Pensadores hay que se van al extremo opuesto, y atribuyen la inferioridad soñada ó verdadera de nuestra civilización á la abundancia de mantenimientos y á la facilidad de la vida para la gente pobre. Esto dicen que afloja todo resorte de acción y que hace al pueblo débil y propenso á la servidumbre: mientras que en los países donde el pueblo ha tenido que luchar mucho y que vencer grandes obstáculos para ganarse la vida, luego que los vence y vive, es más digno y enérgico, y menos sufrido de ninguna especie de yugo y de sujeción. Ponen por ejemplo de tal aserto la India y el Egipto, y no se ha de negar que son ejemplos que tienen fuerza. Sostienen, además, que la causa del atraso de Irlanda y de su humillación han sido la abundancia y la baratura de las patatas. Más razón llevan, á mi ver, los que piensan así, que los que atribuyen el atraso, ó mejor dicho, el estancamiento, á la esterilidad del suelo; pero yo no me atrevo á dar la razón ni á unos ni á otros, y, sobre todo, en el caso particular de España. No creo que ni el clima, ni el suelo, ni la fertilidad, ni la exuberancia de la naturaleza y de sus productos, sean ni hayan sido entre nosotros como en la India y en el antiguo Egipto, ni hayan podido nunca producir efectos semejantes.
Dicen otros pensadores, que piensan poco, que todo nuestro mal proviene de los malos Gobiernos. Sentencia es ésta indigna de refutación. Ningún país, á no estar bajo el yugo de una tiranía invencible, tiene más Gobierno que el que se da y merece. Cuanto hay en España de más enérgico, de más ilustrado, de más discreto, la ha gobernado ya. Apenas habrá quedado hombre de alguna nota en todos los partidos que no haya sido Ministro. Si todos han sido inhábiles, fuerza es conjeturar que España no da más de sí.
No falta tampoco quien atribuya nuestro atraso al ningún amor al bienestar y al lujo; á que nos contentamos y conformamos con vivir mal, y, no sintiendo el aguijón del deseo de goces, no nos movemos al trabajo. Este raciocinio es absurdo por la falsedad de la premisa en que se funda. Todos los hombres, y peculiarmente los españoles, salvo algún extravagante, prefieren comer
foie-gras
y pavo trufado á comer chanfaina y revoltillos; vestir ricos palios y terciopelos, á vestir bayeta; vivir en un palacio, á vivir en una choza, y andar en coche, á andar á pie. No es una ciencia oculta el saber que hay coches, buena cocina, excelentes manjares, telas de seda, joyas de oro y pedrería, y otros muchos deleitosos objetos, ni es menester tener un alma muy levantada para ambicionarlos. No hay nadie que no los ambicione. Si del deseo, del afán de ser ricos, dependiese la riqueza, España sería una de las naciones más ricas del mundo.
Síguese, pues, que no sabemos por qué es pobre España, á no ser que afirmemos, y á esto me inclino yo, que somos pobres por una calidad opuesta á la que acabamos de mencionar: por el amor al lujo, por el despilfarro, por el desorden, porque somos indiscretamente muy rumbosos y generosos, y sobre todo, porque no sabemos gastar y gastamos sin discernimiento y sin lucimiento. De este defecto adolecen y han adolecido siempre en España los particulares y el Estado.
En tiempo de Felipe II, cuando estábamos en la cumbre de la prosperidad, cuando dominábamos y despojábamos tantas regiones, cuando
La tierra sus mineros nos rendía,
Sus perlas y coral el Oceano;
Campanella se pasma de que tanta riqueza se disipe sin saber cómo, y de que siempre estemos sin un real y pidiendo prestado. «
Est
, dice,
admiratione dignum, quomodo consumatur tanta divitiarum vis, sine ullo emolumento; cum videamus Regem fere perpetua inopia laborare, atque etiam ab aliis mutuo accipere
». Lo mismo ocurría entonces entre los particulares que en el Estado. En ningún país se puede decir con más verdad que en España, que no se sabe dónde se va el dinero. A caer la dinastía austriaca, que se había enseñoreado de lo mejor del mundo, Madrid era (permítaseme lo vulgar de la expresión) un corral de vacas. ¿Dónde estaban los palacios, los templos, los monumentos, las estatuas? En parte alguna. ¿En qué gastamos las riquezas de América? ¿En qué empleamos el botín de los pueblos subyugados?
La inopia nos trabajaba entonces tanto ó más que en el día, y la inopia nos humilló y nos hizo bajar de la altura en que nos habíamos puesto.
En el día de hoy, el movimiento ascendente de la civilización europea nos lleva en pos de sí, y no puede negarse que en medio de mil disgustos, de mil apuros y de doscientas mil mortificaciones de amor propio nacional, España progresa y se mejora; pero
buenos azotes le cuesta
. La torpeza en el producir y la mayor torpeza en el gastar tienen la culpa de estos azotes.
Yo soy un libre cambista teórico furibundo. Bastiat y Cobden me han convencido; pero en la práctica me asusto del libre cambio. ¿Qué hay en España que pueda competir libremente con los productos extranjeros? El vino quizás; y con todo, salvo el vino de Jerez, los demás vinos españoles suelen ir á Francia, les echan un poco de zumo de moras, de alumbre y de raíz de lirio, y nos los vuelven á vender, dándonos una sola botella en el precio que recibimos por una, ó dos, ó tres arrobas. Esto es, que damos cincuenta ó sesenta botellas por una del mismo líquido, con la ligera modificación del alquimista ó boticario.
¿Qué mar de vino, qué río de aceite no tendrá que gastar cualquiera rica dama andaluza para comprar un vestido de casa de Worth? Pues ¿si la dama es de Almería y tiene que comprarse el vestido de Worth con el producto del esparto? Entonces tendrá que mondar y desnudar centenares de leguas cuadradas para vestir su lindo y airoso cuerpo. De casi todos nuestros cambios, más ó menos libres, puede decirse lo mismo. Hasta el precio del transporte nos es perjudicial, estableciendo natural y fatalmente un derecho protector en contra de nuestras voluminosas, groseras y pesadas mercancías. Y todo esto, sin contar con el fraude, con la burla, con lo que vulgarmente se llama primada. Por cuentecillas de vidrio de colores, por clavos y otras baratijas, tomaban los compañeros del capitán Cook cuanto había de bueno y exquisito en Otahiti. Algo de esto, aunque en menor proporción, ocurre siempre en los cambios entre un pueblo adelantado y otro más atrasado. A menudo se dan objetos que tienen un verdadero valor por otros que no tienen ninguno, sino el de la moda ó el capricho. La sola palabra
chic
, abreviatura del nombre de un menestral borracho que bailaba el
can-can
primorosamente, ha producido á todas las industrias parisienses, legítimas é ilegítimas, un número considerable de millones.
Se dirá que éstos no son argumentos serios; que si la palabra
chic
es tan productiva, debemos inventar nosotros otra palabra que lo sea más; que en nuestras manos está echarle al vino, desde luego, todos los polvos y drogas que le echan en Francia, ó descubrir, fabricar ó confeccionar algunos primores por los cuales nos den tanto ó más que lo que damos por los vestidos de Worth. Pero á esto se contesta que, aun siendo nosotros capaces de tales invenciones, no acertaríamos á darles valor, porque aún no tenemos el prestigio y la autoridad que se requieren. Además que, según aseguran muchos autores y pretenden haber demostrado, los españoles estamos dotados de una incapacidad invencible para todas aquellas artes é industrias que conducen á hacer más agradable, más cómoda, más dulce la vida. Personas muy religiosas y patrióticas, entre ellas un académico de la Historia, en su elegante discurso de recepción, han sostenido que esta ineptitud, calificada de sublime, es una prueba de nuestro gran sér, de nuestros pensamientos levantados y celestiales, de nuestro severo espiritualismo. Buckle coincide también en este pensamiento, como coincide con el Padre Peñalosa, pero explicándolo todo á su manera. Según él, la causa principal de esto son los terremotos, frecuentísimos y terribles en España, los cuales nos traen siempre asustados y contritos, y no acaban de quitarnos el temor de Dios, con lo cual no es posible el progreso. Se infiere, por lo tanto, que por culpa de los terremotos no tenemos
chic
, ni tenemos un sastre como Worth, ni una fabricadora de sombreros como Mme. Virot, ni un abaniquero como M. Alexandre: en suma, no sabemos hacer nada ó casi nada primoroso. Nuestro orgullo, además, nos impide buscar salida para nuestras mercancías, encomiándolas, presentándolas y ofreciéndolas con insistencia. Casi todos los españoles tenemos por artículo de fe y por norma de nuestra conducta mercantil aquello de que
el buen paño en el arca se vende
, y cuanto paño fabricamos nos parece bueno.
Deduzco yo de todo lo dicho, que en España pudieran, por ahora, salir fallidas las leyes del libre cambio, porque al fin no hay ley ni regla sin excepción, y que, á no ser por otra ley más poderosa, la ley de afinidad europea, que nos hace seguir el movimiento ascendente de toda esta gran república ó confederación de naciones, las agonías que pasamos pudieran convertirse en muerte. Entre tanto, es indudable para mí, y para todo el que no esté obcecado por vanas teorías, que España consume hoy mucho más de lo que produce. Y esto, no sólo el Estado, sino también la sociedad. En balde nos afanamos por enjugar el déficit. Es menester trabajar mucho más ó gastar mucho menos. Es menester, sobre todo, no pedir prestado; no seguir trampeando.
Prescindiendo de la honra de España que ha sido puesta en la picota y sacada á la vergüenza en muchas casas de contratación, las condiciones con que nos dan dinero son espantosas, judáicas, usurarias por modo heróico. Cada millón nos cuesta más de cuatro, que si hoy son nominales, podrán ser efectivos, si por un milagro de la Providencia llegamos á salir de la miseria presente. Hacemos un contrato aleatorio; jugamos con nuestro porvenir: de suerte que, si alguna vez tenemos el gusto de mejorar de fortuna, este gusto se acibarará con el disgusto de deber realmente cuatro á quien no nos prestó más que uno; de proporcionarle una moderada ganancia de 400 por 100 en el capital. Entre tanto, los intereses que pagamos son por lo menos de un 12 por 100. Tal vez nos arreglemos por tal arte que sean de un 16 ó de un 18.
Cualquiera trato ó negociación que se haga, ó se haya hecho, ó se esté haciendo, para obtener dinero, disimulará tal vez el sacrificio á los ojos profanos; pero no le mitigará. Es seguro que el dinero que tomemos, por enrevesado que sea el método de tomarle, nos ha de costar lo mismo ó más que por el método sencillo y expeditivo de emitir Treses. Transmitida la operación al idioma pintoresco del vulgo, será siempre
tirar de los pies á un ahorcado
.
Dicen los que entienden de Hacienda, que es menester proporcionarse recursos y que no nos los podemos proporcionar con menos sacrificios. Si esto es así, Dios me libre de criticar al señor Ministro de Hacienda. Lo único que yo diré y digo es que el artificio de tomar prestado de un modo tan ruinoso no es muy ingenioso, ni muy sutil, ni muy peregrino, y que, si la ciencia de la Hacienda consiste en eso sólo, se puede suponer que no hay tal ciencia en la Hacienda, y que el último patán puede hacer lo mismo que el profesor más hábil.
He vacilado y vacilo aún en publicar esta
Meditación
, harto rara; estos desordenados pensamientos míos, que la angustia en que vivimos y el terror que infunde en algunos corazones la ciencia económica española, me han inspirado sin poderlo yo remediar.
Repito, asimismo, que aquí no se aducen otras razones que las del mero sentido común más rastrero; y que desde la bajeza de este sentido común á la altura de la ciencia, ha de haber una distancia infinita.
Todo esto lo reconozco y lo proclamo. Sin embargo, tal es el amor que tenemos á nuestros hijos, y la presente
Meditación
es hija mía, que aunque haya nacido enclenque y ruín, no he de atreverme á matarla. Más bien me atreveré á darle vida, aunque sea vida efímera y trabajosa, publicándola en un periódico, y exponiéndome por amor paternal á las iras ó al menosprecio de los sabios, que tal vez hacen en este momento la felicidad de la Patria. Tal vez murmuramos, como murmuraba la chusma á bordo de las carabelas la víspera de aquella feliz y memorable aurora en que por vez primera aparecieron á los ojos espantados de los europeos las risueñas y fecundas costas del Nuevo Mundo. Tal vez murmuramos, como murmuraban los israelitas en el Desierto porque no llegaban á ver la Tierra Prometida; y eso que el Maná y las codornices que les daba su Moisés no costaban nada, y los millones que nos da nuestro Moisés cuestan mucho.
En fin, sea como sea, yo me atrevo á publicar esta endiablada
Meditación
. Al cabo, no soy esparciata para dar muerte á mis hijos enfermizos, aunque tenga que ser esparciata y tengamos que ser esparciatas todos los españoles para tragar la salsa negra, si siguen las cosas así.
Considere el pío lector que esta
Meditación
es como un entretenimiento y nada más, y sea verdaderamente pío, que harto lo exige el caso. Lea mi
Meditación
sobre el dinero como quien lee un libro de cocina cuando tiene hambre, y hallará en mi
Meditación
algún consuelo y alivio.
Si por dicha, que no es de esperar, mi
Meditación
no pareciese muy mala, tal vez me animaría yo á escribir otra sobre las contribuciones y los empréstitos de España, diciendo siempre lo que dice el vulgo y nada más de lo que dice el vulgo, sin meterme en honduras.
El castillo estaba en la cumbre del cerro; y, aunque en lo exterior parecía semiarruinado, se decía que en lo interior tenía aún muy elegante y cómoda vivienda, si bien poco espaciosa.
Nadie se atrevía a vivir allí, sin duda por el terror que causaba lo que del castillo se refería.
Hacía siglos que había vivido en él un tirano cruel, el poderoso Hechicero. Con sus malas artes había logrado prolongar su vida mucho más allá del término que suele conceder la naturaleza a los seres humanos.
Se aseguraba algo más singular todavía. Se aseguraba que el Hechicero no había muerto, sino que sólo había cambiado la condición de su vida, de paladina y clara que era antes, en tenebrosa, oculta y apenas o rara vez perceptible. Pero ¡ay de quien acertaba a verle vagando por la selva, o repentinamente descubría su rostro, iluminado por un rayo de luna, o, sin verle, oía su canto allá a lo lejos, en el silencio de la noche! A quien tal cosa ocurría, ora se le desconcertaba el juicio, ora solían sobrevenirle otras mil trágicas desventuras. Así es que, en veinte o treinta leguas a la redonda, era frase hecha el afirmar que había visto u oído al Hechicero todo el que andaba melancólico y desmedrado, toda muchacha ojerosa, distraída y triste, todo el que moría temprano y todo el que se daba o buscaba la muerte.