Read Definitivamente Muerta Online

Authors: Charlaine Harris

Definitivamente Muerta (38 page)

BOOK: Definitivamente Muerta
13.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Un león cruzó el camino.

—Vale, ¿qué es eso? ¿Un animal o un cambiante? —Estaba cada vez más nerviosa.

—Un animal —dijo Quinn.

La idea de tener perros sueltos por la finca parecía haberse quedado obsoleta. Sólo esperaba que los muros fuesen lo suficientemente altos como para mantener a un león dentro.

Aparcamos delante del antiguo monasterio, que era un gran edificio de dos plantas. No había sido construido por motivos estéticos, sino de utilidad, por lo que podía decirse que era una estructura prácticamente sin características reseñables. Había una pequeña puerta en medio de la fachada, así como pequeñas ventanas situadas a intervalos regulares. Una vez más, un lugar fácil de defender.

Junto a la puerta había otros seis vampiros, tres con ropas elegantes aunque no idénticas (seguramente chupasangres de Luisiana), y otros tres de Arkansas, con sus uniformes llamativos y chillones.

—Es sencillamente feísimo —dije.

—Pero fácil de ver, incluso en la oscuridad —reflexionó Quinn, como sumido en pensamientos muy profundos.

—Vaya, genio —dije—. Eso salta a la vista. Así no tendrán problemas para..., oh. —Medité al respecto—. Sí—añadí—. Nadie se pondría nada parecido, ni aposta, ni por casualidad. Bajo ninguna circunstancia. A menos que sea esencial resultar identificable.

—Es posible que Peter Threadgill no sea muy devoto de Sophie-Anne.

Lancé una carcajada ahogada justo cuando dos vampiros de Luisiana abrieron las puertas del coche de forma tan coordinada que debía de estar ensayada. Melanie, la guardia vampira a la que conocí en la sede del centro de la reina, me cogió una mano para ayudarme a salir y me sonrió. Tenía mucho mejor aspecto que con el agobiante uniforme SWAT. Lucía un bonito vestido amarillo con zapato de tacón bajo. Ahora que no llevaba casco, pude ver que tenía el pelo corto, intensamente rizado y marrón claro.

Dio un largo y dramático suspiro cuando pasé junto a ella y luego puso cara de extasiada.

—¡Ay, ese olor a hada! —exclamó—. ¡Me desboca el corazón!

Le di una palmada cariñosa. Decir que me sorprendió hubiera sido quedarse corta. Los vampiros en general no son famosos por su sentido del humor.

—Bonito vestido —dijo Rasul—. Un poco atrevido, ¿eh?

—Nunca es demasiado atrevido para mí —dijo Chester—. Tiene una pinta de lo más sabrosa.

Pensé que no podía ser una coincidencia que los tres vampiros a los que conocí en la entrada de la sede la otra noche fuesen los mismos que estaban en la puerta durante la fiesta. Pero no alcanzaba a imaginar el significado. Los tres vampiros de Arkansas estaban callados, contemplando nuestras interacciones verbales con ojos gélidos. No estaban del mismo humor sonriente y relajado que sus compañeros.

Definitivamente, algo no encajaba. Pero con tanto oído agudo vampírico alrededor, no había nada que decir al respecto.

Quinn me cogió del brazo. Accedimos a un largo pasillo que parecía medir tanto como el edificio. Había una vampira de Threadgill en la entrada de lo que parecía la sala de recepción.

—¿Le gustaría consignar el bolso? —preguntó, evidentemente poco motivada al ser relegada a mera encargada de guardarropía.

—No, gracias —dije, temiendo que fuera a arrancármelo de debajo del brazo.

—¿Le importa que lo registre? —preguntó—. Escaneamos en busca de armas.

—Sookie —dijo Quinn, tratando de no sonar alarmado—. Tienes que dejarla que te registre el bolso. Es el procedimiento.

Lo atravesé con la mirada.

—Podrías habérmelo dicho —dije con sequedad.

La guardia de la puerta, que era una joven esbelta cuyas formas desafiaban el corte de sus pantalones blancos, me cogió el bolso con aire triunfal. Volcó su contenido sobre una bandeja y los escasos objetos chasquearon contra la superficie metálica: un compacto, un lápiz de labios, un diminuto tubo de pegamento, un pañuelo, un billete de diez dólares y un tampón dentro de un aplicador rígido, completamente recubierto de plástico.

Quinn no era tan poco sofisticado como para ponerse rojo, pero apartó la mirada discretamente. La vampira, que había muerto mucho tiempo antes de que las mujeres usaran esos objetos, me preguntó por su utilidad y luego asintió ante la explicación. Recompuso mi pequeño bolso de noche y me lo devolvió, indicando con un gesto de la mano que podíamos avanzar por el pasillo. Se volvió hacia los que venían detrás, una pareja de licántropos sesentones, antes de que saliéramos de la sala.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Quinn con la más discreta de las voces mientras avanzábamos por el pasillo.

—¿Tenemos que pasar más filtros de seguridad? —pregunté con voz igual de agazapada.

—No lo sé. No veo ninguno por delante.

—Tengo que hacer algo —dije—. Espérame mientras encuentro el aseo para señoras más cercano. —Traté de decirle con la mirada y la presión de mi mano en su hombro que en unos minutos todo volvería a la normalidad, y eso deseaba yo sinceramente. Quinn no pareció muy contento con la idea, pero aguardó en la puerta del «aseo de señoras» (a saber lo que fue cuando el edificio aún era un monasterio) mientras yo me metía en uno de los apartados y hacía algunos ajustes. Antes de salir, remendado el vendaje de una de las muñecas, eché el envoltorio del tampón en una papelera. Mi bolso pesaba un poco más.

La puerta del final del pasillo daba a una sala muy amplia que fue en su día el refectorio de los monjes. Si bien la estancia aún tenía paredes de piedra y presentaba amplias columnas que sostenían la techumbre, tres a cada lado, el resto de la decoración era ahora bien distinto. El centro de la sala estaba despejado a modo de pista de baile, y el suelo era de madera. Había un estrado para los músicos, cerca de la mesa de los refrescos, y otro en el extremo opuesto de la sala para la realeza.

A los lados de la sala había sillas dispuestas en agrupaciones. Toda la estancia estaba decorada en blanco y azul, los colores de Luisiana. Una de las paredes tenía unos murales que representaban escenas del Estado: la escena de un pantano, que me dio escalofríos; una composición de Bourbon Street; un campo donde se cortaban árboles y se labraba la tierra y un pescador que tiraba de una red en la costa del Golfo. Pensé que todas las escenas mostraban a humanos, y me pregunté qué significado habría detrás. Luego me volví para mirar la pared que rodeaba la puerta por la que acababa de entrar, y vi el lado vampírico de la vida en Luisiana: un grupo de felices vampiros con violines bajo la barbilla, tocando sus notas; un oficial de policía vampiro patrullando el Barrio Francés; un guía vampiro conduciendo a los turistas por una de las ciudades de los no muertos. Me di cuenta de que no había vampiros acechando a los humanos, no había vampiros bebiendo nada. Era toda una declaración de relaciones públicas. Me pregunté si de verdad engañaría a alguien. Sólo había que sentarse a cenar a la misma mesa que unos vampiros para recordar lo diferentes que eran.

Pero eso no era lo que había venido a hacer. Miré en derredor buscando a la reina, y finalmente la vi, de pie junto a su marido. Llevaba puesto un vestido largo naranja de mangas largas que le confería un aspecto fabuloso. Puede que las mangas largas desentonaran un poco en la temperatura de la noche, pero los vampiros no notaban esas cosas. Peter Threadgill iba trajeado, y estaba igual de impresionante. Flor de Jade estaba justo detrás de él, con la espada enfundada a la espalda a pesar de llevar puesto un vestido rojo de lentejuelas (que, por cierto, le sentaba fatal). Andre, también armado, estaba en su puesto, detrás de la reina. Los hermanos Bert no podían andar muy lejos. Los localicé a ambos lados de una puerta que supuse que conducía a los aposentos privados de la reina. Ambos vampiros parecían muy incómodos en sus trajes; era como ver osos a los que hubieran obligado a ponerse zapatos.

Bill también estaba allí. Lo vi en una esquina lejana, alejado de la reina, y me estremecí de odio.

—Tienes demasiados secretos —se quejó Quinn, siguiendo la dirección de mi mirada.

—Estaré encantada de compartirlos contigo muy pronto —prometí, y nos unimos a la cola de recepción—. Cuando lleguemos a la pareja, adelántate a mí. Mientras hablo con la reina, distrae al rey, ¿vale? Luego, te lo contaré todo.

Primero llegamos al señor Cataliades. Supongo que ejercía de ministro de la reina. O quizá fiscal general fuese más apropiado.

—Me alegro de volver a verle, señor Cataliades —dije con mi tono social más correcto—. Tengo una sorpresa para usted —añadí.

—Quizá tenga que quedársela —dijo, con una cordialidad algo rígida—. La reina está a punto de celebrar su primer baile con el rey. Y todos estamos deseando ver el regalo que éste le ha hecho.

Miré alrededor y no vi a Diantha.

—¿Cómo está su sobrina? —pregunté.

—Mi sobrina superviviente —dijo, sombríamente— está en casa, con su madre.

—Es una lástima —respondí—. Debería estar aquí esta noche.

Se me quedó mirando, y el interés pareció aflorar en su mirada.

—Ciertamente —dijo.

—Me han dicho que alguien de por aquí paró a repostar gasolina el miércoles de la semana pasada, de camino a Bon Temps —expliqué—. Alguien con una espada larga. Tenga, deje que le meta esto en el bolsillo. Ya no lo necesito.

Cuando me aparté de él para encarar a la reina, me eché una mano a una muñeca herida. El vendaje había desaparecido.

Extendí mi mano derecha, y la reina se vio obligada a cogerla por su cuenta. Contaba con que la reina seguiría la costumbre humana de estrechar la mano, y sentí un hondo alivio cuando lo hizo. Quinn había pasado de la reina al rey, diciendo:

—Majestad, estoy seguro de que me recuerda. Fui el coordinador de su boda. ¿Resultaron las flores de su agrado?

No sin cierta sorpresa, Peter Threadgill volvió sus grandes ojos hacia Quinn. Flor de Jade puso los suyos donde iban los de su rey.

Tratando con todas mis fuerzas de que mis movimientos fuesen rápidos, pero no bruscos, presioné mi mano izquierda y lo que había en ella sobre la muñeca de la reina. Ella no se sobresaltó, pero creo que se lo pensó. Miró discretamente su muñeca para ver qué le había puesto, y sus ojos se cerraron, aliviados.

—Sí, querida, nuestra visita fue maravillosa —dijo, por decir—. Andre disfrutó tanto como yo. —Miró por encima de su hombro. Andre captó la señal y me hizo una leve reverencia, en honor a mis presuntos talentos como saqueadora. Me alegré tanto de acabar con ese viacrucis que le dediqué una sonrisa radiante, a lo que él pareció responder con una fugaz sombra de diversión. La reina alzó el brazo para indicarle que se acercara más, y él obedeció. De repente, Andre sonreía tan ampliamente como yo.

Flor de Jade se dejó distraer por el avance de Andre y su mirada siguió a la de él. Sus ojos se abrieron como platos y su expresión se resumió en una mueca en las antípodas de la sonrisa. De hecho, estaba furiosa. El señor Cataliades miraba la espada que reposaba a su espalda con rostro inexpresivo.

Seguidamente, Quinn fue despedido por el rey y me llegó el turno de rendirle homenaje a Peter Threadgill, monarca de Arkansas.

—Me han dicho que ayer tuviste una aventura en los pantanos —dijo, con voz fría e indiferente.

—Así es, señor. Pero creo que todo acabó bien —respondí.

—Me alegro de que hayas venido —dijo él—. Ahora que has terminado con los asuntos del apartamento de tu prima, presumo que regresarás a tu hogar.

—Oh, sí, lo antes posible —añadí. Era la pura verdad. Regresaría a casa, siempre que sobreviviera a la noche, a pesar de que en ese momento las probabilidades no pintasen muy bien. Había contado lo mejor que había podido, a pesar de la cantidad de gente presente, y había al menos veinte vampiros en la sala uniformados con los llamativos atavíos de Arkansas, y puede que un número similar de vampiros locales.

Me aparté, y la pareja de licántropos que habían entrado detrás de Quinn y de mí tomaron mi lugar. Pensé que era el vicegobernador de Luisiana, y esperé que tuviera un buen seguro de vida.

—¿Qué? —inquirió Quinn.

Lo arrastré a un rincón y lo acorralé suavemente contra la pared. Lo hacía para esconderme de cualquiera que pudiera leer los labios en la sala.

—¿Sabías que el brazalete de la reina había desaparecido? —pregunté.

Meneó la cabeza.

—¿Uno de los brazaletes de diamantes que le regaló el rey en su boda? —preguntó, con la cabeza gacha para impedir que nadie le leyera los labios.

—Sí, desaparecido —dije—, desde la muerte de Hadley.

—Si el rey supiera que el brazalete había desaparecido y pudiera obligar a la reina a confesar que se lo había regalado a su amante, tendría una base sólida para exigir el divorcio.

—¿Y qué sacaría de eso?

—¡Qué no sacaría...! Es un matrimonio de Estado vampírico y no hay vínculo más potente que ése. Creo que el contrato de matrimonio tenía treinta páginas.

Entonces lo comprendí mucho mejor.

Una vampira impecablemente ataviada con un vestido de noche verde y gris, adornado con brillantes flores plateadas levantó un brazo para llamar la atención del gentío. Poco a poco, todo el mundo quedó en silencio.

—Sophie-Anne y Peter les dan la bienvenida a su primera celebración conjunta —dijo la vampira con una voz tan musical y dulce que hubiera estado dispuesta a escucharla durante horas. Tenían que ficharla para presentar los Oscar. O quizá para el desfile de Miss América—. Sophie-Anne y Peter les invitan a que disfruten de la noche con el baile, la comida y la bebida. Nuestros anfitriones inaugurarán el baile con un vals.

A pesar de la reluciente apariencia, pensé que Peter se sentiría más cómodo con un baile menos formal, pero con una esposa como Sophie-Anne, era un vals o nada. Avanzó hacia ella, los brazos listos para recibirla, y, con su imponente voz de vampiro, dijo:

—Cariño, enséñales los brazaletes.

Sophie-Anne repartió entre los espectadores una sonrisa y levantó los brazos para que las mangas cayeran hacia atrás, y los dos enormes diamantes de los brazaletes gemelos arrancaron brillos a la luz de los candelabros y deslumbraron a los presentes.

Por un momento, Peter Threadgill se quedó quieto como una estatua, como si alguien le hubiese disparado con una pistola paralizante. Alteró su porte cuando avanzó hacia ella y le cogió una de las manos entre las suyas. Miró fijamente el brazalete, y a continuación soltó la mano para examinar el otro. Ése también superó su escrutinio visual.

BOOK: Definitivamente Muerta
13.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

B005N8ZFUO EBOK by Lubar, David
What Doctor Gottlieb Saw by Ian Tregillis
Final Words by Teri Thackston
Twenty-One Mile Swim by Matt Christopher
Redback by Kirk Russell
Rise Once More by D. Henbane
Jimmy Coates by Joe Craig
Among the Powers by Lawrence Watt-Evans