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Authors: Laura Restrepo

Tags: #Relato, Drama

Delirio (16 page)

BOOK: Delirio
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Fuera de mí todo remordimiento, dijo en voz alta Nicolás Portulinus después del almuerzo aquel en que se comieron el pernil de cerdo. Tras tomarse una taza de infusión digestiva y un trago largo de extracto de valeriana, repitió ¡Fuera de mí, todo remordimiento!, a manera de súplica, o de conminación para que los efectos letárgicos de la valeriana le concedieran la breve beatitud de una siesta. Luego le pidió a Blanca que le desatara los botines porque su cuerpo abotagado se negaba a doblarse lo suficiente como para permitir esa maniobra, se recostó sobre su alta cama protegida por la nube de gasa de un mosquitero, se dejó adormecer por el sordo retumbar del río Dulce, que se despeñaba en cascada frente a su ventana, y volvió a ver, en medio de una cierta luz que él mismo describe como resplandor artificial, las superficies pulidas de un escenario antiguo —que en otras ocasiones definiría como ruinas griegas— sobre el cual dos muchachos luchan, se lastiman y sangran. «En el sueño, yo permanezco con los pies clavados al piso —escribiría después en su diario— anonadado por el brillo metálico de la sangre e inerme ante el llamado de la carne desgarrada. Uno de los luchadores me es indiferente, el que se mueve de espaldas a mí de tal manera que no le veo el rostro. Tampoco sé su nombre, pero eso no me inquieta. Sueño que su nombre no tiene importancia. En cambio el otro muchacho me compromete profundamente; creo reconocer que es el más joven de los dos y quizá el más débil, de eso no estoy seguro, pero sí de que se queja y se lame las heridas de manera lastimera». Hacia las cinco de la tarde Portulinus se despierta y se levanta de la cama, aunque como es tan difusa la condición de su mente, digamos más bien que se levanta sin haberse despertado del todo. Lleva puesta una bata de seda estampada con entrevero de ramas color verde bosque sobre fondo negro, calza las pantuflas aquellas que suelen refundírsele causándole tanto enfado, tiene el pelo aplastado de medio lado por haber estado sudando contra la almohada y todavía flota en los ardores del sueño que lo visitó durante la siesta. Como obedeciendo una orden, toma pluma y papel pautado, se sienta al piano y le dedica un par de horas a componer esa tonada que desde hace meses zumba en sus oídos sin que él logre atraparla. Desde el jardín, su esposa Blanca lo espía a través de las celosías, constatando feliz que Nicolás vuelve a componer después de meses de no hacerlo, «por fin ha renacido en él la energía creativa —escribiría ella más tarde en una carta— y vuelvo a escuchar los acordes que brotan de las honduras de su alma». Blanca, que además cree percibir que a su marido se le ha despejado un tanto la mirada, se pregunta ¿Acaso no soy la mujer más feliz del mundo?, sospechando que en ese momento en efecto lo es. Por eso observa arrobada a su marido a través de las celosías de la ventana mientras él, sentado al piano, llena una página tras otra de papel pautado, haciéndose el que apunta notas y compases para tener contenta a su mujer, o para convencerse a sí mismo de su propio contento. Pero en realidad sólo garrapatea moscas y patas de mosca, manchas negras y palotes disparatados que son la transcripción exacta de su doloroso estrépito interior. Sobre aquel muchacho luchador y ensangrentado con quien ha soñado no cabe preguntar cómo era sino cómo es, porque Portulinus sueña con él con frecuencia y desde hace años, y así se lo deja saber a su mujer esa noche cuando ya los sapos, los grillos y las chicharras enardecen la oscuridad con sus cantos, Blanca, querida mía, le confiesa, volví a soñar con Farax, ¿Quién es ese Farax, Nicolás, le pregunta ella con visible inquietud, y por qué siempre te asalta en sueños? Es sólo mi inspiración, contesta él tratando de aquietarla, Farax es el nombre que le doy a mi inspiración, cuando me visita, ¿Pero es un él, o una ella? Es un él, y me transmite la exaltación necesaria para que la vida valga la pena, Dime, Nicolás, insiste ella, ¿es alguien a quien conozcas? ¿Lo he visto yo alguna vez? ¿Es un sueño o un recuerdo?, pero Nicolás no está para responder tanta pregunta, Se llama Farax, Blanquita mía, conténtate con saber eso, y en ese punto los interrumpe su hija Eugenia, la siempre taciturna pero en este instante iluminada, que les trae la noticia de que ha vuelto a golpear a la puerta el estudiante de piano que ha venido desde Anapoima preguntando por el Maestro, Está otra vez aquí el muchacho rubio, les dice la niña con el alma palpitándole en la boca, De qué muchacho estás hablando, Del que vino ayer con sus soldados de plomo entre el morral, quiere saber si padre podrá darle unas lecciones de piano. Para atender al recién llegado Nicolás bajó a la sala, amplia y amueblada con unas cuantas sillas en torno al gran piano Bluthner en palo de rosa que Portulinus mandó traer de Alemania y que hoy, toda una vida después, reposa en casa de Eugenia, en el barrio La Cabrera de la ciudad capital, convertido en una enorme antigualla silenciosa. Portulinus entró a la sala de su casa de Sasaima y vio que el visitante de Anapoima se había sentado al piano sin autorización de nadie y que acariciaba con mano reverente la preciosa madera roja de vetas oscuras, pero esa osadía en vez de irritarlo le pareció señal de carácter desenvuelto y ahorrándose los saludos de cortesía fue directo al grano, Si quieres lecciones, muéstrame cuánto sabes, le ordenó al muchacho y éste, aunque no se lo habían preguntado, dijo que se llamaba Abelito Caballero y quiso presentar la retahíla de referencias que traía memorizada, aclarando que venía por recomendación del alcalde de Anapoima y que había estudiado en la Escuela de Música y Danza de ese pueblo hasta llegar a saber más que la única maestra, doña Carola Osorio, razón por la cual aspiraba a recibir formación más avanzada por parte del Maestro Portulinus, pero como éste no parecía interesado en su historia, el muchacho desistió de suministrarle información no requerida y optó más bien por arremangarse la camisa para darle libertad a sus brazos, sacudió la cabeza para despejarla, se frotó las manos para que entraran en calor, se echó la bendición para contar con la ayuda divina y se soltó a tocar un vals criollo llamado La Gata Golosa. Aunque la timidez hacía que el muchacho trabucara aquí y allá las notas, Portulinus, que empezó a respirar pesadamente como si lo sofocara una fuerte conmoción interior, sólo atinaba a susurrar Bien, bien, bien, tanto si La Gata Golosa se deslizaba con agilidad como si trastabillaba, Bien, bien, bien, suspiraba Portulinus y sus ojos no daban crédito a lo que veían, los visos dorados del pelo, las manos todavía infantiles y sin embargo ya diestras, el moño de seda negro que aquel recién llegado llevaba anudado al cuello como si fuera un muñeco, el morral de cuero curtido que seguía cargando a la espalda. Tampoco los oídos de Portulinus podían dar crédito a lo que escuchaban, esa música que parecía bajar dulcemente desde lo alto para ir tomando posesión de la penumbra de la sala, lo cierto es que tanto su corazón como sus sentidos le anunciaban que lo que estaba sucediendo tenía que ver con una vieja profecía; que aquello era, por fin, el cumplimiento de una anhelada promesa. Tratando de dilucidar si sería aceptado como alumno o no, el muchacho apartaba de vez en cuando los ojos del teclado para mirar de soslayo al afamado profesor alemán que sudaba y resoplaba a su lado en bata de levantarse y pantuflas, pero no lograba interpretar su expresión ni comprender el significado de esos bien, bien, bien que el Maestro farfullaba indiscriminadamente, tanto si tocaba bien como si se equivocaba. Cuando terminó la pieza, sintió con aprensión que el gran músico se le acercaba por detrás, le rozaba el hombro con la mano, le decía casi al oído Debo llamar a mi esposa y a continuación hacía un aparatoso mutis por el foro, inclinando el corpachón hacia adelante y sin fijarse dónde ponía los pies, como si tuviera urgencia de llegar a algún otro lado. Abelito Caballero se quedó solo en la habitación ahora silenciosa, resintió un peso excesivo en la espalda, cayó en cuenta de que no había descargado el morral y procedió a hacerlo, se sonó para aliviar la congestión nasal que le producía el olor a humedad que impregnaba aquel lugar, se cruzó de brazos y se dispuso a esperar, hasta que descubrió el aleteo de una pequeña presencia en uno de los rincones, se puso de pie para investigar de qué se trataba y descubrió, agazapada detrás de un mueble, a la niña delgada y tímida que ayer y hoy le había abierto la puerta, Si quieres, volvemos a armar el desfile militar, le propuso, y como ella asintió con la cabeza, él sacó del morral los soldaditos de plomo y se pusieron en ello, los dos de rodillas en el piso, Yo me llamo Abelito, creo que ayer no te lo dije, Y yo me llamo Eugenia, no te lo había dicho tampoco. Mientras tanto Portulinus buscaba a Blanca por toda la casa y por fin daba con ella en la alacena, Qué diablos hacías en la alacena, Blanquita condenada, ¡ven inmediatamente que hay un prodigio en la sala!, le anunciaba y la jalaba de la mano, Ven, Blanquita mía, ven a conocerlo, es él, está tocando La Gata Golosa en el piano, ¡ven rápido que es él, es Farax!, y ella, alarmada al ver a su marido tan agitado, trataba de tranquilizarlo y de mermarle intensidad a su arrebato, No inventes cosas, Nicolás, cómo va a ser Farax si Farax sólo existe en tus sueños, Calla, mujer, no sabes lo que dices, ven, tienes que conocer a Farax.

El Midas le explica a Agustina que así llegaron al desenlace de la farsa aquella. Es que la vida monta el tinglado, mi reina Agustina, y en él bailamos los muñequitos según el son que nos toquen, lo que sucedió fue que la tal Dolores y el haragán que la torturaba montaron su pantomima, un espectáculo bastante deplorable pero como en materia de afición sexual no hay nada escrito, a que no sabes quién volaba de entusiasmo con aquella barbarie barata, pues quién iba a ser si no la Araña, no creo exagerar si te digo que nunca nada, desde el día en que nació, le había producido semejante éxtasis, te juro que lo vi amoratado entre su silla de ruedas gritándole al chulo ¡Dale más! ¡Payasadas no, pónganse serios! ¡Dale con ganas! y otras zafadas por el estilo, como un Nerón paralítico y ebrio de dicha que azuza a sus leones para que hagan maldades. Ahí fue cuando el Midas decidió subirse a su oficina y desentenderse de ese minicirco romano, Tú dices, muñeca linda, que por la Araña me aguanto lo que sea pero cómo sería de deprimente aquello que hasta yo puse mis límites, sus grititos de júbilo sobrepasaban mi nivel de escrúpulos, qué de risitas y de cosquilleo, lo habrán bautizado con ropón almidonado pero no pasa de ser un campesino enriquecido y corrupto, su bisabuelo habrá sido el precursor de la civilización en nuestra patria, pero te aseguro, Agustina chula, que esa noche él parecía un cromañón contento, y como en esta vida todo se da vuelta y cuando menos lo esperas lo blanco es negro y lo negro blanco, así también la dicha de la Araña se fue volviendo fastidio con los engaños de la Dolores, La cosa no nos está funcionando del todo, Midas my boy, me dijo con la voz entrecortada por el jadeo, esta mujer tiene un 80 por ciento de estafadora y un 20 por ciento de comediante, mucho quejido y mucho lamento de dientes para afuera, mucha actuación y lágrimas de cocodrilo y poco sentimiento verdadero, esto es un numerito bien montadito, mejor practicado y muy poco sincero. Y cómo explicarle a la Araña que no era el momento para ponerse exigente, si a fin de cuentas aquella mujer no era Nuestro Señor Jesucristo para dejarse crucificar por la redención sexual de ningún cristiano. Pero tú sabes bien hasta qué niveles astronómicos puede llegar a ser veleidoso la Araña, le dice el Midas a Agustina, estaba clarísimo que su sed de dolor ajeno no se iba a calmar con una pantomima cualquiera, así que empezó a exigirle resignación y mansedumbre a ella y a cuestionarle al chulo la falta de profesionalismo y de compromiso en su desempeño como verdugo, y como ninguno de los dos le hacía demasiado caso me la fue montando a mí, empezó a insinuar que yo era el responsable por no contratar un espectáculo verosímil, una mise en scène convincente, así que yo, Pilatos McAlister, ni corto ni perezoso me lavé las manos, la vez pasada la Araña ya me había achacado la responsabilidad de su disfunción eréctil, por darle nombre científico al infortunio de su pipí de trapo, y por muy obsecuente que yo sea, Agustina de mis cuitas, no me iba a dejar colgar de nuevo el sambenito. Así que el Midas se encerró en su oficina, bajó la persiana del ventanal que da al gimnasio para no ver nada de lo que ocurría allá abajo, se metió un cachito de maracachafa y se dedicó por entero a jugar Pacman, que es lo que suele hacer para proteger su mente de lo que la fastidia y para hacer a un lado la realidad cuando se pone fea, El Pacman, Agustina primorosa, es el mayor descubrimiento del siglo, ahí no hay dolor, ahí no hay amor ni remordimientos y tu pensamiento no te pertenece, así que el Midas prendió la pantalla, conectó su juguete electrónico y se fue quedando como hipnotizado, Yo ya no era yo, le cuenta a Agustina, sino una bolita bocona y dientuda que tenía que recorrer el laberinto comiéndose unas galletas que le daban fuerzas para liquidar a unos fantasmitas que le salían al paso, y empecé a ganar bonos y mi puntaje se disparó hasta el cielo, porque ahí donde me ves, reinita linda, yo soy campeón universal de esa carajada, te juro, Agustina, que en esta tierra no ha nacido el cabrón que me gane a mí en esto del Pacman, soy capaz de tragarme todo el galleterío de una sola sentada, y si de vez en cuando de abajo me llegaba un bramido de la Araña pidiendo sangre, yo hacía como si no fuera conmigo, yo seguía inconmovible y en plan sano, pac, pac, pac, comiendo galletas y correteando por mi laberinto, yo no era más que una bolita con ganas locas de galleta y con odio jarocho por los fantasmas, y si a mis oídos se colaba algún lamento femenino, yo hacía como si no lo escuchara, lo siento, chica Dolores, no te puedo ayudar, tú estás fuera de mi pantalla, pero claro que a ratos ella se quejaba feo y entonces el Midas se ponía nervioso y se desconcentraba, permitía que los fantasmas hicieran de las suyas y perdía vidas en el Pacman a lo loco, No es que yo sea sentimental, le aclara a Agustina, pero cometí el desatino de conversar con la Dolores antes del espectáculo, la subí a mi oficina para arreglar lo del pago y ahí charlamos un poco, en realidad sólo los formalismos pertinentes; cuando el Midas le entregó el dinero, le encimó una propina que ella le agradeció en nombre de su hijo pequeño y ahí fue cuando él cometió el error imperdonable, incurrió en el embeleco de preguntarle cómo se llamaba el niño y resultó que John Jairo, o Roy Marlon, o William Ernesto, cualquier binomio bilingüe de esos, Lo grave fue que ese niño se me infiltró en la conciencia porque atentar contra la infancia atormentando a una madre no es para nada mi estilo, yo creo que eso fue lo que me puso tan inquieto. Luego ya vino el desenvolvimiento de la gran función, el vodevil de azotes y ganchos y chuzos y pellizcos y nalgadas, y de repente como que se aquietó aquello y empezaron a sonar abajo las máquinas del gimnasio, el viejo y conocido runrún de las poleas, el golpe seco de las pesas al asentarse contra la base, el traqueteo familiar de las prensas, y el Midas se relajó pensando que al menos los dos escoltas, el Paco Malo y el Chupo, saturados de sadomasoquería se habían dedicado más bien a calentar músculo en los aparatos, Que les aproveche, par de gorilones fofos, a ver si rebajan esas barriguitas sebadas en L’Esplanade, pensó el Midas McAlister, les puso a todo volumen una música disco por los altoparlantes para que se acompasaran y se sumergió en el Pacman con fijación de maníaco, No sé cuántas horas se me fueron ahí, Agustina muñeca, te juro que cuando estoy en ésas pierdo por completo la noción del tiempo, pac, pac, pac, abro y cierro la bocota y devoro galletas, pac, pac, pac, subo y bajo por el laberinto destruyendo fantasmas, y hubiera seguido así, dándole la noche entera, si por mi oficina no se asoma el Chupo a decir que don Araña me requería abajo porque se había presentado un inconveniente. Ave María Purísima, suspiró el Midas poniéndole stop al juego en el momento más emotivo y armándose de paciencia, ahora quién se aguanta a la Araña lloriqueando y disculpándose por su nuevo fracaso erótico-sentimental y exigiéndome que le monte para mañana la próxima stravaganza, y al llegar abajo lo vio muy anciano y muy gordo e infinitamente hastiado entre su silla de ruedas, Qué hubo pues, Araña my friend, le preguntó el Midas en tono condescendiente, Lo que hubo fue que sacó la mano la mujercita, amigo Midas, que Dios la tenga en su gloria. Ni te cuento lo que sentí, Agustina bonita, mejor dicho sí te lo voy a contar, al principio no entendí lo que la Araña me estaba diciendo, pero cuando señaló con el dedo hacia el fondo, hacia donde están los aparatos, sobre una de las estaciones múltiples, la Nautilus 4200 Single Stack Gym, mi aparato más amado y recién adquirido, acondicionado con deck para pectorales, extention station para las piernas, barra para abdominales, ancle cuff, torre lateral y stack de 210 libras, allí sobre mi aparato vi que yacía la Dolores toda desarticulada, como si la hubieran desnucado al amarrarla y hacerle demasiado fuerte hacia atrás con la correa, como si la hubieran descuartizado, como si se hubieran puesto a jugar con ella convirtiendo en potro de tortura a mi Nautilus 4200, como si se les hubiera ido la mano y la hubieran reventado. ¿Está muerta?, les pregunté a la Araña y a sus dos matones, que estaban allí esperando que yo hiciera algo, y ahora comprendía el Midas a qué se debía ese ruido de pesas y de poleas que había escuchado hacía rato y que lo hizo pensar que lo peor ya había pasado, cuando justamente en aquel momento las cosas se salían de madre hasta la repugnancia, ¿Está muerta? Está hijueputamente muerta, dijo la Araña, muerta, muerta, muerta para siempre, pero muévete, Midas my boy, no te quedes ahí parado poniendo cara de duelo porque esto no es un velorio, lo del luto y las condolencias dejémoslo para más tarde que ahora tenemos que deshacernos de este cadáver, ¿Y el tipo que estaba con ella?, preguntó el Midas, Ése se fue a dar una vuelta, No jodás, Araña, decime dónde está el tipo antes de que sea demasiado tarde, Ya te lo dije, Miditas hijo, lo mandamos de paseo porque no quería colaborarnos, antes de que la chica nos jugara esta mala pasada le habíamos sugerido a su novio que mejor se fuera para su casa porque se negaba a jugar recio y lo que no sirve que no estorbe, que se fuera tranquilo, le habían dicho, que aquí su prometida quedaba bien recomendada, Fuera, Manitas de seda, que este asunto es para varones, La Araña pensó que sus dos colaboradores, el Paco Malo y el Chupo, podían hacer el trabajito con más empeño que el mequetrefe, Qué iba a sospechar yo, Miditas querido, que estos dos me iban a resultar un par de patanes tan indelicados, y es que el muy gallina ni siquiera chistó cuando le sugerimos que nos dejara solos con la dama, le dice la Araña al Midas refiriéndose al proxeneta, al principio pataleó un poco pero desistió de defender a su socia tan pronto el Chupo le aconsejó que no se pusiera flamenco porque le podía sangrar el culo, Arréglatelas como puedas, mamita linda, que yo me piso, ésa fue su despedida gallarda, y ahí mismo fue sacando una peinillita para repasarse el copete como si así recompusiera su dignidad mancillada, se envolvió en su capa de prestidigitador y alacazam, desapareció como por encanto en la noche bogotana. Y ahora el hijito de la Dolores había quedado huérfano y allí estaba ella como entregada a su suerte, como resignadamente muerta, tal vez a punta de ensayos ficticios se encontraba bien preparada para esta representación que resultó ser definitiva y auténtica, Ahora sí fue de verdad, le dijo el Midas a la mujer a manera de obituario. Y lo que sigue de ahí en adelante, muñeca Agustina, es puro trámite y asunto técnico, bajar a la chica del aparato, enroscarla entre un tapete y, a una orden de la Araña a sus matones, verla partir hacia lo desconocido entre el baúl del Mercedes, Sólo regresan acá cuando estén al cien por cien seguros de que la difunta desapareció para siempre y nadie va a saber de ella hasta el día de la Resurrección de los Muertos, ésas fueron las instrucciones perentorias de la Araña, y cuando ya estaban lejos los dos criminales y la víctima, yo subí y desconecté la música disco, que a todas éstas seguía tronando como un ruido del infierno, limpié con cariño mi Nautilus 4200 y le brillé el acero hasta que no quedó huella, a fin de cuentas la máquina era inocente, luego apagué las luces del gimnasio y me senté en silencio en el suelo, al pie de la silla de la Araña, hundí la cabeza entre las rodillas y me puse a pensar en ti, Agustina divina, que es lo que hago cuando no quiero pensar en nada.

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