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Authors: Isaac Asimov

Cuentos paralelos (42 page)

BOOK: Cuentos paralelos
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—No sé cómo lo hizo, ni me importa. Pero ¿niega acaso que estaba levitando?

—Por supuesto que lo niego.

—Yo lo vi. ¿Por qué miente ahora?

—¿Me vio usted levitar? Profesor Deering, ¿quiere decirme cómo es posible eso? Supongo que su conocimiento de las fuerzas gravitatorias es lo bastante amplio como para decirle que la auténtica levitación es un concepto que carece de sentido excepto en el espacio exterior. ¿Pretende gastarme una broma?

—Cielos —dijo Deering con voz estridente—, ¿por qué no reconoce usted la verdad?

—Pero si lo estoy haciendo... ¿Supone acaso que adelantando una mano y haciendo un pase místico..., así..., puedo salir volando por los aires?

Y eso fue precisamente lo que hizo, su cabeza rozando el techo.

La cabeza de Deering saltó hacia atrás, mirando hacia arriba.

—¡Ah! Eso..., eso...

Roger regresó al suelo, sonriendo.

—No puede usted estar hablando en serio —dijo.

—Lo ha hecho de nuevo. Sí, lo ha hecho.

—¿He hecho el qué, señor?

—Levitar. Simplemente, ha levitado. No puede usted negarlo.

Los ojos de Roger se pusieron serios.

—Creo que está usted enfermo, señor.

—Sé lo que he visto.

—Quizá necesite usted un descanso. Ya sabe, el exceso de trabajo.

—Eso no ha sido una alucinación.

—¿Quiere que le prepare algo de beber?

Roger se dirigió hacia su maleta, mientras Deering le seguía los pasos con ojos desorbitados. Los tacones de sus zapatos flotaban en el aire a cinco centímetros del suelo.

Deering se dejó caer en el sillón que Roger había dejado.

—Sí, por favor —dijo débilmente.

Roger le trajo la botella de whisky, observó al otro beber, luego siguió apretando:

—¿Cómo se siente ahora?

Diga —dijo Deering—, ¿ha descubierto usted alguna forma de neutralizar la gravedad?

Roger se lo quedó mirando.

—Piense un poco, profesor. Si yo tuviera el secreto de la antigravedad, no lo utilizaría para gastarle bromas a usted. En estos momentos estaría en Washington. Me habría convertido en un secreto militar. Sería... ¡Bien, no estaría aquí! Seguro que todo eso le resulta obvio.

Deering saltó en pie.

—¿Tiene usted intención de asistir a las sesiones que faltan?

—Por supuesto.

Deering asintió, se encasquetó con un manotazo el sombrero sobre la cabeza, y salió a toda prisa.

Durante los siguientes tres días, el profesor Deering no presidió las sesiones del seminario. No fue dada la menor razón de su ausencia. Roger Toomey, atrapado entre la esperanza y la aprensión, se sentó junto a los demás asistentes e intentó no hacerse notar. No tuvo éxito por completo. El ataque público de Deering había hecho que la gente reparara en él, mientras que su propia y vehemente defensa le había proporcionado una especie de popularidad de David contra Goliat.

Roger regresó a su habitación del hotel el jueves por la noche después de una cena no demasiado satisfactoria, y permaneció de pie en el umbral, con una pierna dentro de la habitación. El profesor Deering le estaba mirando fijamente desde el interior. Y otro hombre, con un sombrero de fieltro gris echado hacia atrás sobre su cabeza, estaba sentado en la cama de Roger.

Fue el desconocido quien habló.

—Entre, Toomey.

Roger entró.

—¿Qué ocurre?

El desconocido abrió su billetero y presentó un portadocumentos de celofán a Roger.

—Soy Cannon, del FBI —dijo.

—Tiene usted influencia con el gobierno, profesor Deering, lo reconozco —dijo Roger.

—Un poco —admitió Deering.

—Bien, ¿estoy arrestado? —preguntó Roger—. ¿Cuál es mi crimen?

—Tómeselo con calma —dijo Cannon—. Hemos estado recopilando algunos datos acerca de usted, Toomey. ¿Es ésta su firma?

Mostró una carta, desde la distancia suficiente para que Roger pudiera verla, pero no tomarla. Era la carta que Roger le había escrito a Deering y que éste había enviado a Morton.

—Sí —dijo Roger.

—¿Y esta otra?

El agente federal tenía todo un fajo de cartas.

Roger se dio cuenta de que Cannon debía de haber recogido todas las cartas que él había enviado, menos aquellas que habían sido rotas por sus destinatarios.

—Todas son mías —dijo débilmente.

Deering resopló.

—El profesor Deering nos ha dicho que puede usted flotar —dijo Cannon.

—¿Flotar? ¿Qué demonios quiere decir con eso?

—Flotar en el aire —dijo Cannon estólidamente.

—¿Cree usted en todas las locuras de ese tipo que le cuentan?

—No estoy aquí para creer o no creer, doctor Toomey —dijo Cannon—. Soy un agente del gobierno de los Estados Unidos, y tengo una misión que cumplir. Si yo fuera usted, cooperaría.

—¿Cómo puedo cooperar en algo así? Si yo acudiera a usted diciéndole que el profesor Deering podía flotar en el aire, me tendría usted tendido en el sillón de un psiquiatra en un abrir y cerrar de ojos.

—El profesor Deering ha sido examinado por un psiquiatra a petición propia —dijo Cannon—. De todos modos, el gobierno tiene la costumbre de escuchar muy seriamente al profesor desde hace un cierto número de años. Además, puedo decirle que disponemos también de pruebas adicionales.

—¿Como cuáles?

—Un grupo de estudiantes de su universidad lo vieron a usted flotar. Y también una mujer que había sido la secretaria del jefe de su departamento. Tenemos testimonios de todos ellos.

—¿Qué clase de testimonios? ¿Testimonios que puedan ustedes presentar como pruebas fehacientes y mostrar a mi representante en el Congreso?

—Doctor Toomey —interrumpió ansiosamente el profesor Deering—, ¿qué gana usted negando el hecho de que puede levitar? Su propio decano admite que ha hecho usted algo parecido. Me dijo que le informara oficialmente de que su contrato con la universidad será cancelado al final del año académico. El hombre no haría eso por nada.

—Eso no importa —dijo Roger.

—Pero ¿por qué no admite que yo le vi levitar?

—¿Y por qué debería hacerlo?

—Me gustaría indicarle, doctor Toomey —dijo Cannon—, que si posee usted un artilugio que contrarresta la gravedad, sería de gran importancia para nuestro gobierno.

—¿De veras? Supongo que habrán investigado ustedes mis antecedentes en busca de alguna posible deslealtad.

—La investigación se halla en curso —confirmó el agente.

—Muy bien —dijo Roger—. Planteemos un caso hipotético. Supongamos que admito que puedo levitar. Supongamos que no sé cómo lo consigo. Supongamos que no tengo nada que entregarle al gobierno, excepto mi cuerpo y un problema insoluble.

—¿Cómo puede saber que es insoluble? —dijo Deering ansiosamente.

—En una ocasión le pedí que estudiara ese fenómeno —observó Roger suavemente—. Usted se negó.

—Olvide eso. Mire. —Deering hablaba rápidamente, con urgencia—. Usted no tiene ninguna posición en este momento. Yo puedo ofrecerle una en mi departamento como profesor adjunto de física. Sus deberes como profesor serán únicamente nominales. Dedicará todo su tiempo a la levitación. ¿Qué le parece?

—Suena atractivo —dijo Roger.

—Creo que puedo decirle que dispondrá de fondos ilimitados por parte del gobierno.

—¿Y qué es lo que tengo que hacer? ¿Simplemente admitir que puedo levitar?

—Sé que puede hacerlo. Yo lo vi. Deseo que se lo muestre ahora al señor Cannon. L

Las piernas de Roger se alzaron, y tensó el cuerpo hasta adoptar una posición horizontal al nivel de la cabeza de Cannon. Se volvió hacia un lado, y pareció descansar en el aire sobre su codo derecho.

El sombrero de Cannon cayó desmayadamente sobre la cama.

—Flota —jadeó el agente.

Deering se mostraba casi incoherente por la excitación.

—¿Lo ve?

—Por supuesto que lo veo.

—Entonces informe de ello. Póngalo tal cual en su informe, ¿me ha entendido? Haga un informe completo del hecho. Así no volverán a decir que hay algo que no va bien en mi cabeza. Nunca dudé ni por un segundo de lo que había visto.

Pero no se habría mostrado tan feliz si esto último hubiera sido completamente cierto.

—Ni siquiera sé el clima que hay en Seattle —se quejó Jane—, y hay un millón de cosas que tengo que hacer.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó Jim Sarle desde su confortable posición en las profundidades del sillón.

—No hay nada que puedas hacer. Oh, Dios mío.

Y salió volando de la habitación, pero al contrario que su esposo, lo hizo sólo en sentido figurado.

Roger Toomey entró.

—Jane, ¿todavía no tenemos las cajas para los libros? Ah, hola, Jim. ¿Cuándo has llegado? ¿Y dónde está Jane?

—Llegué hace un minuto, y Jane está en la otra habitación. Tuve que abrirme camino entre policías. Muchacho, estás auténticamente rodeado.

—Hummm —dijo Roger, ausente—. Les hablé de ti.

—Sé que lo hiciste. Me han hecho jurar que mantendré el secreto. Les dije que, en cualquier caso, era un asunto de secreto profesional. ¿Por qué no dejas que los de las mudanzas se encarguen de todo? Es el gobierno quien paga, ¿no?

—Los de las mudanzas no lo harían bien —dijo Jane, entrando de nuevo apresuradamente y dejándose caer en el sofá. Necesito un cigarrillo.

—Haz una pausa, Roger —dijo Sarle—, y cuéntame lo que pasó.

Roger sonrió tímidamente.

—Tal como dijiste, Jim, aparté de mi mente el problema equivocado y me centré en el auténtico problema. Tenía la impresión de que me encontraría siempre enfrentado a dos alternativas. O estaba loco, o cometía un fraude. Deering lo dijo claramente en su carta a Morton. El decano supuso que estaba cometiendo un fraude, y Morton supuso que estaba loco.

»Pero suponiendo que pudiera demostrarles a todos que realmente podía levitar... Bien, Morton me dijo lo que ocurriría en ese caso. O bien yo. estaría cometiendo un fraude, o el testigo estaría loco. Morton dijo que si me veía volar, preferiría creer que estaba loco antes que aceptar la evidencia. Por supuesto, tan sólo estaba siendo retórico. Ningún hombre creerá jamás en su propia locura mientras exista la más mínima evidencia de lo contrario. Yo contaba con eso.

»De modo que cambié de táctica. Acudí al seminario de Deering. No le dije a él que podía flotar; se lo demostré, y luego negué que lo hubiera hecho. La alternativa era clara. O yo estaba mintiendo, o él, no yo, fíjate bien, él, estaba loco. Resultaba obvio que antes creería en la levitación que dudar de su propia cordura, una vez se halló sometido realmente a la prueba. Todas sus acciones posteriores, sus intimidaciones, su viaje a Washington, su oferta de un trabajo, fueron dirigidas únicamente a reivindicar su propia cordura, no a ayudarme.

—En otras palabras —dijo Sarle—, convertiste tu levitación en su problema y no en el tuyo.

—¿Tenías algo así en mente cuando tuvimos nuestra charla, Jim? —preguntó Roger.

Sarle meneó la cabeza.

—Tenía vagas nociones al respecto, pero un hombre debe resolver sus propios problemas si quiere solucionarlos efectivamente. ¿Crees que ahora resolverán el principio de la levitación?

—No lo sé, Jim. Sigo sin poder comunicar los aspectos subjetivos del fenómeno. Pero eso no importa. Los investigaremos, y eso es lo que cuenta. —Golpeó su puño derecho contra la palma de su mano izquierda—. En lo que a mí respecta, lo importante es que he conseguido que me ayuden.

—¿De veras? —preguntó suavemente Sarle—. Yo diría más bien que lo importante es que les has permitido obligarte a que tú les ayudes a ellos, lo cual es muy distinto.

Comentario final

Me gustaría dejar a la opinión de los lectores el decidir qué versión les gusta más..., pero si me prometen no dejarse influir por ellos, he aquí algunos de mis propios pensamientos sobre la cuestión.

Durante estos últimos treinta años, he pensado en estos dos finales como "mi final", y "el final de Campbell", y, a mi modo bastante subjetivo, siempre he preferido "mi final", es decir, el que escribí primero, en la versión no publicada. Sin embargo, una vez dicho eso, debo añadir que ahora, por primera vez en treinta años, he leído las dos versiones del relato, una inmediatamente después de la otra, y he llegado a la conclusión de que ambas son mis finales y que están bien escritas. . . Aunque siga gustándome más la primera que escribí.

Aunque parezca extraño, el segundo final, el que fue publicado y considerado por mí como "el final de Campbell", es el que me parece más típicamente mío. En un relato tras otro he hecho que mi héroe ganara gracias a su inteligencia superior, a su racionalidad superior, a su cerebro superior. En resumen, Roger Toomey hace exactamente lo que un héroe típico de Asimov haría. ¿Por qué, entonces, me siento insatisfecho?

Porque Roger Toomey no es un héroe típico de Asimov.

El relato, tal y como lo concebí después de que Campbell expresara su deseo de que escribiera un relato sobre una persona que podía levitar pero que no podía conseguir que nadie la creyera, requería un héroe no asimoviano. Mi tesis (no directamente expresada en muchas palabras, pero implícita una y otra vez) era la siguiente: «Para creer en la existencia, sólo la verdad es suficiente».

Mi punto de vista sobre la vida, habitualmente alegre, es que no acepto esa tesis. Sigo escribiendo libros sobre ciencia e historia —y también sobre ciencia ficción—, en los que trato de explicar el mundo de una forma natural y racionalista, con la confiada certidumbre de que eso es suficiente para conseguir que la gente abandone sus tontas supersticiones.

Y, sin embargo, ocasionalmente también tengo mis momentos oscuros y cínicos, cuando soy consciente de la existencia de millones de personas—incluso personas educadas y presumiblemente inteligentes que aceptan un amplio espectro de sinsentidos que van desde la astrología hasta el creacionismo, enfrentándose así a todas las pruebas reunidas paciente y dolorosamente por los seres humanos racionales a través del curso de la historia de la civilización. . . Y entonces me siento como Roger Toomey.

La levitación es algo ideal para demostrar este cínico punto de vista, puesto que se trata de algo considerado por toda persona racional, consciente del moderno pensamiento científico, como imposible y opuesto a la ley natural. Ni siquiera las personas sin educación v supersticiosas creerían que la levitación es posible, a no ser mediante la intervención divina (o demoniaca).

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