Tal vez se explique esto de la manera que, yendo yo de viaje por un país selvático, acerté á explicar en qué consistía que cierto compañero mío, gran ingeniero, que se empeñó en guiarnos con su ciencia, no atinó nunca, y por poco no nos hunde y sepulta en charcos cenagosos ó nos pierde en bosques sombríos, donde nos hubieran devorado los lobos. Yo estaba siempre con el alma en un hilo, pero ni un instante dudé de la ciencia. Lo que yo alegaba era que aquella tierra era tan ruda aún, que no comprendía la ciencia y se rebelaba contra ella. Volvimos entonces á confiar la dirección de nuestro viaje al guía práctico y lego que antes nos había servido, y así llegamos al término que nos proponíamos.
Pudiera suceder, por último, que constando la Economía política, si no me equivoco, de varias partes, como son: la creación de la riqueza, su circulación, su repartición y su consumo, hayamos por acá estudiado á fondo las partes últimas, y hayamos descuidado bastante el estudio de la primera, considerándola acaso como imposible de aprender, y exclamando humilde y cristianamente con el poeta:
Es el criar un oficio
Que sólo le sabe Dios
Con su poder infinito.
Vivo yo tan seguro de esta verdad, que nunca he querido engolfarme en el
maremagnum
de la Economía política, teniendo por tan complicada toda esta maquinaria de las sociedades, que ni remotamente he caído en la tentación de querer averiguar cuáles son los resortes que la mueven y cuáles las bases sobre que se sustenta. Siempre he tenido miedo de que venga á acontecer al economista lo que al niño que, movido de curiosidad, rompe el juguete para ver lo que tiene dentro. Mi propósito, al escribir esta obrilla, no es, por lo tanto, discurrir económicamente sobre el dinero: dar lecciones sobre el modo más fácil de adquirirle. ¿Quién sabe, dado que yo averiguase este modo, si, á pesar de mi acendrada filantropía, no me le había de callar, al menos por unos cuantos años, aprovechándome de él para mi uso privado y el de algún que otro amigo muy predilecto? Mi propósito es sólo hablar del influjo que ejerce el dinero en las almas: esto es, que yo no trato aquí de Economía política, sino de Filosofía moral, exponiendo algunos pensamientos filosóficos acerca del dinero, ora nacidos de mi propia meditación, ora de la mente profunda de los sabios antiguos y modernos que he consultado.
No quiero, con todo, que se me tenga por tan ignorante de la ciencia económica, que, al hablar y filosofar sobre el dinero, no sepa lo que es y confunda unas especies con otras. Hace un siglo que á nadie se le hubiera ofrecido este pícaro escrúpulo que á mí se me ofrece ahora. Entonces la generalidad de los mortales creía saber á fondo lo que era dinero, y nadie veía ni la posibilidad de que sobre este punto naciesen dudas, equívocos ni disputas. Hoy, con la Economía política, ya es otra cosa. Tomos inmensos se han escrito para explicar lo que es el dinero y lo que no es. Sin duda que todas aquellas verdades, por palmarias, sencillas y evidentes que sean, que el interés de hombres poderosos ó astutos ha tenido algunas veces empeño en encubrir ó tergiversar, se han encubierto ó han tergiversado, porque siempre ha habido infinito número de páparos en el mundo. De estas verdades, las que se refieren al dinero, al capital ó á la riqueza, son las que han ofrecido más estímulo á estas tergiversaciones y engaños; pero aunque no pueda negarse que los economistas, que ponen, por decirlo así, definitivamente en claro estas verdades, hacen un gran servicio al público, no puede negarse tampoco que la mayor parte de estas verdades son de las que se llaman de Pero-Grullo. Para quien ignora la burla que han hecho algunos hombres de la credulidad de sus semejantes, no es concebible, por ejemplo, que un sabio economista emplee gravemente medio tomo de lectura en demostrar que el dinero no es un mero signo representativo de la riqueza, sino que tiene y debe tener un valor en sí; que una peseta, no sólo representa el valor de cualquiera cosa que valga una peseta, sino que vale y debe valer lo mismo que cualquiera cosa que valga una peseta, y que cuatro cosas que valgan á real cada una, y que treinta y cuatro cosas que valgan á cuarto. Todavía han empleado más fárrago los economistas en demostrar otra verdad, de la cual es más inverosímil que nadie haya dudado nunca, y en cuya demostración parece absurdo, á los que no están iniciados en los misterios de la Economía política, que nadie se afane con formalidad. Es esta verdad que el dinero no es toda la riqueza, sino una parte de la riqueza. ¿A quién ha podido nunca caber en el cerebro que no es rico cuando no tiene dinero, y tiene trigo, olivares, viñas, casas, hermosos muebles, alhajas, telas, etc.? Si todos estos objetos los reduce mentalmente á dinero, los aprecia y los tasa, encontrará que tiene una riqueza, por ejemplo, de dos millones de reales. Pero al hacer la tasación, no hace más que determinar con exactitud el valor de lo que posee, adoptando una medida común, que es el dinero. Si en vez de los reales, de los escudos ó de las pesetas, fuesen los bueyes la medida, diríamos que tal propietario tenía una tierra que valía quinientos bueyes, y tal empleado un sueldo de veinte bueyes al año. La ventaja del oro ó de la plata acuñados para moneda se deduce evidentemente de lo expuesto. ¡Bendito y alabado sea Dios que nos ha hecho nacer en una época en que todo se averigua y se explica tan lindamente! Un buey es poco portátil, no cabe en el bolsillo, no pasa en todos los mercados, gasta en comer y se puede morir, y el dinero ni come ni se muere. Además, un buey puede ser más gordo ó más flaco, más chico ó más grande, más viejo ó más joven; mientras que un escudo es siempre un escudo, goza de eterna juventud, y tiene ó debe tener el mismo peso y la misma ley.
Tal es la gran ventaja de que goza esta ciencia. Es tan clara, tan pedestre y tan sencilla, que los niños de la doctrina pudieran entenderla si quisiesen. Y sin embargo (¡cosa por cierto admirable!), apenas dan un paso desde terreno tan firme y seguro, y desde lugar tan claro, suelen caer los economistas en un mar sin fondo ó en el seno obscuro de la noche cimeriana. La Economía política pasa á escape, salta de la perogrullada al sofisma con una agilidad portentosa.
En esta misma cuestión de si los metales preciosos, el oro y la plata, son mejores que los bueyes para moneda, ocurren dificultades y contradicciones imprevistas. Sirva de muestra lo siguiente. Si la deuda que el Estado español ha contraído y sigue contrayendo se estimase en bueyes, no se podría rebajar en un 5 por 100, en una vigésima parte, á no ser que las siete vacas flacas del sueño de Faraón procreasen infinitamente y llenasen el mundo todo de bueyes cacoquimios y encanijados; pero estimada la deuda en pesetas, se ha hecho la rebaja con la mayor suavidad, de una sola plumada, y casi sin que nadie se percate de ello. Los bueyes, chico con grande, á no ser hijos de las vacas flacas, siempre serían bueyes; pero las pesetas nuevas no son como las antiguas, y el día en que la acuñación de la nueva moneda esté terminada, podremos asegurar que en vez de deber, por ejemplo, 20.000 millones de reales, deberemos 19.000, á no ser que la alteración de la moneda no rece con los acreedores del Estado, y les sigamos pagando los intereses con arreglo á la ley antigua.
Pero dejando á un lado esta cuestión, conste que, si bien aquí usamos de la palabra
dinero
en la acepción de
capital
ó de
riqueza
, hacemos perfectamente la distinción de estas cosas, como la han hecho todos los hombres de todos los siglos, sin necesidad de que los economistas los adoctrinen. La razón que nos lleva á llamar dinero á toda riqueza, es que el dinero es una riqueza sin la que no se puede pasar. El dinero es además un valor que circula más fácilmente que todos los demás valores, y que los representa y los mide. El dinero no es toda la riqueza, sino la parte móvil, líquida y más circulante de la riqueza. La sangre no es toda la vida en el cuerpo, y sin embargo, no viviríamos si la sangre no circulara ó si toda la sangre se nos escapase; aunque no es completamente exacta la comparación, porque no hay comparación completamente exacta. Nada hay en el cuerpo que pueda reemplazar á la sangre; pero en la sociedad hay algo que puede reemplazar al dinero, y este algo es el crédito, el cual no crea un átomo más de riqueza, pero pone en circulación y presta movilidad y casi ubicuidad á mucha parte de la riqueza que está parada é inerte. En suma, el dinero, aunque reemplazable por el crédito, es una parte de la riqueza; y así por esto, como por ser la parte más viva, más enérgica y más circulante, es un dolor que se pierda. La sociedad que no tiene dinero, ó el individuo que no tiene dinero, ya están aviados. Después de largos estudios han deducido, pues, los economistas que el
dinero es indispensable al hombre desde el momento que el hombre vive en sociedad
; aguda sentencia, cuya verdad resplandece más que la luz del mediodía.
Sentadas ya estas bases, voy á discurrir y á filosofar un poco sobre las relaciones del dinero (y en general de toda riqueza) con las costumbres y con las más altas facultades del espíritu humano. Empezaré por combatir algunos errores.
El primero y más capital consiste en creer que, en nuestros días, es el dinero más estimado que en otras épocas. Nada más falso. En el día de hoy, los hombres son como siempre; pero si alguna mudanza ha habido, ha sido favorable. Casi se puede afirmar que los hombres se han hecho más generosos.
Fácil me sería acumular aquí una multitud de ejemplos históricos, desde las más remotas edades hasta ahora, á fin de probar que el interés ha dominado al mundo desde entonces, y su imperio, lejos de aumentar, decae. No quiero, sin embargo, hacer un trabajo erudito, sino una meditación filosófica.
Los poetas satíricos, los novelistas, los autores de comedias de todos los pasados siglos, han dado muestras de que en la época en que vivían se estimaba más el dinero que en la presente. Aun los mismos refranes, antiquísimos vestigios de lo que se llama sabiduría popular, vienen en apoyo de lo que digo.
—Por dinero baila el perro. —Cobra y no pagues, que somos mortales. —Dádivas ablandan peñas. —Ten dinero, tuyo ó ajeno. —Quien tiene dineros, pinta panderos
-. Y así pudiera yo seguir citando hasta llenar un pliego de impresión. Pero aún citaré otro refrán que, por ser España un país tan católico, debe considerarse como la hipérbole más subida de que todo se logra con dinero; de que todo se compra y se vende, hasta lo más venerable y santo. El refrán dice:
Por mi dinero, Papa le quiero
.
En los países de una cultura atrasada, se advierte un fenómeno que, conforme nos vamos civilizando y puliendo un poco más, mengua, ya que no desaparece del todo. Es este fenómeno la deshonra, el descrédito, la vehemente sospecha y aun el horror que rodea al que es pobre, el cual es aborrecido, cuando no es despreciado. El refrán antiguo español declara que
El dinero hace al hombre entero
: esto es, que el dinero es garantía de rectitud, de probidad y de entereza en quien le tiene. Más lejos va aún otro refrán que dice:
La pobreza no es deshonra, pero es ramo de picardía
. Nuestro inmortal Cervantes, haciéndose eco de este sentimiento general, afirma, no una sola vez, que es dificilísimo
que un pobre pueda ser honrado
. El reverendo Fr. José de Valdivielso, en su
Poema de San José
, no acierta á concebir que el Santo, padre putativo de Nuestro Divino Redentor y descendiente de Reyes, pudiese ser pobre y vivir de un oficio mecánico: así es que asegura que San José era carpintero por distracción, y no para ganarse la vida:
Pues debió de tener juros reales,
Cual descendiente de señores tales.
Bien se puede apostar que á nadie se le ocurriría, en nuestro siglo, disculpar á San José de haber sido carpintero, y suponer que tenía Treses ó Billetes hipotecarios.
Ni por la nobleza de sangre se disculpaba la pobreza; antes el tener dinero ha sido en todos los siglos origen de hidalguía.
Dineros son calidad, Más vale el din que el don
, son refranes que corroboran mi aserto.
La profunda veneración que inspiran el dinero y quien le posee ha sido siempre idéntica. Lo que ha disminuído algo es el horror ó el desprecio al pobre, y ciertas asechanzas de que el rico debía de verse, en lo antiguo, perpetuamente circundado. El hombre prudente y discreto tenía, no hace muchos años, en todas partes, y en el día tiene aún, en no pocas, que hacer, si puede, un gran misterio del estado de su hacienda, sobre todo si es ó era muy rico ó muy pobre: si es muy pobre, para que no le desprecien; y si es muy rico, para que no le roben ó le maten. De aquí, de esta espantosa disyuntiva entre ser despreciado ó amenazado de muerte, nació aquella sentencia de los moralistas, que hoy en los países cultos nos parece tan necia y tan absurda, de que lo que había que desear era una medianía de fortuna, á fin de vivir feliz y tranquilo, ni envidioso ni envidiado. Porque, á la verdad, si el dinero es un bien, mientras mayor sea el bien debe ser más apetecible, y no se concibe la
aurea mediocritas
, celebrada por Horacio y por todos los poetas de otros tiempos, sino recordando que el hombre acaudalado estaba de continuo expuesto á que le matasen ó maltratasen para robarle, ya el Emperador ó el Príncipe bajo cuyo imperio vivía, ya la plebe codiciosa. Y cuando á la riqueza no iba unido un alto grado de poder, era más constante el peligro, y casi imposible de conjurar. No creo yo que el odio profundo que tuvimos en la Edad Media á los judíos proviniese sólo de que eran el pueblo deicida, sino de que eran ricos. Las frecuentes matanzas de judíos que hubo en España acaso no hubieran llegado á realizarse, si los judíos hubieran tenido la prudencia de quedarse pobres. Algo parecido puede afirmarse de los frailes en estos últimos tiempos, luego que perdieron el poder y conservaron la riqueza, si bien el escándalo ha sido menor, porque la dulzura de las costumbres, la mayor abundancia de dinero y de bienestar y el más concertado y político modo de vivir de los hombres, han disminuído el aborrecimiento de los que no tienen á los que tienen.
Prueba de esta confianza de los que tienen es que ya, en los países cultos, nadie ó casi nadie atesora. Pocos años há, todos los que podían atesoraban. La literatura popular está llena de historias y leyendas de tesoros ocultos, guardados por un dragón, por un gigante ó por un monstruo terrible, que nada menos se necesitaba para que no los robasen. Estos tesoros estaban, ó se suponía que estaban, tan hábilmente escondidos, que era menester un don sobrenatural para descubrirlos. De aquí se originó la idea de los zahoríes, que descubrían los tesoros. La ciencia de los zahoríes, perdiendo hoy su carácter poético y sobrehumano, ha llegado á transformarse en la Estadística, disciplina auxiliar de la Economía política, con respecto á la cual viene á ser lo que es la Anatomía con respecto á la Fisiología. La Estadística es un verdadero primor de ciencia, y á fin de que de ella formen pronto los profanos el concepto que merece, podemos definirla la ciencia que nos cuenta los bocados. Por esta ciencia se averigua cuánta harina, cuánta carne, cuántas judías y cuántos garbanzos se devoran al año; lo que se gasta en ropa y en calzado; lo que se produce y lo que se consume. Todo esto sería más fácil de averiguar si la gente, temerosa de que le imponga el Gobierno más contribución, no disimulara un poco lo que gasta, aparentando darse aún peor trato del que suele.