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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

Cuernos (9 page)

BOOK: Cuernos
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Fue entonces cuando ella se delató ahogando una carcajada, con el cuerpo temblándole por el esfuerzo para contener la risa. Después le miró, una mirada lenta desde el rabillo del ojo, satisfecha y divertida. Sabía que la habían pillado y que no tenía sentido disimular. Ig era consciente de que ella había querido que la pillara, que había seguido enviándole destellos hasta que él la había localizado. Este pensamiento le hizo ruborizarse. Era muy guapa, aproximadamente de su misma edad y llevaba el pelo recogido en una trenza con una cinta de seda del color de las cerezas negras. Sus dedos jugueteaban con una fina cruz de oro que le colgaba del cuello y la hacían girar de manera que, al atrapar la luz del sol, proyectaba un destello cruciforme. Lo hacía sin prisas, convirtiendo el gesto en una suerte de confesión. Finalmente escondió la cruz.

Después de aquello Ig fue incapaz de prestar la más mínima atención a lo que el padre Mould decía desde el altar. Deseaba más que nada que aquella chica le mirara de nuevo, pero durante mucho tiempo no lo hizo, como si mostrara un dulce rechazo. Pero después le dirigió otra mirada lenta y furtiva. Con los ojos fijos en él, hizo tres destellos con la cruz: dos cortos y uno largo. Pasados unos segundos le envió otra secuencia, esta vez tres destellos cortos. Mantenía la vista fija en él mientras le hacía guiños con la cruz y sonreía, pero era una sonrisa ausente, como si se hubiera olvidado de por qué sonreía. Lo concentrado de su mirada sugería que estaba intentando hacerle comprender algo, que lo que hacía con la cruz era importante.

—Creo que es código Morse —dijo el padre de Ig en voz baja con la boca entrecerrada, como un preso hablando con otro en el patio de la cárcel.

Ig se estremeció en una reacción refleja nerviosa. En los últimos minutos el Sagrado Corazón de María se había transformado en un programa de televisión que suena de fondo, con el volumen bajado hasta convertirse en un murmullo. Pero cuando su padre habló, Ig dio un respingo y tomó de nuevo conciencia de dónde estaba. También descubrió alarmado que tenía el pene ligeramente erecto y caliente contra el muslo. Era necesario que volviera a su estado normal. En cualquier momento tendrían que levantarse para el himno final y el bulto sobresaldría bajo sus pantalones.

—¿Qué? —preguntó.

—Te está diciendo que dejes de mirarle las piernas —dijo Derrick Perrish hablando entre dientes, como hacen en las películas— o te pondrá un ojo morado.

Ig carraspeó tratando de aclararse la garganta.

Para entonces Terry estaba intentando ver qué ocurría. Ig estaba sentado junto al pasillo, con su padre al lado, y junto a éste, su madre y después Terry, de manera que su hermano mayor tenía que alargar el cuello para ver a la chica. Su hermano la inspeccionó detenidamente —ella se había vuelto de nuevo hacia el altar— y después susurró con voz audible:

—Lo siento, Ig, no tienes nada que hacer.

Lydia le dio en la cabeza con el libro de himnos. Terry dijo:

—¡Joder, mamá!

Y se ganó otro coscorrón.

—Esa palabra no se dice aquí —susurró su madre.

—¿Por qué no le das a Ig? —protestó Terry—. Él es el que está espiando a las pelirrojas, teniendo pensamientos lascivos. Está ansioso, se le nota en la cara. Mirad esa expresión de avidez.

—De hambre —dijo Derrick.

La madre de Ig le miró y él notó cómo le ardían las mejillas. A continuación su madre miró a la chica, que no les hacía ningún caso y simulaba estar interesada sólo en el padre Mould. Pasados unos instantes Lydia hizo una mueca y miró hacia el altar.

—Esto está bien —dijo—. Estaba empezando a pensar que Ig era gay.

Entonces llegó la hora de cantar y todos se pusieron de pie. Ig miró a la chica de nuevo mientras ésta se levantaba envuelta en un haz de luz y con un halo de fuego sobre su pelo rojo brillante y lustroso. Se volvió y lo miró de nuevo, abriendo la boca para cantar pero emitiendo en su lugar un pequeño gemido, suave pero penetrante. Se disponía a enviarle un nuevo destello con la cruz cuando la delgada cadena de oro se soltó y se deslizó en su mano.

Ig la miró mientras inclinaba la cabeza e intentaba arreglarla. Entonces ocurrió algo que le hizo perder ventaja. El chico rubio y guapo que estaba de pie detrás de ella se inclinó e hizo un gesto torpe y vacilante hacia su cuello. Estaba intentando abrocharle la cadena. La chica dio un respingo y se alejó de él con una mirada sorprendida y poco amistosa.

El chico rubio no se ruborizó ni pareció inmutarse. Parecía una estatua clásica más que un joven, con esa calma obstinada y preternatural, las facciones levemente adustas de un joven césar, alguien capaz, con sólo mover un dedo, de convertir a un puñado de desventurados cristianos en comida para los leones. Años más tarde su corte de pelo, ese casco ajustado rubio pálido, lo popularizaría Marshall Mathers, pero entonces aún resultaba correcto y anodino. También llevaba una corbata que le daba aspecto elegante. Dijo algo a la chica pero ésta sacudió la cabeza. Su padre se inclinó, sonrió al muchacho y se puso a arreglar el colgante.

Ig se relajó. César había cometido un error táctico, al tocarla cuando no se lo esperaba. En vez de seducirla la había molestado. El padre de la chica estuvo un rato intentando arreglar el collar, pero después rió y negó con la cabeza porque no tenía arreglo, y ella rió también y se lo quitó de las manos. Su madre les dirigió a ambos una mirada severa y la chica y el padre se pusieron otra vez a cantar.

Terminó la misa y el murmullo de las conversaciones llenó la iglesia como el agua llena una bañera, como si el templo fuera un contenedor con un volumen particular y su silencio habitual estuviera siendo reemplazado por el ruido. Ig siempre había sido bueno en matemáticas y se puso a reflexionar cobre capacidad, volumen, constantes y, sobre todo, valores absolutos. Después demostraría estar dotado para la ética lógica, pero quizá se tratara de una prolongación natural de su facilidad para resolver ecuaciones y desenvolverse con los números.

Quería hablar con ella, pero no se le ocurría qué decir y en cuestión de segundos perdió su oportunidad. Cuando la chica caminaba entre los bancos en dirección al pasillo le dirigió una mirada, repentinamente tímida aunque sonriente, y enseguida el joven césar estaba a su lado, alto en comparación con ella, contándole algo. El padre de la chica intervino de nuevo, le dio un empujoncito hacia delante y de alguna manera se interpuso entre ella y el joven emperador. El padre sonrió al muchacho, una sonrisa agradable y cordial, pero conforme hablaba, seguía empujando a su hija hacia delante, haciéndola desfilar, aumentando la distancia entre ella y el chico de cara serena, noble y sensata. Éste no pareció inmutarse y no trató de acercarse de nuevo a la chica, sino que asintió paciente e incluso se hizo a un lado para dejar pasar a la madre de la muchacha y otras mujeres de más edad, ¿tías tal vez?

Con su padre dándole empujoncitos no hubo ocasión de hablar con ella. Ig la vio marcharse deseando que volviera la vista y le saludara con la mano, pero no lo hizo. Por supuesto que no lo hizo. En ese momento el pasillo estaba atestado con gente disponiéndose a salir. El padre de Ig apoyó una mano en el hombro de éste dándole a entender que esperarían hasta que aquello se hubiera despejado un poco. Ig vio salir al joven césar. Iba acompañado de su padre, un hombre con un espeso mostacho rubio cuyos extremos le llegaban hasta las patillas, dándole aspecto de uno de los malos de un western de Clint Eastwood, de esos que se colocan a la izquierda de Lee Van Cleef y caen muertos en la primera tanda de disparos de la escena final de la película.

Por fin el tráfico del pasillo disminuyó y el padre de Ig levantó la mano de su hombro para darle a entender que ya podían salir. Ig salió de las fila de bancos y dejó pasar a sus padres, tal y como hacía siempre, para poder hablar con Terry. Miró nostálgico hacia el banco de la chica como si esperara que estuviera de nuevo allí y al hacerlo notó una ráfaga de luz dorada en el ojo derecho, como si todo hubiera vuelto a empezar. Se estremeció, cerró el ojo y después caminó hacia el banco.

La pequeña cruz de oro había quedado olvidada sobre la cadena enrollada, en un rectángulo de luz. Tal vez la había dejado allí y después se había olvidado con la premura de su padre por alejarla del chico rubio. Ig la cogió suponiendo que estaría fría. Pero estaba caliente, deliciosamente caliente, como una moneda olvidada al sol.

—¿Iggy? —le llamó su madre—. ¿No vienes?

Cerró el puño alrededor del collar, se volvió y echó a caminar deprisa por el pasillo. Tenía que alcanzarla, era su oportunidad de impresionarla, de presentarse como el rescatador de objetos perdidos, de demostrarle que era al mismo tiempo observador y considerado. Pero cuando llegó a la puerta ella había desaparecido. La vio fugazmente en el asiento trasero de una camioneta marrón, sentada con una de sus tías. Sus padres iban delante y el coche acababa de ponerse en marcha.

Bueno, no pasaba nada. Siempre quedaba el domingo siguiente y cuando Ig se la devolviera, la cadena ya no estaría rota y sabría exactamente qué decir cuando se presentara.

Capítulo 12

T
res días antes de que Ig y Merrin se conocieran, a Sean Philips, un militar retirado que vivía en el norte de Pool Pond, le despertó a la una de la madrugada una detonación penetrante y ensordecedora. Por un momento, todavía adormilado, pensó que estaba de nuevo a bordo del portaaviones
Eisenhower
y que alguien acababa de lanzar un torpedo. Después escuchó el chirrido de neumáticos y risas. Se levantó del suelo —se había caído de la cama y lastimado la cadera— y retiró la cortina de la ventana a tiempo de ver un Road Runner desvencijado marchándose a toda velocidad. El buzón de correos había saltado por los aires y yacía deforme y humeante en la grava. Estaba tan agujereado que parecía que lo habían ametrallado.

A la tarde siguiente hubo otra explosión, esta vez en los contenedores situados detrás de Woolsworth. La detonación se produjo con gran estruendo y vomitó fragmentos de basura en llamas que volaron a un metro de altura. Después cayó un granizo candente de periódicos y papel de envolver y varios coches que estaban aparcados cerca resultaron dañados.

El domingo en que Ig descubrió el amor —o por lo menos el deseo sexual— con aquella extraña chica sentada al otro lado del pasillo en la iglesia del Sagrado Corazón, hubo una tercera explosión en Gideon. Un gigantesco petardo con una fuerza explosiva equivalente más o menos a un cuarto de cartucho de trinitrotolueno explotó en un retrete de un McDonald's en Harper Street. Voló en pedazos el asiento, resquebrajó la taza y destrozó la cisterna, inundando el suelo y llenando los lavabos de un humo negro y grasiento. Se evacuó el edificio hasta que el jefe de bomberos dictaminó que era seguro volver a entrar. El incidente se publicó en la primera página del
Gideon Ledger
del lunes en un artículo que concluía con una súplica del jefe de bomberos dirigida a los responsables donde se les pedía que pararan antes de que alguien perdiera los dedos o un ojo.

Había habido explosiones por toda la ciudad durante semanas. Todo empezó un par de días antes de la fiesta del 4 de Julio y continuó después de las vacaciones con una frecuencia cada vez mayor. Terence Perrish y su amigo Eric Hannity no eran los únicos culpables. No habían destruido ninguna propiedad que no fuera la suya y ambos eran demasiado jóvenes como para andar haciendo gamberradas a la una de la mañana, volando buzones de correos.

Y sin embargo...

Y sin embargo Eric y Terry habían estado en la playa en Seabrook cuando el primo de Eric, Jeremy Rigg, entró en la tienda de pirotecnia y salió con una caja de cuarenta y ocho de los antiguos petardos bomba que afirmaba que habían sido hechos a mano en los viejos tiempos, antes de que las leyes sobre seguridad infantil hubieran puesto restricciones al contenido y alcance de los explosivos. Jeremy le había pasado seis a Eric como regalo de cumpleaños retrasado, según decía, aunque el verdadero motivo podía ser que le diera pena, pues el padre de Eric llevaba un año en paro y sufría de mala salud.

Es posible que Jeremy Rigg fuera el paciente cero en el epicentro de una plaga de explosiones y que las numerosas explosiones aquel verano pudieran atribuírsele en su totalidad. O tal vez Rigg compró los cohetes sólo porque otros chicos también lo hacían, porque estaba de moda. Tal vez hubo múltiples focos de infección. Ig nunca llegó a saberlo y para cuando terminó el verano ya no importaba. Era como preguntarse por qué existe el mal en el mundo o adónde va alguien cuando muere. Un interesante ejercicio de filosofía, pero absolutamente inútil, ya que el mal y la muerte se dan independientemente del cómo, el porqué y el para qué. Lo único que importaba era que a principios de agosto tanto Eric como Terry, igual que todos los adolescentes de Gideon, estaban poseídos por la fiebre de volar cosas por los aires.

Los petardos recibían el nombre de cerezas de Eva, aunque eran bolas rojas del tamaño de una manzana, con la textura granulosa de un ladrillo y la silueta de una mujer medio desnuda impresa en uno de los lados. Un bomboncito de pechos respingones y una figura imposible tipo reloj de arena: tetas como balones de playa y cintura de avispa más delgada que los muslos. Como único gesto de pudor, sobre el pubis llevaba lo que parecía ser una hoja de arce, lo que llevó a Eric a afirmar que era una seguidora de los Toronto Maple Leafs y por tanto un putón canadiense que estaba pidiendo a gritos que le hicieran volar las tetas.

La primera vez que Eric y Terry usaron uno de aquellos petardos fue en el garaje de Eric. Echaron uno en el cubo de la basura y salieron por piernas. La explosión que siguió derribó el cubo, lo hizo rodar por el suelo de cemento y la tapa saltó hasta el techo. Cuando cayó, humeaba y estaba doblada por la mitad, como si alguien hubiera intentado plegarla en dos. Ig no estaba allí pero Terry le contó la historia, añadiendo que los oídos les habían pitado tanto después de la explosión que no se habían escuchado silbar el uno al otro. La cadena de demoliciones prosiguió con otros objetos. Una Barbie tamaño natural, un neumático viejo que echaron a rodar colina abajo con un petardo pegado dentro y una sandía. Ig no estuvo presente en ninguna de estas detonaciones, pero su hermano siempre le contaba lo que se había perdido sin escatimar detalles. Así Ig supo, por ejemplo, que de la Barbie no había quedado nada salvo un pie negruzco que cayó del cielo y chocó contra el techo del coche de Eric, donde bailó una especie de claqué incorpóreo y absurdo, que el olor del neumático quemado te revolvía el estómago y que Eric Hannity estaba demasiado cerca de la sandía cuando explotó y por tanto se puso perdido. Estos detalles fascinaban y atormentaban a Ig y para mediados de agosto estaba deseando presenciar personalmente uno de estos episodios de pirotecnia.

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