¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo...
Joe Hill
Cuernos
ePUB v1.1
ikero05.07.12
Para Leonora con amor, siempre
«Satán es uno de nosotros; mucho más que Adán o Eva».
Michael Chabon, «On Daemons and Dust»
I
gnatius Martin Perrish pasó la noche borracho y haciendo cosas terribles. A la mañana siguiente se despertó con dolor de cabeza, se llevó las manos a las sienes y palpó algo extraño: dos protuberancias huesudas y de punta afilada. Se encontraba tan mal —débil y con los ojos llorosos— que al principio no le dio mayor importancia, tenía demasiada resaca como para pensar en ello o preocuparse.
Pero mientras se tambaleaba junto al retrete se miró al espejo situado sobre el lavabo y vio que por la noche le habían salido cuernos. Dio un respingo, sorprendido, y, por segunda vez en doce horas, se meó en los pies.
S
e subió los pantalones color caqui —llevaba puesta la ropa del día anterior— y se inclinó hacia el lavabo para verse mejor. No eran unos cuernos normales, tenían la longitud de su dedo anular y eran gruesos en la base pero después se estrechaban hasta terminar, verticales, en punta. Estaban recubiertos de la misma piel clara del resto del cuerpo excepto en los extremos, que eran de un rojo feo y chillón, como si los picos que los remataban acabaran de rasgar carne humana. Tocó uno y comprobó que las puntas estaban sensibles y un poco doloridas. Recorrió con los dedos cada lado de los cuernos y notó la densidad del hueso debajo de la firme tersura de la piel.
Lo primero que pensó es que se lo había buscado. La noche anterior se había internado en el bosque, pasada la fundición, hasta el lugar donde Merrin Williams había sido asesinada. La gente había dejado recordatorios junto al cerezo negro enfermo, cuya pelada corteza dejaba entrever la médula. Había fotografías de Merrin apoyadas con delicadeza en las ramas, un vaso con espigas, tarjetas combadas y manchadas por la exposición a los elementos. Alguien —probablemente la madre de Merrin— había dejado una cruz decorativa con rosas amarillas de nailon grapadas y una virgen de plástico que sonreía con la estupidez beatífica propia de los retrasados mentales.
Aquella sonrisa idiota le ponía enfermo. Lo mismo que la cruz, plantada en el lugar exacto donde Merrin se había desangrado de un golpe en la cabeza. Una cruz con rosas amarillas. Qué gilipollez. Era como una silla eléctrica con cojines de estampado floral, una broma macabra. Le cabreaba que alguien hubiera decidido llevar a Jesucristo a aquel lugar. Llegaba con un año de retraso y no había estado allí cuando Merrin le necesitó.
Había arrancado la cruz y la había estampado contra el suelo. Después le habían entrado ganas de orinar, y lo hizo sobre la virgen, pero como estaba borracho se salpicó también los pies. Tal vez estaba siendo castigado por esa blasfemia. Pero no, tenía la sensación de que había algo más. Ahora bien, no conseguía recordar qué. Había bebido mucho.
Movió la cabeza a uno y otro lado estudiando su imagen en el espejo, palpándose los cuernos una y otra vez. ¿A qué profundidad llegaría el hueso? ¿Tendrían los cuernos sus raíces hundidas en el cerebro? Al pensar en ello, el cuarto de baño se oscureció, como si la bombilla del techo hubiera perdido intensidad por un momento. La oscuridad, sin embargo, procedía de detrás de sus ojos, de dentro de su cabeza y no de la instalación eléctrica. Se agarró al lavabo y esperó a que se le pasara el mareo.
Fue entonces cuando lo supo. Se iba a morir, estaba claro. Había algo que crecía dentro de su cabeza, un tumor. Los cuernos no eran reales. Eran metafóricos, imaginarios. Tenía un tumor devorándole el cerebro que le hacía ver cosas raras. Y si ya tenía visiones, seguramente no había curación posible.
La idea de que podía estar a punto de morir vino acompañada de una gran sensación de alivio, casi física, como cuando se sale a la superficie después de haber estado demasiado tiempo bajo el agua. En una ocasión Ig había estado a punto de morir ahogado y de niño había tenido asma, por lo que simplemente ser capaz de respirar ya era motivo de satisfacción.
—Estoy enfermo —resopló—. Me estoy muriendo.
Decirlo en voz alta le hizo sentirse mejor.
Se estudió en el espejo con la esperanza de que los cuernos desaparecieran ahora que sabía que eran una alucinación, pero no fue así. Seguían allí. Se revolvió el pelo, tratando de ver si podía ocultarlos, al menos hasta que pudiera ir al médico, pero dejó de intentarlo cuando se dio cuenta de que era una estupidez tratar de esconder algo que sólo él podía ver.
Caminó por la habitación con las piernas temblorosas. Las mantas se habían caído a ambos lados de la cama y la sábana bajera aún conservaba la huella arrugada de las curvas de Glenna Nicholson. No recordaba haberse metido en la cama con ella, ni siquiera se acordaba de haber llegado a casa, otra laguna de las muchas en lo sucedido la noche anterior. Hasta ese momento estaba convencido de haber dormido solo y de que Glenna había pasado la noche en otro sitio. Con otra persona.
La noche anterior habían salido juntos, pero después de unas cuantas copas Ig no había podido evitar ponerse a pensar en Merrin, para el aniversario de cuya muerte faltaban unos pocos días. Cuanto más bebía, más la echaba de menos, y más consciente era de lo poco que se parecía Glenna a ella. Con sus tatuajes y sus uñas postizas, su estantería llena de novelas de Dean Koontz, sus cigarrillos y sus antecedentes penales, Glenna era la anti-Merrin. Le irritaba verla sentada al otro lado de la mesa, estar con ella le parecía una especie de traición, aunque no sabía muy bien si a Merrin o a sí mismo. Al final decidió que tenía que largarse de allí, Glenna no paraba de intentar acariciarle los nudillos con un dedo, un gesto que pretendía ser tierno pero que por algún motivo le cabreaba. Se fue al cuarto de baño y se escondió allí durante veinte minutos. Cuando volvió, el reservado estaba vacío. La esperó durante una hora, bebiendo, hasta que comprendió que no iba a volver y que no lo sentía. Pero en algún momento de la noche ambos habían acabado juntos en la misma cama que habían compartido durante los últimos tres meses.
Escuchó el murmullo de la televisión en la habitación contigua. Eso significaba que Glenna seguía en el apartamento, que no se había marchado aún a la peluquería. Le pediría que le llevara en coche al médico. El alivio fugaz que le había producido pensar que se estaba muriendo había desaparecido y ahora temblaba al pensar en el panorama que le aguardaba. Su padre intentando no llorar, su madre haciéndose la fuerte, goteros, tratamientos, radioterapia, vómitos, comida de hospital.
Caminó silenciosamente a la habitación contigua, el salón, donde Glenna estaba sentada en el sofá con una camiseta sin mangas de Guns N' Roses y un pantalón de pijama descolorido. Estaba encorvada hacia delante, con los hombros apoyados en la mesa baja, metiéndose un último trozo de donut en la boca. Delante de ella había una caja de donuts de supermercado de hacía tres días y una botella de dos litros de coca-cola light. Estaba viendo un talk show.
Cuando le oyó llegar, Glenna le miró con los ojos entrecerrados y expresión desaprobatoria. Después siguió mirando la televisión. El tema del programa ese día era
Mi mejor amigo es un sociópata
y una colección de catetos obesos se disponían a tirarse los trastos a la cabeza.
No había reparado en los cuernos.
—Creo que estoy enfermo —dijo Ig.
—No me des el coñazo. Yo también tengo resaca.
—Que no es eso... Mírame. ¿No me ves nada raro?
Preguntaba para asegurarse.
Glenna giró lentamente la cabeza y le miró con los ojos entornados. Todavía llevaba el rímel de la noche anterior, aunque se le había corrido un poco. Glenna tenía una cara agradable, redondeada y de rasgos suaves, y un cuerpo atractivo lleno de curvas. Pesaba veinte kilos más que Ig. No es que estuviera gorda, sino que Ig estaba exageradamente delgado. Le gustaba ponerse encima de él cuando follaban, y cuando apoyaba los codos en su pecho podía dejarle completamente sin aire, en un gesto inconsciente de asfixia erótica. Muchos músicos había muerto así. Kevin Gilbert, Hideto Masumoto, probablemente. Michael Hutchence, claro, aunque no era alguien en quien le apeteciera pensar precisamente en ese momento.
Llevamos el diablo en el cuerpo.
Todos nosotros.
—¿Sigues borracho?
Como no contestó, Glenna movió la cabeza y después siguió viendo la televisión.
Estaba claro, entonces. De haberlos visto se habría puesto de pie chillando. Pero no podía verlos porque no estaban ahí. Sólo existían en su imaginación. Probablemente, si se mirara ahora en el espejo tampoco los vería. Pero entonces reparó en su reflejo en una ventana, y los cuernos seguían allí. El cristal le devolvía la imagen de una figura vidriosa y transparente, un fantasma diabólico.
—Creo que necesito ir al médico.
—¿Sabes lo que necesito yo?
—¿Qué?
—Otro donut, creo —contestó inclinándose hacia la caja abierta—. ¿Crees que debería comerme otro?
Le respondió con una voz neutra que apenas reconocía:
—¿Qué te lo impide?
—Ya me he comido uno y no tengo hambre. Pero me apetece comérmelo.
Volvió la cabeza y le miró con los ojos brillantes y una expresión entre asustada y suplicante.
—Me apetece comerme toda la caja.
—Toda la caja —repitió Ig.
—Ni siquiera quiero usar las manos, sólo meter la cabeza en la caja y empezar a comer. Ya sé que es asqueroso.