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Authors: Gabriel García Márquez

Del amor y otros demonios (16 page)

BOOK: Del amor y otros demonios
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Lo que siguió fue una tensión invivible y un silencio absoluto que parecían el preludio de algún prodigio celestial. Un acólito puso al alcance del obispo el acetre del agua bendita. Él agarró el hisopo como un mazo de guerra, se inclinó sobre Sierva María, y la asperjó a lo largo del cuerpo murmurando una oración. De pronto profirió el conjuro que estremeció los fundamentos de la capilla.

—Quienquiera que seas —, gritó. —Por orden de Cristo, Dios y Señor de todo lo visible y lo invisible, de todo lo que es, lo que fue y lo que ha de ser, abandona ese cuerpo redimido por el bautismo vuelve a las tinieblas —.

Sierva María, fuera de sí por el terror, gritó también. El obispo aumentó la voz para acallarla, pero ella gritó más. El obispo aspiró a fondo y volvió a abrir la boca para continuar el conjuro, pero el aire se le murió dentro del pecho y no pudo expulsarlo. Se derrumbó de bruces, boqueando como un pescado en tierra, y la ceremonia terminó con un estrépito colosal.

Cayetano encontró aquella noche a Sierva María tiritando de fiebre dentro de la camisa de fuerza. Lo que más lo indignó fue el escarnio del cráneo pelado. —Dios del cielo —, murmuró con una rabia sorda, mientras la liberaba de las correas. —Cómo es posible que permitas este crimen —. Tan pronto como quedó libre, Sierva María le saltó al cuello, y permanecieron abrazados sin hablar mientras ella lloraba. Él la dejó desahogarse. Luego le levantó la cara y le dijo: —No más lágrimas —.

Y enlazó con Garcilaso :


Bastan las que por vos tengo lloradas
—.

Sierva María le contó la terrible experiencia de la capilla. Le habló del estruendo de los coros que parecían de guerra, de los gritos alucinados del obispo, de su aliento abrasador, de sus hermosos ojos verdes enardecidos por la conmoción.

—Era como el diablo —, dijo.

Cayetano trató de calmarla. Le aseguró que a pesar de su corpulencia titánica, su voz tormentosa y sus métodos marciales, el obispo era un hombre bueno y sabio. Así que el pavor de Sierva María era comprensible, pero no corría ningún riesgo.

—Lo que quiero es morirme —, dijo ella.

—Te sientes furiosa y derrotada, como me siento yo por no poder ayudarte —, dijo él. —Pero Dios ha de gratificarnos en el día de la resurrección —.

Se quitó el collar de Oddúa que Sierva María le había regalado, y se lo puso a ella a falta de los suyos. Se tendieron en la cama, uno al lado del otro, y compartieron sus rencores, mientras el mundo se apagaba y sólo iba quedando el cositeo del comején en el artesonado.

La fiebre cedió. Cayetano habló en las tinieblas.

—En el Apocalipsis está anunciado un día que no amanecerá nunca —, dijo. —Quiera Dios que sea hoy —.

Sierva María habría dormido una hora desde que se fue Cayetano, cuando un ruido nuevo la despertó. Frente a ella, acompañado por la abadesa, estaba un sacerdote viejo de talla imponente, de piel parda atesada por el salitre, con la testa de crines paradas, las cejas agrestes, las manos montaraces, y unos ojos que invitaban a la confianza.

Antes de que Sierva María acabara de despertar, el sacerdote le dijo en lengua yoruba:

—Te traigo tus collares — .

Los sacó del bolsillo, tal como la ecónoma del convento se los había devuelto por exigencia suya.

A medida que se los colgaba en el cuello a Sierva María los iba enumerando y definiendo en lenguas africanas: el rojo y blanco del amor y la sangre de Changó, el rojo y negro de la vida y la muerte de Elegguá, las siete cuentas de agua y azul pálido de Yemayá. Él se paseaba con tacto sutil del yoruba al congo y del congo al mandinga, y ella lo seguía con gracia y fluidez. Si al final pasó al castellano

fue sólo por consideración con la abadesa, incrédula de que Sierva María fuera capaz de tanta dulzura.

Era el padre Tomás de Aquino de Narváez, antiguo fiscal del Santo Oficio en Sevilla y párroco del barrio de los esclavos, escogido por el obispo para sustituirlo en los exorcismos por sus impedimentos de salud. Su historial de hombre duro no

dejaba dudas. Había llevado a la hoguera a once herejes,judíos y mahometanos, pero su crédito se fundaba sobre todo en las almas numerosas que había logrado arrebatarles a los demonios más astutos de Andalucía. Era fino de gustos y maneras con la dicción dulce de los canarios. Había nacido aquí, hijo de un procurador del rey que se casó con su esclava cuarterona, y había hecho su noviciado en el seminario local una vez demostrada la limpieza de su linaje por cuatro generaciones de blancos. Sus buenas calificaciones le merecieron el doctorado en Sevilla, donde vivió y predicó hasta sus cincuenta años. De regreso a la tierra había pedido la parroquia más humilde, se apasionó por las religiones y las lenguas africanas, y vivió como otro esclavo entre los esclavos. Nadie parecía mejor hecho para entenderse con Sierva María y enfrentarse con más razón a sus demonios. Sierva María lo reconoció al instante como un arcángel de salvación, y no se equivocó. En presencia de ella desarticuló los argumentos de las actas y le demostró a la abadesa que ninguno de ellos era terminante. Le enseñó que los demonios de América eran los mismos de Europa, pero su advocación y su conducta eran distintas. Le explicó las cuatro reglas de uso para reconocer la posesión demoníaca y le hizo ver qué fácil resultaba al demonio servirse de ellas para que se creyera lo contrario. Se despidió de Sierva María con un pellizco de cariño en la mejilla.

—Duerme tranquila —, le dijo. —Con peores enemigos me las he visto — .

La abadesa quedó tan bien dispuesta, que lo invitó al célebre chocolate perfumado de las clarisas, con las galletitas de anís y los prodigios de repostería reservados a los elegidos. Mientras lo tomaban en el refectorio privado, él impartió sus instruc—

ciones para los pasos siguientes. La abadesa las acató complacida.

—No tengo ningún interés en que a esa infeliz le vaya bien o mal —, dijo. —Lo que le ruego a Dios es que salga cuanto antes de este convento —.

El padre le prometió que pondría la mayor diligencia para que fuera asunto de días, ojalá de horas. Al despedirse en el locutorio, ambos complacidos, ni el uno ni el otro podía imaginarse que nunca más volverían a verse.

Así fue. El padre Aquino, como lo llamaban sus feligreses, se fue caminando hasta su iglesia, pues hacía tiempo que rezaba poco y lo compensaba ante Dios reviviendo cada día el martirio de sus nostalgias. Se demoró en los portales, aturdido por los pregones de los vendedores de todo, a la espera de que bajara el sol para atravesar el barrizal del puerto.

Compró los dulces más baratos y una fracción de la lotería de los pobres con la ilusión incorregible de ganársela para restaurar su templo perdulario. Se entretuvo una media hora conversando con las matronas negras, sentadas como ídolos monumentales frente a las baratijas de artesanía expuestas en el suelo sobre esteras de yute. Hacia las cinco cruzó el puente levadizo de Getsemaní, donde acababan de colgar el cadáver de un perro gordo y siniestro para que se supiera que había muerto de rabia. El aire tenía el olor a rosas de principios de mayo, y el cielo era el más diáfano del mundo El barrio de los esclavos, al borde mismo de la

marisma, estremecía por su miseria. En las barracas de arcilla con techos de palma se convivía con los gallinazos y los cerdos, y los niños bebían del pantano de las calles. Sin embargo, era el barrio más alegre, de colores intensos y voces radiantes, y más al atardecer, cuando sacaban las sillas para gozar de la fresca en mitad de la calle. El párroco repartió los dulces entre los niños de la marisma, y se quedó con tres para su cena. El templo era un rancho de bahareque y techo de palma amarga con una cruz de palo en el caballete. Tenía escaños de tablones macizos, un solo altar con un solo santo y un púlpito de madera donde el párroco predicaba los domingos en lenguas africanas. La casa cural era una prolongación de la iglesia por detrás del altar mayor, donde el párroco vivía en condiciones mínimas en un cuarto con una cama de viento y una silla rústica. Al fondo había un patiecito pedregoso y una pérgola de parras con racimos pasmados, y una cerca de espinas que lo separaba de la marisma. La única agua de beber era la de un aljibe de argamasa en un rincón del patio.

Un sacristán viejo y una niña huérfana de catorce años, ambos mandingas conversos, eran los ayudantes en la iglesia y en la casa, pero no hacían falta después del rosario. Antes de cerrar la puerta, el párroco se comió los tres últimos dulces con un vaso de agua, y se despidió de los vecinos sentados en la calle con su fórmula de rutina en castellano:

—Buenas y santas noches os depare Dios a todos —.

A las cuatro de la mañana el sacristán que vivía, a una cuadra de la iglesia dio los primeros toques para la misa única. Antes de las cinco, en vista de que el padre se demoraba, fue a buscarlo en su cuarto. No estaba. Tampoco lo encontró en el patio. Siguió buscándolo en los alrededores, porque a veces se iba a conversar desde muy temprano en los patios vecinos. No lo encontró. A los pocos feligreses que acudieron les anunció que no había misa porque no encontraban al párroco. A

las ocho, ya con el sol caliente, la niña del servicio fue a sacar agua del aljibe, y allí estaba el padre Aquino, flotando bocarriba con las calzas que se, dejaba puestas para dormir. Fue una muerte triste y sentida, y un misterio que nunca se esclareció, y que la abadesa proclamó como la prueba terminante de la inquina del demonio contra su convento.

La noticia no llegó hasta la celda de Sierva María, que se quedó esperando al padre Aquino con una ilusión inocente. No supo explicarle a Cayetano quién era, pero le transmitió su gratitud por la devolución de los collares y la promesa de rescatarla. Hasta entonces les había parecido a ambos que el amor les bastaba para ser felices. Fue Sierva María quien se dio cuenta, desengañada por el padre Aquino, de que la libertad dependía sólo de ellos mismos. Una madrugada, después de largas horas de besos, le suplicó a Delaura que no se fuera. Él lo tomó a la ligera y se despidió con un beso más. Ella saltó de la cama y se abrió de brazos

en la puerta.

—O no se va o me voy yo también —.

Le había dicho a Cayetano en alguna ocasión que le hubiera gustado refugiarse con él en San Basilio de Palenque, un pueblo de esclavos fugitivos a doce leguas de aquí, donde sería recibida sin duda como una reina. A Cayetano le pareció una

idea providencial, pero no la vinculó con la fuga. Confiaba más bien en formalismos legales. En que el marqués recobrara a su hija con la comprobación indiscutible de que no estaba poseída, y en obtener el perdón y la licencia de su obispo para integrarse a una comunidad civil donde las bodas de clérigos o de monjas fueran tan frecuentes que no escandalizaran a nadie. De modo que cuando

Sierva María lo puso en la encrucijada de quedarse o llevársela, Delaura trató de distraerla una vez más. Ella se le colgó del cuello y lo amenazó con gritar. Estaba amaneciendo. Asustado, Delaura logró liberarse con un empellón, y escapó en el momento en que empezaban los maitines. La reacción de Sierva María fue feroz. Por cualquier contrariedad banal le arañó la cara a la guardiana, se encerró con tranca y amenazó con prenderle fuego a la celda e incinerarse en ella si no la dejaban irse. La guardiana, fuera de sí por la cara ensangrentada, le gritó:

—Atrévete, bestia de Belzebú —.

Como única réplica, Sierva María le prendió fuego al colchón con la lámpara del Santísimo. La intervención de Martina con sus modos sedantes impidió la tragedia. De todos modos, la guardiana pidió en el informe de aquel día que la niña fuera trasladada a una celda mejor protegida en el pabellón de la clausura.

La ansiedad de Sierva María apresuró la de Cayetano por encontrar un recurso inmediato distinto de la fuga. Trató de ver en dos ocasiones al marqués, y en ambas fue impedido por los mastines, que encontró sueltos y de su cuenta en la casa sin dueño. La verdad era que el marqués nó volvería a estar allí. Vencido por sus miedos interminables, había tratado de refugiarse al amparo de Dulce Olivia, y ella no le dio puertas. La había llamado por todos los medios desde que le empezaron las soledades, y sólo había recibido respuestas de burlas en pajaritas de papel. De pronto apareció sin ser llamada y sin anunciarse. Había barrido y compuesto la cocina, inservible por falta de uso, y la marmita borboritaba a fuego alegre en la hornilla. Estaba vestida de domingo con volantes de organza, y acicalada con afeites y bálsamos de moda, y lo único que tenía de loca era un sombrero de grandes alas con peces y pájaros de trapo.

—Te agradezco que hayas venido —, le dijo el marqués. —Me sentía muy solo —. y terminó con un lamento:

—He perdido a Sierva —.

—Es culpa tuya —, dijo ella sin darle importancia.

—Hiciste todo para que se perdiera —.

La cena era un ajiaco al modo criollo, con tres carnes y lo más escogido de la huerta. Dulce Olivia lo sirvió con unas maneras de señora de casa

que le iban muy bien a su atuendo. Los perros bravos la seguían acezantes, se le enredaban entre las piernas, y ella los entretenía con susurros de novia. Se sentó a la mesa frente al marqués, como podrían haber estado cuando eran jóvenes y no le temían al amor, y comieron en silencio, sin mirarse, sudando a raudales y tomando la sopa con un desinterés de matrimonio viejo. Después del primer plato, Dulce Olivia hizo una tregua para suspirar, y tomó conciencia de sus años

—Así hubiéramos sido —, dijo.

El marqués se contagió de su crudeza. La vio gorda y envejecida, con dos dientes menos, y los ojos marchitos. Así hubieran sido, quizás, si él hubiera tenido el coraje de contrariar a su padre.

—Tal pareces en tu sano juicio —, le dijo.

—Siempre lo he estado —, dijo ella. —Fuiste tú el que no me vio nunca como era — .

—Yo te distinguí entre la montonera cuando todas eran jóvenes y bellas y era difícil distinguir a la mejor —, dijo él.

—Me distinguí yo misma para ti —, dijo ella. —Tú no. Siempre fuiste como ahora: un pobre diablo —.

—Me insultas en mi propia casa —, dijo él.

La inminencia del altercado entusiasmó a Dulce Olivia. —Es tan mía como tuya —, dijo. —Como es mía la niña aunque la haya parido una perra —.Y sin dar tiempo a la réplica, concluyó:

— Y lo peor son las malas manos en que la has dejado —.

—En las manos de Dios —, dijo él.

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