Después de la capacidad de concentración, es imprescindible la constancia. Aunque uno pueda escribir con concentración durante tres o cuatro horas al día, si no es capaz de mantener ese ritmo durante una semana porque acaba extenuado, nunca podrá escribir una obra larga. El novelista (al menos el que aspira a escribir una novela larga) debe ser capaz de mantener la concentración diaria durante un largo lapso de tiempo, sea medio año, uno, o dos. Comparémoslo con la respiración: si la concentración consistiera simplemente en contener profundamente la respiración, la constancia consistiría en aprender el truco para ser capaz de ir respirando, lenta y silenciosamente, al tiempo que se contiene la respiración. Si no hay equilibrio entre esos dos factores, inspiración y espiración, resulta muy difícil poder dedicarse profesionalmente a escribir novelas durante muchos años. Hay que ser capaz de seguir respirando mientras se contiene la respiración.
Por fortuna, estas dos capacidades —concentración y constancia—, a diferencia del talento, se pueden adquirir a posteriori mediante entrenamiento, y pueden ir mejorándose cualitativamente. Si todos los días te sientas ante tu escritorio y practicas para concentrar toda tu atención en un punto, vas adquiriendo esa capacidad de concentración y esa continuidad de manera natural. Es algo parecido al adiestramiento muscular al que me he referido antes. Se trata de transmitirle constantemente a nuestro cuerpo el mensaje de que trabajar escribiendo concentrado día a día, sin descanso, es necesario para ese ser humano que es uno mismo, y lograr que memorice bien ese mensaje. Después, poco a poco, hay que ir levantando el listón. Hay que ir subiendo el indicador a hurtadillas, tan progresiva y levemente que ni se dé cuenta. Es una labor similar a la de ir ganando fuerza muscular y forjándose una constitución física de corredor a fuerza de hacer
footing
todos los días. Estimularse y continuar, estimularse y continuar... Por supuesto, para esta labor se necesita aguante. Pero también tiene su recompensa.
Raymond Chandler, excelente autor de novelas de intriga, decía en una carta privada algo así como: «Aunque no tenga nada que escribir, siempre me siento unas cuantas horas al día ante mi mesa, a solas, para concentrarme», y yo comprendo muy bien por qué lo hacía: de ese modo, Chandler fortalecía, con todo su empeño y en silencio, su entusiasmo y el tono muscular necesarios para poder ser novelista profesional. Ese tipo de entrenamiento diario le era indispensable.
Soy consciente de que escribir novelas largas es básicamente una labor física. Tal vez el hecho de escribir sea, en sí mismo, una labor intelectual. Pero terminar de escribir un libro se parece más al trabajo físico. Por supuesto que, para escribir un libro, no es necesario levantar grandes pesos, ni correr muy rápido, ni volar muy alto. Por eso, la mayoría de la gente, que sólo ve el exterior, cree que el trabajo de novelista es una tranquila labor intelectual de despacho. Tal vez piensen que, con tal de tener la fuerza suficiente para poder levantar la taza de café, se pueden escribir novelas. Pero, si probaran de veras a hacerlo, estoy seguro de que enseguida me comprenderían y se darían cuenta de que escribir novelas no es un trabajo tan apacible. Es sentarse ante la mesa y concentrar todos tus sentidos en un solo punto, como si fuera un rayo láser, poner en marcha tu imaginación a partir de un horizonte vacío y crear historias, seleccionando una a una las palabras adecuadas y logrando mantener todos los flujos de la historia en el cauce por el que deben discurrir. Y para este tipo de labores se requiere una cantidad de energía a largo plazo mucho mayor de la que generalmente se cree. Y es que, aunque realmente el cuerpo no se mueva, en su interior está desarrollándose una frenética actividad que lo deja extenuado. Por supuesto, la que piensa es la cabeza, la mente. Pero los novelistas, envueltos en el ropaje de nuestras «historias», pensamos con todo el cuerpo, y esa tarea requiere que el escritor use —en muchos casos que abuse— todas sus capacidades físicas por igual.
Los autores dotados de talento son capaces de llevar a cabo este tipo de tareas de un modo casi involuntario e incluso, en algunos casos, inconsciente. Cuando se posee un mínimo de talento, escribir novelas no resulta algo tan difícil, especialmente mientras se es joven. Entonces muchos obstáculos se pueden ir superando sin problemas. Ser joven supone rebosar de vitalidad por los cuatro costados. Si necesitas capacidad de concentración o constancia, te vienen dadas de serie. Prácticamente, no necesitas pedir nada más. Ser joven y con talento es como estar dotado de alas para volar.
Con el paso de los años, sin embargo, esa carencia de restricciones, esa libertad, en la mayoría de los casos va perdiendo su frescura y su ímpetu naturales de manera progresiva. A partir de cierta edad, actividades que antaño habrías podido realizar con suma facilidad pasan a no resultar ya tan fáciles. Es como cuando la velocidad de las bolas rápidas de un pitcher especializado en ese tipo de lanzamientos comienza a decaer poco a poco. Por supuesto, esa progresiva pérdida natural de talento se puede ir supliendo a base de madurez personal. Al igual que ese pitcher especializado en bolas rápidas se transforma, a partir de cierto momento, en un lanzador más cerebral, especializado en bolas con efecto. Por supuesto eso también tiene sus limitaciones. La tenue sombra de la sensación de pérdida de capacidad puede, sin duda, estar al acecho.
Por su parte, los escritores que no están dotados de tanto talento (o que no tienen más remedio que ir tirando con el justito que poseen) tienen que ir ganando fuerza muscular ya desde jóvenes. Alimentan su capacidad de concentración a base de entrenamiento y trabajan su constancia. Se ven obligados a utilizar esas capacidades (hasta cierto punto) como «sustitutivos» del talento. A veces, sin embargo, ocurre que, mientras «capean el temporal» de ese modo, descubren por casualidad el verdadero talento oculto que albergaban en su interior. Mientras cavan a pico y pala, a costa de mucho empeño y sudores, un agujero a sus pies, se topan por casualidad con esa veta de agua secreta que yacía dormida en lo más profundo del subsuelo. Menuda suerte, ¿no? Pero es que, si nos remontamos al origen, lo que ha hecho posible esa «suerte» es el entrenamiento que han realizado, desde hace tanto tiempo, para adquirir la fuerza que les permitiera cavar ese agujero tan profundo. Supongo que los escritores que vieron florecer su talento en los últimos años de su vida experimentaron, en mayor o menor medida, un proceso como éste.
Por supuesto, también hay en este mundo (aunque pueden contarse con los dedos de una mano) personajes dotados de un enorme y auténtico talento, un talento inmarcesible que les permite escribir obras cuya calidad nunca disminuye. Es un caudal de agua que pueden usar a su antojo, porque nunca se agota. Y esto es algo de lo que la literatura debe alegrarse. Si no existieran gigantes como ellos, la historia de la literatura no podría enorgullecerse de la riqueza acumulada hasta ahora. Si tuviera que dar nombres concretos, mencionaría a Shakespeare, Balzac, Dickens... Pero los gigantes son eso: gigantes. Son a todas luces seres excepcionales, legendarios. Los escritores que no somos gigantes, es decir, la gran mayoría —por supuesto, yo me cuento entre ellos—, tenemos que ir supliendo nuestras carencias a base de esfuerzo y de ir ingeniándonoslas en muchos aspectos. De otro modo nos resultaría imposible escribir durante un periodo prolongado novelas dignas de tenerse en cuenta. De qué manera, y en qué dirección, cada uno va supliendo sus propias carencias, eso dependerá ya del gusto y las particularidades de cada cual.
En mi caso, la mayoría de lo que sé sobre la escritura lo he ido aprendiendo corriendo por la calle cada mañana. De un modo natural, físico y práctico. ¿En qué medida y hasta dónde debo forzarme? ¿Cuánto descanso está justificado y cuánto es excesivo? ¿Hasta dónde llega la adecuada coherencia y a partir de dónde empieza la mezquindad? ¿Cuánto debo fijarme en el paisaje exterior y cuánto concentrarme profundamente en mi interior? ¿Hasta qué punto debo creer firmemente en mi capacidad y hasta qué punto debo dudar de ella? Tengo la impresión de que si, cuando decidí hacerme escritor, no se me hubiera ocurrido empezar a correr largas distancias, las obras que he escrito serían sin duda bastante diferentes. Concretamente, ¿en qué modo lo serían? No lo sé, a tanto ya no llego. Pero seguro que serían muy distintas.
En cualquier caso, me alegro de haber seguido corriendo sin descanso hasta hoy. Porque las novelas que escribo ahora también me gustan a mí. Y estoy deseando saber cómo será la próxima. Que al tiempo que recorro el camino de mi intrascendente vida plagada de contradicciones, como ser incompleto, como escritor con sus limitaciones, todavía siga sintiendo estas cosas, debe de ser un importante logro. Puede que exagere un poco, pero tengo incluso la impresión de que podría llamarlo «milagro». Y si el hecho de correr a diario me ha ayudado a lograrlo, aunque sólo sea en cierta medida, entonces debería estarle profundamente agradecido.
A veces, algunas personas se dirigen a los que corremos a diario para preguntarnos burlonamente si lo que pretendemos con tanto esfuerzo es vivir más. La verdad es que no creo que haya mucha gente que corra a fin de vivir más. Más bien tengo la impresión de que son más numerosos los que corren pensando: «No importa si no vivo mucho, pero, mientras viva, quiero al menos que esa vida sea plena». Por supuesto, es muchísimo mejor vivir diez años de vida con intensidad y perseverando en un firme objetivo, que vivir esos diez años de un modo vacuo y disperso. Y yo pienso que correr me ayuda a conseguirlo. Ir consumiéndose a uno mismo, con cierta eficiencia y dentro de las limitaciones que nos han sido impuestas a cada uno, es la esencia del correr y, al mismo tiempo, una metáfora del vivir (y, para mí, también del escribir). Probablemente muchos corredores compartan esta opinión.
Acudo a un gimnasio situado cerca de la oficina de Tokio a que me hagan estiramientos musculares. Estos «estiramientos asistidos» consisten en efectuar con ayuda de un entrenador estiramientos de las zonas que uno no puede realizar con eficacia por sí mismo. Como tengo todos los músculos del cuerpo absolutamente agarrotados debido a tanto entrenamiento duro y prolongado, si no hiciera esto de vez en cuando, mi cuerpo podría sufrir un reventón antes de la carrera. Es importante llevar al cuerpo hasta el límite, pero, si lo sobrepasas, podrías quedarte sin nada.
La entrenadora que me ayuda con los estiramientos es una mujer joven, pero tiene mucha fuerza. Quiero decir que la «asistencia» que me proporciona conlleva una fuerte —por no decir tremenda— carga de dolor. Tanto que, tras media hora de estiramientos, tengo empapada de sudor hasta la ropa interior. Suele decirme, impresionada: «Hay que ver hasta qué punto tiene usted los músculos agarrotados, ¿eh? Creo que estaba a punto de sufrir un calambre. A cualquier otra persona ya le habría pasado algo mucho antes. Pero ¿cómo puede usted llevar una vida normal en estas condiciones?».
Me dice que, si sigo atormentando tanto a mis músculos, tarde o temprano sufriré una lesión. Y puede que sea así. Pero a mí me da la impresión —que es sobre todo un deseo— de que saldré adelante sin que eso me ocurra. Porque llevo mucho tiempo manteniendo esa relación, tan al límite, con mis músculos. Cuando entreno concentrado, por lo general mis músculos se endurecen a más no poder. Tanto que, cuando por las mañanas me calzo mis deportivas y empiezo a correr, las piernas me pesan horrores, y creo que nunca más volverán a funcionarme como Dios manda. Y así, casi arrastrándolas, empiezo a correr lenta y pesadamente por la carretera. Ni siquiera consigo alcanzar a las señoras del vecindario que caminan a buen paso. Pero, mientras aguanto corriendo, los músculos se me van soltando y, más o menos a los veinte minutos, ya corro con normalidad. Lentamente también gano velocidad. Y entonces ya soy capaz de seguir corriendo mecánicamente sin mayores sufrimientos.
En resumen: mis músculos son de los que necesitan tiempo para arrancar. Su despegue es notablemente lento. A cambio, una vez que empiezan a funcionar en caliente, pueden seguir en movimiento durante largo tiempo, sin forzarlos y manteniendo un buen tono. Supongo que cabe decir que son los músculos «idóneos para largas distancias». Y que, por tanto, no están hechos en absoluto para las cortas. En una competición de corta distancia, es muy posible que, para cuando el motor de mis músculos se hubiera puesto en marcha, la carrera ya se habría acabado. Creo, aunque no domino las especificidades de esta materia, que estas peculiaridades de los músculos son, hasta cierto punto, algo congénito. Y tengo la impresión de que, además, esas peculiaridades de los músculos están ligadas a las de mi mente. ¿Significa eso, en definitiva, que la mente humana está condicionada por las características del cuerpo? ¿O, por el contrario, son las peculiaridades de la mente las que intervienen en la formación del cuerpo? ¿O acaso cuerpo y mente se influyen e interactúan mutua e íntimamente? Yo sólo puedo decir que, en mi opinión, cada persona tiene algo así como unas «tendencias generales» de nacimiento y, le gusten o no, es imposible huir de ellas. Se pueden regular hasta cierto punto. Pero no cambiar de raíz. La gente las llama naturaleza.
Generalmente mi ritmo cardiaco es de tan sólo cincuenta pulsaciones por minuto. Creo que es bastante lento (por cierto, tengo entendido que el de la atleta Naoko Takahashi, que ganó la medalla de oro en Sidney, es de treinta y cinco). Pero, tras correr unos treinta minutos, mis pulsaciones suben aproximadamente a setenta. Y, después de haber corrido a tope, se aproximan a cien. O sea, que tengo que correr un poco para que su número se asemeje por fin al de la gente normal. Es otra prueba evidente de constitución física «idónea para largas distancias». Desde que empecé a correr todos los días, mis pulsaciones fueron bajando a ojos vista. Mi cuerpo iba ajustando el número de pulsaciones para adecuarlas a la carrera de largas distancias. Si de partida tuviéramos las pulsaciones altas y éstas fueran aumentando al correr largas distancias, nuestro corazón se colapsaría enseguida. Cuando voy al hospital en Estados Unidos, en una especie de examen previo del que se ocupan las enfermeras, entre otras cosas te toman el pulso. Siempre me dicen: «Ah, es usted corredor, ¿verdad?». Supongo que todos los corredores de fondo acabamos teniendo más o menos el mismo número de pulsaciones. Corriendo por las calles, se puede distinguir fácilmente a los principiantes de los veteranos. Los que respiran a bocanadas cortas y jadeando son los principiantes, en tanto que los veteranos lo hacen de modo silencioso y regular. Sumidos en sus pensamientos, su corazón les va marcando lentamente el tiempo. Cuando nos cruzamos por los caminos, uno capta el ritmo respiratorio del otro y percibe cómo el otro marca el tiempo. Del mismo modo, cada escritor capta el estilo y el modo en que otro escritor utiliza el lenguaje.