Un día noté que en el cajoncito, que en aquel momento estaba ella ordenando, en lugar de las chucherías y los juguetes que eran su contenido habitual, había numerosos pliegos de papel. La curiosidad y la sospecha me decidieron a echar una ojeada a sus misteriosos tesoros. Aprovechando una noche en que ella y el señor se habían acostado pronto, busqué entre mis llaves hasta hallar una que valía para abrir aquel cajón, saqué cuanto había en él y me lo llevé a mi cuarto. Como había supuesto, era una correspondencia procedente de Linton Heathcliff. Las cartas de fecha más antigua eran tímidas y breves, pero las sucesivas contenían encendidas frases de amor, que por su exaltada insensatez parecían propias de un colegial, pero que mostraban ciertos rasgos que me parecieron de mano mas experta. Algunas principiaban expresando enérgicos sentimientos, y luego concluían de un modo afectado, tal como el que emplearía un estudiante para dirigirse a una figura amorosa inexistente. No sé lo que aquello le parecería a Cati, pero a mí me dio la impresión de una cosa ridícula. Finalmente, las até juntas y volví a cerrar el cajón.
Según tenía por costumbre, la señorita bajó a la cocina muy temprano. Al llegar el muchacho que traía la leche, mientras la criada la vertía en el jarrón, la señorita salió y deslizó un papel en el bolsillo del jubón del rapaz, a la vez que recogía algo de él. Dando un rodeo, atajé al chico, quien defendió esforzadamente la integridad de su misiva. Pero al fin logré arrebatársela, y le hice irse amenazándole con fieros males en caso contrario. Leí la carta de amor de Cati. Era mucho más sencilla y más expresiva que las de su primo. Moví la cabeza y me volví pensativa a casa. Como llovía, Catalina no bajó aquel día al parque. Al terminar de estudiar, acudió a su cajón. Su padre estaba sentado a la mesa, leyendo. Yo estaba arreglando unos flecos descosidos de la cortina de la ventana.
Un pájaro que hubiese hallado su nido vacío no hubiera, con sus trinos y su agitación, manifestado más angustia que la de Cati al exclamar:
—¡Oh!
Y su cara, que un momento antes expresaba una perfecta felicidad, se alteró completamente. El señor Linton levantó los ojos.
—¿Qué te pasa, hijita? ¿Te has lastimado?
Ella comprendió que su padre no era el descubridor del tesoro escondido.
—No —repuso—. Elena, ven arriba conmigo. Me encuentro indispuesta.
La acompañé.
—Tú las has cogido, Elena —me dijo, cayendo arrodillada delante de mí—. Devuélvemelas y no lo digas a papá, y no volveré a hacerlo. ¿Se lo has dicho a papá, Elena?
—Ha ido usted muy lejos, señorita Cati —dije severamente—. ¡Debía darle vergüenza! ¡Y vaya una hojarasca que lee usted en sus ratos de ocio! ¡Si parecen cuartillas destinadas a los periódicos! ¡Qué dirá el señor cuando se lo enseñe! No lo he hecho aún, pero no se figure que guardaré el secreto. Y el colmo es que ha debido usted ser la que empezó, porque a él creo que no se le hubiera ocurrido nunca.
—No es verdad —respondió Cati sollozando con desconsuelo—. No había pensado en amarle hasta que…
—¡Amarle! —exclamé, subrayando la palabra con tanto desdén como me fue posible—. Es como si yo amase al molinero que una vez al año viene a comprar el trigo. ¡Si no ha visto usted cuatro horas a Linton, sumando las dos veces! Ea, voy a llevar a su padre estas bobadas, y ya veremos lo que él opina de ese amor.
Ella dio un salto para coger su correspondencia, pero yo la mantuve levantada sobre mi cabeza. Me suplicó frenéticamente que la quemase o hiciera con ella lo que quisiera menos enseñarla a su padre. Como a mí todo aquello me parecía una puerilidad, y estaba más cerca de reírme que de reprochárselo, cedí, no sin preguntarle previamente:
—Si las quemo, ¿me promete usted no volver a mandar ni a recibir cartas, ni libros, ni rizos de cabello, ni anillos, ni juguetes?
—No nos enviamos juguetes —exclamó.
—Ni nada, señorita. Si no me lo promete, hablaré a su papa.
—Te lo prometo, Elena —me dijo—. Échalas al fuego… Mas, al hacerlo, ello le resultó tan doloroso, que me rogó que guardase una o dos siquiera. Yo comencé a echarlas a la lumbre.
—¡Oh, cruel! Quiero siquiera una —dijo, metiendo la mano entre las llamas, y sacando un pliego medio chamuscado, no sin menoscabo de sus dedos.
—Entonces, también yo quiero algunas para enseñárselas a su papá —repliqué, envolviendo las demás en el pañuelo, y dirigiéndome a la puerta.
Arrojó al fuego los trozos medio quemados y me incitó a consumar el holocausto. Cuando estuvo terminado, removí las cenizas y las sepulté bajo una paletada de carbón. Se fue ofendidísima a su cuarto sin decir palabra. Bajé y dije al amo que la señorita estaba mejor, pero que era preferible que reposase un poco. Cati no bajó a comer, ni reapareció hasta la hora del té. Estaba pálida y tenía los ojos hinchados, pero se mantenía serena. Cuando a la mañana siguiente llegó la carta acostumbrada la contesté con un trozo de papel en el que escribí: «Se suplica al señor Linton que no envíe más cartas a la señorita Cati, porque ella no las recibirá». Y desde aquel momento el muchachito venía siempre con los bolsillos vacíos.
Acabó el verano y vino el otoño. Pasó el día de san Miguel y aún algunos de nuestros campos no estaban segados. El señor Linton solía ir a presenciar la siega con su hija. Un día permaneció en el campo hasta muy tarde, y como hacía frío y humedad, cogió un catarro que le tuvo recluido casi todo el invierno.
Cati estaba entristecida y sombría desde que su novela de amor había tenido aquel desenlace. Su padre dijo que le convenía leer menos y moverse más. Ya que él no podía acompañarla, determiné sustituirle yo en lo posible. Pero sólo podía destinar a ello dos horas o tres al día y, además, mi compañía no le agradaba tanto como la de su padre.
Una tarde —era a principios de noviembre o fines de octubre y las hojas caídas tapizaban los caminos, mientras el frío cielo azul se cubría de nubes que auguraban una fuerte lluvia— rogué a mi señorita que renunciásemos por aquel día al paseo. Pero no quiso, y tuve que acompañarla hasta el fondo del parque, paseo casi maquinal que ella solía dar cuando se sentía de mal humor. Y esto sucedía siempre que su padre se encontraba peor que lo corriente, aunque nunca nos lo confesaba. Pero nosotras lo notábamos en su aspecto. Ella andaba sin alegría y no retozaba como antiguamente. A veces se pasaba la mano por la mejilla, como si se limpiase algo. Yo buscaba a mi alrededor alguna cosa que la distrajera. A un lado del camino erguíase una pendiente donde crecían avellanos y robles cuyas raíces salían de tierra. Como el suelo no podía resistir su peso más que a duras penas, algunos se habían inclinado de tal modo por efecto del viento, que estaban en posición casi horizontal. Cuando Cati era más niña, solía subirse a aquellos troncos, se sentaba en las ramas, y se columpiaba en ellas a más de veinte pies por encima del suelo. Yo la reprendía siempre que la veía así, pero sin resolverme a hacerla bajar. Y allí permanecía largas horas, mecida por la brisa, cantando antiguas canciones que yo le había enseñado y distrayéndose en ver cómo los pájaros anidados en las mismas ramas alimentaban a sus polluelos y les incitaban a volar. Y así, la muchacha se sentía feliz.
—Mire, señorita —dije—, debajo de las raíces de ese árbol hay aún una campanilla azul. Es la última que queda de tantas como había en julio, cuando las praderas estaban cubiertas de ellas como de una nube de color violáceo. ¿Quiere usted cogerla para mostrársela a su papá?
Cati miró mucho rato la solitaria flor y después repuso:
—No, no quiero arrancaría. Parece que está triste, ¿verdad, Elena?
—Sí —repuse—. Tan triste como usted. Tiene usted pálidas las mejillas. Deme la mano y echemos a correr. ¡Pero qué despacio anda, señorita! Casi marcho más deprisa yo.
Ella continuó andando lentamente. A veces se paraba a contemplar el césped, o algún hongo que se destacaba, amarillento, entre la hierba. Y en ocasiones se pasaba la mano por el rostro.
—¡Oh, querida Catalina! ¿Está usted llorando? —dije acercándome a ella y poniéndole la mano en un hombro—. No se disguste usted, señorita. Su papá está ya mucho mejor de su resfriado. Debe agradecer a Dios que no sea una enfermedad peor.
—Ya verás como será algo peor —contestó—. ¿Qué haré cuando papá y tú me abandonéis y me encuentre sola? No he olvidado aquellas palabras que me dijiste una vez, Elena. ¡Qué triste me parecerá el mundo cuando papá y tú hayáis muerto!
—No se puede asegurar que eso no le suceda antes a usted —dije—. No se debe predecir la desgracia. Supongo que pasarán muchos años antes de que faltemos los dos. Su papá es joven, y yo no tengo más que cuarenta y cinco años. Mi madre vivió hasta los ochenta. Suponga que el señor viva sólo hasta los sesenta, y ya ve si quedan años, señorita. Es una tontería lamentarse de una desgracia con veinte años de anticipación.
—La tía Isabel era más joven que papa —respondió Cati con la esperanza de que yo la consolase otra vez.
—A la tía Isabel no pudimos asistirla nosotros —expliqué—. Además no fue tan feliz como el señor, y no tenía tantos motivos para vivir. Lo que usted debe hacer es cuidar a su padre y evitarle todo motivo de disgusto. No le voy a ocultar que conseguiría usted matarle si obrase como una insensata y siguiera enamorada del hijo de un hombre que desea ver al amo en la tumba, y se manifestase contrariada por una separación que él le impuso con sobrada razón.
—Lo único que me contraría en el mundo es la enfermedad de papá —dijo Cati. Es lo único que me interesa. Mientras yo tenga uso de razón no haré ni diré nunca nada que pueda disgustarle. Le quiero más que a mi misma, Elena, y todas las noches rezo para no morir antes que él, por no darle ese disgusto. Ya ves si le quiero.
—Habla usted muy bien —le dije—. Pero procure demostrarlo con hechos, y cuando él se haya restablecido, no olvide la resolución que ha adoptado usted en este momento en que está preocupada por su salud.
Entretanto, nos acercábamos a una puerta que comunicaba con el exterior de la finca. Mi señorita trepó alegremente a lo alto del muro para coger algunos rojos escaramujos que adornaban los rosales silvestres que daban sombra al camino. Al inclinarse, para alcanzarlos, se le cayó el sombrero. Como la puerta estaba cerrada, saltó ágilmente. Pero el volver a encaramarse no fue tan sencillo. Las piedras eran lisas y no había hendidura entre ellas y las zarzas dificultaban la subida. Yo no me acordé de ello hasta que le oí decir, riendo:
—Elena, no puedo subir. Vete a buscar la llave, o tendré que dar la vuelta a toda la tapia.
—Aguarde un momento —dije—, que voy a probar las llaves de un manojo que llevo en el bolsillo. Si no, iré por la llave a casa.
Mientras yo probaba todas las llaves sin resultado, Catalina bailaba y saltaba delante de la puerta. Ya me preparaba yo a ir a buscar la llave, cuando sentí el trote de un caballo. Cati cesó de saltar, y yo sentí que el caballo se detenía.
—¿Quién es? —pregunté.
—Abre la puerta, Elena —murmuró Cati con ansiedad.
Una voz grave, que supuse que era la del jinete, dijo:
—Me alegro de encontrarla, señorita Linton. Tengo que hablar con usted. Hemos de tener una explicación.
—No quiero hablar con usted, señor Heathcliff —contestó Cati. Papá dice que es usted un hombre malo y que nos aborrece, y Elena opina lo mismo.
—Eso no tiene nada que ver —oí decir a Heathcliff—. Sea como sea, yo no aborrezco a mi hijo, y a él me refiero. ¿No solía usted escribirse con él hace unos meses? ¿De modo que jugaban a hacerse el amor? Merecen ustedes dos una buena paliza, y en especial usted, que es la de más edad y la menos sensible de ambos. Yo he cogido sus cartas, y si no se pone usted en razón se las mandaré a su padre. Usted se cansó del juego y abandonó a Linton, ¿eh? Pues entérese de que le abandonó en plena desesperación. Él tomó aquello en serio, está enamorado de usted y, por mi vida, que le aseguro que se muere, y no metafóricamente, sino muy en realidad. ¡Ni Hareton tomándole el pelo seis semanas seguidas, ni yo con las medidas más enérgicas que pueda usted imaginarse, hemos logrado nada! Como usted no le cure, antes del verano se habrá muerto.
—No engañe tan descaradamente a la pobrecita —grité yo desde dentro—. Haga el favor de seguir su camino. ¿Cómo puede mentir así? Espere, señorita Cati, que voy a saltar la cerradura con una piedra. No crea todos esos disparates. Comprenda que es imposible que haya quien se muera de amor por una desconocida.
—No sabía que hubiera escuchas —murmuró el malvado al sentirse descubierto—. Mi querida Elena, ya sabes que te estimo, pero no puedo con tus chismorreos. ¿Cómo te atreves a engañar a esta pobre niña diciendo que la aborrezco e inventando cuentos de miedo para que tome horror a mi casa? Vaya, Catalina Linton, aproveche el que toda esta semana estaré fuera de casa y vaya a ver si he mentido o no. Póngase en el lugar de él, y piense lo que sentiría si su indiferente enamorada rehusara consolarle por no darse un pequeño paseo. No cometa ese error. ¡Le juro que va derecho a la tumba, y que sólo puede usted salvarle! ¡Se lo aseguro por mi salvación!
La cerradura saltó, y yo salí.
—Te juro que Linton está muriéndose —dijo Heathcliff mirándome con dureza—. Y el dolor y la decepción están apresurando su muerte, Elena. Si no quieres dejar ir a la muchacha, vete tú y lo verás. Yo no vuelvo hasta la semana que viene. Ni siquiera tu amo se opondrá a lo que digo.
—¡Entre! —dije a Cati, cogiéndola por un brazo. Ella le miraba conturbadísima, incapaz de discernir la falsedad de su interlocutor a través de la severidad de sus facciones.
Él se acercó a ella, y dijo:
—Si he de ser sincero, señorita Catalina, yo cuido muy mal a Linton, y José y Hareton peor aún. No tenemos paciencia… Él está ansioso de ternura y cariño y las dulces palabras de usted serian su mejor medicina. No haga caso de los consejos de la señora Dean. Sea generosa y procure verle. Él se pasa el día y la noche soñando con usted y creyendo que le odia puesto que se niega a visitarle.
Yo cerré la puerta, apoyé una gruesa piedra contra ella, abrí mi paraguas, pues comenzaba a llover, y cubrí con él a la señorita. Volvimos tan deprisa a casa que no tuvimos ni tiempo de hablar de Heathcliff. Pero adiviné que el alma de Cati quedaba ensombrecida. En su triste semblante se notaba que había creído cuanto él había dicho.