Read Definitivamente Muerta Online
Authors: Charlaine Harris
—Amelia ya debería haber hecho algo —dije, tratando de ser optimista—. Probablemente haya llamado a la sede de los vampiros. Aunque nuestra llamada no haya llegado a nadie que pueda hacer algo, es posible que alguien nos esté buscando a estas horas.
—Tendrán que enviar empleados humanos. Aún es técnicamente de día, aunque el cielo esté tan nublado.
—Bueno, al menos ha parado de llover —dije, y en ese momento se puso a llover de nuevo.
Me sentí tentada de tirar una piedra del enfado que tenía, pero, sinceramente, no merecía la pena el gasto de energía. Y además no serviría para nada. Seguiría lloviendo por muchas piedras que lanzara.
—Lamento que te hayas visto envuelto en esto —añadí, sintiendo que había mucho de lo que disculparse.
—Sookie, no sé si de verdad eres tú quien debe pedirme a mí las disculpas —dijo Quinn, poniendo el énfasis en los pronombres—. Todo ha pasado estando juntos.
Eso era verdad, y traté de creer que todo aquello no era culpa mía. Pero estaba convencida de que, de alguna manera, lo era.
Y, de forma espontánea, Quinn dijo:
—¿Qué relación tienes con Alcide Herveaux? Lo vimos en el bar la semana pasada con esa otra chica. Pero el poli, el de Shreveport, dijo que estabais prometidos.
—Y una mierda —contesté, sentada hasta arriba de barro. Allí me encontraba, en lo profundo de un pantano de Luisiana, bajo una lluvia de justicia...
Eh, un momento. Miré la boca de Quinn, que se movía, y me di cuenta de que me estaba diciendo algo. Esperé a que la proyección del pensamiento me dijera algo. De haber tenido una bombilla sobre la cabeza, se habría encendido.
—Dios Cristo santísimo, pastor de Judea —dije reverentemente—. ¡Él es quien está detrás de todo esto!
Quinn se puso de cuclillas delante de mí.
—¿Que está haciendo qué? Pero ¿cuántos enemigos tienes?
—Al menos sé quién envió a los licántropos convertidos y a quién nos ha querido secuestrar —dije, rechazando el cambio de tema. Mientras los dos estábamos acuclillados bajo la lluvia como dos hombres de las cavernas, Quinn escuchó mientras yo hablaba.
Luego discutimos sobre las posibilidades.
Y después, trazamos un plan.
En cuanto supimos lo que íbamos a hacer, Quinn se mostró implacable. Como nuestra situación no podía ser más lamentable de lo que ya era, decidió que no sería mala idea empezar a moverse. Mientras yo me limitaba a seguirle y a permanecer fuera de su camino, él empezó a explorar la zona con el olfato. Al final, se cansó de ir agachado y dijo:
—Voy a transformarme. —Se desnudó rápida y eficazmente, enrollando la ropa en un bulto compacto, aunque empapado, que me entregó. Me alegré de comprobar que todas las suposiciones que me había hecho sobre el cuerpo de Quinn eran correctas. Empezó a quitarse la ropa sin el menor titubeo, pero cuando se percató de que le estaba mirando, se quedó quieto para que me despachara a gusto. A pesar de la oscuridad y la intensa lluvia, merecía la pena. El cuerpo de Quinn era una obra de arte, aunque llena de cicatrices. Era un gran bloque de músculos, del tobillo al cuello.
—¿Te gusta lo que ves? —preguntó.
—Madre de Dios —dije—. Tienes mejor pinta que un
Happy Meal
para un crío de tres años.
Quinn me lanzó una amplia y satisfecha sonrisa. Se inclinó para echarse al suelo. Supe lo que vendría a continuación. El aire alrededor de Quinn empezó a brillar y a temblar, y, rodeado de esa atmósfera, comenzó a cambiar. Los músculos se desgranaron, se estiraron y se transformaron, los huesos cambiaron y el pelaje emergió de su interior, aunque sabía que eso no era posible, que era una ilusión. El sonido que lo acompañó todo era terrible. Era como si alguien chapoteara en fluidos densos, pero con huesos sólidos en la mezcla, como si alguien removiera un cuenco lleno de pegamento, piedras y huesos.
Cuando terminó, tuve delante a un tigre.
Si Quinn era un hombre de indecible atractivo cuando estaba desnudo, era un tigre igualmente impresionante y bello. Su pelaje era de un intenso naranja salpicado de rayas negras, con toques de blanco en la panza y la cara. Tenía los ojos sesgados y dorados. Mediría más de dos metros de largo y casi uno de alto en la cruz. Me maravillaba lo grande que era. Tenía las zarpas completamente desplegadas y eran tan grandes como platos. Sus orejas redondeadas eran sencillamente monísimas. Caminó hacia mí silenciosamente, con una gracia atípica de esas dimensiones. Frotó su enorme cabeza contra mí, logrando casi tirarme al suelo, y ronroneó. Parecía un contador Geiger en pleno yacimiento radiactivo.
Su denso pelaje resultaba aceitoso al tacto, así que imaginé que estaría bien protegido contra la humedad. Lanzó un bufido, y el pantano se sumió en el silencio. Nadie diría que la vida animal de Luisiana reconocería el sonido de un tigre, ¿verdad? Pero así fue, y todo bicho se calló y se escondió.
No solemos tener los mismos requisitos de espacio con los animales que tenemos con los humanos. Me arrodillé junto al tigre que había sido Quinn, le rodeé el cuello con los brazos y lo abracé. Resultaba un poco perturbador que oliese tanto a tigre de verdad, así que me obligué a aceptarlo, a pensar que Quinn estaba dentro de ese tigre. Y nos dispusimos a salir del pantano.
Era asombroso ver cómo el tigre marcaba su nuevo territorio (no es algo que una espere ver hacer a su novio), pero concluí que sería ridículo molestarse por ello. Además, ya tenía bastante en lo que pensar con seguir el paso del tigre. Mientras él buscaba rastros de olor, cubrimos mucho terreno. Cada vez estaba más cansada. Mi sentido del asombro se fue desvaneciendo, para quedarme la única certeza de que estaba sencillamente mojada, helada, hambrienta y cabreada. Si hubiese tenido a alguien meditando justo a mis pies, no sé si mi mente habría captado los pensamientos.
Entonces, el tigre se quedó quieto como una estatua, husmeando el aire. Su cabeza se movió, sus orejas se crisparon, palpando en una dirección concreta. Se volvió para mirarme. Aunque los tigres no pueden sonreír, percibí una oleada de triunfo desde el gran felino. El tigre volvió la cabeza hacia el este, volvió a mirarme, y, de nuevo, encaró el este. Era un «sígueme» más claro que el agua.
—Vale —dije, y le puse la mano en el lomo.
Nos pusimos en marcha. El viaje por el pantano duró una eternidad, aunque más tarde calculé que «eternidad», en este caso, resultó ser alrededor de media hora. Poco a poco, el terreno se fue haciendo más sólido. Por fin nos encontrábamos en un bosque, y no en un cenagal.
Supuse que habíamos llegado cerca de donde querían ir los secuestradores cuando la furgoneta cogió el camino a la derecha. No me equivocaba. Cuando llegamos al linde del claro que rodeaba la pequeña casa, nos encontrábamos al este de ésta, que estaba orientada hacia el norte. Podíamos ver los jardines delantero y trasero. La furgoneta donde nos habían llevado estaba aparcada en la parte de atrás. En el pequeño claro había un coche, un sedán GMC.
La propia casa era como cualquier otra de la América rural. Era cuadrada, de madera, pintada en tono oscuro, con contraventanas verdes y columnas del mismo color para soportar el tejado sobre el diminuto porche. Los dos de la furgoneta, Clete y George, estaban apiñados en el exiguo cobijo, por inadecuado que fuera.
La estructura homologa de la parte trasera era una pequeña plataforma que salía de la puerta de atrás, lo suficientemente grande como para albergar una parrilla de gas y una fregona. Estaba a merced de los elementos, elementos que, por cierto, se dirigían a la ciudad.
Coloqué la ropa y los zapatos de Quinn junto a una mimosa. El tigre retrajo los labios cuando olió a Clete. Sus largos dientes eran tan aterradores como los de un tiburón.
La tarde lluviosa había hecho bajar las temperaturas. George y Clete temblaban en la fría humedad de la noche. Ambos estaban fumando. Los dos licántropos, en forma humana y fumando, no habrían tenido mejor sentido del olfato que un humano corriente. No mostraron señal alguna de percatarse de la presencia de Quinn. Pensé que reaccionarían de forma bastante dramática si captasen el olor de un tigre al sur de Luisiana.
Avancé entre los árboles hasta el claro, muy cerca de la furgoneta. Me deslicé rodeándola y repté hasta el lado del copiloto. Estaba abierta, y pude ver la pistola paralizante. Ese era mi objetivo. Respiré hondo y abrí la puerta, con la esperanza de que la luz que se encendió en el vehículo no atrajese la atención de nadie que mirase por la ventana trasera de la casa. Cogí la pistola de entre un montón de cosas que había entre los dos asientos delanteros. Cerré la puerta de la furgoneta con todo el silencio que fue posible. Afortunadamente, la lluvia pareció amortiguar el ruido. Lancé un tembloroso suspiro de alivio al ver que no pasaba nada. Después, volví a arrastrarme hacia el linde del claro y me arrodillé junto a Quinn.
Me lamió la mejilla. Agradecí el afecto del gesto, a pesar del aliento de tigre, y le rasqué la cabeza (por alguna razón, besarle el pelaje no me atraía demasiado). Hecho eso, señalé la ventana de la izquierda que daba al oeste, que debía ser la del salón. Quinn no asintió o me hizo chocar los cinco, lo cual habría sido un gesto de lo más atípico para un tigre, pero supongo que esperaba que me diese algún tipo de luz verde por su parte. Simplemente se me quedó mirando.
Con paso cauto, salí al claro, me dirigí hacia la casa y me acerqué a la ventana de la que salía luz. No me apetecía que nadie me viera aparecer como si saliera de una caja de sorpresas, así que me pegué a uno de los lados y me deslicé hasta poder asomarme por una esquina de la ventana. Los Pelt estaban sentados en un viejo sofá de dos plazas que sería de los sesenta, y su lenguaje corporal delataba su descontento. Su hija Sandra deambulaba de un lado a otro delante de ellos, aunque tampoco es que hubiese tanto espacio para esa exhibición. Era un salón muy pequeño, un sitio que sólo sería cómodo para un par de personas. Los Pelt iban vestidos como si fueran a ir a un una sesión fotográfica de Lands' End, mientras que Sandra iba más aventurera, con sus pantalones ajustados y un llamativo suéter a rayas y mangas cortas. Iba más bien uniformada para salir a la caza de chicos monos al centro comercial que para torturar a un par de personas. Pero, sin duda, la tortura era algo que había planeado. En un rincón había una silla de espalda recta llena de correas y esposas. También había un rollo de cinta aislante cerca, lo cual me resultó de lo más familiar.
Había estado muy tranquila hasta que lo vi.
No sabía si los tigres pueden contar, pero levanté tres dedos, por si Quinn estaba mirando. Lenta y cuidadosamente, me agaché y cogí dirección sur hasta que estuve debajo de la segunda ventana. Empezaba a sentirme bastante orgullosa de mis habilidades de infiltración, que debían avisarme antes de un potencial desastre. Pero el orgullo es la madre del desastre.
Aunque la ventana estaba a oscuras, cuando me incorporé me topé con unos ojos mirando desde el otro lado del cristal. Pertenecían a un hombre moreno con perilla. Estaba sentado a una mesa, justo delante de la ventana, y sostenía una taza de café. Con la sorpresa, la dejó caer sobre la mesa, y el líquido caliente le salpicó las manos, el pecho y la barbilla.
Lanzó un grito, aunque no estaba segura de si pronunció palabras coherentes. Oí un tumulto en la puerta delantera y la estancia adyacente.
Bueno... ufff.
Doblé la esquina de la casa en dirección a la pequeña plataforma antes de poder decir «pies, para qué os quiero». Abrí de golpe la puerta de mosquitera y empujé la de madera, para entrar en la cocina con la pistola paralizante en la mano. El hombrecillo aún se estaba frotando la cara con un paño cuando le alcancé de un disparo. Cayó al suelo como un saco de patatas. ¡Caramba!
Pero no había forma de recargar la pistola, según pude descubrir cuando Sandra Pelt, que tenía la ventaja de estar ya de pie, cargó hacia la cocina con los dientes por delante. La pistola no surtió ningún efecto en ella, y se me echó encima como..., bueno, como una loba enfurecida.
Aun así, todavía estaba en su forma humana, mientras yo me sentía desesperada e iracunda.
He presenciado al menos dos docenas de peleas de bar, desde escaramuzas de medio pelo hasta luchas de morder el polvo, y sé cómo defenderme. En ese momento, estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario. Sandra era una arpía, pero era más ligera que yo y tenía menos experiencia. Después de algún que otro forcejeo, puñetazo y tirón de los pelos que se sucedieron en un abrir y cerrar de ojos, me encontré sobre ella, bloqueándola contra el suelo. Aulló y se agitó, pero no pudo alcanzarme el cuello, y yo estaba lista para propinarle un golpe de cabeza en caso necesario.
—¡Déjame entrar! —gritó una voz desde atrás—. ¡Déjame entrar! —Y di por sentado que era Quinn, que se encontraba detrás de alguna puerta.
—¡Entra ya! —dije—. ¡Necesito ayuda!
Ella no paraba de retorcerse debajo de mí, y yo no me atrevía a aflojar la presa.
—Escucha, Sandra—jadeé—. ¡Quédate quieta, maldita sea!
—Que te jodan —gruñó, redoblando sus esfuerzos.
—Esto es bastante excitante —dijo una voz familiar, y vi a Eric mirándonos desde sus amplios ojos azules. Tenía un aspecto inmaculado, impecable en sus pantalones vaqueros y su camisa de vestir almidonada, con rayas azules y blancas. Su melena rubia refulgía limpia (ésa era la parte más envidiable) y seca. Lo odié a muerte. Me sentí infinitamente fastidiada.
—No me vendría mal algo de ayuda —espeté.
—Claro, Sookie —repuso él—, aunque estoy disfrutando del numerito. Suelta a la chica y levántate.
—Sólo si estás listo para la acción —dije, con el aliento entrecortado por el esfuerzo de mantener a Sandra.
—Yo siempre estoy listo para la acción —contestó Eric con una brillante sonrisa—. Sandra, mírame.
Era demasiado lista para caer en eso. Sandra cerró los ojos con fuerza y pugnó con más fuerza si cabe. Al instante siguiente, liberó una de sus manos y la echó hacia atrás para ganar impulso y lanzar un puñetazo. Pero Eric se puso de rodillas y la interceptó antes de que me alcanzara en la cabeza.
—Ya basta —dijo con un tono completamente distinto, y sus ojos se abrieron de repente, sorprendidos. Aunque aún no podía establecer contacto visual, di por sentado que se encargaría de ella. Me aparté de la licántropo y me quedé tumbada de espaldas en lo poco que quedaba de suelo libre en la cocina. El señor pequeño y moreno (además de quemado y aturdido), que intuí era el dueño de la casa, yacía junto a la mesa.