Cuernos (10 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

BOOK: Cuernos
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Así que una mañana en que descubrió a Terry en la despensa intentando esconder un pavo congelado de doce kilos de peso en su mochila del instituto enseguida supo para qué era. No le pidió que le dejara acompañarlo ni intentó negociar con él a base de amenazas del tipo «O me dejas ir contigo o se lo cuento a mamá». En lugar de ello observó a su hermano mientras éste forcejeaba con la mochila y después, cuando se hizo evidente que el pavo no cabía, dijo que debían hacer un hatillo. Cogió su chubasquero de la entrada, enrollaron el ave con él y cada uno cogió una manga. Así, cargándolo entre los dos, era fácil transportarlo e Ig no necesitaba pedir nada a su hermano.

Consiguieron llevar el pavo así hasta el lindero del bosque y después, al poco de enfilar el camino que conducía a la antigua fundición, Ig vio un carro de supermercado medio hundido en el barro de la cuneta. La rueda derecha delantera chirriaba estrepitosamente y el carro iba soltando un continuo reguero de óxido, pero sirvió para transportar el pavo durante más de dos kilómetros. Terry obligó a Ig empujarlo.

La vieja fundición era un desgarbado torreón de estilo medieval hecho de ladrillo oscuro. Tenía una chimenea retorcida en uno de los lados y los agujeros de lo que antes habían sido ventanas le daban aspecto de queso gruyere. Estaba rodeada de unas pocas hectáreas de un antiguo aparcamiento ya en desuso, con un pavimento casi desintegrado por tantas grietas, por las que asomaban ásperos matojos de hierba. Aquella tarde el lugar estaba muy concurrido, con niños montando en monopatín entre las ruinas y una fogata en un cubo de basura situado en la parte de atrás. Un grupo de delincuentes juveniles —dos chicos y una chica con aspecto de ir fumada— estaban de pie alrededor de las llamas. Uno de ellos sostenía un palo en el que había insertado lo que parecía un filete deforme. Estaba chamuscado y retorcido y desprendía un humo azul y dulzón.

—Mira —dijo la chica, una rubia mofletuda con acné y vaqueros a la cadera. Ig la conocía. Estaba en su curso. Glenna no sé qué—. Ya tenemos la comida.

—Joder, esto parece el día de Acción de Gracias —dijo uno de los chicos, que llevaba una camiseta con las palabras
Autopista al infierno.
Hizo un gesto con la mano hacia el fuego del cubo de basura—. Dale caña.

Ig acababa de cumplir los quince y se sentía inseguro en compañía de chicos mayores. La tráquea se le empezó a cerrar, como cuando le daban ataques de asma. Terry en cambio estaba a sus anchas. Dos años mayor y poseedor ya de carné de conducir, tenía un aire de elegancia chulesca y el entusiasmo propio de un showman nato, siempre dispuesto a divertir a su público. Así que habló por los dos. Siempre lo hacía, era su función.

—Parece que la comida está ya hecha —dijo haciendo un gesto con la cabeza hacia el palo—. Se te está quemando la salchicha.

—¡No es una salchicha! —chilló la chica—. ¡Es una mierda! ¡Gary está asando un zurullo de perro!

La risa la hacía gritar y doblarse en dos. Llevaba unos vaqueros viejos y gastados y un top de una talla demasiado pequeña que parecía de esos que venden a mitad de precio en el Kmart. Pero encima llevaba una bonita chaqueta de cuero negro de corte europeo. No pegaba con el resto del atuendo ni con el tiempo que hacía y lo primero que Ig pensó fue que era robada.

—¿Quieres probar? —preguntó el chico de la camiseta de
Autopista al infierno.
Retiró el palo del fuego y se lo ofreció a Terry—. Está en su punto.

—Venga ya, tío —dijo Terry—. Estoy en el instituto y soy virgen, toco la trompeta en una banda y encima la tengo pequeña. Me parece que ya como suficiente mierda.

Los delincuentes juveniles estallaron en carcajadas, tal vez no tanto por las palabras sino por quién las había dicho —un chico delgado y atractivo con una bandana estampada con la bandera de Estados Unidos algo descolorida anudada al cuello sujetando su abundante melena negra— y por cómo las había dicho, en un tono exuberante, como si se estuviera burlando de otra persona y no de sí mismo. Terry usaba los chistes como llaves de yudo, un mecanismo para desviar la atención de los demás de su persona, y si no encontraba otro blanco para sus bromas no tenía problemas en prestarse él mismo para el trabajo, una inclinación que le resultaría muy útil años más tarde, cuando era el entrevistador estrella de
Hothouse,
suplicando a Clint Eastwood que le diera un puñetazo en la nariz y después le firmara un autógrafo en la nariz rota.

Autopista al infierno
miró más allá del asfalto roto, hacia un chico que estaba de pie en el arranque de la pista Evel Knievel.

—Eh, Tourneau. Ya está la comida.

Más risas, aunque la chica, Glenna, de repente pareció incómoda. El chico en lo alto del camino ni siquiera miró hacia donde estaban y siguió con los ojos fijos en la colina sujetando un monopatín bajo el brazo.

—¿Te vas a tirar o no hay huevos? —gritó
Autopista al infierno
cuando el chico no contestó.

—¡Vamos, Lee! —gritó la chica agitando un puño en el aire en señal de ánimo—. ¡Dale caña!

El chico en lo alto del circuito le dirigió una breve mirada desdeñosa y en ese momento Ig le reconoció, recordó haberle visto en la iglesia. Era el joven césar. Aquel día había ido vestido con corbata y ahora también llevaba una, con una camisa de manga corta abotonada hasta el cuello, pantalones cortos color caqui y zapatillas Converse abotinadas sin calcetines. Sólo por llevar el monopatín conseguía dar a su indumentaria un aire vagamente alternativo, en el que el acto de llevar corbata resultaba una pose irónica, del tipo que adoptaría el cantante de un grupo de música punk.

—No se atreve —dijo el otro chico que estaba de pie junto al cubo de basura y tenía el pelo largo—. Joder, Glenna, ¿no ves que es maricón?

—Vete a tomar por culo —dijo Glenna. A los que estaban reunidos en torno al cubo de basura su cara de ofendida les resultó de lo más cómica.
Autopista al infierno
se rió tan fuerte que el palo tembló y el zurullo asado cayó al fuego.

Terry dio una palmada en el brazo de Ig y se pusieron en marcha. Ig no lamentaba irse, había algo en aquel grupito que le resultaba insoportable. No tenían nada que hacer. Que para esa gente una tarde de verano se redujera a quemar mierda y herir los sentimientos de los demás le resultaba bastante triste.

Se acercaron al chico rubio y lánguido

—Lee Tourneau, al parecer— aflojando el paso conforme llegaban a lo alto de la pista Evel Knievel. Aquí la colina descendía abruptamente en dirección al río, un destello azul que se adivinaba entre los negros troncos de los pinos. En otro tiempo había sido un camino de tierra, aunque era difícil imaginar un coche circulando por él debido a lo empinado y erosionado que estaba, una plataforma vertiginosa ideal para dar unas cuantas vueltas de campana. Dos tuberías oxidadas semienterradas asomaban del suelo y entre ellas había un surco de tierra aplanada, una depresión en el terreno brillante y desgastada por el paso de miles de bicicletas y cien mil pies descalzos. Vera, la abuela de Ig, le había contado que en los años treinta y cuarenta, cuando la gente tiraba cualquier cosa al río, la fundición había usado esas cañerías para verter su escoria en el agua. Casi parecían raíles, una vía férrea a la que le faltaba únicamente un carro de mina o de montaña rusa para recorrerla. A ambos lados de las cañerías el circuito estaba cubierto de tierra amontonada apilada y reseca por el sol, salientes rocosos y basura. El camino de tierra prieta entre las cañerías era el mejor sitio por donde bajar e Ig y Terry aflojaron el paso, esperando a que Lee Tourneau se tirara.

Sólo que no lo hizo. No tenía la menor intención. Dejó el monopatín en el suelo —tenía una cobra pintada y ruedas grandes y nudosas— y lo empujó atrás y adelante con un pie, como para asegurarse de que rodaba bien. Después se agachó, lo cogió y simuló comprobar una de las ruedas.

Los delincuentes juveniles no eran los únicos que le acosaban. Eric Hannity y un puñado de chicos más estaban al pie de la colina mirando hacia él y lanzándole alguna que otra pulla. Uno le conminó a gritos a que se dejara de mariconadas y se tirara de una vez. Desde el cubo de basura Glenna gritó de nuevo:

—¡Dale duro, vaquero!

Pero a pesar de la chulería su voz delataba desesperación.

—Esto es lo que hay —le dijo Terry a Lee Tourneau—: puedes elegir entre acabar lisiado o ser un pringado cobarde.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Lee.

—Lo que quiero decir es: ¿te vas a tirar o no? —explicó Terry con un suspiro.

Ig, que había bajado muchas veces por el circuito en su mountain bike, dijo:

—No pasa nada. No tengas miedo. La tierra entre las tuberías está muy lisa y...

—No tengo miedo —dijo Lee, como si Ig le estuviera acusando.

—Pues entonces tírate —dijo Terry.

—Una de las ruedas se atasca —dijo Lee.

Terry rió. Una risa mezquina.

—Vamos, Ig.

Ig empujó el carro de supermercado y lo colocó entre las cañerías. Lee miró el pavo y frunció el ceño en señal de interrogación, pero no dijo nada.

—Lo vamos a volar —dijo Ig—. Ven a verlo.

—El carro tiene un asiento para bebés —dijo Terry—. Por si necesitas que te llevemos.

Era un comentario cruel e Ig dirigió una mirada comprensiva a Lee, pero la cara de éste tenía una expresión neutra, digna del capitán Spock en el puente de mando del
Enterprise.
Se hizo a un lado sujetando el monopatín contra el pecho para dejarles pasar.

Los chicos les estaban esperando al final de la pista. También había un par de chicas, más mayores, tal vez incluso universitarias. No estaban en la orilla con los chicos, sino tomando el sol en Coffin Rock, con pantalones vaqueros cortos y biquini.

Coffin Rock era un islote a unos doce metros de la orilla, una gran piedra blanca que brillaba bajo el sol. Los kayaks de las chicas descansaban en una franja arenosa que se internaba río arriba. La visión de aquellas chicas tumbadas en la roca hizo a Ig amar el mundo. Dos morenas —muy bien podían ser hermanas— con cuerpos bronceados y musculosos y piernas largas estaban sentadas hablando entre sí en voz baja y observando a los chicos. Incluso de espaldas a Coffin Rock, Ig era consciente de ellas, como si las chicas y no el sol fueran la fuente principal de la luz que iluminaba la orilla.

Alrededor de una docena de chicos se habían congregado para asistir al espectáculo. Estaban sentados con estudiada indiferencia en las ramas de los árboles que colgaban sobre el agua o a horcajadas en sus bicicletas simulando un aburrimiento displicente. Era otro de los efectos secundarios de las chicas sobre la roca. Cada uno de los chicos quería parecer mayor que el resto, en realidad demasiado mayor para estar allí. Si con sus miradas ariscas y su pose de superioridad lograban sugerir que sólo estaban allí porque tenían que cuidar de un hermano pequeño, mejor que mejor.

Como Terry sí estaba cuidando de su hermano pequeño, posiblemente tenía derecho a sentirse feliz. Sacó el pavo congelado del carro de supermercado y caminó con él hacia Eric Hannity, quien salió de detrás de una roca cercana sacudiéndose el polvo de los pantalones.

—Vamos a cocinar a esa zorra —dijo.

—Me pido un muslo —dijo Terry, y algunos de los chicos no pudieron contener la risa.

Eric Hannity era de la edad de Terry, un salvaje brusco y sin modales, malhablado y con unas manos ásperas capaces de parar un gol, lanzar una caña de pescar, reparar un motor sencillo y dar una paliza. Era un superhéroe y encima su padre era ex soldado y además había sido herido, no en un tiroteo, sino en el curso de un incidente en el cuartel. Otro oficial en su tercer día, había dejado caer por accidente una 30.06 cargada y el disparo había alcanzado a Bret Hannity en el abdomen. Ahora tenía un negocio de cromos de béisbol, aunque Ig había pasado con él el tiempo suficiente para sospechar que en realidad a lo que se dedicaba era a pelearse con su compañía de seguros por una indemnización de cien mil dólares que supuestamente tenía que llegarle cualquier día, pero que no acababa de materializarse.

Eric y Terry llevaron el pavo congelado hasta el tocón de un árbol viejo que estaba podrido en el centro, formando un agujero. Eric empujó el pavo con el pie hasta que entró. Había el espacio justo, y la grasa y la piel del animal sobresalían por los bordes. Los dos huesos rosados de las patas, envueltos en carne cruda, estaban apretados uno junto al otro de forma que la cavidad del pavo donde debía ir el relleno se fruncía en un gran pliegue.

Eric sacó sus últimos dos petardos del bolsillo y dejó uno aparte, sin hacer caso del chico que lo cogió y de los otros que se reunieron en torno a él, observándolo entre murmullos apreciativos. Ig pensó que había hecho aquel gesto precisamente para despertar tal reacción. Terry cogió el petardo y lo metió en el pavo. La mecha, de más de quince centímetros, sobresalía obscenamente del agujero del trasero del pavo.

—Más os vale poneros a cubierto —dijo Eric— si no queréis daros un baño de pavo. Y devolvedme el otro petardo. Como alguien se vaya con él este pájaro no va a ser el único que acabe con uno en el culo.

Los chicos se dispersaron y se agazaparon bajo el terraplén, resguardándose detrás de los árboles. A pesar de sus esfuerzos por simular indiferencia, se respiraba un aire de nerviosa expectación.

La chicas de la roca también demostraban interés, conscientes de que estaba a punto de ocurrir algo. Una de ellas se puso de rodillas y formando una visera con la mano miró hacia Terry y Eric. Ig deseó con una punzada de dolor que existiera alguna razón para que le mirara también a él.

Eric apoyó un pie en el borde del tocón y sacó un mechero, que encendió con un chasquido. La mecha empezó a escupir chispas blancas. Terry y Eric se quedaron allí un momento, mirando pensativos hacia abajo, como si dudaran de si había prendido bien. Después empezaron a retroceder, pero sin prisa. Estuvo muy bien llevado, una pequeña actuación de estudiada tranquilidad. Eric había aconsejado a los demás que se pusieran a cubierto y todos habían obedecido corriendo. Comparados con ellos, Terry y Eric parecían imperturbables y con nervios de acero, quedándose allí para prender la mecha y después retirándose con toda tranquilidad de la zona de la explosión. Dieron veinte pasos pero no se agacharon ni se escondieron detrás de nada y continuaron mirando hacia el pavo. La mecha chisporroteó durante tres segundos y después se paró. Y no ocurrió nada.

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