De qué hablo cuando hablo de correr (9 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Biografía, relato

BOOK: De qué hablo cuando hablo de correr
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El 10 de septiembre partí de Kauai, regresé a Japón y permanecí allí unas dos semanas.

En Japón no hago más que ir y venir en coche del apartamento en Tokio, que hace las veces de oficina, a mi casa, en la prefectura de Kanagawa. Por supuesto, durante esta temporada sigo corriendo, pero, como hace mucho que no regreso a Japón, allí me esperan, agazapadas y al acecho, un montón de tareas pendientes. Tengo que ir despachándolas una por una. También tengo que ver a muchas personas. Por eso ya no puedo correr a mis anchas, como en agosto. Por tanto, cuando encuentro un hueco, me entreno corriendo largas distancias. Durante esa estancia en Japón corro dos veces veinte kilómetros y una vez treinta. Por los pelos, pero consigo mantener el promedio de diez kilómetros diarios.

También, con toda intención, he practicado mucho las cuestas. Alrededor de mi casa hay un circuito con tramos de bastante desnivel (tal vez como la altura de un edificio de cinco o seis plantas) al que di veintiuna vueltas. Tardé una hora y cuarenta y cinco minutos. Ese día hacía un bochorno sofocante y eso me afectó bastante. El itinerario del Maratón de Nueva York es prácticamente todo llano, pero hay que cruzar un total de siete grandes puentes, la mayoría de ellos de estructura colgante, con lo que su parte central describe una pendiente pronunciada. Hasta ahora he corrido tres veces en Nueva York, y lo que más me ha afectado siempre a las piernas, con diferencia, han sido esas larguísimas subidas y bajadas.

Además, también están esas terribles subidas y bajadas que te aguardan al final del recorrido, una vez que entras en Central Park, y en las que siempre me veo obligado a moderar el ritmo. Estas cuestas de Central Park son sólo suaves pendientes si las subes haciendo
footing
por la mañana, pero, situadas en los tramos finales de un maratón, son como un muro que se yergue ante los corredores impidiéndoles el paso. Te van arrancando sin piedad esas fuerzas que habías reservado para el final. Aunque intento alentarme a mí mismo diciéndome que ya falta muy poco para la meta, lo de avanzar es ya sólo una intención, y la meta apenas se aproxima. Tengo sed, pero mi estómago no admite más agua. En ese momento también mis piernas empiezan a quejarse.

No se me dan mal las cuestas. Cuando en un recorrido hay cuestas, en ellas suelo adelantar a otros corredores, así que, en condiciones normales, debería recibirlas más bien de buena gana, pero, aun así, las últimas cuestas de Central Park me resultan siempre devastadoras. A mí me gustaría disfrutar (relativamente) de los últimos kilómetros, esprintar con todas mis energías y entrar en la meta con una sonrisa. Ése es uno de mis objetivos en esta próxima carrera.

No descansar dos días seguidos, aunque el tiempo total dedicado al entrenamiento disminuya, es la regla básica durante la fase de preparación. Los músculos son como animales de carga dotados de buena memoria. Si los vas cargando gradualmente y con mucho cuidado, los músculos se van adaptando de manera natural para resistir esa carga. Si los vas convenciendo poco a poco con ejemplos prácticos del estilo: «Venga, al menos este trabajo tienes que hacérmelo, ¿eh?», también ellos acaban por decir «de acuerdo», y poco a poco se van esforzando cada vez más en atender a tus requerimientos. Por supuesto, se necesita tiempo. Y, si los sobrecargas, se dañan. Pero, con tal de que te tomes tu tiempo y procedas de manera gradual, ellos van fortaleciéndose sin quejarse (aunque de vez en cuando tuerzan el gesto), con aguante y, a su manera, también con docilidad. Ese recuerdo de «tener que terminar al menos esta tarea» se va infiltrando en los músculos a base de reiteración. Y es que nuestros músculos tienen un alto sentido del deber: basta con que sigamos el protocolo correcto para que no protesten.

Pero, si dejas pasar unos días seguidos sin hacerles trabajar, automáticamente piensan: «¿Cómo? ¿Ya no tenemos que esforzarnos hasta ese punto? ¡Uf, qué bien!», y van bajando el listón. Porque a los músculos, al igual que ocurre con los animales, a ser posible también les gusta vivir cómodamente, de modo que, si uno deja de proporcionarles carga, se relajan y empiezan a olvidar, van perdiendo el recuerdo. Y, para poder reinsertarles ese recuerdo que han perdido, hay que repetir todo el proceso desde el principio. Por supuesto, el descanso también es necesario. Pero en una época tan importante como ésta, con la carrera a punto de celebrarse, hay que plantarse ante ellos con firmeza y pedirles que se preparen para lo peor. Hay que dejarles bien claro que esto es muy serio. Hay que mantenerlos en permanente tensión; sin llevarlos al límite, tampoco hay que ser clementes con ellos. Todos los corredores con experiencia han ido aprendiendo de modo natural este tipo de estrategias.

Durante mi estancia en Japón, sale a la venta el volumen de relatos cortos titulado
Cuentos extraños de Tokio.
[3]
Eso me obliga a atender varias entrevistas. También tengo que hablar del diseño de la cubierta y corregir las pruebas de imprenta de una recopilación de reseñas musicales cuya aparición está prevista para noviembre. Asimismo, tengo que corregir las pruebas de las
Obras completas
de Raymond Carver, que saldrán en rústica el año que viene. Como quiero aprovechar esta nueva edición para revisar íntegramente la traducción, me temo que necesitaré bastante tiempo. Además, también tengo que escribir un largo prólogo para la colección de relatos cortos
Sauce ciego, mujer dormida
, que se publicará en Estados Unidos el año que viene. A todas éstas, he de encontrar tiempo para ir escribiendo (aunque no me lo haya pedido nadie) esta especie de ensayo sobre el correr. En silencio, golpe a golpe, como el diligente herrero de un pueblo.

Y tengo que despachar algunas cuestiones prácticas. La chica que trabajaba como asistente en la oficina de Tokio mientras nosotros vivíamos en Estados Unidos me soltó de repente que quería dejar el trabajo antes de que acabara el año porque iba a casarse, así que debo buscar a alguien que la sustituya. No podemos permitirnos cerrar la oficina durante el verano. Además, en cuanto vuelva a Cambridge, me he comprometido a impartir unas conferencias en algunas universidades, así que tengo que prepararlas también.

Voy ocupándome de todas estas cosas ordenadamente y en un plazo de tiempo muy limitado. Para colmo, tengo que continuar con mi preparación para la carrera de Nueva York. Estoy tan liado que querría movilizar a un segundo yo para que me ayudara. De todos modos, sigo corriendo. Para mí, correr a diario es vital, de modo que no puedo aflojar o dejarlo sólo porque esté ocupado. Si tuviera que dejar de correr sólo porque estoy ocupado, sin duda no podría correr en mi vida. Y es que razones para seguir corriendo no hay más que unas pocas, pero, si es para dejarlo, hay para llenar un tráiler. Así las cosas, lo único que podemos hacer es seguir puliendo, cuidadosamente y una por una, esas «pocas razones». Seguir puliéndolas denodadamente y sin dejar un resquicio en cuanto encontremos tiempo para ello.

Cuando estoy en Tokio, suelo correr por el parque Jingu Gaien. Es un recorrido circular que está al lado del estadio Jingu. No es comparable al Central Park de Nueva York, pero es una zona verde en el centro de Tokio, algo muy inusual. Acostumbrado a correr por él durante muchos años, tengo sus distancias grabadas en mi cabeza hasta el último detalle. Y tengo memorizados cada uno de sus baches y desniveles. Por eso es perfecto para poder entrenar controlando la velocidad. Por contra, alrededor hay un tráfico denso; dependiendo de la hora, también hay muchos peatones, y el aire no está demasiado limpio; aun así, teniendo en cuenta que está en el mismísimo centro de Tokio, es todo un lujo. El simple hecho de tener un lugar donde poder correr cerca de casa por fuerza ha de hacer que me sienta afortunado.

Una vuelta al Jingu Gaien son 1.325 metros y, como cada cien metros hay una marca en el suelo, resulta muy práctico para correr. Cuando quiero correr a cinco minutos y medio el kilómetro, o a cinco minutos el kilómetro, o a cuatro minutos y medio el kilómetro, o sea, fijando de antemano el ritmo, elijo este lugar. En la época en que empecé a correr en Jingu Gaien, el corredor Toshihiko Seko, que entonces estaba en activo, también corría por allí. Se entrenaba a muerte para los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Lo único que ocupaba su mente era la brillante medalla de oro. Para él, que se había perdido las anteriores Olimpiadas de Moscú debido al boicot que se produjo por razones políticas, Los Ángeles era, seguramente, su última oportunidad de ganar una medalla. Flotaba en él una especie de aureola de heroísmo que, al mirarle a los ojos mientras corría, podías captar perfectamente. Entonces todavía vivía el entrenador Kiyoshi Nakamura, y en el equipo de atletismo de Alimentación S&B se habían dado cita un buen grupo de corredores muy capacitados, con empuje y vitalidad como para parar varios trenes. Como los corredores del S&B también solían usar el circuito del Jingu Gaien para su entrenamiento diario, de tanto cruzarnos por él, nos fuimos conociendo de vista. Incluso me permitieron que fuera a tomar datos e información a un entrenamiento suyo en Okinawa.

Por la mañana temprano, antes de ir a sus respectivos trabajos, hacían
footing
cada uno por su cuenta y, por la tarde, se reunían y entrenaban ya en equipo. Tiempo atrás, yo hacía
footing
todos los días por allí antes de las siete de la mañana (a esa hora todavía había poco tráfico, no había casi peatones y el aire estaba relativamente limpio), así que me cruzaba con los corredores del S&B que se estaban entrenando individualmente a esa misma hora y, muy a menudo, nos saludábamos con la mirada. A veces, los días de lluvia también intercambiábamos unas sonrisas. Como diciéndonos: «Hoy nos toca aguantar, ¿eh?». Recuerdo en particular a dos jóvenes corredores que se llamaban Tomoyuki Taniguchi y Yutaka Kanai. Ambos estarían en la segunda mitad de la veintena. Creo que provenían del Club de Atletismo de la Universidad de Waseda y que, en su época universitaria, participaron en el maratón de relevos de Hakone. Cuando Seko se hizo cargo del puesto de entrenador, se depositaron muchas esperanzas en esas dos jóvenes estrellas del S&B. Creo que tenían opciones de ganar una medalla olímpica. Y aguantaban bien los duros entrenamientos. Pero, en Hokkaidô, durante una concentración de verano, tuvieron un accidente de tráfico en uno de los desplazamientos y los dos fallecieron en él. Tuve ocasión de comprobar con mis propios ojos hasta qué punto ambos habían entrenado duro día a día, así que, cuando me enteré de su muerte, me quedé consternado. Se me encogió el corazón y lo sentí de veras.

Apenas los conocía. Sólo había cruzado con ellos unas cuantas palabras. De que ambos acababan de casarse me enteré también después de su muerte. Pero tengo la impresión de que, como corredores de fondo y dado que a diario nos veíamos las caras sobre el terreno, existía entre nosotros una suerte de entendimiento que no precisaba de palabras. Por más diferencias de nivel que hubiera entre ellos y yo, hay cosas que sólo comprendemos los que corremos largas distancias. Eso es lo que yo pienso.

También ahora, cuando corro por las mañanas por el circuito de alrededor del Palacio Imperial de Akasaka o por Jingu Gaien, me acuerdo a veces de ellos. Hay momentos en los que hasta tengo la impresión de que, al volver la esquina, voy a encontrármelos corriendo de frente hacia mí, en silencio, exhalando vaho blanco por la boca. Y siempre pienso lo siguiente: los sentimientos de ambos, que soportaron tan duros entrenamientos, sus proyectos, sus sueños, los deseos y esperanzas que albergaban y que ahora se han esfumado... ¿adónde han ido? ¿Acaso nuestros sentimientos desaparecen y se pierden así, sin más, de un modo tan frustrante, cuando muere nuestro cuerpo?

En los alrededores de mi casa en Kanagawa, puedo entrenar de un modo completamente distinto a cuando estoy en Tokio. Como ya he dicho, cerca de mi casa hay un circuito con cuestas bastante duras. Hay además otro circuito perfecto para preparar un maratón; se tarda unas tres horas en dar una vuelta completa. En su mayor parte, es un recorrido plano que discurre a lo largo de la ribera del río y de la costa marítima. Además, casi no pasan coches y apenas hay semáforos. Y, a diferencia de Tokio, el aire está limpio. Correr a solas durante tres horas resulta, ciertamente, bastante aburrido, pero yo me armo de determinación y avanzo por él relajadamente, mientras escucho la música que me gusta. Ahora bien, el circuito llega hasta muy lejos, de modo que, una vez que has empezado a correr, no puedes decir: «Lo dejo a mitad, estoy cansado». Hay que regresar aunque sea a gatas. Con todo, no puede decirse que no sea un buen entorno para correr.

Pero hablemos sobre escribir novelas.

Cuando me entrevistan como novelista, a veces me preguntan cuál es la cualidad más importante para serlo. Ni que decir tiene que la cualidad indispensable para un novelista es, sin duda, el talento. Si no se tiene absolutamente nada de talento literario, por más que uno se esfuerce, nunca llegará a ser novelista. Más que de una cualidad necesaria, se trata de una premisa. Por muy bueno que sea un coche, si no tiene ni una gota de combustible, no arranca.

Pero el principal problema del talento radica en que, en la mayoría de los casos, quienes lo poseen no son capaces de controlar bien ni su cantidad ni su calidad. Si consideran que no tienen demasiado talento, aunque pretendan aumentarlo algo o intenten estirarlo a base de ir racionándolo, no lo conseguirán fácilmente. El talento no tiene nada que ver con la voluntad. Brota libremente, cuando quiere y en la cantidad que quiere, y, cuando se seca, no hay nada que hacer. Las vidas de músicos como Schubert o Mozart, o de ciertos poetas o cantantes de rock, que derrocharon talento en poco tiempo para morir luego de forma dramática a muy temprana edad, convirtiéndose de ese modo en hermosas leyendas, son fascinantes, pero a la mayoría de nosotros no nos sirven de referencia.

Si me preguntaran cuál es, después del talento, la siguiente cualidad que necesita un novelista, contestaría sin dudarlo que la capacidad de concentración. La capacidad para concentrar esa cantidad limitada de talento que uno posee en el punto preciso y verterla en él. Sin esa concentración, no se alcanzan grandes logros. Además, si se usa con eficacia, con esta habilidad se pueden suplir en cierta medida las carencias y desequilibrios del talento. Yo, por lo general, trabajo tres o cuatro horas al día, por la mañana. Me siento frente al escritorio, dirijo mi atención únicamente a lo que escribo. No pienso en nada más. No miro nada más. Es sólo mi opinión, pero, por mucho talento que tenga un autor y por muy llena que tenga la cabeza de ideas para escribir novelas, si, por ejemplo, le duelen mucho las muelas, seguramente no será capaz de escribir nada. Y es que un dolor fuerte inhibe la capacidad de concentración. A esto me refiero cuando digo que, sin ella, no se puede lograr nada.

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