Alguien gritó:
—¿Posada? ¿Dónde coño estáis, tíos? Necesitamos a alguien en el puente.
Ig echó otro vistazo mientras se iban. Su intención había sido enfrentarlos, no arrejuntarlos, y sin embargo no le sorprendía lo ocurrido. Era tal vez el precepto más viejo del diablo, que el pecado siempre hace aflorar la parte más humana de las personas, para bien o para mal. Escuchó susurros mientras los dos hombres se abrochaban el pantalón y a Posada reír; después se marcharon.
Trepó hasta una posición más elevada para tener mejor vista de la orilla y del río, y fue entonces cuando vio a Dale Williams. El padre de Merrin estaba junto a la barandilla del puente con los otros espectadores, un hombre pálido con el pelo muy corto y camisa a rayas de manga corta.
Parecía fascinado por el espectáculo del coche calcinado. Se inclinaba sobre la mohosa barandilla con sus gruesos dedos entrelazados, mirándolo con expresión entre atónita y vacía. Tal vez la policía no supiera lo que habían encontrado, pero Dale sí. Dale entendía de coches, llevaba vendiéndolos veinte años y conocía éste. No sólo se lo había vendido a Ig, sino que le había ayudado a arreglarlo y llevaba seis años viéndolo a la entrada de su casa prácticamente a diario. Ig no lograba imaginar lo que estaría pensando mientras miraba los restos negruzcos del Gremlin en la orilla del río, en el convencimiento de que era el último coche en el que había montado su hija.
Había coches aparcados a lo largo del puente y a los lados de la carretera. Dale estaba en el extremo oriental del puente. Ig empezó a bajar la colina, atajando por entre los árboles en dirección a la carretera.
Dale también se había puesto en movimiento. Durante un buen rato había estado allí quieto, mirando la carcasa calcinada y llena de agua del Gremlin. Lo que le sacó de su ensimismamiento fue ver a un policía
—Sturtz— subiendo la pendiente para controlar a la multitud. Dale empezó a abrirse paso entre los curiosos con su pesada figura de carabao, alejándose del puente.
Cuando Ig llegó al borde de la carretera vio el coche de Dale, un BMW sedán; supo que era el suyo por la matrícula del concesionario. Estaba aparcado en el sendero de grava, a la sombra de unos pinos. Ig salió del bosque con determinación y se sentó en el asiento trasero con la horca sobre las rodillas.
Los cristales traseros estaban tintados, pero no importaba. Dale tenía prisa y ni siquiera miró el asiento trasero. Ig supuso que no quería ser visto por allí. Si hubiera que hacer una lista con las personas de Gideon que más deseaban ver a Ig Perrish quemado vivo, Dale estaría seguro entre los cinco primeros. Abrió la puerta y se sentó tras el volante.
Con una mano se quitó las gafas y con la otra se cubrió los ojos. Durante un rato permaneció allí sentado, respirando de forma suave pero irregular. Ig esperó, no quería interrumpirle.
En el salpicadero había algunas fotografías pegadas. Una era de Jesús, la reproducción de un óleo en que aparecía con una barba dorada y su melena también dorada peinada hacia atrás, mirando inspirado al cielo mientras haces de luz dorada se abrían paso entre las nubes a sus pies.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Al lado había una de Merrin con diez años, sentada detrás de su padre en la moto de éste. Llevaba gafas de aviador y un casco blanco con estrellas rojas y líneas azules, y abrazaba a su padre. Una mujer guapa con pelo color cereza estaba de pie detrás de la moto, con una mano apoyada en el casco de Merrin y sonriendo a la cámara. Al principio Ig pensó que se trataba de la madre, pero luego se dio cuenta de que era demasiado joven y que tenía que ser la hermana, la que había muerto cuando vivían en Rhode Island. Dos hijas y las dos muertas. Bienaventurados los que lloran, porque en cuanto levanten cabeza recibirán otra patada en los huevos. Esto no salía en la Biblia, pero tal vez debería.
Cuando Dale se serenó, cogió las llaves, arrancó el coche y enfiló la carretera tras dirigir una última mirada al espejo retrovisor del asiento del pasajero. Se secó las mejillas con las muñecas y se puso las gafas. Después se besó el pulgar y lo acercó a la niña de la fotografía.
—Era su coche, Mary —dijo. Mary es como llamaba a Merrin—. Completamente quemado. Creo que ha muerto, creo que el hombre malo ha muerto por fin.
Ig apoyó una mano en el asiento del conductor y la otra en el del pasajero y después tomó impulso y se deslizó hasta quedar sentado junto a Dale.
—Siento desilusionarte —dijo—. Sólo los buenos mueren jóvenes, me temo.
Al ver a Ig, Dale profirió un graznido de miedo y dio un volantazo. El coche se escoró a la derecha pisando el camino de grava. Ig se precipitó contra el salpicadero y casi se cae al suelo. Escuchó rocas chocando y golpeando los bajos del coche. Después éste se detuvo y Dale salió corriendo carretera arriba, gritando.
Ig se incorporó. No entendía nada. Nadie gritaba ni salía corriendo al ver los cuernos. A veces intentaban matarle, pero nadie gritaba ni corría.
Dale se detuvo en el centro de la carretera mirando por encima del hombro al sedán y emitiendo gorjeos de pájaro. Una mujer en un Sentra le tocó el claxon al pasar:
Apártate de la carretera.
Dale se tambaleó hasta el arcén, una delgada franja de tierra que terminaba en una zanja llena de hierba. El terreno cedió bajo su pie derecho y cayó rodando.
Ig se situó al volante y condujo despacio detrás de él.
Detuvo el coche mientras Dale se ponía de pie con dificultad. Éste echó de nuevo a correr, ya en la zanja. Ig bajó la ventanilla del pasajero y se inclinó sobre el asiento para llamarle.
—Señor Williams, suba al coche.
Dale no se detuvo, sino que continuó corriendo con la mano en el corazón. La papada le brillaba de sudor y se había hecho un roto en los pantalones.
—¡Vete de aquí! —gritó con lengua de trapo.
Vededeaquía-duda.
Tuvo que decirlo dos veces antes de que Ig entendiera que
aduda
era «ayuda» en el lenguaje del pánico.
Ig miró la estampita pegada al salpicadero como esperando que el amigo Jesús tuviera algún consejo que darle y fue entonces cuando recordó la cruz. La vio colgando entre sus clavículas, descansando ligera en su pecho desnudo. Lee no había podido ver los cuernos mientras llevaba la cruz puesta, así que lo lógico sería que ahora que Ig la llevaba nadie pudiera verlos o sentir sus efectos, lo que era una idea asombrosa, la cura para su mal. A ojos de Dale Williams, Ig era Ig, el violador asesino que había aplastado la cabeza de su hija con una roca y que acababa de salir del asiento trasero de su coche vestido con una falda y armado con una horca. La cruz de oro que pendía de su cuello era lo único que le hacía humano, quemándole ligeramente en la luz de la mañana.
Pero esta humanidad no le servía de nada, ni en esta situación ni en ninguna otra. Desde la noche en que Merrin desapareció le había resultado completamente inútil, una flaqueza, de hecho. Ahora que se había acostumbrado a ello, prefería ser demonio. La cruz era un símbolo del atributo humano por excelencia, la capacidad de sufrir. E Ig estaba harto de sufrir. Si había que clavar a alguien en un árbol, quería ser él quien sostuviera el martillo. Detuvo el coche, se quitó la cruz y la guardó en la guantera. Después se situó de nuevo al volante.
Aceleró para llegar hasta donde estaba Dale y detuvo el coche. Buscó en el asiento trasero, cogió la horca y salió. Dale estaba en la zanja, metido hasta los tobillos en las aguas embarradas. Ig dio dos pasos hacia él y lanzó la horca, que se clavó en la cuneta pantanosa cortando el paso a Dale, quien gritó. Trató de retroceder demasiado rápido y se cayó de culo con gran estrépito. Chapoteó en el barro tratando de ponerse en pie. El palo de la horca asomaba erecto del agua y vibraba por la fuerza del impacto.
Ig bajó a la cuneta con la elegancia de una serpiente reptando entre las hojas y agarró la horca antes de que Dale pudiera ponerse en pie. La arrancó del barro y la apuntó hacia él con las púas por delante. Había un cangrejo ensartado en una de ellas, retorciéndose agónico.
—Basta de correr y métase en el coche. Tenemos mucho de qué hablar.
Dale se sentó jadeando en el barro. Miró el palo de la horca y después a Ig con los ojos entrecerrados. Se llevó una mano sobre ellos a modo de visera.
—Te has quedado sin pelo.
—Se detuvo y después añadió, a modo de ocurrencia tardía—: Y te han salido cuernos. Madre mía, ¿qué eres?
—¿A qué te recuerdo? —preguntó Ig—. Al diablo vestido de azul.
E
nseguida supe que era tu coche —dijo Dale detrás del volante conduciendo de nuevo. Estaba tranquilo, en paz con sus demonios interiores—. En cuanto lo vi supe que alguien le había pegado fuego y lo había tirado al río. Y supuse que contigo dentro y me sentí...
—¿Feliz?
—Furioso.
—¿En serio?
—Por no haber sido yo quien lo hiciera.
—Ah —dijo Ig apartando la vista.
Sostenía la horca entre las rodillas y las púas se clavaban en el tapizado del techo, pero después de llevar un rato conduciendo, Dale parecía haberse olvidado de ella. Los cuernos estaban haciendo su trabajo, tocando su melodía secreta, y mientras Ig no llevara puesta la cruz a Dale no le quedaba más remedio que bailar a su ritmo.
—Me daba demasiado miedo matarte. Tenía una pistola. La compré sólo para matarte, pero lo más cerca que estuve de matar a alguien fue a mí mismo. Me metí el cañón en la boca para ver a qué sabía.
—Calló unos instantes, recordando—. Sabía mal.
—Me alegro de que no se pegara un tiro, señor Williams.
—Eso también me daba miedo. No por ir al infierno por haberme suicidado, sino precisamente porque sé que no iré al infierno..., que el infierno no existe, ni tampoco el cielo. Simplemente no hay nada. Al menos eso es lo que creo, que después de la muerte no hay nada. Eso a veces me resulta un alivio, pero otras no imagino cosa peor. No puedo creer que un Dios misericordioso me haya dejado sin mis dos hijas. Una muerta de cáncer y la otra asesinada de aquella forma en el bosque. No creo que un Dios al que merezca la pena rezar las hubiera hecho pasar por lo que pasaron. Heidi todavía reza. Reza como no te puedes imaginar. Reza para que te mueras, Ig; lleva así ya un año. Cuando vi tu coche en el río pensé..., en fin, que Dios por fin había decidido hacer algo al respecto. Pero no. Mary se ha ido para siempre y tú en cambio sigues aquí. Eres..., eres el puto demonio.
Los esfuerzos por seguir hablando le hacían jadear.
—Lo dice usted como si fuera algo malo —dijo Ig—. Gire a la izquierda. Vayamos a su casa.
Los árboles que crecían a ambos lados de la carretera enmarcaban un tramo de cielo azul y limpio. Era un día perfecto para dar un paseo en coche.
—Has dicho que teníamos que hablar —dijo Dale—. Pero ¿de qué podemos hablar tú y yo, Ig? ¿Qué es lo que quieres contarme?
—Quería contarle que no sé si yo quería a Merrin tanto como usted, pero que desde luego la quise todo lo mejor que supe. Y que no la maté. Lo que le conté a la policía, lo de que me pasé la noche durmiendo la mona detrás del Dunkin' Donuts, era verdad. Lee Tourneau recogió a Merrin delante de El Abismo y la llevó en su coche hasta la fundición. Allí la mató.
—Tras una breve pausa, continuó—: No espero que me crea.
Pero el caso es que lo hizo; no inmediatamente, pero sí enseguida. Últimamente Ig resultaba muy persuasivo. La gente se creía prácticamente todo lo que su demonio interior les decía, y en este caso era verdad, aunque Ig sospechaba que, de proponérselo, podría convencer a Dale de que a Merrin la habían matado unos payasos que la habían recogido de la puerta de El Abismo en su diminuto coche de juguete. No era justo. Pero pelear limpio era precisamente lo que hacía el Ig de antes.
Sin embargo, Dale le sorprendió al preguntarle:
—¿Y por qué habría de creerte? Dame una razón.
Ig alargó el brazo y apoyó una mano en el de Dale por un momento, después la retiró.
—Sé que después de que su padre muriera visitó a su amante en Lowell y le pagó dos mil dólares para que desapareciera. Y le advirtió que si se le ocurría llamar a su madre otra vez estando borracha saldría a buscarla y, cuando la encontrara, le saltaría los dientes. Sé que tuvo un lío de una noche con una secretaria en el concesionario durante la fiesta de Navidad, el año antes de que Merrin muriera. Sé que una vez le pegó con el cinturón a Merrin en la boca por llamar «puta» a su madre. Es probablemente la cosa de la que se siente más culpable de las que jamás ha hecho. Sé que hace diez años que no está enamorado de su mujer. Sé lo de la botella que guarda en el cajón inferior izquierdo de su mesa en el trabajo, lo de las revistas porno del garaje y lo del hermano con el que no se habla porque no puede soportar que sus hijos estén vivos y las de usted muertas y...
—Para. Déjalo ya.
—Sé lo de Lee de la misma manera que sé todo lo suyo —dijo Ig—. Cuando toco a las personas sé cosas sobre ellas. Cosas que no debería saber. Y la gente me cuenta cosas. Me hablan de lo que les gustaría hacer. No lo pueden evitar.
—Te cuentan cosas malas —dijo Dale frotándose la sien derecha con dos dedos, masajeándola con suavidad—. Sólo que cuando te miro no me parecen tan malas. Tengo la impresión de que son..., no sé..., divertidas. Ahora, por ejemplo, se me acaba de ocurrir que cuando Heidi se arrodille esta noche para rezar debería sentarme en la cama delante de ella y pedirle que me la mame. O que la próxima vez que me diga que Dios sólo nos da cargas que podamos soportar podría partirle la cara. Pegarla una y otra vez hasta que se borre de los ojos esa mirada iluminada de fe.
—No. No va a hacer eso.
—Tampoco estaría mal faltar al trabajo esta tarde. Pasar un par de horas echado, a oscuras.
—Eso está mejor.
—Echarme una siesta y después meterme la pistola en la boca y acabar por fin con tanto sufrimiento.
—No. Eso tampoco.
Dale suspiró trémulo y enfiló el camino de entrada a su casa. Los Williams tenían un chalé en una calle de chalés todos igual de deprimentes, cajas de una sola planta con un cuadrado de jardín en la parte trasera y otro más pequeño delante. El suyo era del color verde pálido y pastoso de algunas habitaciones de hospital y tenía el mismo aspecto que como Ig lo recordaba. La cubierta de vinilo estaba salpicada de manchas marrones de moho en las juntas de los cimientos de hormigón, las ventanas estaban cubiertas de polvo y el césped tenía aspecto de no haber sido segado en una semana. La calle ardía en el calor estival y nada se movía; el ladrido de un perro sonaba a infarto, a migraña, a verano indolente y recalentado que se acercaba modorro a su final. Ig había abrigado la perversa esperanza de ver a la madre de Merrin, de descubrir sus secretos, pero Heidi no estaba en casa. En realidad ninguno de los habitantes de la calle parecía estar en casa.