—Procure no mirar ni hablar mucho a su primo —le aconsejé al entrar—. Es seguro que ello ofendería al señor Heathcliff y le indignaría contra los dos.
—Haré lo que me dices —repuso.
Pero al cabo de un momento empezó a dar a Hareton con el codo y a echarle florecitas en el plato de la sopa.
Él no osaba hablarle, ni casi mirarla, pero ella le provocaba hasta el punto de que el muchacho estuvo dos veces a punto de soltar la risa. Yo arrugué el entrecejo. Ella miró al amo, que al parecer estaba absorto en sus propios pensamientos, como de costumbre. Se puso seria, pero al cabo de un momento empezó otra vez a hacer niñerías y esta vez Hareton no pudo contener una ahogada carcajada. El señor Heathcliff dio un respingo y nos miró. Cati le miró a su vez con el aire rencoroso y provocativo que él odiaba tanto.
—Da gracias a que estás lejos de mi alcance —dijo él—. ¿Qué demonio te aconseja mirarme con esos infernales ojos? Bájalos y procura no recordarme que existes. Creí que te había quitado ya las ganas de reírte.
—He sido yo —murmuró Hareton.
—¿Eh? —preguntó el amo.
Hareton bajó los ojos y guardó silencio. Heathcliff, después de contemplarle un instante, volvió a quedar taciturno y se sumió en su comida y en sus meditaciones. Terminábamos ya y los jóvenes se habían levantado discretamente, lo que disipó mi temor a nuevas complicaciones, cuando José se presentó en la puerta. Le temblaban los labios y le ardían los ojos. Comprendí que había descubierto el atentado cometido contra sus preciados arbustos. Empezó a hablar moviendo las mandíbulas como una vaca al rumiar, lo que hacía difícil de entender sus palabras:
—Quiero cobrar mi sueldo y marcharme. Había soñado morir en la casa en que he servido sesenta años, y me proponía, para estar tranquilo, subir todas mis cosas al desván y cederles la cocina a ellos. Mucho me costaba abandonarles mi puesto a la lumbre, pero lo podía soportar. Mas ahora también me arrebatan el jardín, y eso, amo, es superior a mis fuerzas. Hinque usted la cabeza bajo el yugo si le parece bien, pero yo no tengo esa costumbre, y un viejo no se habitúa con facilidad a nuevas cargas. Prefiero ganarme el pan partiendo piedras en los caminos.
—¡Silencio, idiota! —interrumpió Heathcliff—. ¿Qué te ha hecho? Yo no quiero saber nada de tus peleas con Elena. Por mí, que te tire a la carbonera, si le parece.
—No se trata de Elena —dijo José—. No me iría por Elena, a pesar de que es una malvada. Gracias a Dios, no puede contaminar el alma de los demás. No es tan bonita como para hacer caer a nadie en tentación. Se trata de esa desgraciada mozuela, que ha embrujado a nuestro muchacho hasta el extremo de que no sólo ha olvidado cuanto he hecho por él, sino que ha llevado su ingratitud hasta arrancar una fila entera de las mejores plantas de grosella que yo había plantado en el jardín.
Y comenzó a lamentarse de Earnshaw y de su ingrata condición.
—Este imbécil debe estar bebido —dijo Heathcliff—. ¿De qué te acusa, Hareton?
—He quitado dos o tres groselleros —repuso el joven, pero volveré a colocarlos.
Cati puso su lengua a contribución.
—Queríamos plantar flores allí —afirmó— y yo tuve la culpa, porque fui quien se lo dijo a Hareton.
—¿Y quién demonios te dio permiso para semejante cosa? Y a ti, Hareton, ¿quién te mandó obedecerla?
Él callaba, pero ella continuó:
—Bien puede usted cederme unas yardas del jardín para plantar flores después de que me ha quitado todas mis tierras…
—¿Tus tierras, desvergonzada? ¿Cuándo has tenido tierras tú?
—Y mi dinero —remachó ella, pagando la mirada de odio de Heathcliff con otra igual, mientras mordisqueaba un trozo de pan que le había sobrado de la comida.
El amo quedó un momento confuso, pero enseguida se levantó y la miró con odio.
—Vale más que se siente usted —dijo ella—. Hareton me defenderá si intenta usted pegarme.
—Si Hareton no te echa fuera del salón ahora mismo, le apalearé hasta enviarle al infierno —barbotó Heathcliff—. ¡Condenada bruja! ¿Conque quieres rebelarte contra mí? Échala, Hareton. ¿No me oyes? ¡Elena, como esta moza aparezca ante mi vista otra vez, la mato!
Hareton, en voz baja, trataba de persuadirla a que se fuera.
—Llévala a rastras —ordenó ferozmente Heathcliff—. Nada de charla.
Y se acercó dispuesto a hacerlo él en persona.
—No le obedeceré nunca más, canalla —dijo Catalina—. Y Hareton no tardará en aborrecerle tanto como yo.
—Cállate —dijo el joven—. No le hables así.
—¿Vas a dejar que me pegue? —preguntó ella.
—¡Vámonos! —respondió el joven.
Pero Heathcliff la había alcanzado ya.
—Ahora márchate tú —intimó a Earnshaw—. ¡Maldita bruja! ¡Esto es demasiado! Haré —que se arrepienta de una vez.
La había agarrado por el cabello. Hareton trató de separarle de ella y le rogó que no la maltratase. Los ojos de Heathcliff despedían centellas. Ya iba yo a auxiliar a Catalina cuando, de pronto, él le soltó el cabello, la cogió por el brazo y la miró fijamente. Luego le tapó los ojos con la mano, procuró dominarse y dijo a Catalina:
—Ten mucho cuidado en no enfurecerme, porque te aseguro que un día te mato. Vete con Elena, estate con ella y dile a ella todas las desvergüenzas que se te antojen. ¡Y si Hareton Earnshaw te presta oídos, ya le haré que se vaya a ganarse el pan donde le parezca bien! ¡Tú harás de él un perdido y un pordiosero! ¡Llévatela de aquí, Elena! ¡Fuera todos!
Me llevé a la señorita que, contenta de haberse librado de la tormenta, no se resistió. Hareton se fue detrás de nosotras y el señor Heathcliff se quedó a solas. Yo había aconsejado a Cati que comiera en su cuarto, pero cuando Heathcliff vio que el sitio de la joven estaba vacío me mandó llamarla. El no habló con nadie, comió muy poco y se fue enseguida diciendo que no volvería hasta el oscurecer. Los dos primos se instalaron, en ausencia del amo, en el salón, y oí a Hareton reprochar a su prima la actitud que había adoptado con Heathcliff. Le dijo que no quería oírla tratarle así, que él le defendería aunque fuese el diablo en persona, y que si ella quería injuriar a alguien, preferiría que le injuriase a él mismo, como antiguamente. Cati comenzó a molestarse, pero él le tapó la boca preguntándole si a ella le gustaría oír hablar mal de su padre. Ella comprendió entonces que Hareton estaba unido a Heathcliff por las cadenas de la costumbre y que seria cruel intentar romperlas. Así que a partir de aquello se mostró bondadosa y no creo desde entonces haberle oído murmurar ni una sílaba contra Heathcliff en presencia de su primo.
Después de este incidente, la intimidad de los jóvenes aumentó, y continuaron sus tareas como profesora y discípulo. Cuando yo acababa de trabajar, entraba para verles, y el tiempo se me iba mirándoles embobada. De Cati estaba orgullosa hacía mucho tiempo, y ahora empezaba a esperar que también él me procuraría muchas satisfacciones, ya que los quería a ambos casi como si fuesen hijos míos. El buen carácter de Hareton se libraba rápidamente de las sombras que la ignorancia y el rebajamiento en que le criaran habían acumulado sobre él, y los sinceros elogios que le dirigía Cati estimulaban más aún su aplicación. A medida que interiormente se animaba, lo hacía también su rostro y sus facciones se dignificaban. Ya no se parecía al zafio rapaz a quien encontré el día en que fui a buscar a la señorita al risco de Penninston.
Mientras yo reflexionaba sobre estas cosas, y ellos seguían entregados a su ocupación, volvió Heathcliff. Entró de improviso, y tuvo tiempo para examinarnos a su sabor antes de que nosotros nos diéramos cuenta de que había llegado. Yo pensé que era imposible contemplar un cuadro más apacible, y que hubiera sido una diabólica indignidad reprenderles. Los rojos destellos de la lumbre iluminaban sus cabezas inclinadas con pueril avidez, pues aunque ella contaba ya dieciocho años y él veintitrés, ambos tenían aún mucho que aprender.
Ambos levantaron a la vez la vista y se encontraron con la del señor Heathcliff. No sé si ha notado usted lo semejantes que ambos tienen los ojos: son idénticos a los de Catalina Earnshaw. Cati no se parece a su madre más que en esto, y si acaso en la anchura de la frente y en ciertos detalles de la nariz que, sin que ella se lo proponga, la hacen parecer altanera. Hareton se parece aún más a Catalina Earnshaw. Siempre lo habíamos notado, pero en aquella época, en que sus sentidos y sus facultades mentales se habían despertado, la semejanza se acentuaba aún más. Acaso ese parecido desarmara a Heathcliff. Se acercó a la lumbre y al mirar al joven su agitación cambió de sentido. Le cogió el libro que tenía en la mano y después de examinarlo se lo devolvió. Hizo señal a Cati de que se fuese, y Hareton salió con ella. Yo iba a seguirles, mas Heathcliff me retuvo.
—¡Qué desenlace tan mezquino! ¿No es cierto? —me dijo después de reflexionar un poco sobre la escena que había presenciado—. Es una consecuencia bastante absurda de mis violentos esfuerzos. Después de que me proveo de herramientas suficientes para echar abajo las dos casas, y me entrego a unos trabajos casi hercúleos, resulta que me falta la voluntad para consumar mi obra. He vencido a mis antiguos enemigos y ahora puedo, si quiero, redondear mi venganza en sus descendientes. Pero ¿para qué? No me interesa ya ni quiero molestarme en levantar siquiera la mano contra ellos. Pero no te figures que me propongo deslumbraros ahora con un gesto magnánimo. ¡Nada de eso! Lo que pasa es que he perdido el gusto de destruirles, y me siento con muy pocas ganas de destruir. Estoy a punto de sufrir un cambio, Elena, y la sombra de esa transformación me envuelve ya. La vida corriente no me atrae, y casi no me ocupo de comer ni beber. Esos muchachos son las únicas cosas que presentan una apariencia material ante mis ojos, y una apariencia que me causa un dolor de agonía. En ella no quisiera ni pensar: sólo el verla me vuelve loco. Él me produce otra sensación, y, no obstante, no quisiera volverle a ver. Si pretendo explicarte los recuerdos que él me produce, puede que me creyeras demente. Pero mi pensamiento está siempre tan oculto dentro de mi mismo, que siento la tentación de transmitirlo a alguien. No cuentes a nadie nada de lo que te estoy hablando. Hace cinco minutos, Hareton me parecía, más que un ser humano, el símbolo de mi juventud. Si llego a hablarle, hubiera parecido que mis palabras eran insensatas. Su parecido con Catalina me la recordaba de un modo terrible. Ahora que no es eso lo que mas me impresiona en él, porque todo me recuerda a Catalina sin necesidad de Hareton. Si miro al suelo, creo ver las facciones de ella grabadas en las baldosas. En los árboles y en las nubes, en todas las cosas durante el día y llenando el aire durante la noche, veo su imagen. ¡Creo verla en las más vulgares facciones de cada hombre y cada mujer, y hasta en mi propio rostro! El mundo es para mi una horrenda colección de recuerdos diciéndome que ella vivió y que la he perdido. Y es más: Hareton me parecía el fantasma de mi amor, la encarnación de mis salvajes esfuerzos para conservar mi derecho a él. ¡Y mi degradación, y mi orgullo, y mi felicidad, y mis sufrimientos! En fin, es una locura hablarte de estas cosas. Pero así comprenderás por qué no quiero estar con ellos. A pesar de mi repugnancia hacia la soledad, su compañía no me conviene. Al revés, contribuye a agravar las torturas constantes que me persiguen. Por otra parte, todo se combina para que vea con indiferencia la intimidad de los dos. Ya no puedo ocuparme de ellos.
—¿A qué
cambio
se refería usted, señor Heathcliff? —le dije, alarmada.
Pero no me parecía que corriese riesgo alguno. Rebosaba salud y vigor, y su razón no me preocupaba, ya que desde muy niño había sido aficionado a lo misterioso y se complacía en hablar de cosas fantásticas. Podía estar más o menos monomaníaco, a propósito de su amor perdido, pero en todo lo demás razonaba tan bien como yo.
—No puedo saber de qué se trata hasta que llegue —me contestó—. Por ahora sólo lo intuyo.
—¿Presiente usted una enfermedad? —pregunté.
—No, Elena.
—¿Tiene usted miedo a morirse?
—No tengo miedo de morir, ni presiento la muerte, ni espero morirme. ¿A santo de qué me moriría? Tengo buena salud y mis costumbres son muy ordenadas. Lógicamente, debo permanecer en este mundo, y permaneceré hasta que no quede ni un pelo en mi cabeza. ¡Mas, con todo, no puedo seguir en esta situación! ¡A cada momento necesito recordarme a mí mismo que he de respirar, que ha de seguir palpitándome el corazón…! Me pasa una cosa así como si tuviese que forzar a un muelle muy duro a que se mantuviese en la posición en que debe estar. He de violentarme para hacer el más pequeño acto que no se relacione con el pensamiento continuo que me devora, y he de violentarme para fijarme en cualquier cosa, animada o inanimada, que no se refiere a la única cosa que llena el mundo para mí. Sólo experimento un anhelo y todo mi ser y todas mis facultades se concentran en él. Durante tanto tiempo y de tal modo lo he deseado, que estoy seguro de conseguirlo pronto, ya que ha devorado toda mi existencia. Y el deseo de que su realización se anticipe me ahoga. ¡Vaya! Lo que te he dicho no me ha aliviado, pero te explicará muchas cosas de mi modo de ser. ¡Dios mío, qué horrible lucha, y qué ganas tengo de que se acabe!
Se dio a pasear por la habitación, murmurando para sí cosas horrorosas. Llegué a sospechar que, como José aseguraba, la conciencia había convertido en un infierno su vida. Y estaba preocupada por el fin que todo aquello podría tener. Él no solía mostrar una actitud semejante, pero era indudable que no mentía cuando afirmaba que aquél era su estado de ánimo habitual. Viéndole ordinariamente, nadie se lo hubiera figurado. Usted, señor Lockwood, no se lo figuró cuando hizo conocimiento con él. Y en la época a que ahora me refiero era igual, aunque más amigo aún de la soledad y quizá más taciturno cuando estaba al lado de alguna persona.
Cortos días después, el señor Heathcliff empezó a prescindir de comer con nosotros, aunque no llegó a excluir del todo a Hareton y a Cati de su compañía. Optaba generalmente por ausentarse él y al parecer le bastaba con comer una vez al día.
Una noche, cuando toda la familia estaba acostada, le oí bajar la escalera y salir. A la mañana siguiente no había regresado aún. Estábamos en abril. El tiempo era tibio y hermoso. La lluvia y el sol habían dado verdor a la hierba y los manzanos que hay junto a la tapia del mediodía estaban en flor. Cati, después de desayunar, se empeñó en que yo cogiese una silla y fuese a hacer labor bajo los abetos. Después persuadió a Hareton, que ya estaba curado, para que cavase y arreglase un poco las flores, que al fin habían trasladado a aquel sitio para calmar a José. Yo miraba plácidamente el cielo azul y aspiraba el aroma del aire primaveral. De pronto, la señorita, que había ido hasta la entrada del parque a recoger semillas para su plantación, volvió diciendo que había visto llegar al señor Heathcliff.