Danza de espejos (57 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

BOOK: Danza de espejos
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—Alquilado, supongo —gruñó él, mirando—. Voy a tener que pagar por eso. Buen intento, casi funciona… Rosa… ¿Algunos de esos coches aéreos son tuyos?

—¿Quieres decir del Grupo? Sí, pero…

—Vamos. Tenemos que llegar allí. —Pero el edificio estaba copado por seguridad. Iban a poner a todo el mundo contra la pared hasta que los identificaran e interrogaran uno por uno. Él no podía volar los cinco pisos hasta el suelo a pesar de lo mucho que le hubiera gustado. Ah… ser invisible…

¡Sí, claro!

—¡Llévame! ¿Puedes llevarme en brazos?

—Supongo que sí pero…

Él corrió hasta la puerta y se dejó caer en sus brazos cuando se abrió.

—¿por qué? —preguntó ella.

—¡Hazlo, hazlo, hazlo! —siseó entre dientes. Ella lo arrastró por el corredor. Él estudió el caos con los ojos entrecerrados. Diversas Durona agitadas e intranquilas miraban detrás de un cordón de seguridad de hombres de Fell que bloqueaban la entrada al departamento de Azucena.

—Que la doctora Crisan me coja de los pies —musitó él por el lado de la boca.

Demasiado asustada para pedir explicaciones, Rosa exclamó:

—¡Ayúdanos Crisan! Tengo que llevarlo abajo…

—Ah… —Pensando que se trataba de una emergencia médica, la doctora Crisan no hizo preguntas. Lo cogió por los tobillos, y en unos instantes atravesaron la multitud a empujones. Dos doctoras Durona llevaban a un tipo de cara blanca, que parecía herido… los hombres de verde se hacían a los lados y los dejaban pasar.

Cuando llegaron a la planta baja, Crisan trató de ir hacia el área de clínicas. Durante un momento las dos mujeres tiraron de él en direcciones opuestas; luego él liberó sus pies de las manos de la atónita doctora Crisan y se apartó bruscamente de Rosa. Ella fue tras él y llegaron juntos a la puerta exterior.

La atención de los guardias estaba puesta en los esfuerzos de dos hombres con un lanzaproyectiles. Los ojos de él enfocaron el arma dirigida hacia el vehículo que huía ya entre las nubes de nieve. ¡No, no, no disparen! El arma ardió y la explosión sacudió el coche pero no lo hizo bajar.

—Llévame a la cosa más rápida, más grande que podamos usar —pidió jadeando a Rosa—. No podemos dejar que se lo lleven. —
Y no podemos dejar que los hombres de Fell lo vuelen en pedazos
—. ¡Rápido!


¿Por qué?

—Esos gorilas acaban de secuestrar a mi… a mi hermano. Tengo que seguirlo. Hacerlos bajar, si puedo, seguirlo si no. Los Dendarii tienen que tener refuerzos de algún tipo. O Fell. Azucena es su… su vasalla, ¿no es cierto? Él tiene que responder. O algún otro. —Estaba temblando violentamente—. Si los perdemos, nunca sabremos dónde fueron. Ellos lo saben. Por eso se dan tanta prisa.

—¿Y qué diablos haríamos si los alcanzáramos? —objetó Rosa—. ¿Acaban de intentar secuestrarte y ahora quieres correr tras ellos? ¡Ése es trabajo de seguridad!

—Yo soy… soy…—.
¿Qué? ¿Qué soy yo?
Sus tartamudeos frustrados se convirtieron en un remolino de percepciones.
No, otra vez no

Su visión se aclaró con el siseo de un hipospray que le golpeaba el brazo. La doctora Crisan lo sostenía, y Rosa le habría apretado un dedo contra el ojo, sosteniéndole el párpado abierto mientras con la otra mano volvía a guardar el hipospray en el bolsillo. Una especie de confusión vidriosa descendió sobre él, como si lo hubieran envuelto en celofán.

—Eso te va a ayudar —dijo Rosa.

—No —se quejó él o intentó hacerlo por lo menos. Las palabras salieron en un murmullo casi incomprensible.

Lo habían sacado del vestíbulo, fuera de la vista de todos hacia uno de los ascensores de la parte subterránea de la clínica. Sólo había perdido unos momentos, en la convulsión. Todavía había una posibilidad, se retorció en los brazos de Crisan, que lo apretó más.

En una esquina sonaron pasos de mujer civil, no una guardiana. Apareció Azucena, la cara tensa y la nariz abierta, flanqueada por la doctora Begonia.

—Rosa. Sácalo de aquí —dijo Azucena con una voz severa a pesar de que le faltaba el aliento—. Georish va a venir a investigar esto en persona.
Él
no puede haber estado aquí. Nunca estuvo. Nuestros atacantes parece que eran enemigos de Naismith. La explicación será que vinieron los Dendarii a buscar el clon de Naismith y no lo encontraron. Crisan, elimina la evidencia física en el estudio de Rosa y esconde esos archivos. ¡Ya!

Crisan asintió y salió corriendo. Rosa seguía sosteniéndolo. Él tendía a caerse, como si se estuviera derritiendo. Parpadeó para defenderse de la droga.
No, tenemos que perseguir

Azucena entregó un talón de crédito a Rosa, y la doctora Begonia le entregó un par de chaquetas y un bolso de medicinas.

—Llévalo por la puerta trasera y desaparece. Usa los códigos de evasión. Elige cualquier lugar, el que quieras, y escóndete. Que no sea en ninguna de nuestras propiedades. Infórmame en una línea segura desde fuera. Para entonces, sabré qué puedo salvar de todo este lío. —Abrió la boca y se le vieron los dientes, con la furia—. Vamos, muchacha…

Rosa asintió, obediente, sin discutir ni una sola palabra, observó él, indignado. Lo cogió con firmeza de la mano, lo condujo por un tubo elevador de carga a través de un sótano y luego a la clínica subterránea. Una puerta camuflada en el segundo nivel se abría a un túnel estrecho. Él se sentía como una rata escurriéndose a través de un laberinto. Rosa pasó tres veces por mecanismos con cerradura de seguridad.

Salieron a otro nivel, en el subsuelo, y la puerta desapareció tras ellos, oculta en la pared. Siguieron caminando por túneles normales de mantenimiento.

—¿Utilizáis esta ruta muy a menudo? —jadeó él.

—No, sólo muy de tarde en tarde, cuando queremos sacar algo sin que lo sepan los guardias de la puerta, que son del barón Fell.

Emergieron finalmente en un pequeño garaje subterráneo. Ella lo llevó a un voladar azul, viejo y nada llamativo y lo metió en el asiento del pasajero.

—Esto no está bien —se quejó él, con la lengua hinchada—. El almirante Naismith… alguien debería ir a buscar al almirante Naismith.

—Naismith tiene toda una flota mercenaria. —Rosa se puso el cinturón de seguridad del asiento del conductor—. Que ellos se las arreglen con sus enemigos. Intenta calmarte y respirar de nuevo. No quiero darte otra dosis, pero si me obligas…

El volador se elevó hacia la nieve arremolinada y se sacudió incierto entre las ráfagas. La ciudad que se extendía bajo ellos desapareció con rapidez en el viento cuando se elevaron. Ella miró a un lado, hacia el semblante inquieto de él.

—Azucena hará algo —le aseguró—. Ella también quiere a Naismith.

—Está mal —musitó él—. Todo está mal. —Se arrebujó en la chaqueta que Rosa le había puesto. Ella encendió la calefacción del vehículo.

Yo soy el que no vale
. Sí, al parecer él no tenía valor intrínseco, excepto por la misteriosa importancia que le daba al almirante Naismith. Y si el almirante Naismith salía del Trato, la única persona todavía interesada en él sería Vasa Luigi, que deseaba vengarse por crímenes que él ni siquiera podía recordar. Sin valor, sin importancia para nadie, solo y asustado… Sintió un intenso dolor en el estómago y empezó a latirle la cabeza. Se le tensaron los músculos, duros como alambre.

Lo único que tenía era a Rosa. Y al parecer el almirante, que había venido a buscarlo y que posiblemente había arriesgado su vida en el intento. ¿Por qué?
Tengo que hacer… algo
.

—Los mercenarios Dendarii. ¿Están todos aquí? ¿El almirante tiene naves en órbita? ¿De cuántos refuerzos dispone? Dijo que le iba a llevar tiempo conectar con sus refuerzos. ¿Cuánto tiempo? ¿De dónde vinieron los Dendarii? ¿De un puerto comercial de transbordadores? ¿Pueden pedir apoyo aéreo? ¿Cuántos… cuánto… dónde? —El cerebro trataba de ensamblar los datos que no estaba y de organizarlos en esquemas de ataque.

—¡Calma! —le rogó Rosa—. No podemos hacer nada. Somos sólo dos. Y tú no estás en condiciones. Si sigues así vas a tener otra convulsión…

—¡A la mierda con mi condición! Tengo… tengo…

Rosa levantó las cejas. Él se recostó de nuevo en el asiento, suspirando, descompuesto, agotado. Debería haber podido hacer esto, hacer algo… No prestaba atención a nada, medio hipnotizado por el sonido de su propio jadeo. Vencido de nuevo. No le gustaba eso. Miró, reflexivo, sombrío, su reflejo distorsionado en el interior del vehículo. El tiempo le parecía viscoso.

Las luces del panel de control murieron bruscamente. De pronto no hubo peso. El cinturón de seguridad le mordió la piel. La niebla empezó a subir alrededor de los dos, cada vez más rápidamente.

Rosa chilló, se retorció y golpeó el panel. El panel volvió a la vida momentáneamente. Tenían empuje otra vez. Después lo perdieron de nuevo. Descendían en convulsiones.

—¿Qué diablos le pasa a esto? —exclamó Rosa.

Él miró hacia arriba. Nada, excepto niebla congelada… Caían por debajo del nivel de las nubes. Y luego, encima, una forma oscura. Un gran vehículo de carga, pesado…

Rosa tragó saliva, se concentró, tratando de mantener el nivel del volador en los momentos en que tenía algo de control.

—Dios mío, ¿son ellos otra vez?

—No. No sé… tal vez tenían refuerzos. —Con adrenalina y determinación, se obligó a pensar a través de la niebla del sedante—. ¡Haz ruido! —dijo—. ¡Una explosión!

—¿Qué?

Ella no entendía. ¡No entendía, mierda! Debería haber entendido… alguien tenía que…

—¡Choca contra ese hijo de puta! —Ella no quería obedecerle.

—¿Estás loco? —Llegaron al suelo con el lado correcto hacia arriba, intactos, en un llano despejado, todo nieve y piedra llena de crujidos.

—Alguien quiere secuestrarnos. Tenemos que dejar una huella o desapareceremos del mapa sin dejar rastro. Sin unión por comu. —Asintió hacia el panel de control muerto—. ¡Tenemos que dejar huellas, incendiar algo… alguna cosa! —Luchó contra el cinturón de seguridad para escaparse.

Demasiado tarde. Cuatro o cinco hombretones los rodearon en la penumbra con los bloqueadores listos. Uno abrió la puerta y lo arrastró fuera.

—¡Cuidado, no le hagan daño! —exclamó Rosa con miedo, y salió también—. ¡Es mi paciente!

—No vamos a hacerle daño, señora —dijo uno de los hombretones con amabilidad—, pero no se resista. —Rosa se quedó quieta.

Él miró a su alrededor, desesperado. Si corría hacia el vehículo de ellos, tal vez… Dio unos pocos pasos pero uno de los gorilas lo cogió de la camisa y lo levantó en el aire. El dolor le corrió por el torso herido cuando el hombre le pasó las manos a la espalda. Algo frío y metálico le rodeó las muñecas. No eran los mismo hombres que habían atacado la Clínica Durona, no se parecían en los rasgos, en los uniformes ni el equipo.

Otro hombrón se agachó en la nieve. Se abrió la capucha y sacó una linterna para iluminar a los cautivos. Aparentaba unos cuarenta y algo, con una cara arrugada, piel olivácea y cabello negro. Tenía los ojos brillantes y muy alerta. Alzó las cejas con extrañeza mientras miraba su presa.

—Ábrele la camisa —le dijo a uno de los guardias.

El guardia obedeció y entonces enfocó la linterna hacia las heridas. Se le abrieron los labios en una pálida sonrisa. De pronto, echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír a carcajadas, que se perdieron en el crepúsculo vacío de invierno.

—¡Ry, estúpido! Me pregunto cuánto tiempo te va a llevar darte cuenta…

—Barón Bharaputra —dijo Rosa en voz débil. Levantó la cabeza en un saludo desafiante.

—Doctora Durona —dijo Vasa Luigi, con tono amable y divertido—. Su paciente, ¿eh? Entonces no se va a negar a venir con nosotros. Por favor, sea nuestra huésped. Con usted va a ser toda una reunión familiar.

—¿Qué quiere de él? No tiene memoria.

—La cuestión no es lo que yo quiero de él. La cuestión es… lo que pueda querer algún otro. Y lo que yo puedo querer de ese otro. ¡Mejor todavía! —Hizo un gesto a sus hombres y se volvió. Ellos llevaron a los cautivos hasta el vehículo de carga.

Uno de los hombres se separó para pilotar el volador azul.

—¿Dónde dejo esto, señor?

—Llévalo a la ciudad y estaciónalo en una calle lateral. En cualquier lado. Te veo en casa.

—Sí, señor.

Las puertas del vehículo de carga se cerraron. El vehículo se elevó en el aire.

24

Mark gruñó. Punzadas de dolor lo atravesaban en medio de una náusea oscura.

—¿Le vas a dar una dosis de sinergina? —preguntó una voz, sorprendida—. No me pareció que el barón quisiera que lo tratáramos bien.

—¿Tú vas a limpiar el volador si vomita el desayuno? —preguntó la otra voz.

—Ah.

—El barón hará lo que él quiera. Sólo especificó que lo quiere vivo. Y está vivo.

Un siseo de hipospray.

—Pobre tipo —dijo la primera voz, en tono reflexivo.

Gracias a la sinergina, Mark empezó a recuperarse del golpe del bloqueador. No sabía cuánto tiempo ni cuánto espacio había entre él y la Clínica Durona; había cambiado de vehículo por lo menos tres veces después de recuperar la conciencia, una vez a algo más grande y rápido que un coche aéreo. Se detuvieron en un lugar y luego él y los soldados pasaron por una cámara de descontaminación. Los soldados se fueron por su lado, anónimos como siempre, y lo entregaron a otros guardias, dos hombres de cara chata con pantalones negro y túnicas rojas.

Los colores de la Casa Ryoval.
Ah
.

Lo dejaron boca abajo, con las manos y los pies atados, en la parte posterior de un volador. Las nubes grises, cada vez más oscuras por la noche, no le dieron indicación alguna de la dirección que llevaban.

Miles está vivo
. Esta idea le alivió tanto que sonrió alegre aunque tenía la cara aplastada contra el plástico de un asiento. ¡Qué gran alegría le había producido la imagen de ese hombrecillo delgado! De pie, respirando. Él casi se había puesto a llorar al verlo. Lo que él había hecho, estaba arreglado. Ya podía ser lord Mark.
Quítame todos mis pecados
.

Casi. Rezaba por que esa doctora Durona hubiera dicho la verdad sobre la recuperación de Miles. Los ojos de Miles habían estado llenos de asombro y confusión. Y no había reconocido a Quinn, cosa que a ella casi la había matado. Vas a mejorar.
Te vamos a llevar a casa y vas a mejorar
. Tenía que llevarlo a casa y todo estaría bien. Mejor que bien. Sería maravilloso.

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