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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

Dame la mano (4 page)

BOOK: Dame la mano
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Se volvió una vez más hacia el puente, pero no vio a nadie.

El desconocido había desaparecido por el camino que llevaba a la playa. La escalera estaba bloqueada. Amy finalmente desterró las dudas. Decidió tomar el camino intermedio, el que no estaba iluminado. La débil luz de la luna, atenuada por el velo de nubes que la cubrían, bastaría para vislumbrar el sendero bajo sus pies. Subiría hasta Esplanade sin romperse un tobillo.

Al cabo de unos pocos segundos, se adentraba entre los tupidos y húmedos arbustos, que lucían el esplendoroso follaje propio del verano.

Amy desapareció entre la oscuridad.

Octubre de 2008
Jueves, 9 de octubre
1

Cuando el teléfono sonó en el salón de Fiona Barnes, la anciana se estremeció y se apartó de la ventana por la que había estado contemplando la bahía de Scarborough. Se acercó a la mesita sobre la que tenía el teléfono y vaciló un momento antes de descolgar. Por la mañana ya había recibido una llamada anónima y otra el día anterior, a mediodía. Durante la última semana habían sido dos las veces que se había repetido esa situación tan agobiante. De hecho, no estaba segura de si podía calificar aquellas llamadas de anónimas, puesto que al otro lado de la línea nunca decían nada. Sin embargo, podía escuchar claramente el sonido de una respiración. Incluso si no le daba por colgar de inmediato, como había hecho esa misma mañana presa de los nervios, acababa siendo el desconocido o la desconocida quien colgaba tras un minuto de silencio.

Fiona no se asustaba con facilidad, se jactaba de tener unos nervios de acero y la cabeza fría, pero aquel asunto la inquietaba y la desconcertaba. Le gustaría simplemente hacer caso omiso a aquellas llamadas y no molestarse siquiera en descolgar el teléfono, pero naturalmente corría el riesgo de perder también otras llamadas que sí consideraba importantes. Las de su nieta Leslie Cramer, por ejemplo, que vivía en Londres y estaba intentando superar el trauma de un divorcio. Leslie no tenía más parientes aparte de su anciana abuela de Scarborough, y Fiona quería poder hablar con Leslie si ella la necesitaba.

Dejó sonar el teléfono cinco veces antes de descolgar.

—Fiona Barnes —dijo. Tenía la voz áspera y tosca, como consecuencia de toda una vida fumando de forma empedernida.

Silencio al otro lado de la línea.

Fiona suspiró. Lo que tenía que hacer era comprarse otro teléfono, uno de esos con pantalla, en los que puede verse de antemano el número de la persona que llama. Al menos de ese modo podría distinguir las llamadas de Leslie y obviar las restantes.

—¿Quién es? —preguntó.

Silencio. Tan solo se oía respirar.

—Empieza a sacarme de quicio —dijo Fiona—. Al parecer tiene usted algún problema conmigo. Quizá deberíamos hablar de ello, ¿no? Me temo que esa extraña táctica suya no lleva a ninguna parte.

La respiración ganó en intensidad. De haber sido más joven, Fiona habría llegado a pensar que se trataba de alguien obsesionado con ella, alguien que tan solo con oír su voz por teléfono ya tuviera suficiente para librarse a actividades lúbricas. Sin embargo, puesto que en el mes de julio había cumplido los setenta y nueve años, aquella hipótesis se le antojaba altamente improbable. Además, no parecía que aquella respiración fuera debida a ningún tipo de estimulación sexual. Quien llamaba estaba excitado, pero en otro sentido. Parecía nervioso. Agresivo. Muy emocionado.

No tenía nada que ver con el sexo. Entonces ¿con qué?

—Voy a colgar —amenazó Fiona, pero antes de poder cumplir con su aviso, su interlocutor interrumpió la comunicación. Lo único que pudo oír Fiona fue el tono rítmico que salía del auricular—. ¡Debería denunciarlo a la policía! —dijo, airada.

Colgó con brusquedad y de inmediato encendió un cigarrillo. Por supuesto, temía que si acudía a la policía no le hicieran ni caso. No la habían insultado ni una sola vez, como tampoco la habían molestado con obscenidades ni la habían amenazado. Naturalmente, era comprensible que interpretara esos silencios constantes al teléfono como una amenaza, pero no bastaban para tratar de averiguar quién era el autor de las llamadas. En un caso tan impreciso como ese, la policía no habría emprendido una investigación para descubrir la identidad de quien telefoneaba, eso sin tener en cuenta que, fuera quien fuese, seguro que era lo suficientemente listo para llamar solo desde un teléfono público y no siempre desde el mismo. Gracias a la televisión, pensó Fiona, hoy en día la gente sabe cómo deben cometerse los delitos y qué errores es mejor evitar.

Además…

Se acercó de nuevo a la ventana. Fuera el día era maravilloso, un día de octubre radiante, soleado, ventoso y claro. La bahía de Scarborough parecía bañada por la luz dorada del sol. El mar estaba revuelto, presentaba un intenso color azul oscuro interrumpido por las crestas blancas de las olas. Cualquiera que hubiera podido gozar de esa vista habría quedado fascinado. Menos Fiona. En ese momento ni siquiera reparó en el paisaje que tenía frente a su ventana.

Sabía cuál era el motivo por el que no acudía a la policía. Sabía cuál era el motivo por el que hasta entonces no le había contado a nadie, ni siquiera a Leslie, que recibía aquellas extrañas llamadas. Sabía el motivo por el que, a pesar de la inquietud, se mostraba tan reservada con aquel asunto.

La pregunta lógica que le habría hecho cualquier persona a quien se lo contara sería: «¿Hay alguien que tenga algo contra ti? ¿Se te ocurre que alguna persona pueda guardar alguna relación con el asunto?».

Para ser sincera, tendría que responder afirmativamente a esa pregunta, lo que traería consigo más preguntas y explicaciones por su parte. Y todo volvería a aflorar. Todas aquellas horribles historias. Todas las cosas que deseaba olvidar. Cosas que Leslie jamás debía llegar a saber.

Por otra parte, si fingía estar desconcertada y aseguraba no conocer a ninguna persona que pudiera tener algo contra ella como para atormentarla de ese modo, entonces tampoco tendría sentido contárselo a nadie.

Dio una larga calada al cigarrillo. El único con quien podía sincerarse era Chad. Al fin y al cabo, él estaba al corriente de todo. Tal vez debería hablar con Chad. También podía ser útil que él borrara los correos electrónicos que ella le había mandado. Sobre todo los archivos adjuntos. Había sido una imprudencia por su parte enviar todo aquello por internet. Había creído que podía arriesgarse porque el asunto llevaba mucho tiempo enterrado. Porque todo aquello formaba parte de un pasado lejano, tanto para ella como para él.

Posiblemente se había equivocado al respecto.

Tal vez debería eliminar también todo aquel extenso material de su propio ordenador. Le costaría mucho, pero probablemente sería lo mejor. De todos modos había sido una idea descabellada ponerlo todo negro sobre blanco. A fin de cuentas, ¿qué esperaba sacar de ello? ¿Alivio? ¿Quería limpiar su conciencia? Le parecía más bien que lo había hecho para aclararse, tanto ella como Chad. Tal vez lo había hecho con la esperanza de comprenderse mejor a sí misma. El caso es que no lo había conseguido. No se comprendía mejor que antes, de ninguna manera. Nada había cambiado. La vida ya vivida no puede cambiarse, no pueden analizarse las cosas con la intención de relativizarlas, se dijo. Los errores seguían siendo errores y los pecados seguían siendo pecados. Había que aprender a vivir con ellos, porque te acompañaban hasta la muerte.

Apagó el cigarrillo en una maceta y entró en su estudio para conectar el ordenador.

2

El último interesado había sido el peor de todos. No había parado ni un momento de criticarlo todo. El suelo de parquet estaba desgastado, los pomos de las puertas parecían de mala calidad, las ventanas no estaban lo suficientemente aisladas, las habitaciones no eran acogedoras y la distribución tampoco era la ideal, la cocina estaba anticuada y las vistas al pequeño parque de atrás carecían de atractivo.

—No es precisamente una ganga —le había dicho, furioso, antes de marcharse.

Leslie tuvo que contenerse para no despedirse de él con un portazo. Se sintió aliviada de no haberlo hecho porque, como tantas otras cosas en aquel piso, la cerradura no funcionaba muy bien y una sacudida como esa podría haber supuesto su golpe de gracia.

—Canalla —se limitó a decir.

Luego se dirigió a la cocina, se encendió un cigarrillo y preparó café. Un
espresso
le sentaría bien. Miró por la ventana para contemplar aquel día lluvioso. El parque, claro estaba, no tenía un aspecto seductor bajo esa llovizna que lo teñía todo de gris, a pesar de que diez años antes Stephen y ella se habían enamorado de aquella arboleda situada en medio de Londres y se habían decidido por aquel apartamento. Sí, la cocina era anticuada, los suelos crujían, muchas cosas estaban en mal estado y eran poco prácticas, pero la casa tenía encanto, tenía alma, y Leslie se preguntaba cómo era posible que la gente no se diera cuenta de ello. Menudo fanfarrón. Eran todos unos quejicas. La segunda en ver la casa, una anciana, quizá había sido la que menos se había quejado. Tal vez acabaría siendo su inquilina… Pero se le acababa el tiempo. Leslie se mudaba a finales de octubre. Si para entonces no había conseguido que alguien aceptara las condiciones de su contrato de alquiler, tendría que pagar dos y eso era algo que no podía permitirse.

No pierdas los nervios, se ordenó a sí misma.

Cuando sonó el teléfono estuvo a punto de ignorarlo, pero cayó en la cuenta de que podría ser alguien interesado en el alquiler, por lo que cruzó el pasillo y descolgó.

—Cramer —dijo. Cada vez le costaba más responder con su apellido de casada. Pensó que debería volver a utilizar su apellido de soltera.

—¿Leslie? —La voz sonó débil y tímida al otro lado de la línea—. Soy Gwen. Gwen, de Staintondale.

—¡Gwen!

No esperaba recibir una llamada de Gwen, una amiga de su infancia y juventud, pero se alegró de oírla de todos modos. Debía de haber pasado ya un año desde la última vez que se habían visto, y por Navidad se habían llamado por teléfono, solo para felicitarse el Año Nuevo.

—¿Cómo te va? —preguntó Gwen—. ¿Todo bien? Primero he llamado al hospital, pero me han dicho que te habías tomado unas vacaciones.

—Sí, es verdad. Tres semanas. Tengo que encontrar a un inquilino y preparar la mudanza, y… Bueno, y aún tenía que divorciarme. ¡Desde el lunes vuelvo a estar libre!

Se escuchó a sí misma pronunciar esas palabras. Lo había contado con toda soltura, pero la procesión iba por dentro. Era tremendamente doloroso. Todavía lo era.

—Dios… —exclamó Gwen, algo confusa—. Quiero decir que ya se notaba que no, pero de algún modo… siempre esperaba que… ¿Cómo estás?

—Bueno, ya hace dos años que estamos separados. En ese sentido no es que hayan cambiado mucho las cosas. Pero a pesar de todo esto supone un paréntesis en mi vida, por eso he alquilado otro apartamento. A la larga este será demasiado grande para mí y además… todavía lo relaciono demasiado con Stephen.

—Lo comprendo —dijo Gwen. Por la voz, parecía abatida—. Yo… puede que te parezca indiscreta, pero… es que realmente ignoraba que ya te hubieras decidido, de lo contrario… Quiero decir que no había…

—Estoy bien, de verdad. No le des más vueltas. ¿Para qué me has llamado?

—Para… bueno, espero que no te traiga recuerdos tristes, pero… Quiero que seas la primera en saberlo: ¡me caso!

Efectivamente, Leslie se quedó sin habla por unos instantes.

—¿Que te casas? —repitió. Enseguida pensó que el tono de sorpresa con el que lo había dicho podría ofender a Gwen, pero lo cierto era que simplemente no había podido ocultar su asombro.

Gwen, el prototipo de solterona, la chica anticuada que vivía aislada en el campo… Gwen, la que parecía no percibir el paso del tiempo, estancada en otra época, cuando las jóvenes esperaban en casa a que llegara un príncipe azul a pedir su mano… ¿Gwen se casaba? ¿Así de simple?

—Perdona —se apresuró a decir—. Es solo que… pensaba que tenías claro que no querías casarte.

Era mentira. Sabía que Gwen siempre había ansiado que se hicieran realidad en su propia vida las historias de las novelas románticas que devoraba con fruición.

—Soy tan feliz —dijo Gwen—, tan inmensamente feliz… Es que ya casi había perdido la esperanza de encontrar a alguien ¡y resulta que me caso este mismo año! Hemos decidido que a principios de diciembre estaría bien. Ay, Leslie, de repente todo es tan… ¡tan distinto!

Finalmente Leslie había conseguido serenarse.

—¡Gwen, me alegro mucho por ti! —dijo con toda sinceridad—. ¡De verdad, no sabes cuánto me alegro! ¿Quién es el afortunado? ¿Dónde lo has conocido?

—Se llama Dave Tanner. Tiene cuarenta y tres años y… ¡y me quiere!

—¡Maravilloso! —exclamó Leslie, aunque por dentro notó que volvía a apoderarse de ella la misma sensación de asombro.

En primera instancia había pensado en un hombre considerablemente mayor, un viudo tal vez, de sesenta años cumplidos que estuviera buscando a alguien que se ocupara de él. Se avergonzó de ello, pero en realidad no se le ocurría ningún otro motivo que no fuera por interés por el que un hombre pudiera querer mantener una relación con Gwen. Era muy buena persona, era sincera y afectuosa, pero no le parecía que tuviera ningún encanto especial capaz de despertar el deseo de nadie… A menos que se tratara de alguien capaz de valorar a la gente por lo que era, pero por experiencia Leslie no creía que hubiera muchos hombres así.

Claro que tal vez se equivocaba pensando de ese modo, reflexionó.

—Bueno, ya te lo contaré con todo detalle cuando nos veamos —dijo Gwen, rebosante de alegría y excitación—, pero primero me gustaría invitarte a una fiesta. El sábado celebramos una especie de… compromiso ¡y el mejor regalo que podría recibir es tenerte allí conmigo!

Leslie pensó rápidamente. El viaje hacia el norte era demasiado largo y engorroso para pasar allí solo un fin de semana, pero al fin y al cabo estaba de vacaciones. Podría marcharse al día siguiente, viernes, y quedarse tres o cuatro más. Yorkshire era su tierra natal, se había criado en Scarborough y hacía mucho tiempo que no había estado allí. Podría quedarse en casa de su abuela, Fiona; seguro que la anciana se alegraría de verla. Naturalmente, no tenía mucho tiempo porque la cuestión del alquiler era urgente, pero tampoco era mala idea recorrer los escenarios de tiempos pasados. Y, para ser sincera, se moría de curiosidad por ver qué hombre quería casarse con Gwen, ¡su amiga Gwen!

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