El joven tenía tanto miedo a Heathcliff, que se sintió hasta elocuente. Cati, a punto de enloquecer, rogó a Linton que dominase su vergonzoso miedo. Y entretanto, nuestro carcelero volvió a entrar.
—Vuestros caballos se han fugado —anunció—. ¡Pero Linton! ¿Estás llorando otra vez? ¿Qué te ha hecho tu prima? Anda, vete a acostar. Dentro de poco podrás devolver a tu prima sus violencias. Suspiras de amor, ¿eh? ¡Claro, no hay cosa mejor en el mundo! Bueno, acuéstate. Zillah no está hoy aquí, así que tendrás que arreglártelas solo. ¡A callar! Cuando estés acostado no temas que yo vaya. Has tenido la fortuna de hacer bastante bien las cosas. Yo me ocuparé del resto.
Mientras tanto, había abierto la puerta de la habitación de su hijo, y éste penetró por ella con el aspecto de un perro temeroso de un puntapié. Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, Heathcliff se acercó al fuego junto al cual nosotras permanecíamos silenciosas. Cati levantó la mirada, y de un modo instintivo se llevó la mano a la mejilla al ver acercarse a Heathcliff. Él la miró huraño y dijo:
—¿Conque no me temías, eh? Pues tu valentía está ahora bien escondida. Me pareces condenadamente asustada.
—Lo estoy ahora —respondió la joven— porque, si me quedo aquí, papá se llevará un disgusto horrible. ¡Oh, no quiero causárselo cuando él está como está …! Señor Heathcliff: déjeme marcharme. Me casaré con Linton. Mi padre está conforme. ¿Para qué obligarme a lo que estoy dispuesta a hacer?
—¡Que la obligue si se atreve! —grité—. Hay leyes, gracias a Dios. ¡Las hay, hasta en este rincón del mundo! ¡Yo misma lo denunciaría! ¡Lo haría aunque fuese mi propio hijo! ¡Qué canallada!
—¡Silencio! —ordenó el villano—. ¡Demonio con el alboroto! No me interesa oíros. Catalina: me alegrará extraordinariamente el saber que tu padre está desconsolado. La satisfacción no me dejará dormir. No podías haber encontrado medio mejor para persuadirme a que te retenga veinticuatro horas en mi casa. Y respecto a casarte con Linton, bien cierto estoy de que sucederá, puesto que no saldrás de aquí hasta haberlo hecho.
—Entonces envíe a Elena a decir que no me pasa nada, o cáseme ahora mismo —dijo Catalina llorando con desconsuelo—. ¡Pobre papá! Va a pensar que nos hemos perdido… ¿Qué haremos, Elena?
—Tu padre pensará que te has cansado de cuidarle y que has ido a expansionarte un poco —contestó Heathcliff—. No negarás que has entrado en mi casa voluntariamente, aunque él te lo había prohibido. Y es muy natural que te canses de— cuidar a un enfermo que no es más que padre tuyo. Mira, Catalina, cuando naciste, tu padre había dejado ya de ser feliz. Probablemente te maldijo por venir al mundo, como yo lo hice también. Justo es, pues, que te maldiga al salir de él. Yo le imitaré. Puedes estar segura de que disto mucho de quererte. Llora, llora, ésa será en adelante tu principal distracción. ¡A no ser que Linton te consuele, como parecía esperar tu previsor padre! Me divertí de verdad leyendo sus cartas a Linton con sus consejos y los ánimos que le daba. En su última carta encarecía a mi joya que cuidase de la suya cuando la tuviera en su poder. ¡Qué cariñoso y qué paternal! Pero Linton tiene necesidad de su capacidad de afecto para si mismo. Y sabrá muy bien hacer el papel de tiranuelo doméstico. Es muy capaz de atormentar a todos los gatos que se le presenten, siempre y cuando se les limen los dientes y se les corten las uñas. ¡Cuando vuelvas a tu casa podrás contar a su tío mucho sobre sus amabilidades!
—Tiene usted razón —dije—. Explíquele a Cati que el carácter de su hijo se parece al de usted, y supongo que la señorita Catalina lo pensará otra vez antes de consentir en contraer matrimonio con semejante reptil…
—Por ahora no tengo ganas de hablar de sus buenas cualidades —repuso él—. O le acepta o se queda encerrada aquí, y tú con ella, hasta que se muera tu amo. Puedo teneros aquí tan ocultas como haga falta. ¡Y si lo dudas, anímala a que rectifique, y verás!
—No rectificaré —afirmó Cati—. Si es preciso, me casaré ahora mismo, con tal de poder ir enseguida a la «Granja». Señor Heathcliff, es usted un hombre cruel, pero no un demonio, y creo que no se propondrá, por malicia, destrozar mi felicidad de un modo irreparable. Si mi padre cree que he huido de su lado y muere antes de que vuelva yo, no podré soportar la vida. Mire, no lloro ya, pero me arrodillo ante usted, y no me levantaré ni apartaré mi vista de su rostro hasta que usted me mire. ¡Míreme, no vuelva la cara! No me ofende que me haya usted maltratado. ¿No ha amado nunca a nadie, tío? ¿Nunca? Míreme, y si me ve tan desdichada, no podrá por menos de compadecerme.
—¡Suéltame y apártate, o te pateo! —gritó Heathcliff—. ¡No sueñes en lisonjearme! ¡Te odio!
Y una sacudida recorrió su cuerpo, como, si en efecto, el contacto de Catalina le repugnase. Me puse en pie y me preparé a lanzarle una avalancha de insultos, pero al primero que proferí me amenazó con encerrarme en una habitación a mí sola, y hube de callar. Mientras tanto empezaba a oscurecer. A la puerta sentimos ruido de voces. Heathcliff se precipitó fuera. Conservaba su perspicacia, bien al contrario que nosotras. Le oímos hablar con alguien dos o tres minutos. Volvió solo al cabo de un trecho.
—Creí —dije a Cati— que sería su primo Hareton. ¡Si llegara, tal vez se pusiese de nuestra parte!
—Eran tres criados de la «Granja» —replicó Heathcliff, que me oyó—. Podías haber abierto la ventana y chillar. Pero estoy cierto de que esa muchacha celebra que no lo hayas hecho. En el fondo se alegra de tener que quedarse.
Las dos empezamos a lamentarnos de la ocasión que habíamos perdido. A las nueve nos mandó que subiésemos al cuarto de Zillah. Yo aconsejé a mi compañera que obedeciésemos, pues tal vez desde allí podríamos salir por la ventana o por un tragaluz. Pero la ventana era muy estrecha y una trampilla que daba al desván estaba bien cerrada, de modo que nuestros intentos fueron inútiles. Ninguna de las dos nos acostamos. Cati se sentó junto a la ventana esperando que llegase la aurora, y sólo respondía con suspiros a mis ruegos de que descansase un poco. Por mi parte, me senté en una silla, y comencé a hacer un severo examen de conciencia sobre mis faltas, de las que me imaginaba que procedían todas las desventuras de mis amos.
Heathcliff llegó a las siete y preguntó si la señorita estaba levantada. Ella misma corrió a la puerta y contestó afirmativamente.
—Vamos, pues —dijo Heathcliff, llevándosela.
Quise seguirla, pero cerró la puerta con llave. Le rogué que me dejase libre.
—Ten un poco de paciencia —contestó—. Dentro de un rato te traerán el desayuno.
Golpeé la puerta furiosamente y sacudí con fuerza el picaporte. Cati inquirió los motivos de prolongar mi encierro. Él contestó que duraría una hora más. Y los dos se fueron. Al cabo de dos o tres horas oí pasos, y una voz que no era la de Heathcliff me dijo:
—Te traigo la comida. Abre.
Obedecí, y vi a Hareton, que me traía provisiones para todo el día.
—Toma —dijo entregándomelas.
—Atiéndeme un minuto —comencé a decir.
—No —respondió, marchándose sin hacer caso de mis súplicas.
El día y la noche siguientes seguía encerrada. Pero mi prisión se prolongó más aún: cinco noches y cuatro días en total. A nadie veía sino a Hareton que llegaba todas las mañanas. Llevaba bien su papel de carcelero, ya que era insensible, sordo y mudo a todo intento de excitar sus sentimientos de justicia o su piedad.
Al atardecer del quinto día sentí aproximarse a la habitación un paso breve y ligero, y Zillah penetró en el aposento, ataviada con su chal rojo y con su sombrero de seda negra y llevando una canastilla colgada al brazo.
—¡Oh, querida señora Dean! —exclamó al verme—. ¿No sabe usted que en Gimmerton se asegura que se había usted ahogado en el pantano del Caballo Negro, con la señorita? Lo creía hasta que el amo me dijo que las había encontrado y las había hospedado aquí. ¿Cómo está usted? ¿Qué le pasó? Encontrarían ustedes alguna isla en el fango, ¿no es eso? ¿La salvó el amo, señora Dean? En fin, lo importante es que no ha padecido usted mucho, por lo que se ve.
—Su amo es un miserable —contesté— y esto le costará caro. El haber inventado esa historia no le servirá de nada. ¡Ya se sabrá todo!
—¿Qué quiere usted decir? —exclamó Zillah—. En todo el pueblo no se hablaba de otra cosa. Como que al entrar dije a Hareton: «¡Qué lástima de aquella mocita y de la señora Dean, señorito! ¡Qué cosas pasan!». Hareton me miró asombrado, y entonces le conté lo que se rumoreaba en el pueblo. El amo estaba oyéndonos, y me dijo: «Sí, Zillah, cayeron en el pantano, pero se han salvado. Elena Dean está instalada en tu cuarto. Cuando vayas dile que ya se puede ir: toma la llave. El agua del pantano se le subió a la cabeza, y hubiera vuelto a su casa delirando. En fin, la hice venir, y ya está bien. Dile que si quiere se vaya corriendo a la “Granja” y avise de mi parte que la señorita llegará a tiempo para asistir al funeral del señor».
—¡Oh, Zillah! —exclamé—. ¿Ha muerto el señor Linton?
—Cálmese, amiga mía, todavía no. Siéntese, aún no está usted repuesta del todo. He encontrado al doctor Kenneth en el camino, y me ha dicho que el enfermo quizá resista un día más.
En vez de sentarme me lancé fuera. En el salón busqué a alguien que pudiese hablarme de Cati. La habitación tenía las ventanas abiertas y estaba llena de sol, pero no se veía a nadie.
No sabía adónde dirigirme y vacilaba sobre lo que debía hacer, cuando una tos que venía del lado del fuego llamó mi atención. Y entonces vi a Linton junto a la chimenea, saboreando un terrón de azúcar y mirándome con indiferencia.
—¿Y la señorita Catalina? —pregunté, creyendo que, al encontrarle solo, le haría confesar por temor.
Pero él siguió chupando como un necio.
—¿Se ha marchado? —pregunté.
—No. Está arriba. No se irá; no la dejaríamos.
—¿Que no la dejarían? ¡Mentecato! Dígame donde está o verá usted lo que es bueno.
—Papá sí que te hará ver lo que es bueno a ti como intentes subir —contestó Linton—. Él me ha dicho que no tengo por qué andarme con contemplaciones con Cati. Es mi mujer y es vergonzoso que quiera marcharse de mi lado. Papá asegura que ella desea que yo muera para quedarse con mi dinero, pero no lo tendrá, ni se irá a su casa, por mucho que llore y patalee.
Y siguió en su ocupación, entornando los ojos.
—Señorito —le dije—, ¿ha olvidado lo bien que ella se portó con usted el invierno pasado, cuando usted le aseguraba que la quería y ella venía a diario para traerle libros y cantarle canciones, a través de vientos y nieve? ¡Pobre Cati! Cada vez que dejaba de venir lloraba pensando en que usted se entristecería, y usted entonces afirmaba que ella era demasiado buena para usted. Ahora, en cambio, usted finge creer en las mentiras que le dice su padre, y se pone con él de acuerdo, a pesar de saber que les engaña a los dos… ¡Vaya un modo de demostrar gratitud!
Linton torció los labios y se quitó de ellos el terrón de azúcar.
—¿Venía a «Cumbres Borrascosas» porque le odiaba a usted? —continué—. ¡Usted mismo lo dirá! Y de su dinero, ella no sabe siquiera si tiene usted poco o mucho. ¡Y la abandona, sola, ahí arriba, en una casa extraña! ¡Usted, que tanto se lamentaba de su abandono! Cuando se quejaba de sus penas, ella se compadecía de usted, y ahora usted no se apiada de ella. Yo, que no soy más que una antigua criada suya, he orado por Cati, como puede ver y usted, que ha asegurado quererla y que tiene motivos para adorarla, se reserva sus lágrimas para usted mismo y se está ahí sentado tranquilamente… ¡Es usted un cruel y un egoísta!
—No puedo con ella —dijo él—. No quiero estar a su lado. Llora de un modo inaguantable. Y no cesa de llorar aunque la amenace con llamar a mi padre. Ya le llamé una vez y él la amenazó con ahogarla si no se callaba, pero en cuanto él salió, ella empezó otra vez sus gemidos, a pesar de las muchas veces que le grité que me estaba importunando y no me dejaba dormir.
—¿Está ausente el señor Heathcliff? —me limité a preguntar, viendo que aquel cretino era incapaz de comprender el dolor de su prima.
—Está hablando en el patio con el doctor Kenneth —contestó—. Creo que el tío, al fin, se está muriendo. Y lo celebro, porque de ese modo yo seré el dueño de su casa. Cati dice siempre «mi casa», pero en realidad es mía. Papá asegura que todo lo de ella es mío. Míos son sus lindos libros, y sus pájaros, y su jaca. Así se lo dije cuando ella me prometió regalármelo todo si le daba la llave y la dejaba salir. Entonces se echó a llorar, se quitó un dije que lleva al cuello con un retrato de su madre y otro del tío cuando eran jóvenes, y me lo ofreció si le permitía escaparse. Esto sucedió ayer. Le dije que también me pertenecían y fui a quitárselos.
»Entonces, esa odiosa mujer me dio un empellón y me lastimó. Yo lancé un chillido —cosa que la espanta siempre— y acudió papá. Al sentir que venía, rompió en dos el medallón, y me dio el retrato de su madre mientras intentaba esconder el otro, pero cuando papá llegó y yo le expliqué lo que sucedía, me quitó el que ella me había dado y le mandó que me entregase el otro. Ella no quiso y él la tiró al suelo, le arrancó el retrato y lo pisoteó.
—¿Y qué le pareció a usted el espectáculo? —interrogué para llevar la conversación adonde me convenía.
—Yo hice un guiño —respondió—. Siempre guiño los ojos cuando mi padre pega a un perro o a un caballo, porque lo hace muy reciamente. Al principio me alegré de que la maltratara. También ella me había hecho daño al empujarme. Cuando papá se fue, ella me hizo ver cómo le sangraba la boca, porque se había cortado con los dientes cuando papá le pegó. Después recogió los restos del retrato, se sentó con la cara a la pared y no ha vuelto a dirigirme la palabra. Creo a veces que la pena no la deja hablar. Pero es un ser terrible: no hace más que llorar y está tan pálida y tan huraña que me asusta.
—¿Puede usted coger la llave cuando le parezca bien? —pregunté.
—Cuando estoy arriba, sí —contestó—, pero ahora no puedo subir.
—¿En qué sitio está? —volví a preguntar.
Es un secreto y no te lo diré —respondió—. No lo saben ni siquiera Hareton ni Zillah. ¡Ea! Estoy cansado de hablar contigo. Márchate.
Apoyó la cara en un brazo y cerró los ojos.
Yo reflexioné que lo mejor era ir a la «Granja» sin ver a Heathcliff y en ella buscar auxilio para la señorita. El asombro de los criados al verme llegar fue tan grande como su alegría. Al advertirles que la señorita estaba a salvo también, varios se precipitaron a anunciárselo al señor, pero yo me anticipé a todos. Había cambiado mucho en tan pocos días. Esperaba, resignado, la muerte. Estaba muy joven. Aún no tenía más que treinta y nueve años, pero representaba diez menos. Al verme entrar, murmuró el nombre de Cati. Me incliné hacia él y le dije: