Miró la cerilla encendida durante exactamente dos segundos
—tres..., dos..., uno...
— hasta que el fuego bajó por sus dedos, entró en contacto con la gasolina e Ig estalló en llamas con un
fluosss
y un siseo hasta explotar como un gigantesco petardo.
I
g era una antorcha humana, un diablo envuelto en un traje de fuego. Las llamas de gasolina le envolvían y ondeaban en el viento desde su carne. Después, tan rápido como había venido, el fuego empezó a decrecer hasta quedar en un simple chisporroteo. En pocos instantes se había apagado por completo y del cuerpo de Ig ascendía una columna de humo aceitoso y negro, gruesa y asfixiante. O, para ser más exactos, lo que para cualquier hombre habría resultado asfixiante para el demonio que se encontraba en el centro era tan refrescante como una brisa alpina.
Se despojó de su túnica de humo y quedó completamente desnudo. La vieja piel se había quemado y la nueva era de un color carmín más intenso y oscuro. Todavía le dolía el hombro izquierdo, aunque la herida se había cerrado y dado paso a una cicatriz blancuzca. Tenía la cabeza despejada; se sentía bien, como si acabara de correr cinco kilómetros y estuviera preparándose para nadar. La hierba a su alrededor estaba negra y humeante. Una línea de fuego avanzaba entre los matorrales secos hacia el bosque. Ig miró hacia el cerezo muerto, cuya silueta se dibujaba pálida contra las copas verdes de los árboles.
Había dejado la casa del árbol de la imaginación en llamas, había quemado el cielo y el cerezo seguía intacto. El viento soplaba en rachas calientes y agitaba las hojas, e incluso desde donde estaba podía ver que la casa del árbol había desaparecido. Aunque era curioso cómo el fuego parecía dirigirse hacia ella, abriendo un camino por entre la hierba en dirección al tronco. Era el viento, que lo encauzaba en línea recta a través del prado enfilándolo hacia el viejo bosque.
Trepó por la puerta de la fundición y tropezó con la trompeta de su hermano.
Terry estaba arrodillado junto a la puerta abierta del horno con la cabeza inclinada. Ig le observó, estaba completamente inmóvil y con expresión de serena concentración, y pensó que, incluso muerto, su hermano tenía aspecto de buena persona. La camisa tersa le cubría la espalda y llevaba los puños cuidadosamente doblados por encima de las muñecas. Ig se arrodilló junto a él. Dos hermanos en actitud orante. Tomó la mano de Terry en la suya y supo que cuando Terry tenía once años le había pegado un chicle en el pelo mientras viajaban en el autobús del colegio.
—Mierda —dijo Ig—. Me lo tuvieron que cortar con tijeras.
—¿Cómo? —preguntó Terry.
—El chicle que me pegaste en el pelo. En la ruta escolar número diecinueve.
Terry tomó aire y le silbaron los pulmones.
—Estás respirando —dijo Ig—. ¿Cómo es que estás respirando?
—Tengo que hacerlo —respondió Terry—. Muy fuerte. Pulmones. Tocar la trompeta. Ahora. Y antes también.
—Pasado un instante añadió—: Es un milagro. Los dos. Haber salido de ésta. Vivos.
—Yo no estaría tan seguro de ello —dijo Ig.
El teléfono de Glenna seguía en el horno, había rebotado contra la pared y se había abierto la tapa. La batería se había caído fuera. Ig pensó que no funcionaría, pero cuando lo abrió escuchó el tono de llamada. La suerte del diablo. Marcó el número de urgencias y le dijo a un operador de voz impersonal que le había mordido una serpiente y que estaba en la fundición junto a la autopista 17, que había gente muerta y también un incendio. Después colgó y trepó hasta el horno para acuclillarse de nuevo junto a Terry.
—Has llamado —dijo éste—. Pidiendo ayuda.
—No —dijo Ig—. Has llamado tú. Escúchame bien, Terry. Déjame decirte lo que vas a recordar y lo que vas a olvidar. Tienes mucho que olvidar. Cosas que han pasado esta noche y cosas que pasaron antes de esta noche.
—Mientras hablaba los cuernos le latían con placer animal—. En esta historia sólo hay lugar para un héroe, y todo el mundo sabe que el diablo nunca es el bueno de la película.
Le contó una historia con voz agradable y reconfortante, una buena historia, y Terry asintió mientras escuchaba, como si se tratara de una canción que le gustaba especialmente.
* * *
En pocos minutos concluyó. Ig siguió sentado a su lado un rato y ninguno de los dos habló. No estaba seguro de que Terry estuviera allí; le había ordenado olvidar. Parecía haberse dormido de rodillas. Ig se quedó hasta que escuchó el gemido lejano de una trompeta, tocando una única nota burlona de alarma, el hilo musical de las urgencias: los coches de bomberos. Tomó la cabeza de su hermano entre las manos y le besó en la sien. Lo que vio fue menos importante que lo que sintió.
—Eres una buena persona, Ignatius Perrish —susurró Terry sin abrir los ojos.
—Blasfemo —dijo Ig.
S
alió por la puerta abierta y después, como si lo hubiera pensado mejor, alargó la mano y cogió la trompeta de su hermano. Después se volvió y miró en dirección al prado, a la avenida ígnea que discurría en línea recta hasta el cerezo. El fuego subió y abrazó el tronco durante un momento y después el árbol estalló en llamas, como si lo hubieran rociado con queroseno. La copa rugió, un paracaídas de llamas rojas y amarillas, y en sus ramas estaba la casa del árbol de la imaginación. Sólo el cerezo ardió en todo el bosque; los otros árboles quedaron intactos.
Caminó por el sendero que había abierto el fuego, cual joven señor recorriendo la alfombra roja que conduce a su mansión. Por un curioso efecto óptico, los faros del Cadillac de Lee le dieron de lleno y proyectaron una sombra gigantesca y amenazadora de cuatro pisos de altura en la cortina de humo. Un primer coche de bomberos se acercaba traqueteando por el camino de tierra y su conductor, un veterano de treinta años de edad llamado Rick Terrapin, le vio, un demonio con cuernos tan alto como la chimenea de la fundición. Dio un volantazo sobresaltado y el coche se salió de la pista y chocó contra un abedul. Terrapin se jubilaría tres semanas después. El demonio rodeado de humo y los horrores que vio en el interior de la fundición le quitaron las ganas de trabajar apagando incendios. Prefería dejar que las cosas ardieran tranquilamente.
Ig se internó con su trompeta robada en la hoguera amarilla y llegó hasta el árbol. Sin perder un instante empezó a trepar por la escalera que formaban las ramas ardiendo. Le pareció oír voces que venían de arriba, voces alegres, irreverentes, y risas... ¡Una celebración! También había música, timbales y la melodía sensual de las trompetas. La trampilla estaba abierta e Ig entró en su nuevo hogar, su torre de fuego donde se encontraba su trono también de fuego. Había acertado; había una fiesta en marcha —una boda, su boda— y su novia le esperaba allí, con el pelo en llamas, desnuda a excepción de un cinturón de fuego. La tomó en sus brazos, su boca encontró la de ella y juntos ardieron.
T
erry regresó a casa la tercera semana de octubre. Era la primera tarde en que no hacía frío y se encontró sin nada que hacer. Condujo hasta la fundición para echar un vistazo.
El gran edificio de ladrillo se alzaba sobre un prado calcinado, entre montones de basura que habían ardido como hogueras y ahora formaban colinas de cenizas, cristal ahumado y cables carbonizados. El edificio estaba cubierto de hollín y todo el lugar emanaba un ligero olor a quemado.
Pero en la parte de atrás, en el principio de la pista Evel Knievel, se estaba bien, la luz penetraba lateralmente entre los árboles con sus disfraces de Halloween, rojo y oro. Estaban en llamas, ardían como gigantescas antorchas. Abajo, el río emitía un suave murmullo que daba el contrapunto al manso susurro del viento. Terry pensó que no le importaría quedarse allí sentado todo el día.
En las últimas semanas había caminado mucho, había pasado mucho tiempo sentado, observando, esperando. A finales de septiembre había puesto a la venta su casa de Los Ángeles y desde que había regresado a Nueva York iba a Central Park casi todos los días. El programa se había terminado y, sin él, no veía razón alguna para seguir viviendo en un lugar sin estaciones en el que no se podía ir caminando a ninguna parte.
Los de la Fox todavía tenían esperanzas de que volviera; habían emitido un comunicado después del asesinato de su hermano diciendo que Terry había decidido tomarse un año sabático, cuando en realidad había dimitido semanas antes de lo ocurrido en la fundición. Que la gente de la televisión dijera lo que quisiera. No pensaba volver. Tal vez dentro de un mes o dos empezaría a tocar otra vez en locales, aunque no tenía ninguna prisa por volver a trabajar. Todo lo que pasara en el mes siguiente ocurriría porque lo hubiera organizado él. Con el tiempo terminaría por decidir qué hacer con su vida. Ni siquiera se había comprado una trompeta nueva aún.
Nadie sabía lo ocurrido aquella noche en la fundición, y puesto que Terry se había negado a hacer declaraciones y todos los demás protagonistas estaban muertos, circulaban todo tipo de teorías absurdas sobre la noche en que Lee y Eric habían muerto. TMZ había publicado la más demencial de todas. Afirmaban que Terry había ido a la fundición en busca de su hermano y se había encontrado allí a Eric Hannity y a Lee Tourneau, discutiendo. Terry oyó lo bastante para averiguar que habían asesinado a su hermano, que le habían quemado vivo en su coche y estaban buscando pruebas que pudieran incriminarles. Según TMZ, Lee y Eric descubrieron a Terry tratando de escabullirse sin ser visto y le habían arrastrado a la fundición. Tenían intención de matarle, pero primero querían saber si había llamado a alguien, si alguien sabía dónde estaba. Le encerraron en una chimenea en compañía de una serpiente venenosa, tratando de asustarle y hacerle hablar. Pero mientras estaba encerrado empezaron de nuevo a discutir. Terry escuchó gritos y disparos. Para cuando logró salir de la chimenea había un incendio y los dos hombres estaban muertos: Eric Hannity, de un tiro; Lee, traspasado por una horca. Era como el argumento de una tragedia de venganza isabelina, sólo faltaba que hiciera su aparición el diablo. Terry se preguntaba de dónde había sacado TMZ su información, si habrían sobornado a alguien en el departamento de policía, tal vez al detective Carter, ya que su disparatada versión de los hechos se parecía mucho a la declaración que él mismo había firmado.
El detective Carter había ido a verle en su segundo día de hospital. Del primero Terry no recordaba gran cosa. Recordaba llegar a urgencias, a alguien colocándole una mascarilla de oxígeno en la cara y una bocanada de aire frío que olía ligeramente a medicamentos. Recordaba que más tarde había tenido alucinaciones, había abierto los ojos y había visto a su hermano muerto sentado en el borde de su cama. Tenía su trompeta y estaba improvisando un bebop. Con él estaba Merrin, bailando descalza con un vestido corto de seda carmesí, girando al ritmo de la música con su melena pelirroja ondeando. Cuando el sonido de la trompeta se fundió con el pitido intermitente del monitor cardiaco, ambos se evaporaron. Más tarde, esa misma mañana, había levantado la cabeza de la almohada y, tras mirar a su alrededor, había visto a su madre y su padre sentados en sendas sillas apoyadas contra la pared, ambos dormidos y la cabeza de su padre descansando en el hombro de su madre. Estaban cogidos de la mano.
Llegada la tarde del segundo día empezó a sentirse como si se estuviera recuperando de una fuerte gripe. Le dolían las articulaciones, tenía una sed horrible y notaba una gran debilidad en todo el cuerpo... pero, aparte de eso, estaba bien. Cuando su médica, una atractiva asiática con gafas estilo ojo de gato, entró en su habitación para comprobar sus constantes, le preguntó si había estado a punto de morir. La doctora le dijo que sus posibilidades de salir adelante habían sido de una entre tres. Terry le preguntó cómo podía calcular así las probabilidades y ella le contestó que era sencillo. Existían tres clases de serpiente cascabel, y la que le había mordido era la que tenía el veneno menos dañino. De haberse tratado de alguna de las otras dos, no habría tenido ninguna posibilidad de sobrevivir. Así pues, una entre tres.
El detective Carter entró cuando salía la doctora. Con gesto impasible tomó nota de la declaración de Terry, haciendo algunas preguntas pero dejándole que contara la historia de la forma que mejor le pareció, como si en vez de un agente de policía fuera una secretaria tomando una carta al dictado. Después le leyó la declaración introduciendo mínimas correcciones y por último, sin levantar la vista de su bloc amarillo, dijo:
—No me creo una sola palabra de toda esta mierda.
—No parecía divertido, ni enfadado. Hablaba con una voz neutra, sin inflexiones. Después levanto la cabeza y le miró por fin—. Lo sabes, ¿no? Ni una sola palabra.
—¿De verdad? —dijo Terry desde su cama de hospital, una planta por debajo de donde estaba ingresada su abuela con la cara destrozada—. Y entonces, ¿qué piensa usted que ocurrió?
—Se me ocurren otras explicaciones —dijo el detective—. Y todas son más absurdas que la sarta de gilipolleces que me acabas de contar. Lo cierto es que no tengo ni puñetera idea de lo que pasó, maldito seas.
—¿No lo somos todos? —preguntó Terry.
Carter le miró con antipatía.
—Ojalá pudiera contarle otra cosa, pero eso es lo que pasó de verdad —dijo Terry.
Y lo cierto era que la mayor parte del tiempo, mientras era de día, estaba convencido de ello. De noche, en cambio, cuando trataba de dormirse..., de noche a veces se le ocurrían otras cosas. Cosas malas.
* * *
El sonido de neumáticos en la grava le sacó de su ensimismamiento y, levantando la cabeza, miró hacia la fundición. Segundos después un Saturno color esmeralda dobló la esquina, traqueteando por el paisaje arrasado. Cuando el conductor le vio, detuvo el coche y se quedó dentro mirándole. Después lo puso en marcha otra vez y no frenó hasta que no estuvo a pocos metros de él.
—Hola, Terry —dijo Glenna mientras bajaba del coche. No parecía en absoluto sorprendida de verle allí, era como si hubieran planeado encontrarse.
Tenía buen aspecto, una chica con curvas enfundada en unos vaqueros grises desgastados, una camisa negra sin mangas y un cinturón negro con tachuelas. Llevaba las caderas al aire dejando ver su tatuaje del conejito de Playboy, lo que le daba un toque algo vulgar, pero ¿quién no se había equivocado alguna vez? ¿Quién no se había hecho cosas en el cuerpo de las que ahora se arrepentía?