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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Déjame entrar (50 page)

BOOK: Déjame entrar
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Presionó hacia abajo, suave, suave. Una esquina se hundió en la piel sin romperla. Luego:

Schvittt

Una sacudida hacia atrás y Tommy resopló, apretó la otra mano, en la que tenía los billetes, con más fuerza. Dentro de su cabeza, los dientes retumbaron al apretar y rechinar unos contra otros. Apareció la sangre, salía a borbotones.

El tintineo cuando la cuchilla cayó al suelo y la chica cogió su brazo con las dos manos, apretando sus labios contra el pliegue del codo.

Tommy volvió la cabeza, no sintió más que sus cálidos labios, la lengua batiendo contra su piel y de nuevo vio el mapa interior de su cuerpo, los canales por los que corría la sangre, agitándose contra… la hendidura.

Sale de mí.

Sí. El dolor iba aumentando. El brazo empezaba a paralizarse, ya no sentía los labios, sólo la succión, cómo se… absorbía de él, cómo…

Sale.

Se asustó. Quería dejarlo. Dolía demasiado. Los ojos se le llenaron de lágrimas, abrió la boca para decir algo, para… no pudo. No había palabras que pudieran… Dobló el brazo que tenía libre sobre la boca, apretando la mano cerrada contra los labios. Sintió el cilindro de papel que sobresalía. Lo mordió.

21.17, domingo por la tarde, explanada de Ängby.

Un hombre es observado fuera de un salón de peluquería. Está con la cara y las manos apoyadas contra el escaparate. Parece muy borracho. La policía llega al lugar quince minutos más tarde. El hombre ya lo ha abandonado. Los cristales de la ventana no presentan ningún daño, sólo restos de barro y tierra. En el escaparate iluminado unas cuantas fotos de jóvenes, modelos de peluquería.

—¿Estás dormido?

—No.

Un soplo de perfume y de frío cuando su madre entró en la habitación de Oskar y se sentó al borde de la cama.

—¿Te lo has pasado bien?

—Sí, claro.

—¿Qué has hecho?

—Nada especial.

—He visto los periódicos. En la mesa de la cocina.

—Mmm.

Oskar se tapó más con el edredón, hizo como que bostezaba.

—¿Tienes sueño?

—Mmm.

Verdad y mentira. Estaba
cansado
, tan cansado que le zumbaba la cabeza. Quería solamente envolverse en el edredón, cerrar la entrada y no salir hasta que… hasta que… pero
sueño
, no. Y…
¿podría
dormir ahora que estaba contagiado?

Oyó que su madre le preguntaba algo acerca de su padre, y dijo «bien» sin saber a qué estaba respondiendo. Se quedaron en silencio. Después su madre suspiró, profundamente.

—Pero pequeño, ¿qué te pasa? ¿Puedo hacer algo?

—No.

—¿Qué es lo que te pasa?

Oskar hundió la cabeza en la almohada, respirando de tal manera que la nariz, la boca y los labios se le llenaron de aire caliente. No podía soportarlo. Demasiado difícil. Tenía que contárselo a
alguien
. Con la cabeza en la almohada dijo:

—… yotoyagiado…

—¿Qué has dicho?

Oskar levantó la cabeza de la almohada.

—Estoy contagiado.

La mano de su madre le acarició el pelo, la nuca, siguió hacia abajo y el edredón se deslizó un poco.

—Cómo que conta… pero… si tienes la ropa puesta.

—Sí, es que…

—A ver que te miro. ¿Tienes calor? —puso su fría mejilla en la frente de su hijo—. Tienes fiebre. Ven. Tienes que quitarte la ropa y acostarte como es debido —se levantó de la cama sacudiendo con cuidado a Oskar en el hombro—: Vamos.

Ella respiró con más fuerza, se le ocurrió algo. Dijo en otro tono:

—¿Te has vestido en condiciones cuando has estado en casa de papá?

—Sí, claro. No es eso.

—¿Te has puesto
el gorro
?

—Síí. No es eso.

—Entonces, ¿qué es?

Oskar volvió a apoyar la cabeza en la almohada, se abrazó a ella y dijo:

—… ooyasermpiro…

—Oskar, ¿qué
dices
?

—Me voy a convertir en vampiro.

Pausa. El sonido calmado del abrigo de su madre cuando ésta se cruzó de brazos.

—Oskar. Ahora te levantas. Te quitas la ropa. Y te metes en la cama.

—Me voy a convertir en un
vampiro.

La respiración de su madre. Evidentemente, enfadada.

—Mañana voy a ser yo la que coja y tire todos esos libros que lees.

El edredón de Oskar desapareció. Se levantó, se quitó la ropa despacio; evitó mirar a su madre. Se volvió a meter en la cama y ella le colocó bien el edredón.

—¿Quieres algo?

Oskar negó con la cabeza.

—¿Tomamos la temperatura…?

Oskar meneó la cabeza con más fuerza. Entonces miró a su madre. Ella estaba inclinada sobre la cama, con las manos sobre las rodillas. Los ojos observadores, preocupados.

—¿Quieres
algo
?

—No. Bueno, sí.

—¿Qué es?

—No, no era nada.

—Pero dilo.

—¿Me puedes… contar un cuento?

Un vislumbre de diferentes sentimientos cruzó el rostro de su madre: tristeza, alegría, inquietud, una sonrisa forzada, una arruga de preocupación. Todo en unos segundos. Luego dijo:

—Yo… no me sé ningún cuento. Pero… puedo leerte uno si quieres. Si tenemos algún libro…

Su mirada voló hacia la estantería que había al lado de la cabeza de Oskar.

—No, no hace falta.

—Pero si lo hago encantada.

—No. No quiero.

—¿Por qué no? Si acabas de decir…

—Sí, pero… no. No quiero.

—¿Te… canto algo?

—¡No!

Su madre se mordió los labios, ofendida. Después decidió no estarlo, puesto que Oskar estaba enfermo:

—Tal vez
pueda
inventarme algo si eso…

—No, está bien. Ahora quiero dormir.

Su madre acabó dándole las buenas noches, salió de la habitación. Oskar permaneció acostado con los ojos abiertos mirando hacia la ventana. Trataba de
notar
si se estaba… convirtiendo. No sabía lo que tenía que notar. Eli. ¿Cómo fue en realidad cuando él se… convirtió?

Separarse de todo.

Abandonar. Madre, padre, la escuela… Jonny, Tomas… Estar con Eli. Siempre.

Oyó cómo se encendía la tele en el cuarto de estar, se bajaba enseguida el volumen. El ruido suave de la tetera en la cocina. El fuego de la cocina que se enciende, el tintineo de copas y tazas. Armarios que se abren.

Los sonidos habituales. Los había oído cientos de veces. Y se puso triste.

Las heridas se habían curado. De los arañazos sólo quedaban en el cuerpo de Virginia líneas blancas, en algunos sitios restos de costras que aún no se habían desprendido. Lacke le acariciaba la mano, sujeta al cuerpo por un cinturón de cuero, y una costra más se desmigó bajo sus dedos.

Virginia había opuesto resistencia. Una resistencia violenta cuando recuperó la consciencia y comprendió lo que estaba a punto de suceder. Se arrancó la sonda para la transfusión de sangre, gritó y pataleó.

Lacke no tuvo fuerzas para ver cómo peleaban con ella, que estaba como transformada. Bajó a la cafetería y se tomó un café. Después otro y otro más. Cuando iba a servirse el cuarto, la cajera le recordó cansada que sólo estaba incluida
una
taza extra. Lacke le había contestado que estaba sin blanca, y se sentía tan mal como si se fuera a morir al día siguiente, y que si no podía hacer una excepción.

Sí que podía. Incluso invitó a Lacke a un bollo «que de todos modos habría que tirar mañana». Se comió el bollo con un nudo en la garganta, pensando en la bondad relativa de las personas y en su relativa maldad. Luego salió a la entrada y se fumó su penúltimo cigarro del paquete antes de subir a ver a Virginia.

Se la encontró atada.

Una enfermera había recibido tal golpe que las gafas se le rompieron y un trozo de cristal le había cortado una ceja. Los intentos de tranquilizar a Virginia resultaron vanos. No se habían atrevido a ponerle ninguna inyección a causa de su estado general, y por eso le habían sujetado los brazos con cinturones de cuero, sobre todo para, eso dijeron, «evitar que ella misma se lesionara».

Lacke frotó la costra entre los dedos; un polvo fino como pigmento le coloreó de rojo las yemas. Un movimiento en el rabillo del ojo; la sangre de la bolsa que colgaba del pie al lado de la cama de Virginia goteaba en un cilindro de plástico y bajaba por la sonda hasta entrar en el brazo de su amiga.

Evidentemente, primero, cuando determinaron su grupo sanguíneo, le habían hecho una transfusión en la que
bombearon
un cierto volumen de sangre, pero ahora, cuando su estado se había estabilizado, se la administraban con goteo. En la bolsa medio llena había una etiqueta con un montón de indicaciones incomprensibles, dominadas por una A grande. El grupo sanguíneo, claro.

Pero… espera un poco…

Lacke tenía el grupo B. Recordaba que él y Virginia habían hablado de ello alguna vez, que Virginia también tenía ese grupo y que por eso podían… sí. Justamente eso fue lo que dijeron. Que podían darse sangre el uno al otro porque compartían el mismo grupo sanguíneo. Y Lacke tenía B, de eso estaba seguro.

Se levantó, salió al pasillo.

¿No cometerán errores de este tipo?

Encontró a una enfermera.

—Perdona, pero…

Ella echó una mirada a su ropa vieja, se mantuvo algo expectante, dijo:

—Sí.

—Sólo me pregunto… Virginia… Virginia Lindblad, que… la habéis ingresado antes…

La enfermera asintió, adoptando ahora una actitud casi de rechazo. Quizá había estado presente cuando ellos…

—No, sólo quiero saber… el grupo sanguíneo.

—¿Qué pasa con él?

—Sí, que he visto que pone A en la bolsa que… pero ella no tiene ese grupo.

—No entiendo.

—Pues… eh… ¿Puedes venir un momento?

La enfermera echó un vistazo al pasillo. Tal vez para comprobar si había alguien que pudiera ayudarla si aquello se ponía feo, tal vez para demostrar que tenía cosas más importantes que hacer, pero de todas formas acompañó a Lacke a la habitación en la que Virginia estaba tumbada con los ojos cerrados y la sangre goteando despacio a través del tubo. Lacke señaló la bolsa:

—Aquí. Aquí pone A. Quiere eso decir que…

—Que hay sangre del grupo A en ella. Hay una falta enorme de donantes en la actualidad. Si la gente supiera cómo…

—Perdona. Sí. Pero ella tiene el grupo B. ¿No es peligroso entonces…?

—Sí, claro que lo es…

La enfermera no fue directamente desagradable, pero su actitud daba a entender que el derecho de Lacke a poner en tela de juicio la competencia del hospital era mínimo. Se encogió ligeramente de hombros, añadió:

—… si uno tiene el grupo B. Pero este paciente no lo tiene. Ella
tiene
el grupo AB.

—Pero… ahí pone A… en la bolsa.

La enfermera lanzó un suspiró, como si le estuviera explicando a un niño que no hay personas en la luna.

—Las personas con sangre del grupo AB pueden recibir sangre de
todos
los grupos sanguíneos.

—Pero… bueno. Entonces ha cambiado de grupo.

La enfermera arqueó las cejas. El niño acababa de asegurar que había estado en la luna y había visto gente allí arriba. Con un movimiento de la mano, como si estuviera cortando una cinta, dijo:

—Eso sencillamente no sucede.

—No, bueno. Pues se equivocaría entonces.

—Será eso. Si me disculpas, tengo otras cosas que hacer ahora.

La enfermera controló la sonda del brazo de Virginia, giró un poco el pie del goteo y con una mirada que decía que aquéllas eran cosas importantes y que Dios te libre de enredar con ellas, abandonó la habitación con paso firme.

¿Qué pasa si a uno le ponen la sangre del grupo que no es? La sangre… se coagula.

No. Tiene que haber sido Virginia la que se equivocara.

Se dirigió a una esquina de la habitación en la que había una pequeña butaca, una mesa con una flor de plástico. Se sentó en la butaca y observó la habitación. Paredes desnudas, suelo reluciente. Tubo fluorescente en el techo. La cama de Virginia de barras de acero; sobre ella, una manta amarilla, descolorida, en la que ponía Diputación.

Así va a ser.

En Dostoievski, la enfermedad y la muerte eran casi siempre sucias, pobres. Aplastado bajo la rueda de un carro, barro, tifus, pañuelos manchados de sangre. Y así sucesivamente. Pero qué leches, ¿acaso era preferible aquello antes que esto? Antes que quedar apartado en una especie de máquina reluciente.

Lacke se echó hacia atrás en la butaca, cerró los ojos. El respaldo era demasiado corto, se le vencía la cabeza. Se enderezó, puso el codo en el reposabrazos y apoyó la cara en la mano. Contempló la flor de plástico. Era como si la hubieran puesto allí únicamente con la intención de subrayar que en ese lugar no se permitían cosas vivas, aquí todo estaba como debe ser.

La flor permaneció en su retina cuando cerró los ojos de nuevo. Se convirtió en una flor de verdad, creció, se convirtió en un jardín. El jardín de la casa que se iban a comprar. Lacke estaba en el jardín mirando un rosal con esplendorosas rosas rojas. Desde la casa salía la sombra alargada de una persona. El sol descendió rápidamente y la sombra creció, se hizo más larga, se extendía por todo el jardín…

Dio un respingo y se despertó. La mano estaba llena de saliva que le había caído por la comisura de los labios mientras dormía. Se pasó la mano por la boca, paladeó e intentó enderezar la cabeza. No podía. La nuca se había quedado bloqueada. La obligó a enderezarse con un crujido del ligamento, se detuvo.

Unos ojos muy abiertos lo estaban mirando.

—¡Hola! Estás…

La boca se cerró. Virginia estaba boca arriba, atada con las correas, con el rostro vuelto hacia él. Pero la cara estaba demasiado quieta. Ni un gesto de reconocimiento, de alegría… nada. Los ojos no parpadeaban.

¡Muerta! Está…

Lacke se levantó de la butaca y algo se le quebró en la nuca. Se tiró de rodillas delante de la cama, se agarró a las barras de acero y acercó su rostro al de Virginia como si quisiera, con su presencia, obligar al alma a que volviera de las profundidades a la cara de su amiga.

—¡Ginja! ¿Me oyes?

Nada. Sin embargo podría jurar que sus ojos, de alguna manera, veían en los ojos de él, que no estaban muertos. La buscó a través de ellos; lanzaba ganchos de abordaje desde sí mismo hasta los agujeros que eran las pupilas de Virginia para allí, en la oscuridad, agarrarse si…

BOOK: Déjame entrar
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