Delta de Venus (15 page)

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Authors: Anaïs Nin

Tags: #Eros

BOOK: Delta de Venus
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Elena pudo mirar con los ojos de Miguel el esbelto cuerpo de Donald: su estrecha cintura, los hombros cuadrados como los de un relieve egipcio, sus gestos estilizados. Su cara expresaba tan abiertamente lo disoluto que parecía un acto de exhibicionismo. Todo se revelaba, se manifestaba sin tapujos.

Miguel y Donald pasaban las tardes juntos, luego Donald iba en busca de Elena.

Con ella afirmaba su masculinidad; sentía que Elena le transmitía el elemento masculino que había en ella, su fuerza. Elena lo advirtió y dijo:

—Donald, te doy lo masculino que hay en mi alma.

En su presencia, se volvía erecto, firme, puro, silencioso. De este modo se produjo una fusión. Y Donald fue el hermafrodita perfecto.

Pero Miguel no se daba cuenta. Continuó tratando a su amigo como a una mujer.

Claro que cuando Miguel estaba presente, el cuerpo de Donald se suavizaba, sus caderas empezaban a balancearse y su rostro se convertía en el de una actriz barata, en el de la vampiresa que recibe unas flores pestañeando. Revoloteaba como un pájaro, con una boca provocativa, fruncida para dar besitos, todo artificio y volubilidad; una parodia de los gestos de alarma y promesa que hacen las mujeres.

¿Por qué los hombres amaban a aquella mujer disfrazada y eludían a la mujer?

Como contrapartida, estaba la furia masculina de Donald que se rebelaba porque se le consideraba mujer.

—No hace el menor caso de lo que hay de masculino en mí —se quejó—. Me toma por detrás, insiste en tratarme como a una mujer. Y lo odio por eso. Va a hacer de mí un marica de verdad. Yo quiero algo distinto. Quiero evitar convertirme en una mujer. Y Miguel se muestra brutal y masculino conmigo. Como si yo lo tentara. Me coloca boca abajo a la fuerza y me toma como si fuera una puta.

—¿Es la primera vez que te tratan como a una mujer?

—Sí. Antes de esto, no he hecho más que mamar, pero nunca lo de ahora. Boca y pene; eso era todo. Te arrodillas delante del hombre al que quieres y te la metes en la boca.

Elena miró la boquita infantil de Donald y se preguntó cómo podría introducir en ella un miembro. Recordó una noche en que, llevada al frenesí por las caricias de Pierre, envolvió con ambas manos su pene, sus testículos y su vello, con una especie de glotonería. Intentó metérsela en la boca —cosa que nunca había querido hacer antes—, pero Pierre no se lo permitió, porque le gustaba tanto penetrarla que quiso hacerlo en seguida.

Y ahora podía imaginar vívidamente un gran pene, el pene quizá rubio de Miguel, entrando en la boquita infantil de Donald. Se le endurecieron los pezones y apartó los ojos.

—Me toma todo el día: delante de los espejos, en el suelo del cuarto de baño, mientras sostiene la puerta con el pie, y sobre la alfombra. Es insaciable, e ignora al hombre que hay en mí. Si me ve el pene, que en realidad es más largo que el suyo, y más hermoso —de veras lo es—, no le hace caso. Me toma por detrás, me manosea como a una mujer y deja que mi pene cuelgue fláccido. Ignora mi masculinidad. No existe plenitud entre nosotros.

—Entonces, es como el amor entre mujeres. No hay plenitud, no hay verdadera posesión.

Una tarde, Miguel pidió a Elena que fuera a su habitación. Cuando llamó, oyó que alguien echaba a correr. Estaba a punto de marcharse, pero Miguel acudió a abrir la puerta y dijo:

—Pasa, pasa.

Su rostro estaba congestionado, sus ojos inyectados en sangre, su cabello revuelto y su boca con manchas de besos.

—Ya volveré más tarde —dijo Elena.

—No, entra. Puedes aguardar en el cuarto de baño un instante. Donald se va en seguida.

¡Deseaba que ella estuviera allí! Podía haberla despedido, pero la condujo a través del pequeño vestíbulo hasta el baño anexo al dormitorio y la hizo sentar allí, riendo.

La puerta permaneció abierta. Podía oír los gemidos y el pesado jadeo. Era como si estuvieran luchando en la habitación obscura. La cama crujía rítmicamente. Oyó que Donald decía:

—Me haces daño.

Pero Miguel jadeaba y Donald tuvo que repetir:

—Me haces daño.

Los gemidos continuaron, se aceleró el rítmico crujido de los muelles de la cama, y pese a lo que Donald le había dicho, Elena oía sus gemidos de placer.

—Me estás ahogando —se quejó Donald.

La escena a obscuras le produjo un extraño efecto. Sentía que una parte de sí misma intervenía en aquello como mujer; ella como mujer metida en el cuerpo masculino de Donald, siendo penetrada por Miguel.

Estaba tan afectada que, para distraerse, abrió el bolso y sacó una carta que había encontrado en el buzón antes de marcharse, pero que no había leído.

Cuando la abrió, se sintió como fulminada por un rayo: «Mi huidiza y hermosa Elena.

Me encuentro de nuevo en París por tu causa. No puedo olvidarte, a pesar de que lo he procurado. Cuando te entregaste a mí, me tomaste entero también. ¿Querrás verme? ¿No te has arrepentido y te has replegado fuera de mi alcance para siempre? Me lo merezco, pero no lo hagas: matarás un amor profundo, reforzado por todo lo que ha luchado contra ti. Estoy en París...»

Elena se levantó y abandonó corriendo el apartamento, dando un portazo. Cuando llegó al hotel de Pierre, él la estaba esperando impaciente. No había luz en su habitación; era como si quisiera encontrarse con ella a obscuras, para sentir mejor su piel, su cuerpo y su sexo.

La separación los había enfervorizado. A pesar de lo salvaje de su encuentro, Elena no consiguió experimentar un orgasmo. En lo profundo de su ser conservaba una reserva de temor y no lograba abandonarse. El placer de Pierre llegó con tal fuerza, que no pudo contenerlo para esperar el de ella. La conocía tan bien que intuyó la razón de su secreta lejanía, la herida que le había inferido, la destrucción de la fe de Elena en su amor.

Volvió a acostarse, cansada de deseo y caricias, pero sin sentirse satisfecha. Pierre se inclinó sobre ella y le dijo con voz cariñosa:

—Me lo merezco. Pese a que quieres encontrarme, te estás ocultando.

—No —replicó Elena—. Espera. Dame tiempo para creer de nuevo en ti.

Antes de dejar a Pierre, él quiso poseerla otra vez. Pero pese a que Elena había alcanzado la plenitud del placer sexual en la primera ocasión en que la acarició, tampoco pudo acceder a aquel último secreto reducto que le estaba vedado. Pierre inclinó la cabeza y se sentó en la cama, vencido y triste.

—Pero volverás mañana, ¿verdad? ¿Qué puedo hacer para que confíes en mí?

Estaba en Francia sin documentos, con riesgo de que lo detuvieran. Para mayor seguridad, Elena lo ocultó en el apartamento de un amigo ausente. Ahora se encontraban todos los días. A él le gustaba reunirse con su amante a obscuras de manera que antes de que pudieran verse las caras, sus manos tomaran consciencia de la presencia del otro. Al igual que los ciegos, cada uno percibía el cuerpo del otro, demorándose en las curvas más cálidas, siguiendo la misma trayectoria todas las veces, reconociendo por el tacto los lugares donde la piel era más suave y tierna, donde era más fuerte y estaba expuesta a la luz del sol; donde se repetían, en el cuello, los latidos del corazón; donde los nervios se estremecían cuando la mano se aproximaba al centro, entre las piernas.

Las manos de Pierre conocían la opulencia de los hombros de Elena, inesperada en un cuerpo delgado como el suyo, la dureza de sus senos, el vello febril de las axilas, que le había rogado que no se afeitara. Su cintura era muy estrecha, y las manos de Pierre gustaban de aquella curva que se iba abriendo más y más desde la cintura hasta las caderas. Perseguía con cariño todas las ondulaciones, como tratando de tomar posesión de aquel cuerpo con las manos, imaginando su color.

Sólo una vez había visto Pierre su cuerpo a la luz del día, en Caux, por la mañana, y se deleitó con su color. Era marfil pálido, suave, y hacia el sexo ese marfil se volvía más dorado, como armiño viejo. Al sexo lo llamaba «el zorrito», porque su vello se erizaba cuando su mano se adelantaba hacia él.

Los labios de Pierre seguían a sus manos, y también su nariz, que se sumergía en los olores de aquel cuerpo, buscando el olvido y la droga que emanaban de él.

Elena tenía un pequeño lunar oculto entre los pliegues de la carne secreta de entre sus piernas. El hacía como que lo buscaba cuando sus dedos se introducían por entre sus muslos, por entre el pelaje del zorro, pretendía que deseaba tocar el lunar y no la vulva. Y mientras acariciaba el lunar, sólo tocaba la vulva accidentalmente, de una forma muy ligera, lo justo para sentir la rápida y vegetal contracción de placer que sus dedos producían, las hojas de esa planta tan sensible que se cerraban, se replegaban a causa de la excitación, encerrando su secreto placer, cuya vibración él mismo advertía. Besaba el lunar, notaba que respondía a los besos dados un poco más lejos, y viajaba por la piel, hasta el extremo de la vulva, que se abría y se cerraba cuando la boca de Pierre se aproximaba. Hundió su rostro allí, drogado por los olores de sándalo y de concha marina. Al acariciar el vello púbico, el pelaje del zorro, un pelo se perdía en su boca, y otro entre las cobijas, donde más tarde él lo encontraba, reluciente y electrizado. A menudo sus matas de vello púbico se mezclaban y más tarde al bañarse, Elena encontraba pelos de Pierre enroscados con los suyos. Los de Pierre eran más largos, recios y fuertes.

Elena dejó que su boca y sus manos hallaran toda clase de secretos repliegues y rincones, y permanecieran en ellos, cayendo en un sueño de caricias envolventes, inclinando su cabeza sobre la de su amante cuando él colocaba su boca en su garganta, besando las palabras que no podía emitir. Parecía que adivinaba dónde deseaba el próximo beso, qué parte de su cuerpo reclamaba calor. Los ojos de Elena se fijaban en sus propios pies, y entonces los besos iban allá, o debajo del brazo, o en la curva de su espalda, o donde el vientre se transformaba en valle, donde comenzaba el vello púbico, escaso, ligero y ralo.

Pierre extendió el brazo como lo hubiera hecho un gato, como para recibir un golpe.

De vez en cuando, sacudía la cabeza, cerraba los ojos y permitía a Elena que le cubriera de besos ligeros como mariposas, que no eran más que la promesa de otros más violentos. Cuando ya no podía aguantar más los contactos ligeros y sedosos, abría los ojos, ofrecía su boca como una fruta madura, y Elena caía hambrienta sobre ella, como si de esa boca manara la verdadera fuente de vida.

Cuando el deseo hubo permeado cada pequeño poro y cada pelo de sus cuerpos, se abandonaron a violentas caricias. A veces, Elena podía oír crujir sus huesos cuando él le levantaba las piernas para colocárselas alrededor de los hombros; podía oír la succión de los besos, el sonido como de lluvia de los labios y las lenguas, la humedad que se extendía por la calidez de la boca, como si estuvieran comiendo un fruto que se deshiciera y se disolviera. Pierre podía oír su extraño canturreo ahogado, semejante al de alguna ave exótica en éxtasis; ella percibía la respiración de Pierre, que se tornaba más pesada conforme su sangre se volvía más densa y rica.

Cuando se elevaba la fiebre de Pierre, su respiración era como la de algún toro legendario que galopaba con furia para asestar una delirante cornada; una cornada sin dolor, una cornada que casi levantaba de la cama todo el cuerpo de Elena, que elevaba su sexo por los aires como si la atravesara y se lo arrancara, dejándola sólo cuando ya le había inferido la herida, una herida de éxtasis y placer que desgarraba su cuerpo como si lo iluminara y luego la dejaba caer de nuevo, gimiendo, víctima de un goce excesivo, un goce semejante a una pequeña muerte que ninguna droga ni bebida alcohólica podían procurar; que sólo lograban provocar dos cuerpos enamorados, enamorados en lo profundo de su ser, con cada átomo, célula y nervio, con el pensamiento.

Pierre estaba sentado en el borde de la cama; se había puesto los pantalones y estaba abrochándose el cinturón. También Elena se había vestido, pero aún estaba abrazada a su amante mientras éste permanecía sentado. Entonces él le mostró su cinturón. Elena se irguió para mirarlo. Había sido un cinturón pesado y fuerte, de cuero, con hebilla de plata, pero ahora estaba tan gastado que parecía a punto de romperse. El extremo estaba deshilachado. Donde la hebilla había dejado su marca, el cuero era tan fino que parecía tela.

—Este cinturón está a punto de romperse, y me sabe mal porque lo he usado durante diez años.

Lo estudió contemplativamente.

Mientras Elena miraba a Pierre, allí sentado con el cinturón aún suelto, la asaltó el recuerdo del momento en que él se lo había desabrochado para bajarse los pantalones. Nunca lo hacía hasta que una caricia o un apretado abrazo de sus cuerpos excitaba su deseo y el miembro, encerrado, le dolía.

Quedaba siempre ese segundo de suspense antes de que se bajara los pantalones y se sacara el pene para que ella se lo tocara. A veces permitía que lo sacara ella, y si no podía desabotonarle los calzoncillos con bastante rapidez, lo hacía él mismo. El leve chasquido de la hebilla la excitaba: para ella era un momento erótico como lo era para Pierre el momento en que ella se bajaba las bragas o se soltaba las ligas.

Aunque había quedado satisfecha por completo poco antes, de nuevo estaba excitada. Le hubiera gustado desabrochar el cinturón, bajarle los pantalones y volverle a tocar el pene. Cuando éste aparecía por primera vez, ¡con qué viveza apuntaba hacia ella, como si procediera a un reconocimiento!

De pronto, el hecho de percatarse de que el cinturón estaba tan viejo, de que Pierre siempre lo había llevado, le produjo un extraño y agudo dolor. Se lo representó desabrochándoselo en otros lugares, en otras habitaciones, a otras horas y para otras mujeres.

La repetición de esa imagen le hizo sentir celos. Quiso decir: «Tira ese cinturón; por lo menos no lleves el mismo que llevaste para las otras. Yo te regalaré otro.»

Era como si el afecto que él sentía por el cinturón estuviese dirigido a un pasado del que no pudiera liberarse por entero. Para Elena, representaba los gestos ejecutados en el ayer. Se preguntaba si todas sus caricias habían sido iguales.

Durante una semana, más o menos, Elena respondió por completo a los abrazos de su amante, casi perdió la conciencia en sus brazos y hasta lloró una vez por lo agudo de sus goces. Entonces advirtió un cambio en el ánimo de Pierre: estaba preocupado, pero no le preguntó nada. Interpretó esa preocupación a su manera: estaría pensando en su actividad política, que había descuidado por ella. Tal vez estaba sufriendo a causa de la falta de acción. Ningún hombre puede vivir sólo para el amor, como una mujer, ni puede hacer del amor el propósito de su vida ni llenar sus días con él.

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