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Authors: Isaac Asimov

Cuentos paralelos (38 page)

BOOK: Cuentos paralelos
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—Nada que yo pueda evitar.

Después de todo, había subestimado las habladurías de los estudiantes.

—Oh, vamos, vamos. —El decano mostró impaciencia—. Estoy seguro de que no conozco lo suficiente de la historia como para juzgar, pero parece que es usted el centro de todas las habladurías; habladurías que son completamente impropias del espíritu y la dignidad de esta institución.

—No sé nada de todo eso —dijo el doctor Morton.

El decano frunció el ceño.

—Entonces parece usted más bien sordo. Me resulta sorprendente la forma en que el cuerpo docente puede permanecer en la completa ignorancia de asuntos que saturan por entero el cuerpo estudiantil. Nunca antes me había dado cuenta de ello. Yo mismo lo oí por accidente; por un accidente muy afortunado, de hecho, puesto que conseguí interceptar a un periodista que llegó esta mañana buscando a alguien llamado "el doctor Toomey, el profesor volante".

—¿Qué? —gritó el doctor Morton.

Roger escuchó con desaliento.

—Eso es lo que dijo el periodista. Cito sus propias palabras. Parece que uno de nuestros estudiantes llamó a su periódico. Eché al periodista e hice venir al estudiante a mi despacho. Según él, el doctor Toomey voló..., y utilizo la palabra "voló" porque así fue como insistió el estudiante en llamarlo..., bajando todo un tramo de escalones y volviendo a subirlos luego. Afirmó que hubo docenas de testigos.

—Solamente los bajé —murmuró Roger.

El decano Smithers estaba ahora recorriendo arriba y abajo la alfombra de su despacho. Parecía ser presa de una elocuencia febril.

—Ahora escuche, Toomey. No tengo nada contra las representaciones de aficionados. Desde mi llegada a este puesto he luchado denodadamente contra la pomposidad y la falsa dignidad. He animado el hermanamiento entre los distintos cuerpos de la facultad, y jamás he puesto objeción a una confraternización razonable con los estudiantes. Así que no puedo objetar nada si desea usted un show a sus estudiantes, en su propia casa.

»Seguramente se dará usted cuenta de lo que puede ocurrirle a la universidad si la prensa irresponsable la toma con nosotros. ¿Debemos dejar que el delirio hacia un profesor volante sustituya al delirio hacia los platillos volantes? Si los periodistas entran en contacto con usted, doctor Toomey, espero que niegue categóricamente todos los hechos que se le imputan.

—Comprendo, decano Smithers.

—Confío en que logremos salirnos de este incidente sin daño apreciable. Debo pedirle, con toda la firmeza que me confiere mi cargo, que nunca repita su..., esto..., hazaña. Si vuelve a ocurrir, me veré obligado a solicitar su dimisión. ¿Ha comprendido bien, doctor Toomey?

—Sí —dijo Roger.

—En ese caso, buenos días, caballeros.

El doctor Morton condujo a Roger de vuelta a su despacho. Esta vez, despidió a su secretaria y cerró cuidadosamente la puerta tras él.

—Por todos los cielos, Toomey —murmuró—, ¿tiene esta locura alguna conexión con su carta acerca de la levitación?

Los nervios de Roger estaban a punto de estallar.

—¿No resulta obvio? En esas cartas me refería a mí mismo.

—¿Puede usted volar? ¿Quiero decir, levitar?

—Puede utilizar la palabra que más le guste.

—Nunca he oído de tal... Maldita sea, Toomey, ¿le vio alguna vez levitar la señorita Harroway?

—En una ocasión. Fue un accid. . .

—Por supuesto. Ahora todo resulta obvio. Estaba tan histérica que era difícil entender lo que decía. Contó que usted saltó hacia ella. Sonaba como si estuviera acusándole de..., de... —El doctor Morton parecía azarado—. Bueno, yo no la creí. Era una buena secretaria, entiéndalo, pero obviamente no una de esas destinadas a atraer la atención de un hombre. Me sentí realmente aliviado cuando se fue. Pensé que la próxima vez se presentaría con un revólver, o acusándome a mí... Usted..., usted levitó, ¿no?

—Sí.

—¿Cómo lo hace?

Roger agitó la cabeza.

—Ese es mi problema. No lo sé.

El doctor Morton se permitió una sonrisa.

—¿Seguro que no repele la ley de la gravedad?

—Sí, creo que es eso. Debe de haber algo relacionado con la antigravedad mezclado en el fenómeno, no sé cómo.

La indignación del doctor Morton ante el hecho de que una broma como aquella fuera tomada en serio era evidente.

—Mire, Toomey, eso no es algo que pueda tomarse a risa.

—Tomarse a risa. Santo cielo, doctor Morton, ¿tengo el aspecto de estarme riendo?

—Bueno..., necesita usted un descanso. Sin discusión. Un poco de descanso, y esa tontería suya pasará. Estoy seguro de ello.

—No es ninguna tontería. —Roger agitó un momento la cabeza, luego dijo, con tono tranquilo—: Le diré una cosa, doctor Morton, ¿le gustaría colaborar conmigo en esto? En cierto sentido, es algo que puede abrir nuevos horizontes en las ciencias físicas. No sé cómo funciona; simplemente no puedo concebir ninguna solución. Los dos, juntos. . .

La expresión de horror del doctor Morton era a aquellas alturas inconfundible.

—Sé que suena extraño —insistió Roger—. Pero se lo demostraré. Es algo completamente auténtico. Querría que no lo fuese.

—Oh, vamos. —El doctor Morton saltó de su silla—. No se canse. Necesita usted urgentemente un descanso. No creo que deba aguardar hasta junio. Váyase a casa ahora mismo. Veré que se le siga abonando su sueldo, y yo mismo me encargaré de sus clases. Solía hacerlo antes, ya sabe.

—Doctor Morton, esto es importante.

—Lo sé, lo sé. —El doctor Morton le dio una palmada en el hombro—. De todos modos, muchacho, tiene usted muy mal aspecto. Hablando francamente, tiene usted un aspecto infernal. Necesita un largo descanso.

—Puedo levitar. —La voz de Roger estaba subiendo nuevamente de volumen—. Usted intenta librarse de mí porque no me cree. ¿Piensa que estoy mintiendo? ¿Cuáles podrían ser mis motivos?

—Se está excitando innecesariamente, muchacho. Déjeme llamar por teléfono. Haré que alguien le lleve a casa.

—Le digo que puedo levitar —gritó Roger.

El doctor Morton se puso rojo.

—Mire, Toomey, no sigamos discutiendo eso. No me importaría aunque se echase a volar por los aires en este mismo momento.

—¿Quiere decir que ver no significa creer, en lo que a usted respecta?

—¿En la levitación? Por supuesto que no. —El jefe del departamento estaba casi vociferando—. Si le viera a usted volar, iría a ver a un optometrista o a un psiquiatra. Antes creeré que estoy loco que el que las leyes de la física...

Se interrumpió, y carraspeó fuertemente.

—Bien, como ya he dicho, no discutamos sobre eso. Voy a llamar por teléfono.

—No es necesario, señor. No es necesario —dijo Roger—. De acuerdo. Me tomaré un descanso. Adiós.

Salió rápidamente, caminando con más brío que nunca lo había hecho en los últimos días. El doctor Morton, de pie, las manos apoyadas planas sobre su escritorio, se quedó contemplando con alivio la espalda de Toomey mientras se alejaba.

James Sarle, el médico, se hallaba en la sala de estar cuando Roger llegó a casa. En el momento en que éste cruzó la puerta, el médico estaba encendiendo su pipa con una mano de recios nudillos rodeando la cazoleta. Sacudió el fósforo para apagarlo, y su rubicundo rostro se frunció en una sonrisa.

—Hola, Roger. ¿Dimitiendo de la raza humana? No he sabido nada de ti desde hace más de un mes.

Sus negras cejas se juntaron sobre el puente de la nariz, dándole una apariencia más bien condescendiente, que de alguna forma le ayudaba a establecer una atmósfera adecuada con sus pacientes.

Roger se volvió hacia Jane, que permanecía hundida en un sillón. Como de costumbre últimamente, su rostro mostraba una expresión de lánguido agotamiento.

—¿Por qué lo has traído aquí? —le dijo Roger.

—¡Alto! Alto, hombre —dijo Sarle—. Nadie me ha traído. Esta mañana encontré a Jane en el centro, y me invité. Soy más grande y fuerte que ella; no pudo impedirlo.

—Os encontrasteis por mera coincidencia, supongo. ¿Das hora también para tus coincidencias?

Sarle se echó a reír.

—Digámoslo de esta otra forma: ella me habló un poco de lo que ha estado pasando aquí.

—Siento que no estés de acuerdo, Roger —dijo Jane débilmente—, pero ha sido la primera oportunidad que he tenido de hablar con alguien que pueda comprender.

—¿Qué te hace pensar que él puede comprender? Dime, Jim, I ¿crees su historia?

—No es una cosa fácil de creer —dijo Sarle—. Lo admito. Pero lo estoy intentando.

—Está bien, supón que vuelo. Supón que me pongo a levitar ahora mismo. ¿Qué harías?

—Supongo que desmayarme. Quizás exclamara: "¡Santo Dios!". Quizá me echara a reír a carcajadas. ¿Por qué no lo probamos, y vemos lo que pasa?

Roger se lo quedó mirando fijamente.

—¿De veras deseas verlo?

—¿Por qué no iba a desearlo?

—Aquellos que lo han visto hasta ahora se han puesto a gritar, han echado a correr o se han quedado helados de horror. ¿Podrás soportarlo, Jim?

—Yo creo que sí.

—De acuerdo.

Roger se deslizó medio metro hacia arriba, y ejecutó diez veces un lento
entrechat
. Se quedó en el aire, las puntas de los pies apuntando hacia abajo, las piernas juntas, los brazos graciosamente extendidos en una amarga parodia de saludo.

—Mejor que Nijinski, ¿eh, Jim? —preguntó.

Sarle no hizo ninguna de las cosas que había sugerido que podía hacer. Excepto agarrar su pipa como si estuviera a punto de caérsele, no hizo absolutamente nada.

Jane había cerrado los ojos. Las lágrimas asomaban quietamente por entre sus párpados. .

—Baja, Roger —dijo Sarle.

Roger bajó. Tomó asiento y dijo:

—Escribí a una serie de físicos, hombres de gran reputación. Les expliqué la situación de una forma impersonal. Dije que pensaba que todo esto debería ser investigado. La mayor parte de ellos me ignoraron. Uno escribió al viejo Morton para preguntarle si yo era un farsante o estaba loco.

—Oh, Roger —murmuró Jane.

—¿Tú crees que se trata de algo malo? El decano me llamó hoy a su despacho. Me dijo que tenía que dejar de hacer esos juegos de salón. Parece que me caí por la escalera y automáticamente levité hasta abajo. Morton dice que no creerá que puedo volar ni siquiera aunque me vea en plena acción. En este caso ver no significa creer, dice, y en consecuencia me ordena que me tome un descanso. No pienso volver allí.

—Roger —dijo Jane, abriendo mucho los ojos—. ¿Estás hablando en serio?

—No puedo volver. Me dan asco, todos ellos. ¡Científicos!

—Pero ¿qué vas a hacer?

—No lo sé. —Roger hundió la cabeza entre las manos. Con voz ahogada, dijo—: Dímelo tú, Jim. Tú eres el psiquiatra. ¿Por qué no me creen?

—Quizá se trate de un asunto de autoprotección, Roger —dijo Sarle lentamente—. A la gente no le gustan las cosas que no puede comprender. Incluso hace algunos siglos, cuando muchas personas creían en la existencia de habilidades extranaturales, como volar sobre palos de escoba, por ejemplo, casi siempre se suponía que esos poderes eran originados por las fuerzas del mal.

»La gente aún sigue creyendo eso. Puede que no haya muchos que crean todavía literalmente en el diablo, pero la creencia generalizada de que todo lo extraño es malo subsiste. Lucharán contra la idea de creer en la levitación..., o se asustarán mortalmente si se ven obligados a tragar el hecho. Ésa es la verdad, así que enfréntate a ella.

Roger meneó la cabeza.

—Tú estás hablando de gente, y yo hablo de científicos.

—Los científicos también son gente.

—Ya sabes lo que quiero decir. Tengo aquí un fenómeno. No es brujería. No he hecho ningún trato con el diablo. Jim, tiene que existir una explicación natural. No sabemos todo lo que hay que saber sobre gravitación. Realmente, apenas sabemos nada. ¿No crees que es concebible que exista algún método biológico de anular la gravedad? Quizá yo sea una mutación de algún tipo. Quizá posea un..., bueno, llamémosle un músculo..., que puede anular la gravedad. Al menos puede anular el efecto de la gravedad en mí mismo. Bien, investiguemos eso. ¿Por qué quedarnos sentados con las manos cruzadas? Si conseguimos dominar la antigravedad, imagina lo que eso representará para la raza humana.

—Espera un momento, Roger —dijo Sarle—. Piensa un poco en el asunto. ¿Por qué te sientes tan infeliz al respecto? Según Jane, estabas casi loco de miedo el primer día que te ocurrió, antes de que tuvieras ninguna forma de saber que la ciencia iba a ignorarte y que tus superiores iban a mostrarse tan poco cooperativos.

—Eso es cierto —murmuró Jane.

—¿Por qué te ocurrió eso? —continuó Sarle—. Lo que tenías entre las manos era un nuevo, grande y maravilloso poder; una repentina liberación del horrible empuje de la gravedad.

—Oh, no digas tonterías —murmuró Roger—. Fue... horrible. No podía comprenderlo. Y sigo sin poder.

—Exacto, muchacho. Era algo que no podías comprender y, en consecuencia, algo horrible. Eres un físico. Sabes qué es lo que hace funcionar al universo. O si no lo sabes, sabes que hay otros que sí lo saben. Aunque nadie comprenda un determinado punto, sabes que algún día alguien lo comprenderá. La palabra clave es comprender. Forma parte de tu vida. Ahora te encuentras frente a frente con un fenómeno que consideras que viola una de las leyes básicas del universo. Los científicos dicen: dos masas se atraen mutuamente según una regla matemática preestablecida. Es una propiedad inalienable de la materia y del espacio. No hay excepciones. Y ahora tú eres una excepción.

—Y cómo —acotó Roger sombríamente.

—¿No lo entiendes, Roger? —prosiguió Sarle—. Por primera vez en la historia, la humanidad posee realmente lo que considera leyes inquebrantables. Repito, inquebrantables. En las culturas primitivas, un hechicero podía utilizar un encantamiento para producir lluvia. Si no funcionaba, eso no trastornaba la validez de la magia. Simplemente significaba que el chamán había olvidado alguna parte del encantamiento, o había roto un tabú, o había ofendido a un dios. En las modernas culturas teocráticas los mandamientos de la deidad son inquebrantables. Sin embargo, si un hombre quebranta los mandamientos y pese a ello prospera, eso no significa que esa religión en particular no sea válida. Los caminos de la providencia son admitidos como misteriosos, y todo el mundo sabe que en algún lugar le aguarda al culpable un invisible castigo.

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