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Authors: Emily Brontë

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Cumbres borrascosas (31 page)

BOOK: Cumbres borrascosas
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—¡Cállate! —murmuró Linton—. Mira, allí está.

Cogió el brazo de Cati y quiso retenerla, pero ella se soltó presurosamente de él y llamó a
Minny
, que acudió enseguida.

—El jueves volveré, Linton —gritó—. ¡Adiós! ¡Vamos, Elena!

Y nos fuimos. Él casi no reparó en ello, tanta era la preocupación que le producía la llegada de su padre.

En el camino Cati sintió, en lugar del disgusto que la había invadido, una especie de compasión y sentimiento, combinado con dudas sobre las verdaderas circunstancias mentales y materiales en que se hallaba Linton. Yo participaba de ellas, pero le aconsejé que reservásemos nuestro juicio hasta la siguiente entrevista. El señor nos pidió que le contáramos lo sucedido. Cati se limitó a transmitirle la expresión de la gratitud de su sobrino refiriéndose muy por encima a lo demás. Yo la imité, porque en verdad no sabía qué decir.

Capítulo veintisiete

Transcurrieron otros siete días, y en el curso de ellos el estado de Eduardo Linton fue empeorando. De una hora a otra se agravaba tanto como antes en un mes. Tratábamos de engañar a Cati, pero no lo conseguíamos. Ella adivinaba la terrible probabilidad que de minuto en minuto se convertía en certeza. El jueves siguiente no se atrevió a hablar a su padre de la —cita, y lo hice yo. El mundo de Cati estaba reducido a la biblioteca y a la alcoba de su padre. Su rostro, con tantas noches en vela y tantos disgustos, había palidecido. Así que el señor nos autorizó gustoso a hacer aquella excursión que, según él pensaba, ofrecería un cambio en la vida habitual de su hija. El señor se consolaba esperando que después de que él faltase Cati no quedaría sola del todo.

A lo que entendí, el señor Linton creía que su sobrino se le parecía en lo moral tanto como en lo físico. Naturalmente, las cartas de Linton no hacían referencia alguna a sus propios defectos. Claro está que yo tenía la debilidad, disculpable, de no sacarle de su error, pues de nada hubiera servido amargarle sus últimos momentos con cosas que no podían remediarse.

Salimos por la tarde. Era una espléndida tarde de agosto. La brisa de las colinas era tan saludable que dijérase que tenía el poder de hacer revivir a un moribundo. En el rostro de Cati se reflejaba el paisaje: sombra y luz brillaban a intervalos en él, pero el sol se disipaba pronto, y se notaba que su pobre corazón se reprochaba el haber abandonado, siquiera fuese por poco tiempo, el cuidado de su querido padre.

Hallamos a Linton donde la otra vez. Cati echó pie a tierra y me dijo que, como se proponía estar allí poco tiempo, valía más que yo no me apease siquiera y que me quedase allí mismo al cuidado de la jaca. Pero yo la acompañé, porque no quería alejarme ni un momento del tesoro que estaba confiado a mi custodia. Linton nos recibió con más animación que la otra vez, aunque no revelaba ni energía ni contento sino más bien miedo.

—¡Cuánto has tardado! —dijo—. Creí que no ibas a venir… ¿Está mejor tu padre?

—Debías ser sincero —indicó Catalina— y decirme francamente que no te hago falta. ¿Por qué me haces venir si sabes que esto no vale más que para disgustamos los dos?

Linton tembló de pies a cabeza y la miró suplicante y avergonzado. Mas ella no estaba de humor para soportar su extraña conducta.

—Mi padre está muy enfermo —siguió Cati—. Si no tenías ganas de que te viniese a ver debiste haberme avisado, y así yo no habría tenido que separarme de papá. Explícate claramente: no andemos con tonterías. No voy a andar de la ceca a la meca por esas afectaciones tuyas.

—¡Mis afectaciones! —murmuró el muchacho—. ¿A qué afectaciones te refieres, Cati? No te enfades, por Dios… Despréciame si quieres, porque verdaderamente soy despreciable, pero no me odies. Reserva el odio para mi padre. Respecto a mí, debe bastarte con el desdén.

—¡Qué tonterías estás diciendo, muchacho! —exclamó Cati excitada—. ¿Pues no está temblando? ¡Cualquiera diría que teme que le pegue! Anda, vete… Es una barbaridad hacerte salir de casa con el propósito de que… ¿De qué? ¿Qué nos proponemos? ¡Suéltame la ropa! Nunca debiste haberte manifestado complacido de la compasión que yo sentía hacia ti cuando te veía llorando. Elena, dile tú que ese proceder suyo es vergonzoso. Levántate. ¡No te arrastres como un reptil!

Linton, llorando, se había dejado caer en el suelo y parecía sentir un terror convulsivo.

—¡Oh, Cati! —exclamó llorando—. Estoy procediendo como un traidor, sí, pero, si tú me dejas, ellos me matarán. Querida Cati: mi vida depende de ti. ¡Y tú has dicho que me amabas! ¡No te vayas, mi buena, mi dulce y amada Cati! ¡Si tú quisieras… él me dejaría morir a tu lado!

Viéndole tan acongojado, la señorita se compadeció.

—¿Si yo quisiera el qué? —preguntó—. ¿Quedarme? Explícate y te complaceré. Me vuelves loca con todo lo que dices. Sé franco, Linton. ¿Verdad que no te propones ofenderme? ¿No es cierto que evitarías que me hiciesen daño alguno, si estuviera en tu mano? Yo creo que para ti mismo eres en efecto cobarde, pero que no serías capaz de traicionar a tu mejor amiga.

—Mi padre me ha amenazado —declaró el muchacho— y le tengo miedo… ¡No, no me atrevo a decírtelo!

—Pues guárdatelo —contestó Cati desdeñosamente—. Yo no soy cobarde. Ocúpate de ti. Yo por mí no tengo miedo.

Él empezó a llorar y a besar las manos de la joven, pero no se resolvió a hablar. Yo por mi parte meditaba en aquel misterio y había resuelto en mi interior que ella no padeciese ni por Linton ni por nadie. En el ínterin, oí un ruido entre los matorrales y vi al señor Heathcliff que se dirigía hacia nosotros. Aunque oía sin duda los sollozos de Linton, no miró a la pareja, sino que se dirigió a mí, empleando el tono casi amistoso con que siempre me trataba, y me dijo:

—Me alegro de verte, Elena. ¿Cómo te va? —Y agregó en voz baja—: Me han dicho que Eduardo Linton se está muriendo. ¿Es tal vez una exageración?

—Es absolutamente cierto —repuse— y si para nosotros es muy triste, creo que constituye una dicha para él.

—¿Cuánto tiempo crees que vivirá? —me preguntó.

—No lo sé.

—Es que —continuó, mirando a Linton, que no se atrevía ni a levantar la cabeza (y la propia Cati parecía estar en el mismo caso bajo el poder de su mirada)— se me figura que este muchacho va a darme mucho quehacer aún, y sería de desear que su tío se largase de este mundo antes que él. ¿Cuánto hace que este cachorro se dedica a esos llantos? Ya le he dado algunas leccioncitas de lloro. ¿Suele encontrarse a gusto con la muchacha?

—¿A gusto? Lo que se muestra es angustiadísimo. Creo que en vez de estar paseando por el campo con su novia debería de estar en la cama cuidadosamente atendido por un médico.

—Así sucederá dentro de dos días —respondió Heathcliff—. ¡Linton, levántate! ¡No te arrastres por el suelo!

Linton había vuelto a dejarse caer, sin duda asustado por la mirada de su padre. Trató de obedecerle, pero sus escasas fuerzas se habían agotado y volvió a caer lanzando un gemido. Su padre le levantó y le hizo recostarse sobre un recuesto cubierto de césped.

—Ponte en pie, maldito —dijo brutalmente, aunque procuraba reprimirse.

—Lo intentaré, padre —respondió él jadeando—, pero déjeme solo. Cati, dame la mano. Ella te podrá decir que… estuve alegre, como tú querías.

—Cógete a mi mano —respondió Heathcliff—. Ella te dará el brazo ahora. ¡Así! Sin duda pensará usted, joven, que soy el diablo cuando tanto me teme. ¿Quiere usted acompañarle hasta casa? En cuanto le toco, se echa a temblar…

—Querido Linton —manifestó Catalina—, no puedo acompañarte hasta «Cumbres Borrascosas», porque papá no me lo permite. Pero tu padre no te hará nada. ¿Por qué le temes?

—No entraré más en esa casa —aseguró Linton— si no me acompañas tú.

—¡Silencio! —exclamó su padre—. Es preciso respetar los escrúpulos de Catalina. Elena, acompáñale tú. Será preciso que siga tus consejos: llamaremos al médico.

—Acertará usted —contesté—, pero el acompañar a su hijo no me es posible. Tengo que quedarme con la señorita.

—Sigues tan altiva como de costumbre —comentó Heathcliff—. Y, ya que no te compadeces del chiquito, vas a hacerme que le pinche sin quererlo. Ea, mozo, ven acá. ¿Quieres volver conmigo a casa?

Y fue a sujetar al joven, pero él se apartó, se cogió a su prima y le suplicó, frenético, que le acompañase. Verdaderamente, resultaba difícil negarse a lo que se pedía de tal modo. Las causas de su terror permanecían ocultas, pero lo cierto es que el muchacho estaba espantado y con todas las apariencias de volverse loco si el acceso nervioso aumentaba. Llegamos, pues, a la casa. Cati entró y yo permanecí fuera esperándola, pero el señor Heathcliff me empujó y me obligó a entrar, diciéndome:

—Mi casa no está apestada, Elena. Me siento hospitalario. Pasa. Con tu permiso, voy a cerrar la puerta.

Y cerró con la llave. Yo sentí un vuelco en el corazón.

—Tomaréis el té antes de volveros —siguió diciendo—. Hoy estoy solo. Hareton ha salido con el ganado, y Zillah y José se han ido a divertirse. Yo estoy acostumbrado a la soledad, pero cuando encuentro buena compañía, lo prefiero. Siéntese junto al muchacho, señorita Linton. Ya ve que le ofrezco lo que tengo —me refiero a Linton— y si no es gran cosa, lo lamento mucho. ¡Cómo me mira usted! Es curioso que siempre me siento atraído hacia los que parecen temerme. De vivir en un país menos escrupuloso y donde la ley fuera menos rígida, creo que me dedicaría a hacer la disección de esos dos como entretenimiento vespertino.

Dio un terrible puñetazo en la mesa y exclamó:

—¡Voto a…! ¡Les aborrezco!

—No le temo —dijo Cati, que no había percibido la última parte de la charla de Heathcliff.

Y se acercó a él. Brillaban sus ojos.

—¡Traiga la llave! —exigió—. No comeré aquí aunque me muera de hambre.

Heathcliff cogió la llave y se quedó mirando a Cati con sorpresa. La joven se precipitó sobre él y casi logró arrancársela. Heathcliff, reaccionando, aferró la llave.

—Sepárese de mí, Catalina Linton —ordenó— o la tiro al suelo de un puñetazo por mucho que ello conturbe a la señora Dean.

Pero ella, sin atenderle, volvió a agarrarse a la llave.

—¡Nos iremos! —exclamó. Y viendo que con las manos y las uñas no lograba hacer abrir la mano cerrada de Heathcliff, le clavó los dientes. Heathcliff me lanzó una mirada que me paralizó momentáneamente. Cati, atenta a sus dedos, no le veía la cara. Entonces abrió la mano y soltó la llave, pero a la vez cogió a, Cati por los cabellos, la derribó de rodillas y le golpeó violentamente la cabeza. Aquella diabólica brutalidad me puso fuera de mí. Le grité:

—¡Malvado, malvado!

Pero un golpe en pleno pecho me hizo enmudecer. Como soy gruesa, me fatigo enseguida, y entre la rabia que me dominaba y una cosa y otra, sentí que el vértigo me ahogaba como si se me hubiera roto una vena. Todo concluyó en dos minutos. Cati, al quedar suelta, se llevó las manos a las sienes cual si creyese que ya no tenía la cabeza en su sitio. Temblando como una caña, la pobrecita fue a apoyarse en la mesa.

—Ya ves —dijo el malvado agachándose para coger la llave que había caído al suelo— que sé castigar a los niños traviesos. Ahora vete con Linton y llora cuanto se te antoje. Dentro de poco seré tu padre, y tu único padre además, y cosas como las de hoy te las encontrarás con frecuencia, puesto que no eres débil y estás en condiciones de aguantar lo que sea… ¡Como vuelva ese mal genio a subírsete a la cabeza te daré todos los días una ración como la de hoy!

Cati corrió hacia mí, inclinó su cabeza sobre mi regazo y empezó a llorar. Su primo permanecía silencioso en un rincón, contento, al parecer, de que la tormenta hubiera descargado sobre una cabeza distinta a la suya. Heathcliff se levantó y preparó el té. El servicio ya estaba dispuesto. Vertió la bebida en las tazas.

—Fuera tristezas —me dijo, ofreciéndome una taza y sirve a esos niños traviesos. No tengas miedo: no está envenenada. Me voy a buscar vuestros caballos.

En cuanto se fue, comenzamos a buscar una salida. Mas la puerta de la cocina estaba cerrada y las ventanas eran excesivamente angostas, incluso para la esbeltez de Cati.

—Señorito Linton —dije yo—, ahora va usted a decirnos qué es lo que su padre se propone, o de lo contrario cuente con que yo le vapulearé a usted como él ha hecho con su prima.

—Sí, Linton, dínoslo —agregó Catalina—. Todo ha sucedido por venir a verte, y si te niegas a hablar serás un ingrato.

—Dame el té, y luego te lo diré —repuso el joven—. Señora Dean, márchese un momento. Me molesta tenerla siempre delante. Cati, te están cayendo las lágrimas en mi taza. No quiero ésa. Dame otra.

Cati le entregó otra y se enjugó las lágrimas. Me molestó la serenidad del muchacho. Comprendí que había sido amenazado por su padre con un castigo si no lograba atraernos a aquella encerrona, y que, una vez conseguido, no temía ya que cayese sobre él mal alguno.

—Papá quiere que nos casemos —dijo, tras beber un sorbo de té—. Y como sabe que tu padre no lo permitiría ahora, y además el mío tiene miedo de que yo me muera antes, es preciso que nos casemos mañana por la mañana. Así que tienes que quedarte toda la noche aquí, y después de hacer lo que quiere mi padre, venir a buscarme al día siguiente y llevarme contigo.

—¿Llevarle con ella? —exclamé—. ¿Ese hombre está loco o cree que los demás somos tontos? Pero ¿es posible que usted se imagine que esta hermosa joven se va a casar con un desdichado como usted? ¿Se figura que nadie en el mundo le aceptaría a usted por marido? Se merece usted una buena zurra por habernos hecho venir con sus cobardes artimañas y… ¡No me mire así, porque tengo ganas de castigar su maldad y su estupidez con una paliza!

Le di un empujón, y sufrió un ataque de tos. Enseguida empezó a llorar y a gemir. Cati me impidió hacerle nada.

—¡Quedarme aquí toda la noche! —dijo—. ¡Si es preciso, prenderé fuego a la puerta para salir!

E iba a poner en práctica su amenaza. Pero Linton, asustado por las consecuencias que ello acarrearía para él, se incorporó, la sujetó entre sus débiles brazos, y dijo, entre lágrimas:

—¿No quieres salvarme, Cati? ¿No quieres llevarme contigo a la «Granja»? No me abandones, Catalina. Debes obedecer a mi padre.

—Debo obedecer al mío —replicó ella—. ¿Qué ocurriría si yo pasase toda la noche fuera de casa? Ya debe estar angustiado viendo que no vuelvo. He de salir de aquí a toda costa. Tranquilízate: no te pasará nada. Pero no te opongas, Linton. A mi padre le quiero más que a ti.

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