Un policía de Karlstad que iba a ir a Estocolmo el domingo por otros asuntos envió una copia por fax y luego condujo hasta la ciudad con la foto original el sábado por la noche. Llegó a la comisaría de Estocolmo a la una de la madrugada del domingo, es decir, media hora larga después de que el hombre en cuestión cayera desde la ventana de su habitación en el hospital y fuera declarado muerto.
El domingo por la mañana lo dedicaron a verificar por medio de las historias clínicas de los dentistas y de los médicos que el hombre de la foto era el mismo que hasta la noche anterior había permanecido atado a su cama en el hospital, y sí: era él.
El domingo por la tarde mantuvieron una reunión en la comisaría. Habían contado con ir descubriendo poco a poco lo que el individuo había hecho desde que abandonó Karlstad, ver si sus actuaciones coincidían con otras en un contexto más amplio, si había dejado más víctimas a su paso.
Pero ahora la situación era distinta.
El hombre aún estaba vivo, en libertad, y en esos momentos parecía que lo más importante era averiguar dónde
había vivido
, puesto que existía la posibilidad de que intentara volver allí. Su desplazamiento hacia la Zona Oeste podía indicarlo.
Por tanto, decidieron que si el hombre no había sido detenido antes de la conferencia de prensa recurrirían al sabueso, poco fiable, pero ¡ay! con cuántas cabezas, que era la ciudadanía.
Cabía la posibilidad de que alguien lo hubiera visto cuando aún tenía el mismo aspecto que en la foto y supiera algo de él. Además, y
claro está
que esto era menos importante, necesitaban carnaza para lanzar a los medios de comunicación.
Así que ahora los tres agentes se encontraban sentados ante la larga mesa situada encima de la tarima y, efectivamente, se oyó un murmullo entre los periodistas reunidos cuando el jefe de policía, con un gesto premeditadamente sencillo que consideraba más eficaz desde el punto de vista de la puesta en escena, mantuvo en alto la foto ampliada de la escuela de Håkan Bengtsson y anunció:
—El hombre a quien buscamos se llama Håkan Bengtsson, y antes de que su cara estuviera deformada tenía… este aspecto.
El jefe de la policía hizo una pausa mientras las cámaras disparaban, y los flashes tuvieron tiempo para convertirse por unos minutos en un estroboscopio.
Claro está que había copias de la borrosa instantánea para repartirlas entre los reporteros, pero, sobre todo los periódicos extranjeros, elegirían con toda probabilidad la imagen, más impactante emocionalmente, del jefe de la policía con el asesino —por así decirlo— en su mano.
Cuando todos tuvieron sus fotos y los responsables de la investigación y de la operación de búsqueda terminaron de exponer sus razonamientos llegó el turno de las preguntas. El primero que hizo uso de la palabra fue un periodista de
Dagens Nyheter.
—¿Cuándo calculan que podrán detenerlo?
El jefe de la policía tomó aire profundamente, decidió poner en juego su prestigio, se acercó al micrófono y dijo:
—Mañana, a más tardar.
—Buenas.
—Hola.
Oskar pasó al cuarto de estar delante de Eli para buscar un disco. Rebuscó en la escasa colección de su madre y lo encontró: Vikingarna. Todo el grupo estaba reunido en lo que parecía el esqueleto de una nave vikinga, fuera de ambiente con sus trajes relucientes.
Eli no pasó. Con el disco en la mano, Oskar volvió a la entrada. Ella estaba todavía fuera, en la puerta.
—Oskar, tienes que invitarme a pasar.
—Pero… por la ventana. Tú ya has…
—Ésta es una entrada nueva.
—Bueno. Puedes…
Oskar se detuvo, pasándose la lengua por los labios. Miró el disco. La fotografía de la carátula había sido tomada en la oscuridad, con flashes, y el conjunto de los Vikingarna resplandecía como si fueran un grupo de santos a punto de tomar tierra. Dio un paso hacia Eli y le enseño la funda.
—Mira. Parece como si estuvieran en la tripa de una ballena o algo así.
—Oskar…
Eli estaba parada con los brazos caídos a lo largo del cuerpo y mirando a Oskar. Éste se rio, fue hasta la puerta, pasó la mano por el aire entre el umbral y el marco, por delante de la cara de Eli.
—¿Cómo? ¿Hay algo aquí o no?
—No empieces.
—Pero en serio. ¿Qué pasa si no lo hago?
—NO EMPIECES —Eli sonrió de mala gana—. ¿Quieres verlo? ¿No? ¿Lo quieres?
Eli dijo aquello de una manera que evidentemente estaba pensada para hacer que Oskar dijera que no. Un augurio de algo terrible. Pero Oskar tragó y dijo:
—Sí. Sí que quiero. A ver.
—Tú escribiste en el papel que…
—Sí. Lo puse. Pero ahora vamos a ver. ¿Qué pasa?
Eli apretó los labios, se concentró un segundo y dio luego una zancada hacia delante, por encima del umbral. Oskar tenía todo el cuerpo en tensión, esperaba algún rayo azul, que la puerta se girara, pasara a través de Eli y se cerrara de nuevo, o algo parecido. Pero no ocurrió nada. Eli entró y cerró la puerta después. Oskar se encogió de hombros.
—¿Eso era todo?
—No exactamente.
Eli se quedó igual que estaba al otro lado de la puerta. Parada con los brazos a lo largo del cuerpo y con los ojos fijos en Oskar. Oskar meneó la cabeza.
—¿Qué pasa? Ya está…
Oskar se interrumpió cuando asomó una lágrima en uno de los lagrimales de Eli; no, una en cada lagrimal. Aunque no parecía una lágrima, porque era de color oscuro. La piel de la cara de Eli empezó a enrojecer, se puso de color rosa, rojo claro, rojo oscuro y sus puños se cerraron al tiempo que los poros de la cara se abrían y pequeñas perlas de sangre empezaban a aparecer como lunares en todo el rostro. Lo mismo en el cuello.
Los labios de Eli se retorcieron de dolor y una gota de sangre asomó por una de las comisuras y se fundió con las perlas de la cara, que se hacían cada vez más grandes al llegar a la barbilla y se deslizaban hacia abajo para juntarse con las gotas del cuello.
Oskar se quedó sin fuerza en los brazos; los dejó caer y el disco se salió de su funda, rebotó de canto en el suelo una vez y luego se estampó plano sobre la alfombra de la entrada. Su mirada se deslizó hacia las manos de Eli.
Tenía el dorso de las manos cubierto por una fina película de sangre, y salía más.
Volvió a mirar a Eli a los ojos, no la encontró. Parecía como si los ojos se hubieran hundido en sus cuencas: estaban llenos de sangre que los inundaba, corría a lo largo de la nariz y, cruzando los labios, entraba en la boca, de donde manaba más sangre; dos hilillos le corrían desde las comisuras de la boca hasta el cuello, desapareciendo en la tirilla de su jersey, donde ahora empezaban a aparecer manchas más oscuras.
Sangraba por todos los poros de su cuerpo. Oskar lanzó un resuello, gritó:
—¡Puedes entrar, tú puedes… eres bienvenida, tú puedes… tú puedes estar aquí!
Eli se relajó. Sus puños cerrados se abrieron. La mueca de dolor desapareció. Oskar creyó por un momento que hasta la sangre se iba a evaporar, que todo sería como si aquello
no hubiera ocurrido.
Pero no. Aunque dejó de salir, la cara y las manos de Eli estaban todavía de color rojo oscuro, y mientras ambos permanecían frente a frente sin decir nada, la sangre empezó a coagular despacio, formando líneas más oscuras y costras en los sitios donde había salido más, y Oskar sintió un ligero olor a hospital.
Cogió el disco del suelo, lo puso de nuevo en la funda y dijo, sin mirar a Eli:
—Perdón, yo… yo no creía…
—Está bien. Fui yo la que quiso. Pero creo que será mejor que me dé una ducha. ¿Tienes una bolsa de plástico?
—¿Una bolsa de plástico?
—Sí. Para la ropa.
Oskar asintió, fue a la cocina y rebuscó bajo el fregadero una bolsa de plástico en la que ponía: ICA-Come, bebe y sé feliz. Fue al cuarto de estar, puso el disco sobre la mesita del sofá y se detuvo con la bolsa haciendo ruido en la mano.
Si yo no hubiera dicho nada. Si la hubiera dejado… sangrar.
Hizo una pelota arrebujando la bolsa, abrió la mano y la bolsa saltó, se cayó al suelo. La recogió, la lanzó hacia arriba, la cogió. Se oyeron los mandos de la ducha en el cuarto de baño.
Es
todo cierto. Ella es… él es…
Fue hacia el cuarto de baño estirando la bolsa de plástico. Come, bebe y sé feliz. Se oía el ruido del agua detrás de la puerta cerrada. La cerradura estaba de color blanco. Llamó con cuidado.
—Eli…
—Sí. Entra.
—No. Yo sólo… la bolsa.
—No oigo lo que dices. Entra.
—No.
—Oskar, yo…
—Dejo la bolsa aquí.
Dejó la bolsa en la puerta y huyó al cuarto de estar. Sacó el disco de la funda, lo colocó en el plato, puso en marcha el tocadiscos y situó la aguja en el tercer surco, su preferida.
Un comienzo demasiado largo, y luego la voz suave del cantante empezó a retumbar en los altavoces.
La muchacha se pone flores en el pelo
cuando va caminando por el prado.
Va a cumplir diecinueve este año
y sonríe al caminar.
Eli entró en el cuarto de estar. Se había atado una toalla alrededor de la cintura, en la mano llevaba la bolsa de plástico con su ropa. Ahora tenía la cara limpia y el pelo le caía a mechas sobre las mejillas, las orejas. Oskar cruzó los brazos según estaba junto al tocadiscos, le hizo un gesto de aprobación.
Por qué te ríes, pregunta el chico
cuando se encuentran sin pensar junto a la verja.
Estoy pensando en el que será mío,
contesta la chica con los ojos muy azules,
al que yo amo tanto…
—¿Oskar?
—¿Sí? —Oskar bajó el volumen, hizo un gesto con la cabeza señalando al tocadiscos—. ¿Ridículo, no? Eli negó con la cabeza.
—No, es muy buena. A mí me gusta esto.
—¿A ti?
—Sí. Pero escucha… —Parecía como si Eli pensara añadir algo más, pero sólo dijo—: Ah —y deshizo el nudo de la toalla que llevaba atada alrededor de la cintura. La toalla cayó al suelo a sus pies y apareció desnuda a unos pasos de Oskar. Eli hizo un movimiento envolvente con la mano sobre su cuerpo menudo y dijo:
—Bueno, ya sabes.
… abajo, junto al lago, dibujan en la arena.
Callados, se dicen el uno al otro:
eres mi amigo, es a ti a quien quiero.
La-lala-lalala…
Un corto pasaje instrumental y después la canción había terminado. Un débil chisporroteo de los altavoces mientras la aguja giraba hasta el siguiente tema mientras Oskar miraba a Eli.
Los pequeños pezones parecían casi negros en contraste con su piel pálida. La parte superior del cuerpo era delgada, recta y sin curvas. Sólo la forma de las costillas se dibujaba claramente a la luz de la lámpara del techo. Sus brazos y sus piernas, tan delgados que no parecían naturales según salían del tronco; un árbol joven, recubierto con piel humana. Entre las piernas tenía… nada. Ninguna hendidura, ningún pene. Sólo una superficie de piel lisa.
Oskar le pasó la mano por el pelo, lo colocó ahuecado sobre la nuca. No quería pronunciar aquella palabra ridícula de su madre, pero se le escapó.
—Pero si no tienes… pito.
Eli inclinó la nuca, se miró la entrepierna como si aquél fuera un descubrimiento totalmente nuevo. La canción siguiente empezó y Oskar no oyó lo que Eli le contestaba. Apretó la palanca que accionaba el
pick-up
y la aguja se levantó del disco.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que lo he tenido.
—¿Qué ha pasado entonces con él?
Eli se echó a reír y Oskar, que se dio cuenta de cómo sonaba la pregunta, se sonrojó un poco. Eli extendió los brazos y puso el labio inferior sobre el superior.
—Me lo dejé en el metro.
—¡Bah! Qué tonta eres.
Sin mirar a Eli, Oskar pasó a su lado, hacia el cuarto de baño, para comprobar que no había quedado ninguna huella.
El vapor caliente planeaba todavía en el aire, el espejo estaba empañado. La bañera, tan blanca como antes, sólo una débil línea amarillenta de vieja suciedad que no salía nunca destacaba cerca del borde. El lavabo, limpio.
No ha ocurrido.
Eli ha entrado en el baño para guardar las apariencias, cediendo a la ilusión. Pero no: el jabón. Lo levantó: tenía líneas de color rosa y en el pequeño hueco del lavabo debajo de él, en el agua, había una masa de algo que parecía como un renacuajo, sí: vivo, y él se estremeció cuando empezó
a nadar
a moverse, a mover la cola y a arrastrarse hacia el hueco, cayó en el lavabo, se quedó trabado en el borde. Pero allí se quedó quieto, sin moverse. Oskar abrió el grifo y echó agua para que saliera por el desagüe, enjuagó el jabón y limpió el hueco. Después cogió su bata del colgador, volvió al cuarto de estar y se la dio a Eli, que todavía estaba desnuda en mitad del suelo, mirando a su alrededor.
—Gracias. ¿Cuándo vuelve tu madre?
—En un par de horas —Oskar alzó en su mano la bolsa con la ropa de ella—. ¿Lo tiro?
Eli se puso la bata, se anudó el cinturón.
—No. Luego me lo llevo —y dándole un toque a Oskar en el hombro—: ¿Tú? Sabes que no soy una chica, que no… Oskar dio un paso hacia atrás.
—¡Por Dios, qué pesada! Ya lo sé de sobra. Ya me lo has
dicho.
—Eso no es verdad.
—Claro que lo has dicho.
—A ver, ¿cuándo?
Oskar se quedó pensando.
—No me acuerdo, pero lo
sabía
de todas las formas. Lo he sabido desde hace mucho tiempo.
—¿Estás… triste?
—¿Por qué iba a estarlo?
—Porque… no sé. Porque te parezca que es… un rollo. Tus amigos…
—¡Déjalo! Déjalo. Tú estás mal de la cabeza. Déjalo.
—Vale.
Eli se puso a jugar con el cinturón de la bata, luego fue hacia el tocadiscos y se quedó observando cómo giraba el disco. Se volvió y se puso a mirar a su alrededor.
—¿Sabes? Hace mucho tiempo que no estaba… así en casa de alguien. No sé muy bien… lo que hay que hacer.
—Yo tampoco.
Eli dejó caer los hombros, se metió las manos en los bolsillos de la bata, mirando hipnotizada el agujero oscuro del LP. Abrió la boca para decir algo y la cerró de nuevo. Sacó la mano derecha del bolsillo, la acercó hasta el disco y lo apretó con el dedo índice de manera que éste se detuvo.
—Cuidado. Se puede… rayar.