Cuentos paralelos (19 page)

Read Cuentos paralelos Online

Authors: Isaac Asimov

BOOK: Cuentos paralelos
13.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

Despacio, con precaución, Shekt se acercó al robot que era el secretario y, no sin desasosiego, extendió la mano. En la palma abierta se hallaba el desintegrador, con la culata hacia delante.

—Que lo coja, Schwartz —dijo Shekt.

La mano del secretario se extendió y cogió torpemente el arma. Ésta se movió con rapidez un instante y fue aferrada para entrar en acción. Hubo un destello vivo y destructor en los ojos del secretario. Y al instante el brillo se apagó. Despacio, muy despacio, el desintegrador ocupó su lugar en el cinto y la mano se apartó.

La risa de Schwartz tenía un tono estridente.

—Casi se sale con la suya.

Pero su rostro estaba pálido mientras hablaba.

—¿Y bien? ¿Puede dominarlo?

—Está luchando como un diablo... Pero no va tan mal como antes.

—Eso se debe a que usted sabe qué está haciendo —dijo Shekt, dándole los ánimos que él prácticamente no tenía—. Transmita ahora. No intente dominar al secretario, limítese a fingir que lo está haciendo usted mismo.

—¿Puede hacerle hablar? —preguntó Arvardan.

Hubo una pausa..., y después un bronco gruñido del secretario. Otra pausa, otro sonido áspero.

—Eso es todo —dijo Schwartz, jadeante.

—Bien, no importa. Podemos pasar sin eso.

El recuerdo de las dos horas siguientes fue irrepetible para las dos personas que tomaron parte en la singular odisea. El doctor Shekt, por ejemplo, había adquirido una rara rigidez que le permitió ahogar todos sus temores en su apoyo vano y estupefacto a la lucha interna de Schwartz. Durante la aventura sólo tuvo ojos para la cara redondeada que poco a poco iba arrugándose y retorciéndose a causa del esfuerzo. Incluso cuando se reunieron con Pola, el físico apenas tuvo tiempo para dedicarle una mirada fugaz, un apretón rápido en la mano.

Fue Arvardan el que corrió hacia la joven, Arvardan el que explicó la situación con frases extrañas, embarulladas. Pola no se encontraba muy lejos, y tampoco hubo incidentes en el traslado desde la sala de reuniones al pequeño despacho donde estaba detenida la hija del físico. Los guardianes que vigilaban la puerta habían saludado bruscamente al ver al secretario, que correspondió con un gesto torpe, insulso. Nadie les molestó.

Pero al salir del edificio correccional, sólo entonces, Arvardan comprendió la locura de la tentativa. Y no obstante, el arqueólogo siguió ahogando sus penas en los ojos de Pola. Fuera por la vida que le estaban arrebatando, por el futuro que estaban destruyéndole, por la imposibilidad eterna de alcanzar la dulzura que había saboreado..., fuera por lo que fuese, nadie le había parecido nunca tan arrolladoramente deseable.

Posteriormente, Pola sería el compendio de sus recuerdos. Pero la Joven...

La joven no comprendía nada. La actitud rara y abstraída de Schwartz, la inclinación propia de un muerto del andar del secretario, las cosas increíbles que Arvardan había dicho, que ella apenas había comprendido a medias... El soleado brillo matutino cegaba sus ojos desacostumbrados a la luz, por lo que el rostro vuelto hacia abajo del arqueólogo era una mancha ante ella. Pola le sonrió y notó la fuerza y la dureza del brazo sobre el que se apoyaba muy suavemente el suyo. Ése fue el recuerdo que perduró después: músculos lisos y firmes ligeramente cubiertos por tela plástica de textura lustrosa, fina y fría bajo la muñeca de la joven...

Schwartz se hallaba sumido en sudorosa angustia. El curvado camino de acceso que se alejaba de la entrada lateral por la que habían salido estaba francamente desierto. Schwartz sintió un enorme alivio por ello.

Sólo él conocía el coste completo del fracaso. En la mente enemiga que estaba controlando podía captar la sensación de humillación insoportable, el odio descomunal, los propósitos sumamente horribles. Tuvo que registrar esa mente en busca de información que le orientara, la posición del coche oficial, la ruta más conveniente a seguir. . . Y al hacer tal cosa encontró también la irritante amargura de la venganza que se desataría si su control vacilaba tan sólo una décima de segundo.

Las fortalezas secretas de la mente que se veía forzado a registrar iban a ser posesión personal de Schwartz para siempre. Posteriormente llegarían las horas grises de muchos amaneceres inocentes en los que él guiaría de nuevo los pasos de un loco por los peligrosos caminos de una ciudadela enemiga.

Schwartz jadeó más que habló cuando llegaron al vehículo de superficie. No se atrevió a relajarse un poco para pronunciar frases conexas y dijo rápidamente unas palabras como si se atragantara.

—Imposible..., conducir coche..., imposible... obligar secreta rio... conducir..., complicado..., no puedo...

Shekt lo tranquilizó con un suave sonido. El físico no osó tocarlo, no osó hablarle normalmente, no osó distraer la mente de Schwartz un solo momento.

—Sólo tiene que meterlo en el asiento trasero, Schwartz —musitó—. Yo conduciré, sé hacerlo. A partir de ahora limítese a controlar al secretario.

En cuanto al papel del secretario durante estos hechos, ni siquiera es posible especular. Cautivo de sus prisioneros, armado pero indefenso frente a unos hombres desarmados... Investigar el asunto podría ser incluso poco conveniente.

El vehículo de superficie del secretario era un modelo especial. Puesto que era especial, era distinto. Atraía la atención. Su faro delantero de color verde giraba a izquierda y derecha con rítmicas oscilaciones conforme la luz se apagaba y encendía produciendo destellos esmeraldinos. La gente se detenía a mirar. Otros vehículos que avanzaban en dirección contraria se apartaron con respetuosa precipitación.

Si el coche hubiera sido menos llamativo, menos sobresaliente, los transeúntes habrían tenido tiempo de reparar en el pálido e inmóvil Antiguo que ocupaba el asiento trasero, quizá se hubieran extrañado, quizás hubieran olido el peligro...

Pero sólo repararon en el coche, y el tiempo fue pasando. . .

Un soldado impedía el paso ante las relucientes puertas de acero cromado que se alzaban abruptamente con el estilo elegante e impresionante característico de todas las estructuras imperiales, en vivo contraste con la arquitectura plana y triste de la Tierra. La enorme arma reglamentaria del militar se situó horizontalmente en un gesto de obstrucción y el vehículo se detuvo. Arvardan asomó la cabeza.

—Soy ciudadano del Imperio, soldado. Desearía ver a su comandante.

—Tendré que ver su documentación, señor.

—Me la han quitado. Soy Bel Arvardan de Baronn. Tengo asuntos que tratar con el procurador, y mucha prisa.

El soldado acercó una muñeca a sus labios y habló en voz baja por el transmisor. Hubo una pausa mientras aguardaba la respuesta..., y luego bajó e1 rifle y se hizo a un lado. Las puertas fueron abriéndose poco a poco.

16. El plazo que cumplía

Debía de ser mediodía cuando el primer ministro, desde Washenn, intentó localizar a su secretario a través del televisor y la búsqueda del Antiguo no dio resultado. El primer ministro reacciono con disgusto; los cargos menores del edificio correccional experimentaron inquietud.

Hubo preguntas después, y los guardianes de la sala de reuniones fueron precisos al asegurar que el secretario había salido con los prisioneros a las diez y media de la mañana... No, no había dejado instrucciones... No sabían adónde había ido. Lógicamente no tenían derecho a preguntar.

La chica también se había ido. Otro grupo de guardianes manifestó la misma falta de información. El ambiente general de ansiedad fue creciendo y formando torbellinos.

A las dos de la tarde llegó el primer informe asegurando que el vehículo de superficie del secretario había sido visto por la mañana. Nadie había visto si el secretario iba dentro. Algunas personas creían haberlo visto al volante, pero sólo lo suponían, ésa era la verdad. . .

A las dos y media se había determinado que el coche había entrado en Fuerte Dibburn.

Poco antes de las tres se decidió por fin llamar al comandante. Respondió un teniente.

Según supieron, en ese momento era imposible facilitar información sobre el tema. Sin embargo, los oficiales de Su Majestad Imperial rogaban que se mantuviera el orden. Rogaban además que la noticia de la ausencia de un miembro de la Sociedad de Antiguos no fuera difundida hasta nueva orden.

Eso fue suficiente. Hombres involucrados en actos de alta traición no pueden correr riesgos, y cuando uno de los miembros principales de una conspiración se halla en manos del enemigo, ello sólo puede indicar que ha sido descubierto o que ha traicionado a los suyos. Esas eran las dos caras de esta moneda. Cualquiera de ellas significaba la muerte.

La noticia se difundió.

La población de Chica empezó a moverse. Los demagogos profesionales ocuparon las esquinas de las calles. Los arsenales secretos fueron abiertos violentamente y muchas manos sacaron armas de ellos. Se formó una serpenteante columna hacia el fuerte y a las seis de la tarde el comandante recibió otro mensaje, en esta ocasión mediante envío personal.

Esta actividad no se correspondía con los hechos que se producían en el interior del fuerte. Todo había empezado de forma dramática, cuando el joven oficial que salió a recibir al vehículo extendió la mano hacia el desintegrador del secretario.

—Yo me encargaré de eso —dijo lacónicamente.

—Deje que lo coja, Schwartz —ordenó Shekt.

La mano del secretario cogió el desintegrador y se extendió. El arma abandonó la mano..., y Schwartz suprimió su control y dejó escapar un gemido a causa de la insoportable tensión que sufría.

Arvardan estaba preparado. Cuando el secretario reaccionó igual que un rollo de acero loco libre de la compresión, el arqueólogo se echó sobre él y dejó caer con fuerza sus puños.

El oficial dio órdenes bruscamente. Varios soldados se acercaron corriendo. Cuando unas manos burdas agarraron a Arvardan por el cuello de la camisa y le arrastraron fuera del coche, el secretario yacía fláccido en el asiento. Sangre oscura brotaba débilmente de las comisuras de sus labios. La mejilla de Arvardan, magullada ya antes de llegar al fuerte, mostraba una herida y sangraba.

El arqueólogo se arregló el cabello con gestos temblorosos. Después señaló al secretario con un dedo rígido.

—¡Acuso a este hombre de conspirar para derrocar al gobierno imperial! —gritó con firmeza—. Debo ver inmediatamente al comandante en jefe.

—Ya nos ocuparemos de eso —repuso cortésmente el oficia—. Si tienen la bondad, síganme... todos ustedes.

Y en ese punto se detuvo la actividad, durante horas. La habitación ocupada por el grupo era particular y estaba bastante limpia. Por primera vez desde hacía doce horas tuvieron oportunidad de comer, cosa que hicieron con prontitud y eficiencia a pesar de la situación. Incluso tuvieron oportunidad de satisfacer esa otra necesidad de la civilización: tomar un baño.

Sin embargo, la habitación estaba vigilada y cuando el sol descendía hacia el horizonte Arvardan perdió por fin la paciencia.

—¡Pero si tan sólo hemos cambiado de cárcel! —exclamó.

La rutina insípida y trivial del campamento militar iba desarrollándose alrededor del grupo, haciendo caso omiso de éste. Schwartz estaba durmiendo y la mirada del arqueólogo se dirigió a él. Shekt meneó la cabeza.

—Todavía no... Duerme porque está desesperado.

—Pero sólo quedan treinta y nueve horas.

—Lo sé..., pero hay que esperar.

Sonó una voz fría.

—¿Quién de ustedes afirma ser ciudadano del Imperio?

Arvardan se levantó de un brinco.

—Sígame —dijo el soldado.

El comandante en jefe de Fuerte Dibburn era un coronel enmohecido tras años de servicio al Imperio. En la profunda paz de las últimas generaciones había poca "gloria" obtenible para un oficial del ejército y el coronel, igual que el resto de oficiales, no había obtenido ninguna. Pero durante el ascenso largo y lento desde cadete militar había servido en todas partes de la galaxia, de modo que incluso una guarnición en aquel mundo neurótico que era la Tierra representaba para él otra tarea más y simplemente eso. El coronel sólo deseaba las rutinas tranquilas del servicio normal. No pedía nada más que lo usual y en ese momento estaban negándoselo.

Parecía reflejar cansancio cuando entró Arvardan. Llevaba abierto el cuello de la camisa y su túnica, con el llameante color amarillo de la Nave Espacial y el Sol del Imperio, pendía descuidadamente en el asiento de su silla. Hizo sonar los nudillos de su mano derecha con aire distraído mientras miraba solemnemente a Arvardan.

—Un asunto muy confuso, todo esto —dijo—. Mucho. ¿Me per mite saber su nombre?

—Bel Arvardan de Baronn, señor. Arqueólogo al mando de una expedición científica autorizada en la Tierra.

—Comprendo. Me informan que carece de documentos identificativos.

—Me los arrebataron, pero el resto de la expedición se halla en Everest. El mismo procurador puede identificarme.

—Perfectamente. —El coronel cruzó los brazos y se balanceó en la silla—. ¿Y si me ofreciera su versión de los hechos?

—Tengo noticia de una peligrosa conspiración por parte de un reducido grupo de terrestres que pretenden derribar por la fuerza el gobierno imperial, intenciones que, de no ser dadas a conocer de inmediato a las autoridades convenientes, podrían acabar con el gobierno y con gran parte del Imperio.

—Me parece una afirmación muy temeraria y exagerada. ¿Puedo conocer los detalles?

—Por desgracia, considero vital explicárselos al procurador en persona. Por tanto, solicito que se me ponga en comunicación con él ahora mismo, por favor.

—Hum... No actuemos con tanta prisa. ¿Sabe usted que el hombre que han traído aquí es el secretario del primer ministro de la Tierra?

—¡Desde luego!

—Y él es un instigador importante de esa conspiración que usted menciona.

—Lo es.

—Pruebas.

—No puedo discutir las pruebas con otra persona que no sea el procurador.

El coronel arrugó la frente y contempló las uñas de sus dedos.

—¿Duda de mi competencia en este caso?

—En absoluto, señor. Pero sólo el procurador posee autoridad para tomar las medidas decisivas y precisas en este caso.

—¿A qué medidas decisivas se refiere?

—Hay que bombardear y destruir por completo cierto edificio de la Tierra antes de treinta horas, o gran parte de la población del Imperio perderá la vida.

Other books

Knight's Curse by Duvall, Karen
Mr. Timothy: A Novel by Louis Bayard
Horse Talk by Bonnie Bryant
Long Shot by Mike Piazza, Lonnie Wheeler
Reckless Exposure by Anne Rainey
The Captive by Amber Jameson
Honor Bound by Michelle Howard
The Edge of Me by Jane Brittan