De qué hablo cuando hablo de correr (6 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Biografía, relato

BOOK: De qué hablo cuando hablo de correr
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Si lo miro desde la distancia, creo que mi mayor fortuna fue haber nacido con una constitución fuerte. He corrido cada día a lo largo de casi un cuarto de siglo y he participado en numerosas carreras, pero nunca he pasado una temporada sin poder correr por que me dolieran las piernas. Aunque apenas hago estiramientos, nunca me he lesionado ni he enfermado. No soy un corredor de los buenos, pero al menos tengo una gran capacidad de resistencia. Es uno de los pocos dones de los que puedo presumir.

Al comenzar el año 1983 participé por primera vez en mi vida en una carrera de fondo en carretera. Eran sólo cinco kilómetros, pero cuando, con mi dorsal puesto y mezclado entre todos aquellos corredores, escuché el «¿Listos? ¡Ya!» y arranqué a correr, me dije: «Vaya, pero si puedo correr bastante bien, ¿no?». En mayo participé en una carrera de quince kilómetros en el lago Yamanaka y, en junio, para comprobar hasta dónde era capaz de llegar, me lancé a correr solo alrededor del Palacio Imperial de Tokio. Di siete vueltas, o sea, treinta y cinco kilómetros, a un ritmo pasable, y no me resultó tan duro. Las piernas tampoco me dolían. Entonces pensé que tal vez podía correr un maratón. Más tarde tuve la oportunidad de descubrir que la parte más dura del maratón llega una vez superados los treinta y cinco kilómetros.

Cuando miro mis fotos de aquella época, me doy cuenta de que mi complexión de entonces todavía no era la de un corredor. Me faltaba entrenamiento y más musculatura, así que tenía los brazos y las piernas ostensiblemente flacos, y mis muslos también eran delgados. Me asombra que fuera capaz de correr un maratón entero. Si se comparara mi constitución de entonces con la actual, cualquiera diría que soy otra persona (si uno se dedica a correr durante un tiempo prolongado, la distribución de su musculatura acaba cambiando por completo). Pero ya por entonces notaba que mi constitución iba cambiando, y eso me animaba. Descubrí que, a pesar de haber superado ya los treinta, había un gran potencial en mi interior. Y esos aspectos desconocidos se estaban revelando poco a poco gracias al hecho de correr.

Entretanto, mi tendencia a ganar kilos se había ido frenando progresivamente hasta detenerse en el límite adecuado. Si haces ejercicio todos los días, tu peso ideal se acaba estableciendo de forma natural. Poco a poco se va vislumbrando el punto en el que el cuerpo se mueve con agilidad. A la par, modifiqué de manera paulatina mi alimentación. Hice de los vegetales la base de mi dieta y obtenía las proteínas principalmente del pescado. Nunca me había hecho mucha gracia la carne, pero esta tendencia se reafirmó. Reduje el consumo de arroz y de alcohol, y empecé a emplear condimentos naturales. Los dulces nunca me gustaron.

Ya he dicho que tiendo a engordar poco a poco en cuanto me abandono. En contraste, mi mujer, coma lo que coma (tampoco es que coma mucho, pero le pirran los dulces), aunque no haga deporte, no engorda ni un solo gramo. Tampoco tiene grasa. Yo, al ver esto, solía pensar lo injusta que era la vida. Lo que algunos sólo consiguen esforzándose, otros lo logran sin el menor esfuerzo.

Bien pensado, quizás esa tendencia a engordar con facilidad sea, por el contrario, beneficiosa. Me refiero a que, en mi caso, para no aumentar de peso he tenido que hacer intenso ejercicio a diario, cuidar mi alimentación y moderarme. Es una vida dura. Pero, si realizas ese esfuerzo de manera continuada, entonces consigues mantener tu metabolismo en niveles altos y, como resultado, tu cuerpo gana en salud y resistencia. Y supongo que el envejecimiento también se ralentiza un poco. Sin embargo, los que, hagan lo que hagan, no engordan, no necesitan prestar especial atención ni al ejercicio ni a las comidas. Por lo demás, tampoco creo que haya muchas personas que, salvo en caso de necesidad, se animen a preocuparse por estas cosas, que, la verdad, dan bastante pereza. Por eso, con frecuencia, a medida que envejecen, su fuerza física va disminuyendo. Si uno no presta atención, va perdiendo músculo de modo natural y sus huesos también se van debilitando. Así pues, sólo a largo plazo se puede saber si tal o cual tendencia es justa o injusta. Tal vez, entre quienes estén leyendo esto, haya también personas que sufren porque, en cuanto se descuidan, aumentan de peso. No obstante, por las razones que ya he expuesto, quizá deberían mirar el aspecto positivo y entender que eso podría ser más bien un regalo del cielo: cuanto más fácil le resulte a uno ver su piloto rojo encendido avisando de avería, mejor. Aunque, seguramente, esos lectores no se lo tomarán así.

Si uno lo piensa, quizás este punto de vista también sea aplicable al trabajo del novelista. Los novelistas dotados de talento natural son capaces, sin hacer nada especial (o haciendo cualquier cosa), de escribir novelas con suma facilidad. Las frases les brotan como el agua mana a borbotones de un manantial, y así va surgiendo su obra. No necesitan esforzarse. Hay personas así. Pero, por desgracia, yo no soy como ellas. No es para sentirse orgulloso de ello, pero, por más que miro a mi alrededor, no encuentro el manantial por ninguna parte. Tengo que tomar el cincel y el martillo e ir picando poco a poco el suelo rocoso hasta abrir un profundo boquete; si no, no consigo llegar al manantial de la creatividad. Escribir una novela me exige malgastar mucha fuerza física. Me cuesta tiempo y esfuerzo. Cada vez que me propongo escribir una novela, tengo que empezar a cavar un nuevo agujero desde el principio. Con los años, no obstante, uno va fortaleciéndose y dominando las técnicas para poder cavar agujeros en ese duro suelo rocoso y descubrir nuevas vetas de agua de forma bastante eficaz. Y cuando noto que un manantial está a punto de agotarse, puedo pasar a abrir el siguiente con celeridad y determinación. Sin embargo, los que dependen únicamente de los manantiales naturales, aunque de repente se propusieran hacer lo mismo, seguramente no lo conseguirían con tanta facilidad.

La vida es esencialmente injusta. De eso no cabe la menor duda. Pero creo que incluso de las situaciones injustas es posible extraer lo que de «justicia» haya en ellas. Puede que ello cueste tiempo y esfuerzo. Y puede que ese tiempo y ese esfuerzo sean en vano. Decidir si merece o no la pena intentar extraer esa «justicia» es algo que, por supuesto, queda al criterio de cada uno.

Cuando digo que corro todos los días, hay gente que se admira de ello. A veces me dicen: «Menuda fuerza de voluntad tienes, ¿eh?». Por supuesto me alegra que me elogien. Es mucho mejor a que te denuesten. Pero, a mi parecer, tener fuerza de voluntad no significa que uno consiga todo lo que quiere. El mundo no es tan sencillo. O, para ser franco, tengo incluso la impresión de que entre el hecho de correr a diario y tener mucha fuerza de voluntad no existe tanta correlación. Que yo lleve corriendo de este modo más de veinte años supongo que se debe, en definitiva, a que esa actividad va con mi carácter. O, al menos, a que no me causa tanto sufrimiento. Al ser humano no le cuesta proseguir con algo que le gusta, pero sí con algo que no le gusta. Supongo que la voluntad, o algo parecido a la voluntad, tiene que ver un poco con ello. Aun así, por mucha fuerza de voluntad que uno posea, por mucho que sea de los que no se dan por vencidos, si algo no le va, no podrá hacerlo durante largo tiempo. Y, aunque pudiera, seguro que su salud se resentiría.

Por eso nunca he recomendado a nadie de mi entorno que corra. En mi opinión, hay que evitar en la medida de lo posible decir cosas como: «Correr es algo estupendo. ¡Corramos juntos!». Si una persona tiene interés en correr largas distancias, en algún momento se pondrá a correr por su propia cuenta aunque no se le diga nada; y, si no tiene interés, de nada servirá que se lo recomendemos fervientemente. El maratón no es un deporte para todo el mundo. Ocurre lo mismo con el oficio de escritor, que tampoco es para todo el mundo. Yo no me hice novelista porque alguien me lo pidiera o me lo recomendara (en todo caso, intentaron disuadirme). Me hice novelista por iniciativa propia. Del mismo modo, uno no se hace corredor porque alguien se lo recomiende. En esencia, uno se hace corredor sin más.

Pese a todo, es posible que, al leer este texto, alguien sienta interés por correr y se diga: «Venga, yo también voy a intentar correr un poco». Y tal vez, tras probarlo, piense: «Ah, pues es bastante divertido». Sin duda sería un hermoso descubrimiento. Y, si ocurriera eso, como autor de este libro me sentiría muy feliz. Pero unas personas valen para unas cosas y otras para otras. Hay quien vale para el maratón, quien vale para el golf y quien vale para las apuestas. Cada vez que veo en una escuela esa escena en la que todos los chicos son obligados a correr en la hora de gimnasia, no puedo evitar compadecerlos. Obligar a correr largas distancias a personas que no desean correr, o que, por su constitución, no están hechas para ello, sin ni siquiera darles opción, es una tortura sin sentido. Me gustaría advertir a los institutos de secundaria y bachillerato, antes de que se produzcan víctimas innecesarias, de que es mejor que dejen de obligar a correr largas distancias de manera tan estricta a todos sus estudiantes, pero, aunque lo hiciera, estoy seguro de que no me harían caso. Así es la escuela. Lo más importante que aprendemos en ella es que las cosas más importantes no se pueden aprender allí.

De todos modos, por muy adecuado a la naturaleza de uno que resulte lo de correr largas distancias, siempre hay algún día en que te dices: «Qué pesado me siento hoy. No me apetece correr». De hecho, me ocurre con frecuencia. Entonces justifico con convincentes argumentos de todo tipo mis ganas de saltarme el entrenamiento. Una vez le hice una entrevista al corredor olímpico Toshihiko Seko. Fue poco después de que se retirara de la competición y lo nombraran director del equipo S&B. En aquella ocasión le pregunté: «¿También los corredores de alto nivel como usted tienen días de esos en que a uno no le apetece correr, en que preferiría seguir tumbado en la cama, o hacer cualquier otra cosa?». A Seko se le salieron, literalmente, los ojos de las órbitas. «¡Pues claro que sí, constantemente!», me respondió con un tono que parecía decir: «¿Pero qué estupidez de pregunta es ésta?».

Ahora, también yo creo que, ciertamente, fue una pregunta estúpida. Es más, en el instante en que la formulé sabía que lo era. Pese a todo, quería oír la respuesta de labios de Seko. Aunque entre ambos mediara una diferencia abismal en lo que respecta a fuerza muscular, nivel de entrenamiento y motivación, yo quería saber si, al levantarse por la mañana temprano y atarse los cordones de sus deportivas, había sentido alguna vez lo mismo que yo. Su respuesta me alivió profundamente. «Lo sabía. A todos nos pasa lo mismo», pensé.

Si me permiten que les cuente algo personal, les diré que, cuando pienso: «Uf, hoy no me apetece nada correr», me digo a mí mismo: «Llevas una vida de novelista, así que puedes trabajar en tu casa y cuando te apetece, y, día tras día, no tienes que ir al trabajo zarandeado en medio de un tren abarrotado de gente, y tampoco has de asistir a aburridas reuniones. ¿No te parece que tienes mucha suerte? ¿No crees que, comparado con eso, correr una horita por el vecindario no es nada?». Cuando acuden a mi mente las imágenes de los trenes abarrotados y las reuniones de empresa, se aviva de nuevo la llama de mi entusiasmo, me ato otra vez los cordones de las deportivas y puedo volver a correr con relativa facilidad. Pienso: «Es verdad. Si ni siquiera hago esto, me caerá un castigo del cielo». Por supuesto, les cuento esto aunque soy plenamente consciente de que muchas personas preferirán subir a un tren abarrotado de gente y asistir a una reunión de empresa, antes que correr una hora de media al día.

En cualquier caso, fue así como comencé a correr. Treinta y tres años. Esa edad tenía entonces. Todavía era bastante joven, pero ya no podía decirse que fuera «un joven». Es la edad a la que murió Jesucristo. Más o menos a esa edad había comenzado el declive de Scott Fitzgerald. Tal vez sea una de las encrucijadas de la vida. A esa edad comencé mi vida como corredor y, poco después, me situé en el verdadero punto de partida como novelista.

Tres
1 de septiembre de 2005 - Isla de Kauai (Hawai)

Corro mis primeros cuarenta y dos
kilómetros en pleno verano ateniense

Ayer terminó agosto. Si calculo la distancia que he corrido este mes (treinta y un días), me salen, en total, trescientos cincuenta kilómetros:

Junio

260 kilómetros (60 kilómetros por semana)

Julio

310 kilómetros (70 kilómetros por semana)

Agosto

350 kilómetros (70 kilómetros por semana)

Mi objetivo es el Maratón de Nueva York, que tendrá lugar el 6 de noviembre. En lo que respecta a mi preparación y mi puesta en forma para esta carrera, todo va bien. Porque empecé a correr de modo planificado cinco meses antes del maratón y, etapa a etapa, he ido aumentando la distancia.

Agosto resultó agraciado con buen tiempo en la isla de Kauai y no hubo ni un solo día en que la lluvia me impidiera correr. Llovió alguna vez, pero fue una lluvia moderada y agradable que refrescó mi ardiente cuerpo. Aunque el tiempo en la costa norte de Kauai siempre es relativamente bueno, no suele prolongarse tantos días seguidos. Por fortuna, he podido correr todo lo que he querido. Ningún problema con mi condición física. Aunque he ido aumentando día a día la distancia, mi cuerpo no se ha quejado demasiado. He terminado mi preparación de estos tres meses sin lesiones, sin dolor y sin apenas sensación de fatiga.

Tampoco me ha sobrevenido el típico abatimiento veraniego. No tomo medidas especiales para combatirlo. Por decir algo, simplemente procuro no llevarme demasiadas cosas frías a la boca. Eso, e intentar comer mucha fruta y verdura. Hawai, donde se consiguen a muy bajo precio frutas frescas como el mango, la papaya o el aguacate (los tienes literalmente a la puerta de tu casa), es el lugar ideal para mi dieta veraniega. Pero todo esto, más que medidas contra el abatimiento veraniego, son sólo cosas que mi cuerpo me pide de manera natural. Cuando lo obligo a trabajar a diario, entonces su voz se va haciendo poco a poco más audible.

Otra buena costumbre para conservar la salud es dormir un poco después de comer. Yo lo hago a menudo. Por lo general, después de la comida me entra sueño, así que me tumbo en el sofá y echo una cabezadita. Más o menos a la media hora, me despierto. Me noto más descansado y con la mente despejada. Es lo que en el sur de Europa llaman
siesta
.
[1]
Creo recordar que adquirí esa costumbre en la época en que vivía en Italia, pero quizá me equivoque. Tal vez mi gusto por ella viniera ya de antes. En cualquier caso, si me entra sueño, soy de los que se quedan profundamente dormidos al instante y en cualquier parte, lo cual, desde el punto de vista de la salud, es una habilidad especial de la que hay que felicitarse. Eso sí, también genera problemas cuando, sin querer, uno se queda dormido en una situación en la que no procede.

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