El mismo sabio, y más aún el poeta, por excelente crítico que sea, no se pueden consolar con la conciencia y seguridad de su valer, por los demás hombres desconocido ó negado. No saben á punto fijo si el juicio que forman sobre ellos mismos está torcido por el amor propio.
Una obra de ingenio es harto difícil de juzgar, y la buena reputación que adquiere se debe á pocos sujetos entendidos que logran imponer su opinión, á veces al cabo de muchos años, cuando no de siglos. Los demás hombres se someten á esta opinión por pereza, ó porque, habiendo ya muerto el autor de la obra, les importa poco que sea celebrado y ensalzado. La idea de que la fama de aquel autor redunda en honor de la patria ó de la humanidad toda, contribuye á que, contenidos por cierto egoísmo, sean pocos los hombres que tiren á destruirla. Por lo demás, la gloria de los grandes escritores suele ser póstuma y sumamente vana. De cada mil personas que citan, por ejemplo, á Homero como al primer poeta épico, diez á lo más, en los países cultos, le han leído, y de estas diez, nueve se han aburrido ó dormido leyéndole: una sola ha gustado acaso de aquellas bellezas y excelencias.
La poesía, pues, en su más elevada acepción, así como la virtud en su acepción más elevada, tiene sólo la recompensa en ella misma, en la creación de lo ideal, en la fijación y depuración de la belleza, que aparece escasa, mezclada con elementos extraños y fugitiva en el mundo, y á quien el poeta aparta y sustrae de lo feo, y da una vida inmortal, á fin de que gocen de ella las pocas almas que por su propia hermosura son capaces de comprenderla.
Entiéndase, con todo, que, salvo las mencionadas archi-sublimes excepciones, nada es más falso en cierto sentido que aquello de que
honra y provecho no caben en un saco
. Al contrario, cuando el público no honra es cuando no enriquece, y siempre enriquece cuando honra. El más ó el menos de enriquecer, depende de circunstancias que nada tienen que ver con la honra. En los países ricos y prósperos, el buen poeta que, por la condición de su ingenio, se hace popular y famoso, se hace también rico. Y, aparte el respeto que se le debe, Adam Smith se equivocó al suponer que los comediantes, cantores y bailarines, ganaban mucho dinero en compensación del decoro que perdían en su oficio, el cual, si fuese más honrado, sería ejercido por más personas hábiles, y esta concurrencia haría bajar el precio. Los susodichos artistas están mucho mejor mirados en el día que en tiempo de Adam Smith, y no por eso abundan los buenos, ni se venden baratos sus servicios. Se venden caros, porque hay pocos que sean aptos para hacerlos; y porque la manera de pagarlos se presta á que subsista la carestía, compartiéndose la carga entre muchísimas personas.
Resulta de lo expuesto, y aún resultaría más claro si me extendiese cuanto pide la magnitud del asunto, que por la misma naturaleza de las cosas, y sin que deba nadie quejarse de ello, ni hacer un capítulo de culpas á nuestro siglo, ni á los pasados, ni á los hombres de ahora, ni á los de entonces, lo más universalmente respetado, amado y reverenciado es el dinero, y por lo tanto, aquél que le posee. Aun las mismas almas celestiales y puras, enamoradas del amor, de la gloria y de todo lo bueno y santo, andan también enamoradas del dinero, como medio excelente de que tengan buen éxito aquellos otros enamoramientos etéreos.
La generalidad de los hombres ama más el dinero que la vida. Cualquiera persona, por poco simpática que sea, cuenta de seguro con unos cuantos amigos que aventurarían por ella la vida, que le harían el sacrificio de su existencia. ¡Cuántos salen al campo en duelo á muerte por defender á un amigo! Casi nadie, sin embargo, sacrificaría por un amigo su caudal, ni la vigésima, ni la centésima parte de su caudal. Se está un hombre ahogando, se está otro quemando vivo en una casa incendiada, y, dicho sea en honra de la humanidad, rara vez falta quien por salvarle se aventure, se arroje á las ondas embravecidas ó á las llamas. Sin embargo, el héroe salvador quizás ha rehusado algunos días antes dar una limosna de dos reales á la persona salvada ahora tan generosamente. Viceversa, los agraciados estiman siempre más el sacrificio que se hace por ellos de una pequeña suma de dinero, que el de la vida misma. Y esto por mil razones muy justas. La vida se sacrifica ó se expone por cualquiera cosa; el dinero no. No hay pelafustán que no tenga una vida que exponer como cualquiera otra vida; pero no todos tienen dinero que exponer ó sacrificar. El funámbulo, el domador de fieras, el albañil subido en un andamio, el minero que penetra en una mina insegura, en fin, casi todos los hombres exponen su vida por cualquier cosa, por un miserable jornal, por una mezquina cantidad de dinero. ¿Qué hizo más Edgardo por Lucía de Lammermoor, qué hizo más D. Suero de Quiñones por la señora de sus pensamientos, que lo que puede hacer y hace á cada instante, con menos estruendo, el último perdido, por ganar unas cuantas pesetas? Por consiguiente, una considerable suma de pesetas vale más que los arrojos de Edgardo y que las bizarrías de D. Suero.
Es evidente que el pobre, aunque puede amar, no puede expresar su amor de un modo tan claro y tan brillante como el rico. Así es que los ricos suelen ser más amados que los pobres, aun por las mujeres desinteresadas.
El dinero da asimismo mérito intrínseco, y el no tenerle le quita, le merma ó le anubla. El dinero da buen humor, urbanidad, buena crianza, y, como diría cierto diplomático,
soltura fina
. Nada, por el contrario, ata y embastece más que la pobreza. El pobre es tímido y encogido, ó anda siempre hecho una fiera. Toda palabra en boca del rico es una gracia, por donde, la misma confianza que tiene de que sus gracias van á ser reídas y aplaudidas, le da ánimo é inspiración para ser gracioso. El pasmo con que todos le miran, el gusto con que todos le oyen, hace que parezca gracioso aunque no lo sea. Pero lo es, y no cabe duda en que lo es. Yo, por ejemplo, he oído en boca de un señor muy rico todos los cuentecillos más groseros y sucios que refieren los gañanes de mi tierra, y que ya ni el atractivo de la novedad debieran tener para mí ni para nadie, y sin embargo, me he reído como un bobo, me han hecho mucha gracia, y los he encontrado llenos de aticismo en boca de dicho señor. Creo, además, que, en efecto, lo estaban, porque yo no me movía á reirlos ni á celebrarlos con falsa risa, ni por interés alguno. La seguridad, la superioridad, el magnetismo sereno, que trae consigo el tener dinero, producían este fenómeno.
No se debe extrañar, pues, que las personas ricas sean amadas y admiradas. En el día las amamos con más desinterés que antes. Nunca, por ejemplo, ha habido menos hombres mantenidos por mujeres que en esta época, si se exceptúa bajo la forma legítima, aunque desairada, del
coburguismo
. En otras edades era frecuente, casi general, y no estaba mal mirado el
coburguismo
ilegítimo masculino, desde Ciro el Menor con Epiaxa, Reina de Cilicia, señora es de creer que ya jamona, á quien aquel héroe sacaba mucha moneda, hasta los galanes caballeros de la corte de Luis XIV y Luis XV.
Lo que es el
coburguismo
femenino, legítimo ó ilegítimo, sigue hoy como en las primeras edades del mundo, desde Raab y Dalila hasta la gallarda y elegante Cora. Este
coburguismo
es más disculpable que el masculino. Lope de Vega le disculpa diciendo:
No estaba pobre la feroz Lucrecia,
Que, á darle Don Tarquino mil reales,
Ella fuera más blanda y menos necia.
Y Ariosto, con la leyenda
El Perro precioso
, inserta en el
Orlando
, le disculpa mucho más. Yo no le disculpo, pero le excuso, aunque no sea más que por el desinteresado amor y la admiración sincera que infunde el hombre rico, como no sea una bestia, aun en las almas más escogidas y nobles.
El hombre rico se hace en seguida gran conocedor de las bellas artes y de la literatura, y las protege, remedando á Lorenzo el Magnífico y á Mecenas; adorna y hermosea su patria con soberbios monumentos, como Herodes Atico, y hace, por último, otros cien mil beneficios.
Aunque no haya sido muy moral ni muy amante del orden antes de ser rico, luego que lo es, el mismo interés le presta por lo menos una moralidad y una religiosidad aparentes que no dejan de ser útiles.
Infiero yo de todo lo dicho que no debemos achacar á corrupción de nuestro siglo, ni á perversidad del linaje humano, este amor entrañable que todo él profesa al dinero. ¿Qué otra cosa ha de amar en la tierra, si no ama el dinero, que las representa todas, las simboliza y las resume? Lo cierto es que casi todo lo útil, lo conveniente, lo práctico que se hace en el mundo, se hace por este amor. El dinero es la fuerza motriz del progreso humano, la palanca de Arquímedes que mueve el mundo moral; el fundamento de casi toda la poesía, y hasta el crisol de las virtudes más raras. La mayor parte de los hombres que desprecian ó aparentan despreciar el dinero, lo hacen por despecho y envidia; imitan á la zorra, diciendo:
no están maduras
. Los que aman con sinceridad la pobreza, los que la creen y llaman
dádiva santa desagradecida
, ó son locos ó son santos: son Diógenes ó San Francisco de Asís; á no ser que entiendan por pobreza cierta virtud magnánima que consiste en poseer y gozar todas las cosas con desdén y desprendimiento, como si no se poseyesen ni gozasen.
No hay nada en este mundo sublunar que proporcione más ventajas que el tener dinero. Los pocos inconvenientes que trae, ó son fantásticos, ó son comunes á toda vida humana, ó se van allanando ó disipando con la cultura.
Era antes el principal, como ya he dicho, el peligro de muerte en que se hallaba de continuo el acaudalado, como no ocultase mucho sus riquezas. Para ser impune, paladina y descuidadamente rico, era menester ser tirano, señor de horca y cuchillo, ó algo por el mismo orden, que diese mucho poder y defensa. Este inconveniente va desapareciendo ya casi del todo.
Otro inconveniente, que encuentran en el dinero los corazones extremadamente sensibles y los espíritus cavilosos, es fantástico y absurdo. Consiste en el temor de ser amado por el dinero y no por uno mismo. Nada más ridículo que este temor. Ya hemos probado que el dinero es más que la vida. El dinero es, por consiguiente, una parte esencial de la persona. Un filósofo alemán diría que el dinero se pone en el yo de una manera absoluta. Más necio es, pues, atormentarse, porque quieren á uno por el dinero, que atormentarse porque quieren á uno porque es limpio, bien criado, elegante, instruído, etc.; calidades todas que se adquieren artificialmente lo mismo que el dinero; que se deben al dinero en mas ó en menos cantidad. Acaso no sea yo mejor que el último mozo de cordel de Madrid, ora física, ora intelectual, ora moralmente considerado, y con todo, suponiéndome soltero, cualquiera linda dama podría tener aún el capricho de enamorarse de mí, sin que nadie lo censurara; pero, si del mozo de cordel se enamorase, todo el mundo tendría esta pasión por una extravagancia ó por una locura. Luego, en último resultado, lo que mueve á amar, á no ser extravagantísimo el amor, es el dinero, ó algo que representa dinero, ó que se adquiere con dinero. Lo que yo he gastado en instruirme, pulirme, asearme y atildarme no es más que dinero.
Finalmente, la mayor y más envidiable ventaja que el dinero proporciona, es la autoridad y respetabilidad que da á quien le tiene, y la justa confianza que quien le tiene inspira.
De estas consideraciones sobre el influjo del dinero ó de la riqueza en el individuo, quisiera yo pasar á discurrir con mayor extensión sobre el influjo de la riqueza en la cultura y poder de las naciones; pero no haré más que consignar aquí algunos ligerísimos conceptos. Me arredra el temor de extraviarme, y la conciencia de mi poquísimo saber en Economía política, ciencia que, al cabo, después de mucho cavilar, han venido todos los autores á coincidir con Aristóteles en que trata del dinero, ó, en general, de la riqueza, por donde la llama Crematística el sabio de Estagira. Y es mayor infortunio aún que el de mi propia ignorancia, el de que,
Después de haber revuelto cien mil libros
De aquesta ciencia enmarañada y torpe,
nadie logra saber á las claras lo que es la riqueza. Todas las definiciones son discordantes; y resulta que la ciencia empieza por no saber definir, determinar y declarar el objeto de la ciencia misma. Ni está más adelantada en la definición de las otras palabras científicas, como valor, precio, capital, industria y cambio; lo cual no es extraño, porque ignorándose aún lo que es riqueza, que es la idea ó palabra fundamental, por fuerza se ha de ignorar ó se ha de estar en desacuerdo sobre lo restante.
Malthus decía: «Después de tantos años de investigaciones y de tantos volúmenes de descubrimientos, los escritores no han podido entenderse hasta ahora sobre lo que constituye la riqueza; y mientras que los escritores que se emplean en este negocio no se entiendan mejor, sus conclusiones no podrán ser adoptadas como máximas que deban seguirse».
Dedúcese de aquí, por sentencia y autoridad de Malthus, que no debemos seguir las máximas ni hacer caso alguno de cuantos economistas le precedieron en los siglos XVI, XVII y XVIII, y en el primer tercio del presente. Todos estos economistas no sabían lo que decían, según Malthus; y cuenta que entre ellos están Smith, Say, Storch, Ricardo, Gioja, Mac-Culloch y otras eminencias. No han adelantado más posteriormente otros sabios en dar estas definiciones. Stuard Mill desiste de definir lo que es riqueza, y dice que basta que en la práctica lo entendamos, con lo cual sigue adelante. Bastiat se enreda en sus
Armonías
con otros economistas rivales, y trata de probarles que son unos ignorantes ó unos necios que desconocen lo que es el valor.
En efecto, uno de estos economistas se empeña en demostrar que el valor de una cosa consiste en el obstáculo vencido para producirla; de lo cual deduce que, mientras más fácil se haga la producción, disminuyendo los obstáculos, menos valor tendrán las cosas; de modo que, mientras más cosas haya, seremos más pobres. Conviene, pues, crear obstáculos para la producción, á fin de que, costando mucho el producir, valgan mucho también las cosas producidas, y seamos ricos. Imposible parece que tales ideas se sostengan, y hasta que se impugnen con seriedad. Entre tanto, Bastiat, que está razonable en este punto, entiende luego el cambio, no como es, sino como debiera ser; y sobre este cambio modelo, ideal y fantástico, levanta todo un edificio científico que trae enamorados á nuestros jóvenes economistas. En el cambio, no cabe duda que debe darse siempre lo superfluo por lo necesario, y ganar, por lo tanto, todos los cambiantes. Pero ¿es esto lo que en realidad acontece? ¿No es, al revés, frecuentísimo el que, por vanidad, por moda, por capricho ó por extravagancia, demos lo necesario, no ya por lo superfluo, sino hasta por lo dañino? Se dirá que ambos cambiantes satisfacen una necesidad, y que en este sentido ganan. Pero si por necesidad se entiende un vicio, una manía, una mala costumbre, un apetito bestial, ¿cómo hemos de convenir? Pues qué, ¿ganan los chinos comprando opio para envenenarse con él? ¿Ganan y prosperan los jornaleros que, de los cinco ó seis reales que tienen de jornal, emplean dos ó tres en vino y uno en tabaco, matando quizás de hambre á sus mujeres y á sus hijos? ¿Gana el marido, débil ó vano, que se empeña para que su mujer tenga palco en la Ópera? ¿Gana, en suma, el que no ahorra, el que consume más de lo que produce, el que sobre sus rentas gasta su capital, el que tiene habilidad para adquirir diez y tiene
necesidad
de consumir treinta ó ciento? Claro está que no gana, sino que pierde, y al fin se arruina. Y lo que sucede con los individuos, ¿no puede suceder, y no sucede también, con las naciones? Así como hay individuos poco hábiles para producir y muy hábiles para gastar, ¿no puede haber, y no hay, naciones con las mismas cualidades? La holgazanería, el despilfarro y la ineptitud, ¿no pueden darse en una nación como se dan en un individuo?