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Authors: Charlaine Harris

Definitivamente Muerta (37 page)

BOOK: Definitivamente Muerta
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—¿Y qué hay de Gladiola? —pregunté, recordando las dos porciones de cuerpo calcinado en mi camino privado. Recordé también la cara del señor Cataliades y el dolor de Diantha.

Todos se me quedaron mirando sorprendidos.

—¿Gladiola? ¿La flor? —dijo Barbara, genuinamente perpleja—. Ni siquiera es la temporada de las gladiolas.

Un callejón sin salida.

—¿Estáis de acuerdo con que estamos en paz con esto? —dije lisamente—. Yo os he hecho daño y vosotros me lo habéis devuelto. Tablas.

Sandra agitó la cabeza de lado a lado, pero sus padres la ignoraron. Gracias a Dios que había cinta aislante. Gordon y Barbara asintieron mutuamente.

—Mataste a Debbie —dijo Gordon—, pero creemos que lo hiciste en defensa propia. Y nuestra otra hija adoptó unos métodos extremos y horribles para atacarte... No es digno de mí decir esto, pero creo que tenemos que aceptar dejarte en paz a partir de hoy.

Sandra emitió un montón de sonidos extraños.

—Con estas condiciones. —Su rostro se tornó de repente duro como la piedra. El
yuppie
dejó salir al licántropo—. No irás a por Sandra. Y no volverás a Misisipi.

—Hecho —dije al instante—. ¿Seréis capaces de controlar a Sandra como para mantener el acuerdo? —Era una pregunta ruda, pero válida. Sandra los tenía cuadrados, y dudaba mucho de que sus padres jamás hubieran ejercido un control real sobre sus hijas.

—Sandra —interpeló Gordon a su hija. Sus ojos se clavaron en él con muda ferocidad—. Sandra, esto es ley. Vamos a dar nuestra palabra a esta mujer, y nuestra palabra te vincula. Si me desafías, te retaré durante la próxima luna llena. Acabaré contigo delante de la manada.

La madre y la hija se quedaron perplejas, Sandra más que nadie. Sus ojos se estrecharon, y al cabo de un momento asintió.

Esperaba que Gordon viviera una larga vida y disfrutase de buena salud mientras durara. Si enfermaba o moría, Sandra no se sentiría vinculada a ningún acuerdo. Estaba bastante segura de ello. Pero, mientras salía de la pequeña casa, pensé que tendría una razonable probabilidad de no volver a cruzarme con los Pelt en mi vida. Así que, por mí, no había ningún problema.

22

Amelia rebuscaba en su armario ropero. Apenas comenzaba a anochecer el día siguiente. De repente, las perchas dejaron de deslizarse por la barra al fondo del armario.

—Creo que tengo uno —dijo, sorprendida. Esperé a que saliera, sentada en el borde de su cama. Había dormido por lo menos diez horas, me había duchado tranquilamente, me habían tratado las heridas y me sentía cien veces mejor. Amelia relucía de orgullo y alegría. No sólo Bob el mormón se había portado estupendamente en la cama, sino que se habían levantado a tiempo para ver nuestro secuestro y tener la brillante idea de llamar a la mansión de la reina en vez de a la policía. Aún no le había dicho que Quinn y yo habíamos hecho nuestra propia llamada, porque no sabía cuál de las dos había sido la que dio en la diana y disfrutaba de ver a Amelia tan contenta.

No quise acudir a la celebración de la reina hasta resolver mi pequeño viaje al banco con el señor Cataliades. Cuando regresé al apartamento de Hadley, reanudé la tarea de empaquetar las cosas de mi prima y escuché un extraño sonido cuando puse el café en una caja. Ahora, si quería evitar el desastre, tendría que acudir a la fiesta de primavera de la reina, el acontecimiento sobrenatural del año. Traté de ponerme en contacto con Andre en la sede, pero una voz me dijo que no se le podía molestar. Me pregunté quién respondía al teléfono en la sede vampírica ese día. ¿Sería alguno de los vampiros de Peter Threadgill?

—¡Sí que lo tengo! —exclamó Amelia—. Ah, es un poco atrevido. Fui dama de honor en una boda un poco extrema. —Salió del armario con el pelo desgreñado y la mirada encendida de triunfo. Giró la percha para que pudiera ver el efecto completo. Tuvo que enganchar el vestido a la percha, porque había muy poco que colgar.

—Uy —dije, incómoda. En su mayoría de gasa verde lima, tenía un pronunciado corte en V hasta la cintura. Se cogía al cuello mediante una estrecha tira.

—Era la boda de una estrella del cine —explicó Amelia, como si tuviese muchos recuerdos de la ceremonia. Como el vestido carecía de espalda, me preguntaba cómo se las arreglaban esas mujeres de Hollywood para taparse los pechos. ¿Cinta adhesiva de doble cara? ¿Algún tipo de pegamento? Como no había vuelto a ver a Claudine desde que desapareciera del patio, antes de la reconstrucción ectoplásmica, di por hecho que había vuelto a su trabajo y a su vida en Monroe. En ese momento no me habrían venido nada mal sus servicios especiales. Tenía que haber un conjuro de hada que consiguiera que el vestido se te quedase quieto.

—Al menos no necesitas ponerte un sujetador especial —dijo Amelia, servicialmente. Y era verdad. Era del todo imposible ponerse un sujetador—. Y tengo los zapatos, si te vale un treinta y siete y medio.

—Me vendrá de maravilla —dije, tratando de sonar satisfecha y agradecida—. No se te dará bien peinar, ¿verdad?

—Qué va. —Hizo un gesto con la mano—. Puedo lavarlo, cepillarlo y poco más. Pero puedo llamar a Bob. —Sus ojos centellearon de alegría—. Es peluquero.

Traté de no parecer pasmada. «¿En una funeraria?», pensé, pero fui lo bastante lista como para guardármelo. Bob no se parecía a ningún peluquero que hubiera conocido.

Al cabo de un par de horas, me había hecho más o menos con el vestido, y estaba completamente maquillada.

Bob hizo un buen trabajo con mi pelo, a pesar de tener que recordarme más de una y dos veces que me quedara quieta de un modo que no hizo sino ponerme más nerviosa.

Y Quinn apareció a tiempo en su coche. Cuando Eric y Rasul me dejaron en casa a eso de las dos de la mañana, Quinn se metió en su coche y se dirigió a dondequiera que pernoctase, no sin antes plantarme un dulce beso en la frente antes de que subiera las escaleras. Amelia había salido del apartamento, feliz de verme de vuelta. También tuve que devolver una llamada al señor Cataliades, que se interesó por saber si me encontraba bien y quería acompañarme al banco para finiquitar los asuntos económicos de Hadley. Dado que había perdido mi oportunidad de hacerlo con Everett, me sentí agradecida.

Pero, al regresar al apartamento de Hadley después de estar en el banco, había un mensaje en el contestador diciendo que la reina esperaba que acudiera a la fiesta de esa noche en el viejo monasterio. «No quiero que dejes la ciudad sin que volvamos a vernos», la citó su secretaria humana, antes de informarme que sería un acontecimiento de vestimenta formal. Tras la sorpresa, cuando supe que tendría que ir a una fiesta, fui corriendo al apartamento de Amelia, sumida en el pánico.

El vestido me provocó otro tipo de pánico. Estaba mejor dotada que Amelia, aunque era más baja, y tenía que estar muy recta.

—El suspense me está matando —dijo Quinn, contemplando mi pecho. Él tenía un aspecto fabuloso con su traje de chaqueta. Los vendajes de mis muñecas destacaban sobre mi piel como si de extraños brazaletes se tratara; de hecho, uno de ellos era de lo más incómodo y no veía la hora de quitármelo. Pero, a diferencia del mordisco de mi brazo izquierdo, las muñecas tendrían que permanecer cubiertas un tiempo. Quizá mis pechos consiguieran distraer a los asistentes respecto al hecho de que tenía la cara hinchada y descolorida por un lado.

Quinn, por supuesto, parecía como si nada le hubiese pasado. No sólo tenía una carne que se curaba muy deprisa, como la mayoría de los cambiantes, sino que un traje de hombre puede cubrir muchas más heridas.

—No me hagas sentir más en evidencia de lo que ya me siento —dije—. Estoy a esto de volver a meterme en la cama para dormir una semana sin parar.

—Me apunto, aunque reduciría el tiempo de dormir —dijo Quinn, sinceramente—. Pero, en aras de nuestra paz mental, creo que será mejor que hagamos esto primero. Por cierto, mi suspense estaba relacionado con el viaje al banco, no tanto con tu vestido. Supongo que, en el caso del vestido, es una situación que beneficia a ambas partes. Si te lo dejas puesto, bien; si te lo quitas, incluso mejor.

Aparté la mirada, tratando de controlar mi sonrisa involuntaria.

—El viaje al banco. —Parecía un asunto más inofensivo—. Bueno, la cuenta no es que estuviese a rebosar, lo cual no me sorprendió del todo. Hadley no tenía mucho sentido del dinero. Bueno, no tenía mucho sentido, y punto. Pero la caja de depósitos...

Allí encontré el certificado de nacimiento de Hadley, una licencia de boda y un decreto de divorcio fechado hacía más de tres años (me alegré de ver que ambos relacionados con el mismo hombre) y una copia apergaminada de la nota necrológica de mi tía. Hadley sabía cuándo había muerto su madre, y le importó lo suficiente como para conservar un recorte. También había fotos de nuestra infancia compartida: mi madre y su hermana; mi madre y Jason, Hadley y yo; mi abuela y su marido. Había un bonito collar con zafiros y diamantes (que el señor Cataliades dijo que había sido un regalo de la reina), así como un par de pendientes a juego. Había un par de cosas más sobre las que quería pensar.

Pero el brazalete de la reina no estaba. Esa era la razón por la que el señor Cataliades quiso acompañarme, creo yo; tenía la esperanza de encontrarlo allí, y parecía bastante nervioso cuando le pasé la caja para que comprobara personalmente su contenido.

—Terminé de empaquetar las cosas de la cocina esta tarde, cuando Cataliades me trajo de vuelta al apartamento —le dije a Quinn y observé su reacción. Nunca volvería a dar por sentado el desinterés de mis compañeros. Me convencí de que Quinn no me había estado ayudando el día anterior con los paquetes para encontrar algo, cuando comprobé que su reacción era absolutamente tranquila.

—Eso está bien —afirmó—. Lamento no haber podido venir a ayudarte hoy. Estaba ultimando los acuerdos de Jake con Special Events. Tuve que llamar a mis socios para informarles. También tuve que llamar a su novia. Todavía no está lo bastante estabilizado como para verla, por mucho que ella quisiera verle. No le gustan los vampiros, por decirlo suavemente.

En ese momento, a mí tampoco me gustaban. No era capaz de vislumbrar la verdadera razón por la que la reina quería que acudiera a la fiesta, pero sí que había encontrado otra para verla. Quinn me sonrió, y yo le devolví la sonrisa, esperanzada en sacar algo positivo de la noche. Tenía que admitir que sentía cierta curiosidad por conocer el local de fiestas de la reina, por así llamarlo, y me alegraba de volver a estar bien vestida y sentirme guapa después de todo lo pasado en el pantano.

Mientras nos acercábamos en el coche, casi inicié una conversación con Quinn en tres ocasiones, pero, en cada una de ellas, decidía cerrar la boca llegado el punto.

—Ya estamos cerca —me dijo cuando llegamos a uno de los barrios más antiguos de Nueva Orleans, el Garden District. Las casas, afincadas en unos terrenos preciosos, costarían a buen seguro muchas veces lo que valía la mansión Bellefleur. En medio de esas maravillosas casas, llegamos a un alto muro que rodeaba toda una manzana. Era el monasterio reformado que la reina usaba para sus fiestas.

Puede que hubiera más entradas por el resto del perímetro de la finca, pero esa noche todo el tráfico accedía por la entrada principal. Estaba muy protegida por los guardias más eficientes del mundo: los vampiros. Me pregunté si Sophie-Anne Leclerq era paranoica, lista o si sencillamente no se sentía querida (o segura) en su ciudad de adopción. Estaba convencida de que la reina contaba con los típicos artículos de seguridad complementarios: cámaras, detectores de movimiento de infrarrojos, alambres de espino e incluso perros guardianes. El lugar estaba férreamente vigilado en un lugar donde la élite vampírica de vez en cuando hacía fiestas con la humana. Aunque esta noche sólo había seres sobrenaturales; la primera gran fiesta que los recién casados daban desde su matrimonio.

En la puerta estaban tres de los vampiros de la reina, junto con otros tres de Arkansas. Todos los fieles de Peter Threadgill iban de uniforme, aunque supongo que el rey los llamaría libreas. Los chupasangres de Arkansas, tanto hombres como mujeres, vestían trajes blancos con camisas azules y chalecos rojos. No sabía si el rey era un ultrapatriota, o si los colores habían sido escogidos por ser los de la bandera de Arkansas o la de Estados Unidos. Fuese como fuese, eran todo un desafío a la vista y carne de un salón de la fama estilístico. ¡Y Threadgill se había vestido de un conservador. ..! ¿Sería ésa alguna tradición de la que nunca había oído hablar? Dios, si hasta yo me vestía con más gusto, y eso que compraba casi toda mi ropa en el Wal-Mart.

Quinn llevaba la tarjeta de la reina para enseñársela a los guardias en la entrada, pero aun así llamaron a la casa para comprobarlo. Quinn parecía incómodo, y esperaba que estuviese tan preocupado como yo por la seguridad extrema y por el hecho de que los vampiros de Threadgill se esforzaran tanto por distinguirse de los partidarios de la reina. Pensé mucho en la necesidad que tuvo la reina de ofrecer a los vampiros del rey una razón por haber subido conmigo al apartamento de Hadley. Pensé en la ansiedad de que hizo gala cuando le pregunté por el brazalete. Pensé en la presencia de ambos bandos vampíricos en la puerta principal. Ninguno de los monarcas confiaba en su esposo para encargarse de la seguridad.

Me pareció que pasaba una eternidad antes de que nos dieran luz verde para seguir. Quinn se mantuvo tan callado como yo mientras esperábamos.

Los terrenos parecían maravillosamente cuidados y conservados, y se encontraban muy bien iluminados.

—Quinn, esto huele mal—dije—. ¿Qué está pasando aquí? ¿Crees que dejarán que nos marchemos?

Por desgracia, parecía que todas mis sospechas eran ciertas.

Quinn no parecía más contento que yo.

—No nos dejarán salir —dijo—. Ahora ya tendremos que quedarnos. —Cogí con fuerza mi pequeño bolso de noche, deseando que hubiera dentro algo más letal que un compacto y un lápiz de labios. Quinn condujo con cuidado por el sinuoso camino que ascendía hasta el monasterio—. ¿Qué has hecho hoy, aparte de trabajar en tu atuendo? —preguntó Quinn.

—He hecho muchas llamadas telefónicas —dije— Y una de ellas ha merecido la pena.

—¿Llamadas? ¿A quién?

—A las gasolineras que hay en el camino entre Nueva Orleans y Bon Temps.

Se volvió para mirarme, y yo le hice un gesto justo a tiempo para que pisara el freno.

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