Read Delirio Online

Authors: Laura Restrepo

Tags: #Relato, Drama

Delirio (12 page)

BOOK: Delirio
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La abuela Blanca y el abuelo Portulinus se apartan del viejo mirto y caminan hacia el río. Portulinus avanza con dificultad por entre el tejido espeso de verdores demasiado intensos, quisiera taparse los poros y los agujeros del cuerpo para que no se le cuele esa vaharada de olor vegetal, va aturdido de calor y de humedad y se detiene a rascarse los tobillos hinchados de piquetes de zancudo, Aguanta un poco, Nicolás, le dice Blanca, ya casi llegamos, cuando metas los pies en el agua te sentirás mejor, Es cierto, ya puedo escuchar el río, dice él con alivio porque ha empezado a llegar hasta sus oídos un redentor rodar de catarata, ya está cerca el caudal de agua limpia que se revienta contra las rocas del despeñadero. ¡Es el Rin!, exclama Portulinus con una emoción apenas contenida y su esposa lo corrige, Es el río Dulce, cariño, estamos en Sasaima, En Sasaima, claro, repite él y emite una risita frágil a manera de disculpa, Claro que sí, Blanca mía, tienes razón como siempre, éste es el río Dulce. Antes de saltar hacia el vacío, el agua se detiene mansamente en un pozo abrazado por piedras lisas y negras, la pareja se sienta sobre una de esas piedras y Blanca le ayuda a Nicolás a arremangarse el pantalón y a quitarse los botines y las medias, y él, ahora más sereno, deja que la amable frescura del agua le suba por los pies, le recorra el cuerpo y le sede el cerebro, Qué bueno, Blanquita, qué bueno es mirar cómo corre el agua, y ella le comenta que está preocupada por la gripa crónica que tiene Nicasio, el mayordomo, Tisis ha de ser, opina Portulinus, Tisis no, Nicolás, calla esa boca, Dios nos proteja de la tuberculosis, es sólo gripa, el problema es que es crónica, Las gripas crónicas se llaman tuberculosis, dice Nicolás, Eso será en alemán, se ríe ella, Me gustas cuando ríes, te ves tan bonita, entonces ella le cuenta, A la familia Uribe Bechara le encantó el bambuco que les compusiste para el matrimonio de su hija Eloísa, ¿Les gustó?, pregunta él, yo pensé que se iban a molestar por esa parte que habla del amor que se desangra gota a gota, Y por qué les iba a molestar, si esa parte es muy bonita, Sí, pero olvidas que el padre del novio murió de hemofilia, ¡Ay, Nicolás!, qué obsesión tienes hoy con las enfermedades. Ven acá, Blanca paloma mía, deja que te abrace y miremos juntos la inocencia con que el agua se detiene en el pozo antes de precipitarse, Ahí tienes letra para otro bambuco, se burla ella y así siguen conversando de las cosas que día tras día van conformando la vida, de cuántos huevos están poniendo las gallinas, de la tardanza de las lluvias grandes, de la pasión por los pájaros de su hija Eugenia y la afición por el baile de su hija Sofía, y el lenguaje de él va fluyendo sin dificultad ni alteración del sentido hasta que Blanca comprueba que el río, que lo arrulla y lo calma, lo ha adormecido, El Rin, dice Portulinus desde la duermevela y sonríe entrecerrando los ojos, El Rin no, querido mío, el río Dulce, Deja, mujer, que vuelen mis recuerdos, ¿a quién pueden hacerle daño?, el río Rin, el río Recknitz, el Regen, el Rhein, repite él pronunciando despacio para saborear la sonoridad de cada sílaba, y no menciona al Putumayo ni al Amazonas ni al Apaporis, que también son sonoros pero que son reales y de este hemisferio, sino al Danubio, al Donau y al Eder, que están muy lejos si es que están en algún lado, así que Blanca comprende que ha llegado el momento de regresar a casa, le seca los pies con su falda, le echa saliva con el dedo en los piquetes de zancudo para que no le escuezan, le calza de nuevo los botines amarrándole bien los cordones para que no se los vaya pisando por el camino, lo toma de la mano y lo aleja de allí, porque sabe que debe impedir que los sueños de Portulinus echen a correr tras los sonidos del agua. En una de las páginas de su diario, la abuela Blanca habría de escribir, «como anda cansado y nervioso por el exceso de trabajo, a Nicolás lo tranquiliza ver correr el agua del río, pero si la escena se prolonga demasiado, se empieza a exaltar y debemos alejarnos de allí cuanto antes». Lo que la abuela omite en su diario es que cuando el abuelo repite los nombres de los ríos de su patria, el Aisch, el Aller y el Altmuh, el Warnow, el Warta y el Weser, lo hace en riguroso orden alfabético. Cosas de loco. Manías que habrían de llevarlo a la tumba. Es decir, manierismos o reiteraciones que le ayudan a desconectarse de lo real, o al menos de lo que es real para alguien como Blanca. El Saale, el Sree, el Sude y el Tauber, reza Nicolás como si fuera letanía, y en su interior empieza a resonar un rumor que viene de otro lado y que se lo va llevando. Ese mismo día, al regresar el matrimonio a casa después del paseo a ese río que para Blanca es el Dulce y que en cambio para Portulinus es el listado entero de los ríos de Alemania, Eugenia, la menor de sus hijas, taciturna criatura, hermosa y pálida y en flor de pubertad, les comunicó la noticia de que durante su ausencia había venido buscando a padre, a pie desde Anapoima, un muchacho que deseaba tomar lecciones de piano, y si Portulinus le preguntó entonces a su hija menor ¿Qué muchacho? fue más por mera deferencia hacia ella, Eugenia la tristonga, Eugenia la obnubilada, la siempre en otra cosa, y el hambre que a esa hora lo acosaba lo llevó a interesarse más por el olor a pernil que salía del horno que por conocer la respuesta de su hija sobre quién era aquel muchacho que había venido a preguntarlo, respuesta que sería vaga según se sabía de antemano, porque vagos eran todos los decires de esa hija, y en cuanto a Blanca, la madre, se supo por lo que después habría de escribir en su diario que a todas éstas se hallaba ya en la cocina, ocupándose del pernil asado e ignorante de aquel diálogo. Contrariamente a lo esperado, Eugenia le respondió a su padre con una viveza inusual en ella, Un muchacho rubio y bonito, con un morral a la espalda. Portulinus, afable y hospitalario siempre y cuando no estuviera raro —¿y además cómo no ser afable con un muchacho rubio y bonito que llega cansado después de un viaje a pie desde Anapoima?—, preguntó si la hija había invitado a aquel visitante a entrar, si le había ofrecido al menos una limonada, pero no, el muchacho no había aceptado nada; sólo había anunciado que si el profesor de piano no estaba, entonces volvería mañana. No siendo otro el asunto, la familia se sentó a la mesa en compañía de Nicasio, el mayordomo de la gripa perenne, de la esposa de éste y de un par de comerciantes de Sasaima, y fue servido el pernil de cerdo con papas criollas y verduras al vapor. Portulinus estuvo aterrizado y encantador y a cada uno de los presentes le hizo un minucioso interrogatorio sobre el estado de su salud, y en medio de la conversación bulliciosa y del ajetreo de bandejas y jarras que iban y venían a lo largo de la mesa, la niña Eugenia contó, sin que le prestaran atención, que el muchacho rubio traía entre el morral unos soldaditos de plomo. Me permitió jugar con ellos mientras esperaba a que ustedes llegaran, les dijo Eugenia pero no la escucharon, y los ordenamos en triple fila por el corredor y él silbaba marchas marciales y decía que habíamos montado un gran desfile militar, además me dijo que esos soldados eran sólo unos cuantos que había traído consigo por ser sus favoritos, pero que en casa, en Anapoima, había dejado muchísimos más.

¿Quién está afuera, madre?, pregunta Agustina, ¿quién está afuera, Aminta? Habla de su primera casa, la de antes de que la familia se mudara al norte, la casa blanca y verde del barrio Teusaquillo, sobre la Avenida Caracas, y afuera hay alguien y no quieren decirle quién es. El bus del colegio pasa a recogerme temprano por la mañana, hace sonar la bocina y la tía Sofi se ríe y dice Ese pobre bus muge como una vaca enferma. ¿Dónde están mis cuadernos, Aminta, dónde están mis lápices? Pero no me dejan salir, no quieren abrir el portón, miran a través de la mirilla entornada, algún día tenía que suceder que hasta Aminta tuviera miedo de algo. ¡Señor leprosito, hágase a un ladito para que pase la niña!, grita la tía Sofi, que todavía no vive con nosotros pero que es la única que sabe solucionar las cosas, A un ladito, por favor don leprosito. Suéltame, tía Sofi, que me voy para el colegio, pero ella me retiene con su abrazo, me tapa la cabeza con su suéter de orlón blanco, ese que tenía perlas falsas en vez de botones, y así salimos a la calle rapidito, para que yo no vea. ¿Para que no vea qué? ¿Para que no vea a quién?, pero ya no está por aquí la tía Sofi para responderme. Pues para que no vea al leprosito, me dice Aminta, ¿Quién es, acaso? Un pobre enfermito. ¿Y por qué no puedo verlo? Su mamá dice que no debe verlo, porque se impresiona. Es muy horrendo el pobre, blanquiñoso como un muerto, con la piel podrida y un olor a cementerio que le sale de la boca. Mi cabeza ha logrado escapársele al suéter de la tía Sofi y mis ojos lo han visto, un poco, o sueñan con él en la noche, es un bulto sucio y sostiene en la mano un trozo de cartón con un letrero. Son letras mal escritas, como de niño que todavía no aprende, letras de pobre: mi madre dice que los pobres son analfabetos. Eso es sucio, niña, ¿Qué cosa es sucia? Ya sé la respuesta, es sucio todo lo que viene de la calle. Pero yo quiero verlo, tengo que verlo, el leproso ha escrito algo para que yo lo lea. ¿Qué dice ahí, Aminta? ¿Qué dice ahí, madre? ¿Alguien puede leerme lo que está escrito en su cartón sucio? Que le den limosna porque viene de Agua de Dios, eso me responden pero no les creo. ¿Qué es Agua de Dios? Apúrate, Agustina, que te deja el bus, Que me deje, yo quiero saber qué es Agua de Dios, Ahora móntate al bus y después te explico, Explícame ya mismo, Agua de Dios es el lazareto donde mantienen encerrados a los enfermos de lepra para que no se vengan a la ciudad a contagiar a la gente. Entonces por qué está aquí, por qué vino a pararse frente a la puerta de mi casa, no mi casa de ahora sino la de antes, ¿se escapó de Agua de Dios para venir a buscarme? Ahora sé que mi padre coloca trancas y candados en la noche para que no se nos cuele el contagio de Agua de Dios con sus carnes blancas y hediondas que se caen a pedazos. Dime Aminta, cómo es, a qué huele su olor, ¿quién dice que tiene la muerte pintada en la cara? Yo quiero saber qué ven las cuencas vacías de sus ojos, ¿se le vuelven de cera los ojos y se le derriten? Dice Aminta que los ojos se le deshacen en pus, ¡Calla, loca, no digas esas cosas! Mami, Aminta me mete miedo con el leproso, te van a echar, ¿oíste, Aminta?, por embustera; mi mami dijo que te iba a echar del trabajo si seguías asustando a los niños. Ya no tengo que preguntárselo a nadie porque ya lo sé: tengo el Poder y tengo el Conocimiento, pero aún me falta la Palabra. Creen que no entiendo pero sí entiendo; le conozco la cara a eso que es horrible y que espera en lo oscuro, al otro lado de la puerta, quieto bajo la lluvia porque se escapó de donde lo tenían encerrado, y que espía con sus ojos vacíos hacia el interior de nuestra casa iluminada. ¡Apaga las luces, Aminta!, pero ella no me hace caso. Nuestra casa de antes, aquella blanca y verde de la Avenida Caracas donde nacimos mis dos hermanos y yo; estoy hablando de los tiempos de antes. Después de que mi padre cierra los postigos yo voy tapando con el dedo, uno por uno, todos los agujeros que hay en ellos, porque mi madre dice que lo que sucede en las familias es privado, que nadie tiene por qué andar metiendo las narices en lo de uno, que los trapos sucios se lavan en casa. Frente al Leproso mis poderes son pequeños y se van apagando como una llamita que ya no alumbra casi nada. ¿Acaso sabe él que al final va a salir victorioso? ¿Acaso sabe que un día mi padre se va a largar y ya no va a estar aquí para cerrar con llave? La hora del leproso es la de nuestro abandono, Ay, padre, dame la mano y vamos a cerrar las puertas, que si escapó de Agua de Dios es porque ya sabe. ¡Señor leprosito, hágase a un ladito para que pase la niña! No me gusta, Aminta, no me gusta que la tía Sofi grite tan fuerte esa palabra, la niña, porque ésa soy yo, y si él aprende a nombrarme me contamina, se vuelve dueño de mi nombre y se me cuela adentro, llega hasta el fondo de mi cabeza y ahí hace su cueva y se queda a vivir para siempre, en un nido de pánico. En el fondo de mi cabeza vive un pánico que se llama Lepra, que se llama Lazareto, que se llama Agua de Dios, y que tiene el don de ir cambiando de nombres. A veces, cuando hablo en Lengua, mi pánico se llama La Mano de mi Padre, y a medida que voy creciendo me voy dando cuenta de que hay otros acosos. Los agujeritos que atraviesan los postigos de mi casa son redondos, astillados en los bordes, como ojos con pestañas sobre la cara verde de la madera. ¿Qué son esos agujeritos, madre? ¿Qué son esos agujeritos, padre? Siempre me responden No es nada, No es nada. O sea que los postigos tienen agujeros y ya está, es lo propio de ellos, como tener ojos las personas. Una noche, durante la ronda de las llaves a la hora de nona, mi padre me confiesa que han sido los francotiradores del Nueve de Abril. Yo comprendo sus palabras: los francotiradores del Nueve de Abril han abierto esos agujeros en los postigos de nuestra casa. ¿Y con qué los abrieron, padre?, Con sus disparos, ¿Dispararon contra nosotros?, No, contra la gente, me dice, pero no añade una palabra más. ¿Contra cuál gente, padre? La gente, la gente, las cosas son como son y no hay para qué estar hablando de ellas. ¿Y tuvimos miedo?, le pregunto entonces y él me responde que yo no había nacido cuando sucedió eso. Va creciendo el número de los seres dañinos contra los que debemos protegernos, los leprosos de Agua de Dios, los francotiradores del Nueve de Abril, los estudiantes con la cabeza rota y llena de sangre, y sobre todo la chusma enguerrillada que se tomó Sasaima ¿y que mató al abuelo Portulinus, madre? ¿Al abuelo Portulinus lo mató la chusma? No, el abuelo Portulinus abandonó a la abuela Blanca y regresó solo a Alemania. Hay otros acosos que mi miedo va reconociendo porque no sabe quedarse quieto; mi miedo es un animal en crecimiento que exige alimentación y que se va tragando todo, empezando por la hermana y la madre de Ben-Hur, que se vuelven leprosas y van por ahí muertas de la vergüenza y escondiéndose de la mirada de las gentes en un patio abandonado donde las hojas son barridas por el viento. Y también Mesala, el enemigo de Ben-Hur, al que le pasan por encima a galope tendido los cascos de los caballos y las ruedas de los carros durante una carrera de aurigas, dejándolo convertido en el peor guiñapo sanguinolento que uno pueda imaginar. La sala de cine estaba casi vacía durante el matiné y yo no me atrevía ni a moverme en la butaca, era Aminta quien me acompañaba, creo, porque esa tarde mi madre estaba enferma, Deja en paz a tu madre que está deprimida, decía la tía Sofi que todavía no vivía con nosotros, y yo veo a Mesala convertido en guiñapo y a esas dos mujeres de piel blanquecina y reventada en ampollas que se cubren con mantos y con harapos. Aminta me dice No se asuste, niña, ésas son cosas de la Biblia. Pero es que yo le temo a la Biblia, me parece un libro pavoroso; mi madre, que es piadosa, ha puesto una en cada dormitorio pero yo por las noches saco la mía y la dejo encerrada en el garaje, porque sus páginas están llenas de leprosos. Por mucho que esas dos mujeres se tapen, las delata el hedor de sus llagas y por eso se refugian en el patio abandonado de esa casa que antes fue de ellas, cuando estaban sanas, y que fue lujosa. También mi vieja casa del barrio Teusaquillo tenía un patio en el que hoy no vive nadie, y yo le pregunto a mi padre si en ese patio las hojas secas se estarán arremolinando. Mi madre dice que hasta nuestra casa nueva no va a llegar la chusma amotinada que viene del sur, pero sé que sí puede llegar porque yo la traigo en el recuerdo, o en el sueño, y todos los sueños vienen de muy atrás, de tiempos de la Biblia. La tía Sofi fue a protestar al colegio, No le lean esas cosas a la niña porque no las entiende y ya tiene la cabeza atiborrada de burradas, así les dijo y yo lo repito porque me suena bonito, con muchas erres, me río cuando lo recuerdo porque reconozco que es cierto, desde pequeña he sido una que vive así como dijo la tía Sofi, con la cabeza atiborrada de burradas. En el colegio le dijeron que era la formación espiritual y que en clase de religión era obligatorio leer esas cosas. No te preocupes, mami, yo sé que a nuestra casa no van a poder entrar, ése es el mensaje que todas las noches me transmite la mano idolatrada de mi padre. ¿Y si mi padre se larga? Cuando se largue va a empezar el gran pánico. A la mañana grito para que Aminta me traiga el desayuno a la cama, en la bandeja de plata, como le ha enseñado mi madre. Jugo de naranja, leche caliente con Milo, pandeyucas, huevo tibio; Aminta me trae cosas que son buenas. Pero trae también la noticia: Ese señor ha estado parado toda la noche frente a la casa, esperando. No me mientas, Aminta, ¿acaso viste el hueco horrendo que tiene en vez de boca? ¿Viste sus brazos en carne viva? Dime, Aminta, dime qué dice su letrero, cómo voy a defenderme de él si no entiendo su mensaje. Creo haber soñado con su voz podrida que entraba por mi ventana para decirme Yo soy enfermo del mal de Lázaro. ¿Quién era Lázaro, madre? Leonorita Zafrané, la profesora que hace la vigilancia en los recorridos del bus del colegio, jura que también ella ha visto al leproso parado frente a mi casa. También a ella le pregunto qué está escrito en su cartón pero tampoco sabe y en cambio me reprocha, Eres injusta con la madre y con la hermana de Ben-Hur, me dice, porque al final a ellas Cristo Redentor les hizo el milagro de la sanación. ¿Entonces ya no se arrastran en las noches por entre las hojas secas del patio? No, ya no. ¿Ya no se esconden en el patio de mi vieja casa de Teusaquillo? No, eso nunca, eso te lo inventaste tú, que inventas demasiadas cosas. Gracias, Leonorita Zafrané, muchas gracias por sacarme esa burrada de la cabeza, mi problema, Leonorita, es que tengo la cabeza atiborrada de burradas. Esta tarde vamos mi madre, el Bichi y yo en nuestro Oldsmobil amarillo con capota negra, ella manejando y nosotros dos sentados en el asiento trasero. Nos gusta montar en el Oldsmobil porque sus ventanas de vidrios polarizados se abren y se cierran con sólo apretar un suichecito automático, y porque huele a nuevo. Está recién comprado, es último modelo. Hay mucho tráfico, el trancón de autos no nos deja avanzar y entonces mi madre se vuelve rara, habla mucho y muy rápido. Hace calor, mami, déjame abrir la ventana, pero ella no me deja. ¿Por los raponeros? Sí, por los raponeros. El otro día a mi tía Sofi un raponero le arrancó de un tirón su cadena de oro y le lastimó el cuello, La cadena es lo de menos, le dijo mi padre cuando se enteró de lo que había pasado, a eso se le encuentra reemplazo, Pero de la cadena llevaba colgada la medalla del Santo Ángel que fue de mi madre, protestó la tía Sofi que sólo estaba de visita porque todavía no vivía con nosotros, Pues te vamos a regalar una idéntica, le aseguró mi padre, Ni te sueñes, lo contradijo mi madre, esa medalla era una morrocota antigua, dónde vamos a conseguir otra como ésa, No importa, dijo mi padre, por ahora lo urgente es que se haga ver de un médico porque le dejaron un rasguñón feo y se le puede infectar. En el cuello de la tía Sofi quedaron pintadas dos de las uñas del raponero, todavía tiene las marcas y mi papi le dice que es el mordisco de Drácula, en cambio ya no tiene su Santo Ángel ni su cadena de oro y hoy no viene con nosotros en el Oldsmobil, pero de todos modos llevamos las ventanas bien cerradas a pesar del calor, por si acaso. Es que me mareo, mamá, si no entra el aire, Pues aunque estés mareada no abras la ventana. El Oldsmobil queda atrapado en un nudo ciego de coches que no pueden echar ni para atrás ni para adelante. Mi madre revisa una vez más si los seguros de las puertas están puestos; ya lo ha hecho varias veces pero vuelve a hacerlo. ¿Estás enojada, madre?, le pregunto porque cuando el Bichi y yo hacemos ruido se irrita, pero dice que no, que no es eso, y ordena que nos pasemos para el asiento de adelante, al lado de ella. Tápense los ojos, niños; con las dos manos tápense bien los ojos y prométanme que no miran, pase lo que pase. Nosotros obedecemos. Ella nos sujeta con toda la fuerza de su brazo derecho mientras maneja el timón con el izquierdo; no nos deja levantar la cabeza y nosotros no podemos ver lo que sucede afuera. Pero podemos escuchar los gritos en la calle, los gritos que se acercan, y sabemos aunque no la veamos que hay gente que pasa junto al auto gritando. ¿Qué pasa, madre? Nada, no pasa nada, dicen sus palabras pero su voz dice todo lo contrario. Ahora nos ha ordenado permanecer abajo, acurrucados contra el piso del carro, donde se ponen los pies, y aquí sólo puedo ver los cuadros de la falda escocesa de ella, los pedales, los tapetes que son grises, una moneda caída, alguna basura, los zapatos del Bichi que son rojos y casi redondos de tan pequeñitos, como unas rueditas. El zapato de mi madre tiene el tacón muy alto y aprieta un pedal y luego el otro y otra vez el primero, acelera y frena, acelera y frena y yo escucho el latir de su corazón, el tictac de mi propio pavor y unas palabritas que va diciendo el Bichi, que va contento aquí abajo jugando con la moneda que encontró debajo de la silla. Yo lo abrazo muy fuerte, Sigue jugando, Bichi Bichito, que no te va a pasar nada, mis poderes me dicen que estás a salvo, y le juego con la moneda para que se distraiga, pero sé que están pasando cosas. ¿Qué pasa, madre? No pasa nada. ¿Entonces podemos salir ya y sentarnos en el asiento? No, quédense allá abajo. Mi madre quiere protegernos, de algo, de alguien, me doy cuenta de eso, sé que alrededor de nosotros ocurren cosas que ella puede ver, y yo no. Son los leprosos, ¿no es cierto, madre? Cómo se te ocurre, valiente disparate. ¿Se escaparon de Agua de Dios y
ya están acá? Mi madre me ordena que no diga tonterías porque asusto a mi hermanito. ¡Pero si ya está asustado y está llorando! Yo sé que han sido los leprosos aunque más tarde, ya en casa, ya por la noche cuando todo ha pasado, mi padre me repite mil veces que lo de hoy por la calle ha sido una protesta de los estudiantes contra el gobierno. No importa lo que me digan, yo no les creo, y al otro día mi padre me muestra las fotos de la revuelta estudiantil que publicaron los diarios, pero ni por ésas le creo. Mi padre intenta explicarme que mi madre no quería que mi hermanito y yo nos impresionáramos y que por eso ha impedido que viéramos a los estudiantes que pasaban corriendo y sangrando por entre los automóviles con las cabezas rotas a culatazos. Pero yo sé que no es así, sé que los leprosos han llegado por fin. Miles de leprosos han abandonado Agua de Dios y han invadido a Bogotá, Santa Mano de mi Padre, protégeme de la invasión de los leprosos. Aunque sé que no hay que fiarse demasiado de esa Mano.

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