Cuentos paralelos (7 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: Cuentos paralelos
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¡Simplemente humano! ¡Como él mismo!

6. La mente que cambió

El momento del cambio parecía difuso en los recuerdos de Joseph Schwartz. Primero aquel miedo aniquilador, tan extraño y raro en su mente como la imagen de la misma Chicago. El viaje a Chica y el final insólito y enmarañado. Schwartz pensaba en eso con frecuencia.

En primer lugar, aquel viaje había sido la única vez que había abandonado la granja durante el medio año transcurrido desde el incidente inicial. En segundo lugar, el recuerdo parecía detenerse bruscamente. . .

En muchas ocasiones había intentado rastrear aquel recuerdo, paso a paso, centímetro a centímetro, despacio, como para captar por mera insistencia la clave del cambio que se había producido a partir de entonces.

En muchas ocasiones, en su pensamiento, el hombre delgado a cargo de aquel local le había ofrecido la píldora blanca y elipsoidal. Él la había cogido y tragado con rapidez. Una droga, desde luego. Para curar, para matar, para nada. A él no le importaba entonces.

Y después...

Bien, y después...

Ahí concluía la claridad y empezaban a mofarse de él los recuerdos irregulares y fragmentados. A partir de ese instante no recordaba nada aparte del campesino..., y los dolores de cabeza. No, en realidad no eran dolores de cabeza. Palpitaciones, más bien, como si una dinamo oculta en su cerebro se hubiera puesto en marcha y, con su funcionamiento desacostumbrado, provocara la vibración de todos los huesos de su cráneo.

Allí estaba Grew en su silla de ruedas, junto a la cama de Schwartz, repitiendo palabras y señalando o haciendo gestos. Y un día el desconocido dejó de decir tonterías y empezó a hablar inglés... 0 mejor dicho él, Joseph Schwartz, había dejado de hablar inglés para empezar a decir tonterías..., que con el tiempo dejaron de serlo.

Posteriormente, cuando el otoño tiñó todo de dorado, las cosas volvían a ser claras y Schwartz estaba en el campo, trabajando. Era sorprendente cómo había aprendido el oficio. Jamás cometía un error. Había máquinas complicadas que él logró manejar sin dificultad tras una simple explicación.

Schwartz esperó la llegada del tiempo frío, y el frío nunca se presentó. El invierno lo pasó desbrozando terrenos, fertilizando, preparando de muchas formas la siembra primaveral.

Preguntó a Grew, trató de explicarle qué era la nieve, pero el inválido se limitó a mirarle fijamente y le dijo: «Agua helada que cae como la lluvia, ¿eh? ¡Ah, nieve! En otros planetas, dicen... Aquí, no».

Schwartz vigiló la temperatura a partir de entonces y descubrió que apenas variaba de un día a otro y, sin embargo, los días se acortaban primero y se alargaban después como podía esperarse en un lugar septentrional, por ejemplo, tan septentrional como Chicago. Y Schwartz dudó que estuviera en la Tierra.

Intentó leer algunos de los libro-filmes de Grew, pero desistió. Las personas seguían siéndolo a pesar de todo, mas las minucias de la vida cotidiana, cuyo conocimiento se daba por supuesto, las alusiones históricas y sociológicas que carecían de sentido para él..., todo esto le hizo desistir.

Los acertijos se sucedieron: las lluvias uniformemente cálidas, las bruscas órdenes que recibía para mantenerse apartado de ciertas zonas... Por ejemplo, una tarde acabó sintiéndose intrigadísimo por el brillo del horizonte, el fulgor azul que aparecía hacia el sur...

Se escabulló después de cenar y, cuando había recorrido menos de dos kilómetros, el zumbido casi inaudible de un vehículo de dos ruedas sonó tras él, junto con los furiosos gritos de Arbin. Se detuvo y éste lo llevó de nuevo a la casa.

Después, mientras medía la habitación con sus pasos, Arbin le dijo que no se acercara a ningún brillo nocturno. Schwartz preguntó sin alterarse: «¿Por qué?». Y obtuvo una respuesta vivamente mordaz: «Porque está prohibido».

Pero esa noche fue muy importante para Schwartz, puesto que durante aquellos dos kilómetros escasos hacia el resplandor conoció el contacto mental. Jamás había sido capaz de describirlo a otra persona. No había visto a nadie, no había oído a nadie, no había sido precisamente un contacto.

No... Había sido algo parecido a un contacto, pero no en parte alguna de su organismo. En su cerebro... No exactamente un contacto, más bien una presencia, algo que había allí.

Y la rareza se repitió cada vez con más frecuencia.

Tan sólo desde hacía un mes se había dado cuenta de que siempre sabía cuándo Arbin o Loa estaban en la casa, incluso cuando no tenía motivos lógicos para saberlo. Era muy difícil considerar anormal el caso, ya que parecía tan natural…

Schwartz hizo pruebas y descubrió que él sabía con exactitud dónde estaban los miembros de la familia..., en cualquier momento. Podía distinguirlos, ya que el contacto mental difería según la persona.

No comentó nada al respecto.

Al empezar la primavera percibió el contacto durante la siembra: el contacto original, el que notó durante el breve paseo hacia el resplandor. Esa tarde fue a buscar a Arbin.

—¿Qué hacemos con esa zona de bosques, al otro lado de South Hills, Arbin? —preguntó.

—Nada —fue la áspera respuesta—. Es terreno ministerial

—¿Qué es eso?

Arbin se mostró irritado.

—Pertenece al primer ministro.

—Pero no está cultivado.

—No está previsto para cultivo. —Arbin hablaba en tono escandalizado—. Fue un gran centro… en otros tiempos.

—¿Muy antiguo? ¿Cómo se llamaba?

Las preguntas brotaron con rapidez, como la respiración de Schwartz.

Pero Arbin, impaciente, restó importancia al tema.

—No sé de qué época. Y sólo los hombres instruidos, la Sociedad de Antiguos, conocen los nombres de los centros antiguos. De todas formas, ¿a ti qué te importa? Mira, Joseph, si quieres seguir aquí sin problemas, no seas tan curioso. Atiende tu faena.

—¿Vive alguien allí?

—¡No!

Arbin se fue.

Pero el contacto mental extraño procedía de allí, y poseía un rasgo amenazador que intranquilizó a Schwartz.

Por entonces, él se sentía más joven. No en sentido físico, a decir verdad. Tenía menos barriga y más hombros. Sus músculos eran más duros y elásticos y su digestión había mejorado. Todo ello como resultado del trabajo al aire libre; pero había algo más. Su forma de pensar.

Los hombres entrados en años tienden a olvidar cómo pensaban en su juventud, olvidan la rapidez del salto mental, la osadía de la intuición juvenil, la agilidad de su entendimiento. Se acostumbran a las variedades más laboriosas de la razón, pero puesto que este detalle está más que compensado por la acumulación de experiencia, bs viejos se consideran más inteligentes que los jóvenes.

Mas Schwartz conservaba la experiencia y además descubrió con gran placer que podía entenderlo todo rápidamente. Poco a poco pasó de seguir las explicaciones de Arbin a preverlas, a dar un salto más allá. Y en consecuencia, se sentía joven de un modo mucho más sutil que el que podría haberle proporcionado cualquier medida de excelencia física.

Y con la siembra ya terminada, Schwartz pensó que necesitaba averiguar... ciertas cosas. Por fin, una noche de primavera mientras jugaba una partida de ajedrez con Grew en la glorieta, lo hizo.

El ajedrez, curiosamente, no había cambiado, aparte del nombre de las piezas. Grew le habló de variantes, tales como el ajedrez para cuatro jugadores en el que cada contendiente disponía de un tablero comunicado con los demás por las esquinas, con un quinto tablero para llenar el hueco central a modo de tierra común de nadie. Existía el ajedrez tridimensional: ocho tableros transparentes c7ólocados uno encima de otro, las piezas se movían en tres dimensiones en lugar de las dos anteriores, su número era doble y la victoria ocurría al producirse un jaque simultáneo de ambos reyes enemigos. Incluso existían variantes populares en las que la posición original de los trebejos se decidía tirando los dados, con casillas especiales que conferían ventajas o desventajas a las piezas que las ocupaban, con nuevas piezas de extrañas particularidades, etcétera.

Pero el ajedrez en sí, el primitivo e inalterable, era el mismo..., y el enfrentamiento entre Schwartz y Grew había completado las cuatro primeras partidas.

Cuando empezó a jugar, Schwartz tenía escasos conocimientos de las jugadas y perdió las primeras partidas. Pero la situación varió y las partidas fueron cada vez más distintas, en cuanto Schwartz empezó a ganar. De modo gradual, el juego de Grew se hizo lento y precavido, y el inválido se habituó a dejar el tabaco de su pipa reducido a relucientes ascuas en los intervalos entre jugadas..., hasta que la partida concluía en estruendosa y lamentable derrota.

Grew conducía las blancas y su peón estaba ya en 4R. Schwartz tomó asiento y suspiró mientras el crepúsculo progresaba. Conforme él iba entendiendo cada vez más la naturaleza de las jugadas del rival, incluso antes de que las ejecutara, las partidas habían ido perdiendo interés. Era como si Grew tuviera una ventana en el cráneo.

Utilizaban un "tablero nocturno" que en la oscuridad emitía un resplandor escaqueado de tonos azules y anaranjados. Los trebejos, figuras ordinarias y deformes de barro rojizo a la luz del día, sufrían una metamorfosis por la noche. La mitad estaban sumidos en una blancura cremosa que les confería el aspecto de porcelana fría y reluciente, y el resto despedía minúsculos resplandores chispeantes de color rojo.

Las primeras jugadas fueron rápidas. El peón de rey de Schwartz se situó delante del peón enemigo. Grew sacó el caballo de rey a 3A. Schwartz replicó llevando el CD a 3A. Después, el alfil blanco saltó a SCD y el PTD negro ocupó la tercera casilla para hacer retroceder a 4T a la pieza rival. Acto seguido avanzó el otro caballo a 3A.

Las brillantes piezas se deslizaban por el tablero con espectral voluntad propia ya que los dedos que las aferraban desaparecían en la noche.

En ese momento, Schwartz habló bruscamente con voz tensa.

—¿Dónde estoy?

Grew alzó la cabeza mientras situaba el caballo de dama en 3A.

—¿Cómo?

—¿Qué planeta es éste? —preguntó Schwartz jugando A2R.

—La Tierra —fue la breve contestación, y Grew ce enrocó con gran ceremonia.

Primero se movió la alta figurilla que era el rey y luego la pesada torre pasó por encima de la anterior y se posó al otro lado.

Era una respuesta totalmente insatisfactoria. Schwartz tradujo mentalmente "Tierra", el término empleado por Grew. Pero ¿qué era "Tierra"? Cualquier planeta es "Tierra" para los que lo habitan. Avanzó dos pasos el peón de caballo de dama y de nuevo el alfil de Grew tuvo que retirarse, en esta ocasión a 3C. A continuación ambos jugadores, aprovechando su turno, avanzaron una fila el peón de dama, los dos dando libertad de acción a su otro alfil para la batalla que pronto se iniciaría en el centro.

—¿En qué año estamos? —preguntó Schwartz, con tanta calma y naturalidad como pudo.

Grew hizo una pausa. Tal vez estuviera sorprendido.

—¿Qué tienes en la cabeza hoy? ¿No quieres jugar? Estamos en el año 827 de la E. G. ¿Estás satisfecho con eso?

Contempló el tablero con aire ceñudo y desplazó bruscamente su caballo de dama a 5D,
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el primer ataque. Schwartz lo eludió con rapidez, llevando a 4T su caballo de dama a modo de contraataque. Y la refriega cobró importancia. El caballo de Grew capturó el alfil, que brincó hacia arriba en un baño de fuego rojo para caer emitiendo un brusco "clic" en la caja donde permanecería, cual guerrero enterrado, hasta la próxima partida. Y el caballo conquistador cayó al instante ante la dama negra. En un momento de extremadas precauciones, el ataque de Grew vaciló y las blancas movieron el otro caballo al abrigo de 1R, donde era relativamente inútil. El caballo de dama de Schwartz repitió el primer cambio, capturando el alfil y cayendo presa a su vez del peón de torre.

—¿Qué es E. G.? —inquirió tranquilamente Schwartz después de otra pausa.

—¿Cómo? —se extrañó el malhumorado Grew—. ¿Aún sigues sin saber en qué año estamos? Bien, es el827 de la Era Galáctica. 827 años desde la fundación del Imperio Galáctico, 827 años desde la coronación de Frankenn I... Te toca —concluyó estruendosamente.

Pero el caballo que Schwartz sostenía estaba engullido por la presa de su mano. Se sentía furiosamente frustrado.

—Por favor. . . —dijo, y dejó el caballo en 2D—. ¿Conoces alguno de estos nombres: Asia, América, los Estados Unidos, Rusia, Europa...?

Estaba buscando identificación a tientas.

De pronto, en la oscuridad, la pipa de Grew se transformó en un fulgor rojo y la difusa sombra del inválido se inclinó sobre el reluciente tablero como si fuera ella, de las dos, la que tuviera menos vida.

Schwartz lo intentó de nuevo.

—¿Sabes dónde podría encontrar un mapa?

—No hay mapas —gruñó Grew—, a menos que desees arriesgar el cuello en Chica. No soy geógrafo. Jamás había oído los nombres que has mencionado.

Otra vez la vaga amenaza que parecía pender siempre sobre él: «… arriesgar el cuello…».

—El sol tiene nueve planetas, ¿no es cierto? —preguntó con aire de duda.

—Diez —fue la inflexible respuesta.

Schwartz vaciló... Bien, podían haber descubierto otro planeta. Contó con los dedos antes de formular la siguiente pregunta.

—¿Qué me dices del sexto planeta? ¿Tiene anillos?

Grew estaba avanzando dos casillas el peón de alfil de rey y Schwartz hizo lo propio al instante.

—¿Te refieres a Saturno? —replicó Grew—. Naturalmente que tiene anillos.

Estaba calculando. Podía capturar el peón de alfil o el de rey y las consecuencias de ambas réplicas no eran demasiado claras.

Pero por lo que a Schwartz incumbía, seguro ya de la identidad de la Tierra, la partida de ajedrez ni siquiera era una menudencia. Las preguntas temblaban en la superficie interna de su cráneo y una de ellas se escapó.

—Y tus libro-filmes ¿son reales? ¿Existen otros mundos? ¿Con gente?

Grew levantó la vista del tablero, y sus ojos escudriñaron en vano en la penumbra.

—¿Hablas en serio?

—¿Existen?

—¡Por la galaxia! Creo que no lo sabes realmente. Schwartz se sintió humillado por su ignorancia.

—Por favor...

—Naturalmente que existen otros mundos. ¡Millones! Todas las estrellas que ves tienen planetas, y todavía hay más que tú no ves. Todos forman parte del Imperio.

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