor en su mente. Sólo odio... Y ahora es sobre todo odio hacia nosotros, por capturarle, por arrastrarle hasta aquí. Hemos herido su vanidad, ha quedado mal. Pretende desquitarse. He visto en su mente breves imágenes de los sueños que alimenta. De él mismo, sin ayuda, evitando que la galaxia haga algo para frenarle incluso cuando nosotros, con lo que sabemos, actuamos contra él. El secretario está dándonos oportunidades, y luego nos aplastará de todas maneras y triunfará sobre nosotros.

—¿Pretende decir que van a poner en peligro sus planes, sus sueños imperiales, para tomarse una miserable venganza? Eso es de locos.

—Lo sé —dijo Schwartz en tono categórico—. El secretario está loco

—¿Y piensa él que triunfará?

—Exacto.

—En ese caso le necesitamos, Schwartz. Necesitamos su cerebro. Escúcheme…

Pero Shekt estaba meneando la cabeza.

—No, Arvardan, eso no resultaría. Desperté a Schwartz cuando usted se fue y hemos discutido el asunto. Sus facultades mentales, que él sólo puede describir vagamente, no están bajo un control perfecto, de eso no hay duda. Es capaz de atontar a un hombre, paralizarlo, dominar los músculos voluntarios de mayor tamaño incluso en contra de la voluntad de la víctima, pero ahí termina todo. En el caso del secretario, Schwartz no logró hacerle hablar. Los pequeños músculos de las cuerdas vocales superan su capacidad. Tampoco fue capaz de coordinar los movimientos para que el canalla condujera el coche, y mientras estuvo andando tuvo dificultades para mantenerlo en equilibrio. En consecuencia, es obvio que no podríamos controlar a Ennius, por ejemplo, hasta el punto de obligarle a cursar o redactar una orden. He pensado en eso, ¿sabe?...

Shekt sacudió la cabeza mientras su voz se apagaba.

Arvardan sintió que la angustia de la futilidad le sobrecogía.

—¿Dónde está Pola?

—Durmiendo en la otra habitación.

Habría ansiado ir a despertarla... Ansiado..., oh, habría ansiado tantas cosas...

Arvardan miró su reloj. Sólo quedaban treinta horas.

17. El plazo que cumplió

Arvardan miró su reloj. Sólo quedaban seis horas.

Miró alrededor de un modo nebuloso y sin esperar nada. Todos estaban allí..., incluso el procurador, por fin. Pola se hallaba junto a él, con sus dedos, cálidos y finos en la muñeca del arqueólogo y aquella expresión de miedo y agotamiento que enfurecía a Arvardan más que cualquier otra cosa, hasta el punto de odiar toda la galaxia.

Quizá todos merecían la muerte, aquellos estúpidos, estúpidos, estúpidos. . .

Apenas veía a Shekt y Schwartz. Los dos estaban sentados a su izquierda. Y allí estaba también el secretario, con los labios aún hinchados y una mejilla con magulladuras de color enfermizo; debía de dolerle horriblemente cuando hablaba... Y los labios de Arvardan una sonrisa brutal al pensar en ello y sus manos se cerraron y retorcieron. . .

Delante del grupo se hallaba Ennius, ceñudo, inseguro, ataviado con aquella ropa pesada, deforme, impregnada de plomo...

También él era un estúpido... Arvardan notó que un estremecimiento de odio recorría su cuerpo al pensar en aquellos gobernantes galácticos que sólo deseaban paz y tranquilidad. ¿Dónde estaban los conquistadores de hacía tres siglos? ¿Dónde?

Quedaban seis horas...

Ennius había recibido la llamada de la guarnición de Chica dieciocho horas antes y recorrió medio planeta después de saber que se requería su presencia. Los motivos que le indujeron a ello eran oscuros. En esencia, había pensado él, nada importante había en el asunto aparte del secuestro lamentable de una de las curiosidades vestidas de verde de aquel planeta supersticioso y obsesionado por los duendes. Eso y las acusaciones, vagas y no documentadas. Nada que el coronel no pudiera abordar sobre el terreno.

Y, sin embargo, estaban sus presagios de rebelión terrestre, y estaba Shekt. Shekt implicado en el asunto...

En ese momento estaba sentado ante ellos, meditante, consciente por completo de que su decisión en el caso podía precipitar la revuelta, quizá debilitar su posición en la corte, anular sus posibilidades de mejora... En cuanto al largo discurso de Arvardan sobre amenazas en forma de virus y epidemias desenfrenadas, ¿hasta qué punto debía considerarlo en serio? Al fin y al cabo, si tomaba medidas basándose en esos datos, ¿cuán creíble parecería el asunto a sus superiores?

Y, por todo ello, pospuso el problema en su mente e interrogó al secretario.

—Seguramente tendrá usted algo que decir al respecto. . .

—Sorprendentemente poco —repuso el secretario con enorme confianza—. Tan sólo preguntar qué pruebas tiene ese hombre.

—Su excelencia —dijo Arvardan, ofendido—, ya le he dicho que ese hombre lo confesó con todo detalle anteayer, cuando estuvimos detenidos.

—Tal vez decida usted dar crédito a esas palabras, su excelencia —respondió el secretario—, pero se trata simplemente de otra afirmación sin fundamento. En realidad los únicos hechos que diversos observadores neutrales podrán confirmar son que yo fui la única persona hecha prisionera por la fuerza, no ellos, que fue mi vida la que estuvo en peligro, no la de ellos. Ahora me gustaría que mi acusador explicara cómo ha podido averiguar todo esto en la media semana que lleva en el planeta, cuando usted, procurador, en años de servicio no ha descubierto nada en mi contra.

—Hay lógica en lo que dice el hermano —admitió lentamente Ennius—. ¿Cómo ha podido enterarse?

—Antes de la confesión del acusado fui informado de la conspiración por el doctor Shekt —dijo gravemente Arvardan.

—¿Es cierto, doctor Shekt? ¿Y cómo se enteró usted?

La mirada del procurador se desvió hacia el físico.

—El doctor Arvardan —dijo el aludido— ha sido admirablemente minucioso y preciso en su descripción del uso que se dio al sinapsificador y al referirse a las declaraciones hechas en el lecho mortuorio por el bacteriólogo F. Smitko.

—Pero, doctor Shekt, las últimas declaraciones de un hombre que delira no tienen excesivo peso. ¿No tiene otra prueba?

Arvardan interrumpió la conversación dejando caer su puño sobre el brazo del sillón.

—¿Es esto un tribunal de justicia? —bramó—. ¿Hay alguien acusado de violar las normas de tráfico? No tenemos tiempo para sopesar la evidencia. Se lo aseguro, tenemos hasta las seis de la mañana, cinco horas y media para anular esta enorme amenaza... Usted conoció el doctor Shekt anteriormente. ¿Opina de él que es un mentiroso?

El secretario intervino al instante.

—Nadie acusa al doctor Shekt de mentir deliberadamente, su excelencia. Lo que ocurre es que el buen doctor está muy preocupado últimamente por la proximidad de su sexagésimo cumpleaños. Mucho me temo que una mezcla de edad y miedo le ha provocado ligeras tendencias paranoicas, bastante comunes en la Tierra. . . ¿No ha notado algún cambio en el doctor en los últimos meses?

Ennius había observado un cambio, desde luego. Por las estrellas, ¿qué iba a hacer?

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